domingo, 28 de enero de 2024

La Chica de al Lado


Volvía yo a mi casa una tarde de otoño, de esas en las que te sientes más melancólico que de costumbre. Barruntaba mi mente aún las calabazas que me había dado. No lo podía concebir, no después de haberle abierto mi corazón de aquella manera tan delicada y  sincera. No lo podía llegar a comprender. Yo, desgranando mi alma de poeta, imprimando el papel con letras de la más pura sangre de mis entrañas, para entregarle mi corazón. Yo, devanándome los sesos, valiéndome de las más finas palabras que, entre mis queridos libros, encontré, uniéndolas con mimo en frases de una belleza excelsa que aruñasen hasta el más oculto rincón de su espíritu. De esas cositas que te tocan al punto del lagrimeo. Y, aún con todo, ni un ápice de interés mostró la susodicha. Y yo que la veía como un alma gemela. Un ser digno de cumplimentar mi intelecto. Alguien a la altura de la agudeza que mostró otrora, pero no fue más que un golpe de ingenio puntual. ¡Valiente mamarracho! ¿Quién llegaría a pensar que hay, sobre este mundo, alguien a mi comparable? 

Y en esos pensamientos iba yo sumido, ignorando el mundo que había a mi alrededor. Tenía ya más que claro que no habría nadie en el mundo tan mínimamente complaciente para mi mente prodigiosa; que no encontraría a nadie que me produjera la sensación que ella, con su absurdo jueguecito, me había producido; que no volvería a resonar mi alma con ninguna otra. Con aquel derrotismo en la cabeza, decidí que lo propio para un animal huraño y abibliotecado como lo era, lo mejor era encerrarme en la celda de ébano, piel y papel que era mi estudio. Rodeado del verdadero amor de mi vida: mis libros. 

Y fue entonces, cuando menos ganas tenía, cuando me enamoré. Pero dicen que el amor es así. Que aparece cuando menos lo imaginas. Y, si bien no tenía yo muchas ganas de entregarme al amor nuevamente, sucumbí a los caprichos del desacertado infante, ese que dispara sin mirar. Las flechas de oro y ciprés clavadas en mi pecho me hicieron olvidar aquel nombre de un plumazo, para centrarme en un nuevo anhelo. 

No es por dármelas de enamoradizo, ni mucho menos, pero bien es sabido que todo aquel que se dedica a las artes requiere de la intervención divina de las musas para arropar su obra. ¡No iba a ser yo menos! Aún habiendo perdido la atención de quien tan interesante me resultaba, poco tardó mi cabeza en remplazarla con esta nueva musa.

Como decía, era una tarde de otoño cuando la conocí. Llevaba horas encerrado en el estudio, buscando la manera de desquitarme con caballerosidad, pues no era meritoria de reproches aquella, quien no se atrevió a aceptar mi más sincera declaración de intenciones. Las letras empezaron a mezclarse sobre el papel, los ojos me escocían y las manos me temblaban. No sabiendo si era producto del sobreesfuerzo o me estaba dando un tabardillo, acerté a tomarme unos minutos. 

A la cocina, a prepararme un buen café. Y el alba me sorprendió. Había pasado toda la noche en vela, sin siquiera un bocado que llevarme a la boca. Al olor de la ambrosía que hervía en mi cafetera italiana, mis tripas rugieron. Tiré de magdalenas. Una bolsa a medias, abierta tiempo ha. Estaban un poco secas, pero deliciosas al desmigarlas en el café (Lo que mi abuela llamaba un migote). Con mi avituallamiento listo, en lugar de regresar a mi covacha, decidí tomármelo en el balcón. La fría caricia del aire mañanero me vendría igual de bien para despejar mi atolondrada mente. 

Y entonces escuché una risita. 

Al principio la atribuí al cansancio. Una quimera de mi abotargada mente. Pero volvió a sonar. Tímida. Cercana. Y, mosqueado, al buscarla me la encontré. De frente. En frente. En el balcón de enfrente.

Era guapa. Muy guapa. Casi tan guapa como… ¡NO! Más. O sea, no son bellezas comparables. En fin, que era guapa. Sonreía. Una sonrisa cálida que me hizo olvidar el frío que hacía en la calle. 

Y, en un acto de valentía, me volví a dentro. Era eso o balbucir palabras inconexas. ¡Ni eso hubiera podido siquiera! El corazón me subió a la garganta. Se secaron las palabras por segunda vez en mi vida.

