domingo, 14 de enero de 2024

Historia de un verano en el casi fuimos valientes


Mil cincuenta y un kilómetros. Casi doce horas de viaje enlatado en el asiento de atrás de una furgoneta, asado por el ardiente Sol de agosto, mientras finges dormir para no tener que volver a jugar una vez más al “veo veo” con tu prima pequeña. En la radio, los grandes éxitos del Pop-Rock español de los 90’ dejan paso a una tertulia política sobre las medidas que ha tomado un gobierno autonómico, mientras tu abuelo se dedica a insultar a todos y cada uno de los representantes del gobierno de turno.

Así empieza tu verano, cómo cada año, pero poco te importa porque al final del trayecto está “La Tierra Prometida”. Un pequeño pueblito al sur, de esos de casas blancas, por el que ni el tiempo pasa. Apenas hay nada, pero no lo cambiarias por el más lujoso de los hoteles, porque es tu pueblo. A donde realmente sientes que perteneces. Tu pequeño remanso de paz. “El Paraíso” en palabras de tu tío. El sitio de tu recreo, en las de Antonio Vega, que recupera el control de las ondas.

Tu vida se reduce a pasar los días sin hacer la gran cosa. Largos días de playa dorándote bajo los rayos del Sol sobre una hamaca, disfrutando de comidas multitudinarias, en las que las tortillas de papas y los filetes empanaos son los platos estrella, mientras el mediterráneo acompaña con la más hermosa banda sonora. 

Las noches, sentados a la fresca, poniéndote al día con tus colegas del pueblo, los de toda la vida, alrededor de una mesa de playa, haciéndoos trampas al parchís. Risas no faltan, recordando anécdotas de cuando erais más pequeños mientras os tomáis una jarra de tinto de verano repleto de hielos. “Así es como mejor se vive”, piensas, esbozando una sonrisa tontorrona, “La buena vida”.

El guion es el mismo de todos los años. Los días van pasando más rápido de lo que te gustaría. En un pestañeo sientes que el mes te escapa entre los dedos, cómo el agua salada que moja tus tobillos. Oteas el horizonte, con la mirada totalmente perdida y la cabeza también. Una sensación de desanimo recorre tu cuerpo, al pensar que este año tampoco parece que vayas a dar el paso y declararle tu amor a esa persona que ocupa tus pensamientos desde hace ya unos años.

La voz de tu tío, proponiéndote un plan algo diferente, te devuelve a la Tierra. Lo miras con extrañeza, intentando deducir que se trae entre manos, pero sigues aún con la cabeza en las nubes. Sonríe con complicidad, te da un empujoncito y se marcha corriendo al agua, salpicando y jugando como un niño más. Tú sigues dándole vueltas al plan de tu tío, queriendo averiguar el motivo oculto.  Quizá lo haga por romper un poco la monotonía o quizá porque se te nota tanto el enamoramiento que quiere echarte un capote.

De repente, te encuentras de nuevo en la furgoneta. Te sientes completamente imbécil, hablando de héroes y dioses de la antigua Grecia. Los nervios hacen que hables de tonterías que aburren al grupo, aunque hay unos ojos que te miran con cierta admiración… o eso quieres creer. 

La noche perfecta, de esas en las que la luna duerme y las estrellas, coquetas, relucen en todo su esplendor. Sacáis las hamacas para estar más cómodos y buscas la manera de sentarte a su lado, sin que parezca que lo has hecho aposta. Evidentemente no lo consigues, porque todo el mundo ha sido más rápido, por lo que terminas sentándote en el lado opuesto, entre tu tío y tu primo, que lo sabe y no ha hecho nada por ayudarte. 

Cinco personas sentadas en mitad de la nada, mirando hacia el cielo nocturno, viendo como fugan las estrellas, y luego estás tú, mirando de reojo hacia tu derecha, intentando disimular el rubor de tus mejillas cada vez que las miradas se cruzan.  