Recluido en mi despachito nuevamente, volví a sentir el torrente de inspiración fluyendo por mis venas. El desquite tornó en otra cosa. Más pura. Más bella. No había necesidad de soltar la bilis que estaba tragando, porque, de un plumazo había desaparecido. 

Pero entonces caí en la cuenta de que en el piso de en frente, no había una “ella”, sino un “él”. No tenía yo vecinas, no en frente vaya. Darme cuenta de lo que eso implicaba me sumió, de nuevo, en una pesadumbre tortuosa. Si ya me sentía dolido, eso terminó de cerrar el ataúd de mi corazón.

La evité cuanto pude. La escuchaba reír y me sangraban heridas pasadas. La veía de reojo, en la cocina de enfrente, y se me olvidaba a por lo que había ido. Se me aparecía su carita en sueños, por lo que pasé más de una noche en vela, temiendo querer quererla de más. Pero, inevitablemente, llegó ese día en el que no la pude evitar. 

Era una noche de invierno. Quizá era ya de madrugada. Poco importaba. Volvía de una de esas reuniones que suelo hacer mensualmente con mis amigos intelectuales. Quizá llevaba alguna copita de más, pues es bien sabido que en esas reuniones los ríos de tinta se mezclan con los de tinto. Ella estaba sentada en el pasillo, frente a la puerta, con el rímel corrido y el hipido propio de quien acaba de llorar. 

El alcohol me arropó en aquel momento, dándome las fuerzas que de normal no hubiese tenido. Con un gesto gallardo, que olía a naftalina y pachuli, le tendí mi mano. Le di la atención y el consuelo que reclamaba. Adorné con palabras vacías sus oídos. Ella necesitaba oír lo que yo estaba dispuesto a decir. Yo le abrí mi casa y ella sus piernas. 

La amé toda la noche, o lo que quedaba de ella. El alba me sorprendió contando las líneas de luz que dejaban mis persianas en su espalda. Se fue mientras preparaba el desayuno, sin decir nada. No la volví a ver hasta la primavera. De nuevo en el balcón de en frente. Y el alma de nuevo al suelo. 

No lo comprendía. En mi atribulada mente, creí que nunca más la volvería a ver. Que había sido una cosa de una noche y desaparecería de mi vida, pero no fue así. Cuando me la volvía a encontrar en la escalera, se lo eché en cara. No era yo, era mi rabia la que hablaba, y ni siquiera era únicamente mi rabia contra ella, sino contra antiguos amores también. Y me calló con un beso. 

Y nos volvimos a amar en secreto, aquel día y los próximos. Lo nuestro era una pasión furtiva, como la de Ares y Afrodita, esperando que no nos pillase Hefesto. Así seguimos una larga temporada. Acudía a mi cada vez que lo necesitaba, mi puerta siempre estaba abierta para ella. Y junto a ella, la escritura.

Y la escucho reír y al rato gemir. Y no me siento orgulloso, pues no es eso lo que buscaba, pero no tengo fuerzas para luchar contra ello. 

Su perfume y sus caricias son más fuertes que mi voluntad. Ya rozo la obsesión que una vez sentí por aquella otra ingeniosa ingenua. Y la seguiré escuchando en el balcón, riéndose con las bromas de otro. Y la seguiré viendo en el portal, nunca viniendo directamente a mí. Y la seguiré buscando entre mis sábanas. Y la seguiré dibujando en mis poesías. Y seguiré sin querer saber su nombre, porque no me quiero volver a ilusionar, aunque me sea imposible. 

Es mejor así. Yo siempre seré el escritor y ella la chica de al lado.


domingo, 21 de enero de 2024

Guía Práctica para: Bajar una Escalera


El maestro Cortázar, allá en su día, con un afán desmedido por querer solucionar uno de tantos problemas que nos encontramos en el día a día, hizo un breve manual para subir una escalera. De manera sencilla y clara, se recogían una serie de directrices que ayudaban a la ascensión por tan pintorescas estructuras; pero no pensó en que todo lo que sube tiene la mala costumbre de querer bajar (bueno, todo excepto aquel globo de helio que compraste una vez y se te escapó. Eso subía y subía y subía, y ahora debe andar por la estratósfera o Saturno, rodeado de otros globos que perdieron en su día otros niños). En definitiva, todo lo que sube tiende a bajar, pero a don Julio se le olvidó  escribir esa parte del manual, condenándonos a vivir una vida de primeros pisos o, en su defecto, superiores, pero hay muchas cosas que, si bien desde arriba se ven con otra perspectiva, a ras de suelo se aprecian otros matices. Por ello, y tras muchas expediciones y experimentos, me aventuro a desarrollar un segundo grupo de directrices para poder llevar a cabo el descenso de la escalera. 

Primero de todo, y como cosa esencial, es hallarse uno en un primer piso o superior, porque de otro modo, no necesitaría de esta guía. Si bien es verdad que pudiera usted, lector, querer descender a un sótano u otro piso inferior, no debería estar leyendo esta guía, pues se centra en el descenso desde un piso superior… pero claro, un sótano ya es un piso inferior en sí, por lo que bien pudiera servirle esta guía de ayuda. Siendo esto cierto, haga usted como que no ha leido este párrafo y pase directo al siguiente paso. 

Otro de las cosas esenciales antes de que usted lea esta guía es haber leido la guía que escribió Cortázar, pues tiene que verse como algo complementario. Si usted no ha leido esa guía, no entiendo que hace leyendo esta antes, pues sin saber subir, no tiene sentido ninguno que usted quiera bajar, no habiendo problema, ni conflicto. No habiendo conflicto, ni problema, entiendo yo que usted no requiere de estas directrices, por lo que puede dejar de leer ya. También pudiera ser que usted no tiene las pertinentes luces encendidas, por lo que le sugiero que lea la guia de “Cómo apretar una bombilla”. O bien usted está aburrido y ha recurrido a la lectura, le recomendaría entonces que tomase cualquier otro libro, aunque sea de recetas, pues esta guia no pretende entretener, sino enseñar. 

Tras estas aclaraciones, y ya estando usted seguro de que si que necesita de esta guía, continuemos con las directrices a seguir para, por fin, poder bajar una escalera. 

Remitiendo al punto primero de esta guía, una vez estemos seguros de que estamos en un piso primero o superior y que nuestra intención es bajar el tramo de escalera, pues ya no queremos estar más en ese emplazamiento, aventurémonos con el descenso. 

[ES IMPORTANTE QUE EL MÉTODO DE DESCENSO SEA POR LA ESCALERA, DE LO CONTRARIO, DEBERÍA USTED ACUDIR A LA GUIA “COMO DESCENDER EN ASCENSOR”. Siempre y cuando quiera descender en ascensor.]

Teniendo ya todo claro, ahora sí, procedamos. Colóquese, usted, en el borde del piso donde deja de estar en sentido horizontal y pase a vertical. Verá una sucesión de pequeños tramos de suelo, comúnmente conocidos como peldaños, pues ese conjunto es la escalera que usted está predispuesto a bajar. No le debe ser ajeno el concepto de escalera, porque don Cortázar lo explica en su manual. De no estar familiarizado con el concepto, permita que les presente: Lector, escalera. Escalera, lector. Y una vez hechas las presentaciones, continuemos con lo que nos atañe.

Una vez en el borde contenga su vértigo y mire hacia el final de la escalera, de ese modo podrá hacerse una idea del trayecto a abordar. Esto es importante ya que no todas las escaleras tienen el mismo número de escalones. Bien. Comprobada la longitud del trayecto y estando usted seguro de que lo que quiere es bajar, porque del contrario ya le he dicho que esta no es su guía, procedamos al descenso. 

Decida usted primeramente con que pie va a empezar el descenso. Los pies son esos apéndices de carne donde se sujeta uno los zapatos y, generalmente, se encuentran al final de la pierna, que es el troncho grande de carne que se le une a la cintura que, como su nombre indica, es donde se pone el cinturón. Tras la breve lección de anatomía (que no corresponde a esta guía, todo hay que decirlo), ha debido usted situar sus pies, por lo que podemos continuar.

Seleccione entonces uno, al que más cariño le tenga o el que más rabia le dé, el criterio es suyo. Álcelo muy ligeramente, al tiempo que lo avanza lo justo hasta que quede suspendido en el aire y déjelo caer con suavidad al peldaño continuo al suyo. Es muy importante que lo haga únicamente con un pie, de hacerlo con los dos al mismo tiempo estaría usted saltando, que es más rápido que bajarlos lentamente, sobre todo, cuando erra el salto y baja rodando. Como no queremos que eso suceda, volvamos al método más tradicional. 