Sigues sin callar tu incesante verborrea, que no hace más que avergonzarte cada vez más, haciendo que sigan brotando palabras de tus labios. Un fogonazo azul ilumina el cielo. Es una estrella inmensa y preciosa que logra dejarte sin palabras, pudiendo exclamar únicamente “Uala”. Cierras los ojos fuerte y murmuras para ti un deseo. 

Cuando los vuelves a abrir, te encuentras con su mano frente a tu cara. Las estrellas han cambiado por farolillos de colores y los grillos por un grupo de música con nombre de garito de esos con bombillas azules, rojas y amarillas. Tardas unos segundos en situarte, aunque no dudas en aceptar su invitación para salir a bailar. Al instante te arrepientes, recordando que tú eres un bloque de madera, sin caderas ni nada que se le parezca, aunque intentás dar lo mejor de ti. 

Cuando la banda comienza una lenta, se te acelera el corazón. Haces por ir a sentarte pero te agarra fuerte de la mano. Con solo una mirada basta para entender lo que sentís. Salís de la feria a escondidas, haciendo lo posible por evitar el millar de pares de ojos que podrían delataros y arruinar la diversión. 

La casa está vacía. Os quitáis la ropa haciendo equilibrios por las escaleras. Os habéis besado en todos y cada uno de los escalones. Estáis nerviosos por lo que estáis a punto de hacer. Cuentas los lunares de su cuerpo, mientras lo recorres lentamente con las manos. Los muelles de la cama rechinan, mezclándose con vuestros gemidos. Cierras los ojos y te dejas llevar, cuando escuchas como susurra tu nombre… 

—¡Eh! ¿Me estás escuchando? —La mano de tu tío pasa frente a tu cara. —¿Estás bien?—Busca tu mirada, pero la apartas—. Te habías quedado un poco grogui… y se te han subido los colores. ¿A ver si te está dando algo?

—Habrán sido las luces —dices, aun queriendo asimilar lo que acaba de ocurrir en tu mente—. Pegan fuerte. ¿No tienes calor? Yo voy a salir un poco a que me de el aire. 

Sale detrás de ti. Es tu mayor aliado, tu confidente. Te conoce tan bien que no necesitas decirle todo para que se lo figure. Te tiende un vaso con más hielo que líquido, mientras os apoyáis en la blanca cerca que adorna y limita el espacio de la caseta. 

—Entonces que…—habla, mirando al cielo nocturno—. ¿Nos atrevemos?

—Sí, ¿Por qué no? 

—Le decimos a… —No hace falta que termine, para saber a quien se refiere.  

—¡Sí! —Buscando en el pequeño grupo que baila frente a la orquesta Sin Fronteras—. Sí…

Y al cruzarte con su mirar entiendes las rimas de Bécquer. Y el corazón te late tan fuerte que se escucha por encima de la música. Y las palabras, que tan bien te salen sobre el papel, se atascan en tu garganta. Y quieres salir corriendo, pero tu cuerpo ya no es tuyo. 

Y ves a tu tío acercándose. Algo le dice y te mira. Y la sonrisa más bonita del mundo, de espuma y nácar, es para ti. Y tu al borde del desmayo. Vuelve triunfante tu tío. No necesitas decir nada, tu rostro ya lo está diciendo todo.  

Y te mentalizas. A medida que van pasando los días, los nervios crecen más y más. 

Y llega la noche señalada. Los mismos de siempre y alguien más. Os sentáis juntitos bajo las estrellas. Los dos buscándoos pero los dos en silencio. Al volver a casa, paseáis hasta su puerta. Los dos callados, guardando todo eso que os queréis decir. Un besito tímido en la mejilla en su casapuerta y tú, en una nube, vuelves a la tuya. Ahora si te brotan las palabras, pero ya es tarde. Aquel año, tampoco tuviste el valor suficiente para decírselo. 


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