Para este punto, usted ha debido de bajar un pie, por lo que solo le quedaría bajar el otro. Hay gente que prefiere bajar los escalones de uno en uno, apoyando primero un pie y luego el otro en el mismo peldaño, y los hay que prefieren bajar uno con cada pie. Hay valientes que se aventuran a bajarlos de dos en dos, de tres en tres o, inclusive, quienes llegan abajo sin pisar ni un escalón, renunciando en el proceso a alimentarse de algo que no sea sopa o puré.

Siga repitiendo esos movimientos hasta que se quede sin más escalones que bajar, ¡PERO CUIDADO! Que se haya quedado sin escalones no quiere decir que haya llegado al final de la escalera. Hay algunas, traicioneras, que tienen un pequeño remanso de suelo en tierra de nadie, conocido como rellano. Si ha llegado a uno de estos, debe buscar donde continúa la escalera. Una vez encontrado, Sitúese en el borde y repita el movimiento aprendido hasta que llegue al final.

Pudiera ser que usted notase complicado el descenso en las primeras ocasiones, pero no pasa nada, pues son muchas las escaleras que disponen de un sofisticado sistema para facilitar las cosas: la barandilla. La barandilla es una guía que baja de manera paralela a la escalera, a no sé qué usted esté subiendo, entonces la barandilla también sube. En todo caso, agarre firmemente la barandilla y vaya deslizando la mano a la par que usted. No vaya a bajarla más rápido o terminará siendo uno de esos catadores de caldos y purés.

Si ha seguido usted correctamente los pasos de esta guía, debería haber llegado al suelo, que viene a ser una superficie horizontal, que no plana. Salga de la escalera colocando ambos pies juntos. Compruebe que no le queda ningun escalón por bajar y ¡listo! Ha aprendido usted a bajar una escalera, ya puede continuar con los quehaceres de su vida cotidiana.


domingo, 14 de enero de 2024

Historia de un verano en el casi fuimos valientes


Mil cincuenta y un kilómetros. Casi doce horas de viaje enlatado en el asiento de atrás de una furgoneta, asado por el ardiente Sol de agosto, mientras finges dormir para no tener que volver a jugar una vez más al “veo veo” con tu prima pequeña. En la radio, los grandes éxitos del Pop-Rock español de los 90’ dejan paso a una tertulia política sobre las medidas que ha tomado un gobierno autonómico, mientras tu abuelo se dedica a insultar a todos y cada uno de los representantes del gobierno de turno.

Así empieza tu verano, cómo cada año, pero poco te importa porque al final del trayecto está “La Tierra Prometida”. Un pequeño pueblito al sur, de esos de casas blancas, por el que ni el tiempo pasa. Apenas hay nada, pero no lo cambiarias por el más lujoso de los hoteles, porque es tu pueblo. A donde realmente sientes que perteneces. Tu pequeño remanso de paz. “El Paraíso” en palabras de tu tío. El sitio de tu recreo, en las de Antonio Vega, que recupera el control de las ondas.

Tu vida se reduce a pasar los días sin hacer la gran cosa. Largos días de playa dorándote bajo los rayos del Sol sobre una hamaca, disfrutando de comidas multitudinarias, en las que las tortillas de papas y los filetes empanaos son los platos estrella, mientras el mediterráneo acompaña con la más hermosa banda sonora. 

Las noches, sentados a la fresca, poniéndote al día con tus colegas del pueblo, los de toda la vida, alrededor de una mesa de playa, haciéndoos trampas al parchís. Risas no faltan, recordando anécdotas de cuando erais más pequeños mientras os tomáis una jarra de tinto de verano repleto de hielos. “Así es como mejor se vive”, piensas, esbozando una sonrisa tontorrona, “La buena vida”.

El guion es el mismo de todos los años. Los días van pasando más rápido de lo que te gustaría. En un pestañeo sientes que el mes te escapa entre los dedos, cómo el agua salada que moja tus tobillos. Oteas el horizonte, con la mirada totalmente perdida y la cabeza también. Una sensación de desanimo recorre tu cuerpo, al pensar que este año tampoco parece que vayas a dar el paso y declararle tu amor a esa persona que ocupa tus pensamientos desde hace ya unos años.

La voz de tu tío, proponiéndote un plan algo diferente, te devuelve a la Tierra. Lo miras con extrañeza, intentando deducir que se trae entre manos, pero sigues aún con la cabeza en las nubes. Sonríe con complicidad, te da un empujoncito y se marcha corriendo al agua, salpicando y jugando como un niño más. Tú sigues dándole vueltas al plan de tu tío, queriendo averiguar el motivo oculto.  Quizá lo haga por romper un poco la monotonía o quizá porque se te nota tanto el enamoramiento que quiere echarte un capote.

De repente, te encuentras de nuevo en la furgoneta. Te sientes completamente imbécil, hablando de héroes y dioses de la antigua Grecia. Los nervios hacen que hables de tonterías que aburren al grupo, aunque hay unos ojos que te miran con cierta admiración… o eso quieres creer. 

La noche perfecta, de esas en las que la luna duerme y las estrellas, coquetas, relucen en todo su esplendor. Sacáis las hamacas para estar más cómodos y buscas la manera de sentarte a su lado, sin que parezca que lo has hecho aposta. Evidentemente no lo consigues, porque todo el mundo ha sido más rápido, por lo que terminas sentándote en el lado opuesto, entre tu tío y tu primo, que lo sabe y no ha hecho nada por ayudarte. 

Cinco personas sentadas en mitad de la nada, mirando hacia el cielo nocturno, viendo como fugan las estrellas, y luego estás tú, mirando de reojo hacia tu derecha, intentando disimular el rubor de tus mejillas cada vez que las miradas se cruzan.  

Sigues sin callar tu incesante verborrea, que no hace más que avergonzarte cada vez más, haciendo que sigan brotando palabras de tus labios. Un fogonazo azul ilumina el cielo. Es una estrella inmensa y preciosa que logra dejarte sin palabras, pudiendo exclamar únicamente “Uala”. Cierras los ojos fuerte y murmuras para ti un deseo. 

Cuando los vuelves a abrir, te encuentras con su mano frente a tu cara. Las estrellas han cambiado por farolillos de colores y los grillos por un grupo de música con nombre de garito de esos con bombillas azules, rojas y amarillas. Tardas unos segundos en situarte, aunque no dudas en aceptar su invitación para salir a bailar. Al instante te arrepientes, recordando que tú eres un bloque de madera, sin caderas ni nada que se le parezca, aunque intentás dar lo mejor de ti. 

Cuando la banda comienza una lenta, se te acelera el corazón. Haces por ir a sentarte pero te agarra fuerte de la mano. Con solo una mirada basta para entender lo que sentís. Salís de la feria a escondidas, haciendo lo posible por evitar el millar de pares de ojos que podrían delataros y arruinar la diversión. 

La casa está vacía. Os quitáis la ropa haciendo equilibrios por las escaleras. Os habéis besado en todos y cada uno de los escalones. Estáis nerviosos por lo que estáis a punto de hacer. Cuentas los lunares de su cuerpo, mientras lo recorres lentamente con las manos. Los muelles de la cama rechinan, mezclándose con vuestros gemidos. Cierras los ojos y te dejas llevar, cuando escuchas como susurra tu nombre… 

—¡Eh! ¿Me estás escuchando? —La mano de tu tío pasa frente a tu cara. —¿Estás bien?—Busca tu mirada, pero la apartas—. Te habías quedado un poco grogui… y se te han subido los colores. ¿A ver si te está dando algo?

—Habrán sido las luces —dices, aun queriendo asimilar lo que acaba de ocurrir en tu mente—. Pegan fuerte. ¿No tienes calor? Yo voy a salir un poco a que me de el aire. 

Sale detrás de ti. Es tu mayor aliado, tu confidente. Te conoce tan bien que no necesitas decirle todo para que se lo figure. Te tiende un vaso con más hielo que líquido, mientras os apoyáis en la blanca cerca que adorna y limita el espacio de la caseta. 

—Entonces que…—habla, mirando al cielo nocturno—. ¿Nos atrevemos?

—Sí, ¿Por qué no? 

—Le decimos a… —No hace falta que termine, para saber a quien se refiere.  

—¡Sí! —Buscando en el pequeño grupo que baila frente a la orquesta Sin Fronteras—. Sí…

Y al cruzarte con su mirar entiendes las rimas de Bécquer. Y el corazón te late tan fuerte que se escucha por encima de la música. Y las palabras, que tan bien te salen sobre el papel, se atascan en tu garganta. Y quieres salir corriendo, pero tu cuerpo ya no es tuyo. 

Y ves a tu tío acercándose. Algo le dice y te mira. Y la sonrisa más bonita del mundo, de espuma y nácar, es para ti. Y tu al borde del desmayo. Vuelve triunfante tu tío. No necesitas decir nada, tu rostro ya lo está diciendo todo.  

Y te mentalizas. A medida que van pasando los días, los nervios crecen más y más. 

Y llega la noche señalada. Los mismos de siempre y alguien más. Os sentáis juntitos bajo las estrellas. Los dos buscándoos pero los dos en silencio. Al volver a casa, paseáis hasta su puerta. Los dos callados, guardando todo eso que os queréis decir. Un besito tímido en la mejilla en su casapuerta y tú, en una nube, vuelves a la tuya. Ahora si te brotan las palabras, pero ya es tarde. Aquel año, tampoco tuviste el valor suficiente para decírselo. 


domingo, 7 de enero de 2024

Mr. Fritz. Un cuento de Navidad


Cae la noche en la ciudad, es la víspera de Navidad. «»

Cientos de bombillas, rojas, azules, blancas y amarillas, adornan calles, plazas y villas. No encontrareis un metro que no se haya vestido de fiesta, para una fecha como esta. Los comercios bajan sus persianas al oírse en la iglesia el tañer de las campanas. 

Es la hora de volver a sus hogares, a degustar los navideños manjares. Mantecados, mazapanes, turrones y polvorones; Almendras garrapiñadas, peladillas y piñones. Echan humo los fogones, mientras se preparan corderos y gambones. ¡PAM! Salta el corcho del champan. Las copas tintinean con líquidos que burbujean. Durante la cena se cuentan las mismas anécdotas de todos los años, mientras se ve un especial con chistes de antaño. Y de postre macedonia de frutas, natillas, flan o arroz con leche. Todo está delicioso, ¡Que aproveche! 

Y ya con el buche lleno, desfilan los pequeños a la cama,  a ver si este año al fin escuchan el pisar de algún reno. 

Más no todo es felicidad en esta víspera de Navidad. 

A la afueras de la ciudad, sobre una colina un tanto alejada, cierta persona tiene su morada. Una gran mansión gris como las nubes de tormenta, con solo verla, al más valiente ahuyenta. Las grandes ventanas están tapiadas y las paredes, de madera algo agrietadas. El gran jardín que tiene al frente, no ha visto una gota salir de la fuente. Las pocas hierbas que se atreven a asomarse pronto tienden a secarse. Pero no es la casa lo que infunde temor, sino aquel que vive en su interior.

Fritz es su nombre, aunque pronunciarlo da miedo a niños y hombres. Un viejo estirado, delgado como la raspa de un pescado. Sus azules ojos se esconden detrás de unos redondos anteojos. Sobre ellos dos despeinados matojos, de pelos grises y rojos. Cada dedo de su mano es largo y huesudo, hasta el pulgar parece la pata de un zancudo. Barba descuidada como su jardín, con largas patillas que no tienen fin. Lo único que cuida es su hirsuto mostacho, aunque le hace verse como un mamarracho. Dientes mellados y amarillentos, que nunca muestra, pues nunca está contento. Y esa boca, casi sin labio, de la que solo salen palabras de agravio.

Suele llevar un traje negro impoluto, como si fuese de luto. Sobre su cabeza siempre un bombín, que cuenta que le costó menos de un chelín. Y su fiel bastón de madera de haya, con el que amenaza a quien traspase su valla.    

Un amigo del diablo, bien se de lo que hablo.

Y nace toda esa maldad, de una noche como hoy, de una víspera de Navidad. 

Era Fritz un tierno infante que esperaba, bajo el árbol, el peluche de un elefante, con sombrero de copa y zapatitos de ante. Se acostó muy pronto, dejando preparadas leche y galletas de antemano. Y soñó el enano con su presente, durmiendo toda la noche plácidamente. Pero, al despertar, no encontró ni un paquete, ni bajo el árbol, ni sobre el tapete. Se sintió un zoquete, buscando hasta en el último boquete, esperando que todo fuese un sainete. Su padre lo esperaba en la mesa del desayuno y cuando le preguntó por los regalos, dijo que no recibiría ninguno; ni aquellas navidades, ni las venideras, que esas no eran más que ideas pejigueras.  Ordenó, acto seguido, que se suspendiera el gran banquete y que quitasen, ipso facto, toda la decoración del palacete. Le enseñó, aquel día, una lección que lo marcaría: que la Navidad no eran más que paparruchas, que todo aquello solo vaciaba huchas; que los adornos no tapan la incompetencia, los banquetes se llenan de gente que se trata con indiferencia y los regalos no son más que una insolencia. ¿Quién necesita esas cosas roñosas, pudiendo guardarse en los bolsillos unas monedas valiosas? ¿Para que gastar tu dinero en los demás, pudiendo quedártelo tú y así tener más?

Y con ese pensamiento codicioso vivió toda su vida siendo un roñoso. A medida que envejecía, su avaricia crecía, y junto a ella, su malicia. Empezó a odiar las fiestas y a las gentes, pues lo veia como meros indigentes de jetas duras como las vetas que explota en su mina de carbón y que día a día le proporcionan, al menos un doblón. 

Puestos en contexto, llegamos a este cuento que os cuento, ¡TODO SUCEDIÓ ASÍ, YO NUNCA MIENTO! 

Pues sucede que esta noche, víspera de Navidad, está el señor Fritz maquinando una barbaridad. Cansado de tanto festejo, un plan urde frente a su espejo. Robará eso de lo que todo el mundo está orgulloso, las figuras de ese Belén que le resulta horroroso, pero hasta los turistas creen que es hermoso. Lo que ha vuelto al pueblo famoso y perturba su paz, con ese sonido tan monstruoso. La sonrisa de maldad se dibuja en su faz, con solo pensar que tornará en llanto la risa de Navidad.

Se disfraza para la ocasión con un rojo abrigo de plumón, que le cubre casi hasta el pantalón. Cambia su gastado bombín por una boina carmín, que le queda algo grande. Un ultimo detalle, su viejo bastón blande, y se va a la calle. De esa guisa sale a cumplir con su pequeña pesquisa: robar de la Navidad la risa. 

Recorre a paso rápido las aceras, agazapándose en las esquinas, como lo hacen las fieras. No creerías lo que te cuento, por mucho que lo vieras, pero esta noche el señor Fritz, sube hasta de tres en tres las escaleras. Parece ser que hacer esa maldad, le ha devuelto al anciano la agilidad. En menos de una hora se planta en la plaza, una a una cada figura reemplaza, por pequeños sacos de carbón, negro y oscuro como su corazón. La vuelta a casa la hace con premura, pues no quiere que nadie le vea hurtando cada figura. 

Las va colocando en el jardín, junto a la valla, pues a cada esfuerzo siente que se desmalla. Sin darse cuenta los coloca en orden, pues más que la risa, le molesta el desorden. Aquí las pastoras con sus ovejas, allí la que teje y las madejas. Pequeños corriendo detrás de unos patos, gallinas y pollos, y perros y gatos. La mula y el buey. Cada paje con su rey. San José, la Virgen y el niño Jesús. Y al poner el ángel, siente repelús. 

«¿Estará bien esto que estoy haciendo?» le dice al ángel, riendo. «¡Claro que sí! ¿no lo estás viendo?»

Reta a la talla con la mirada, esperando escuchar una bufonada de esas que se oyen por doquier en esta navideña temporada. Pero nada, ni una mueca velada. Y con una carcajada sonada vuelve el vil hombre a su morada.

«¿Eso crees tú, hijo mío?» responde una voz cálida.

La faz se le pone pálida. Recorre el jardín raudo cual rocín, secando su frente con aquel pañuelo que le costó un chelín. Alza su mano escuálida hacia el rostro del ángel, pues cree que esas palabras salen de él. Vuelve a preguntar, Fritz, pero la figura no vuelve a hablar. 

«Lo habré imaginado. Esto de hacer el mal es muy cansado» piensa, corriendo a su casa en busca de defensa. Esta noche apenas consigue dormir bien, pues la voz, una y otra vez, se repite en su sien. Despierta fatigado, en sudor empapado, pero algo más animado, porque quiere ver los frutos que su jugarreta ha dado. 

Enciende la radio en buscando alguna noticia, mientras abre las ventanas, esperando a escuchar llantos por la injusticia. Pero no es eso lo que obtiene. No oye llantos, ni lloros de ningun tipo, solo risas y algún que otro villancico.

«No entiendo. ¿No están tristes por perder su Belén? ¡Sí hasta tienen carbón, por no portarse bien!»

Camina por toda la casa, intentando discernir que es lo que pasa. Creía que su vileza le supondría la grandeza y con ella, el honor de escuchar los gritos de horror de todo un pueblo que descubría que habían robado su preciada pieza de artesanía. Pero no es ese ruido el que le llega a los oídos, es más, vuelve a retumbar la cálida voz que antes creyó escuchar.  

«Si crees que ese es el espíritu de la Navidad, te sobra vanidad. No se trata de regalos o manjares, ni de adornos, luces o similares; la Navidad es celebrar a tus familiares, los que están o los que ya dejaron estos lares. Y nada que ver la sangre tiene, familia es la que te quiere, no la que te encadene».

«¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Por qué te burlas de este viejo? ¡¿Acaso quieres que me quede tieso?!» refunfuña con voz mezquina. Agarra el bastón con firmeza, dispuesto a dar un golpe con fiereza, a la mínima que asome una cabeza. Pero a nadie atina, pues nadie lo espera con vileza. «¡Muéstrate!» masculla malhumorado, «No tiene gracia tu broma. Mi paciencia has colmado».  

«No es broma esto que te digo. ¡Deja de mirar tu ombligo! Has vivido tu vida aislado del mundo, no haciéndote más que un daño profundo. Creías que acumular oro era una vida buena, y yo te digo que es una pena. Te has perdido grandes cosas por ser tan huraño, igual que para ti el mundo, tú para ellos también eres un extraño. Pero no tiene por qué ser para ti tarde, no eres más que un niño queriendo ser grande. Así que deja el orgullo a un lado y date otra oportunidad, ¡Sal y disfruta que es Navidad!».

Nada más abrir la puerta, una luz lo desconcierta. Frente a su casa hay niños admirando el Belén, lanzándose nieve y riendo también. Una bola extraviada, le da a Fritz bajo la papada. Se paralizan los niños al ver al viejo, hay quien huye cual conejo, pero el resto no mueve un músculo, por si con aquello evitan el rapapolvo mayúsculo. 

Baja el anciano con gesto sombrío, congela más su presencia que el propio frio. Los mira con cara de perro, queriendo echarlos de su cerro. Entonces pasa algo inesperado, Mr.Fritz se ha agachado, un pedazo de nieve a tomado, forma de bola le ha dado y al primer niño que ha visto se lo ha lanzado. 

Al principio todo el mundo se queda cortado, pero se les pasa tan pronto como otra bola el señor ha tirado. Empiezan entonces una batalla de bolas de nieve, ¡Se salva quien puede! el anciano es uno más, el que mejor se lo pasa, además. Salta, se reboza y ríe tambien,  ya no es odio lo que siente, se lo está pasando bien. Por primera vez no le molesta esa risa, es más, en su alma la siente como una cálida brisa.

Pasan las horas jugando, hasta que uno a uno, a su casa van desfilando. Y vuelve Mr.Fritz a la suya propia, ese día lo siente como el primero de su nueva historia. Se sienta en el salón agotado, cuando topa algo inesperado. Sobre el sofá, envuelto en con un papel elegante, encuentra su ansiado elefante. De júbilo da brincos, no se acuerda de sus pobres meniscos. Lo abraza con cariño, volviendo a ser un niño.    

Con él sale al jardín, llevando solo un mocasín. Se planta frente al ángel tallado, queriendo agradecer, pero se queda callado, pues las palabras no quieren aparecer. 

Pero no hay ninguna necesidad, pues el ser celestial se pronuncia con claridad: «Aunque tú trastada la hiciste con maldad, no lo pensaste con claridad. No eras más que un perdido niño buscando atención, porque en su día recibió una mala lección. Pero hay algo que  ha cambiado en tu corazón, ya no siento esa mezquina obsesión. No se si tú te has percatado de eso, aún te queda un largo camino, te confieso. Pero por ese primer paso en la buena dirección, creo que atino con mi compensación. Y ahora ve y vive lo que te quede con felicidad, que  al final te va a gustar esto de la Navidad».