Cae la noche en la ciudad, es la víspera de Navidad. «»
Cientos de bombillas, rojas, azules, blancas y amarillas, adornan calles, plazas y villas. No encontrareis un metro que no se haya vestido de fiesta, para una fecha como esta. Los comercios bajan sus persianas al oírse en la iglesia el tañer de las campanas.
Es la hora de volver a sus hogares, a degustar los navideños manjares. Mantecados, mazapanes, turrones y polvorones; Almendras garrapiñadas, peladillas y piñones. Echan humo los fogones, mientras se preparan corderos y gambones. ¡PAM! Salta el corcho del champan. Las copas tintinean con líquidos que burbujean. Durante la cena se cuentan las mismas anécdotas de todos los años, mientras se ve un especial con chistes de antaño. Y de postre macedonia de frutas, natillas, flan o arroz con leche. Todo está delicioso, ¡Que aproveche!
Y ya con el buche lleno, desfilan los pequeños a la cama, a ver si este año al fin escuchan el pisar de algún reno.
Más no todo es felicidad en esta víspera de Navidad.
A la afueras de la ciudad, sobre una colina un tanto alejada, cierta persona tiene su morada. Una gran mansión gris como las nubes de tormenta, con solo verla, al más valiente ahuyenta. Las grandes ventanas están tapiadas y las paredes, de madera algo agrietadas. El gran jardín que tiene al frente, no ha visto una gota salir de la fuente. Las pocas hierbas que se atreven a asomarse pronto tienden a secarse. Pero no es la casa lo que infunde temor, sino aquel que vive en su interior.
Fritz es su nombre, aunque pronunciarlo da miedo a niños y hombres. Un viejo estirado, delgado como la raspa de un pescado. Sus azules ojos se esconden detrás de unos redondos anteojos. Sobre ellos dos despeinados matojos, de pelos grises y rojos. Cada dedo de su mano es largo y huesudo, hasta el pulgar parece la pata de un zancudo. Barba descuidada como su jardín, con largas patillas que no tienen fin. Lo único que cuida es su hirsuto mostacho, aunque le hace verse como un mamarracho. Dientes mellados y amarillentos, que nunca muestra, pues nunca está contento. Y esa boca, casi sin labio, de la que solo salen palabras de agravio.
Suele llevar un traje negro impoluto, como si fuese de luto. Sobre su cabeza siempre un bombín, que cuenta que le costó menos de un chelín. Y su fiel bastón de madera de haya, con el que amenaza a quien traspase su valla.
Un amigo del diablo, bien se de lo que hablo.
Y nace toda esa maldad, de una noche como hoy, de una víspera de Navidad.
Era Fritz un tierno infante que esperaba, bajo el árbol, el peluche de un elefante, con sombrero de copa y zapatitos de ante. Se acostó muy pronto, dejando preparadas leche y galletas de antemano. Y soñó el enano con su presente, durmiendo toda la noche plácidamente. Pero, al despertar, no encontró ni un paquete, ni bajo el árbol, ni sobre el tapete. Se sintió un zoquete, buscando hasta en el último boquete, esperando que todo fuese un sainete. Su padre lo esperaba en la mesa del desayuno y cuando le preguntó por los regalos, dijo que no recibiría ninguno; ni aquellas navidades, ni las venideras, que esas no eran más que ideas pejigueras. Ordenó, acto seguido, que se suspendiera el gran banquete y que quitasen, ipso facto, toda la decoración del palacete. Le enseñó, aquel día, una lección que lo marcaría: que la Navidad no eran más que paparruchas, que todo aquello solo vaciaba huchas; que los adornos no tapan la incompetencia, los banquetes se llenan de gente que se trata con indiferencia y los regalos no son más que una insolencia. ¿Quién necesita esas cosas roñosas, pudiendo guardarse en los bolsillos unas monedas valiosas? ¿Para que gastar tu dinero en los demás, pudiendo quedártelo tú y así tener más?
Y con ese pensamiento codicioso vivió toda su vida siendo un roñoso. A medida que envejecía, su avaricia crecía, y junto a ella, su malicia. Empezó a odiar las fiestas y a las gentes, pues lo veia como meros indigentes de jetas duras como las vetas que explota en su mina de carbón y que día a día le proporcionan, al menos un doblón.
Puestos en contexto, llegamos a este cuento que os cuento, ¡TODO SUCEDIÓ ASÍ, YO NUNCA MIENTO!
Pues sucede que esta noche, víspera de Navidad, está el señor Fritz maquinando una barbaridad. Cansado de tanto festejo, un plan urde frente a su espejo. Robará eso de lo que todo el mundo está orgulloso, las figuras de ese Belén que le resulta horroroso, pero hasta los turistas creen que es hermoso. Lo que ha vuelto al pueblo famoso y perturba su paz, con ese sonido tan monstruoso. La sonrisa de maldad se dibuja en su faz, con solo pensar que tornará en llanto la risa de Navidad.
Se disfraza para la ocasión con un rojo abrigo de plumón, que le cubre casi hasta el pantalón. Cambia su gastado bombín por una boina carmín, que le queda algo grande. Un ultimo detalle, su viejo bastón blande, y se va a la calle. De esa guisa sale a cumplir con su pequeña pesquisa: robar de la Navidad la risa.
Recorre a paso rápido las aceras, agazapándose en las esquinas, como lo hacen las fieras. No creerías lo que te cuento, por mucho que lo vieras, pero esta noche el señor Fritz, sube hasta de tres en tres las escaleras. Parece ser que hacer esa maldad, le ha devuelto al anciano la agilidad. En menos de una hora se planta en la plaza, una a una cada figura reemplaza, por pequeños sacos de carbón, negro y oscuro como su corazón. La vuelta a casa la hace con premura, pues no quiere que nadie le vea hurtando cada figura.
Las va colocando en el jardín, junto a la valla, pues a cada esfuerzo siente que se desmalla. Sin darse cuenta los coloca en orden, pues más que la risa, le molesta el desorden. Aquí las pastoras con sus ovejas, allí la que teje y las madejas. Pequeños corriendo detrás de unos patos, gallinas y pollos, y perros y gatos. La mula y el buey. Cada paje con su rey. San José, la Virgen y el niño Jesús. Y al poner el ángel, siente repelús.
«¿Estará bien esto que estoy haciendo?» le dice al ángel, riendo. «¡Claro que sí! ¿no lo estás viendo?»
Reta a la talla con la mirada, esperando escuchar una bufonada de esas que se oyen por doquier en esta navideña temporada. Pero nada, ni una mueca velada. Y con una carcajada sonada vuelve el vil hombre a su morada.
«¿Eso crees tú, hijo mío?» responde una voz cálida.
La faz se le pone pálida. Recorre el jardín raudo cual rocín, secando su frente con aquel pañuelo que le costó un chelín. Alza su mano escuálida hacia el rostro del ángel, pues cree que esas palabras salen de él. Vuelve a preguntar, Fritz, pero la figura no vuelve a hablar.
«Lo habré imaginado. Esto de hacer el mal es muy cansado» piensa, corriendo a su casa en busca de defensa. Esta noche apenas consigue dormir bien, pues la voz, una y otra vez, se repite en su sien. Despierta fatigado, en sudor empapado, pero algo más animado, porque quiere ver los frutos que su jugarreta ha dado.
Enciende la radio en buscando alguna noticia, mientras abre las ventanas, esperando a escuchar llantos por la injusticia. Pero no es eso lo que obtiene. No oye llantos, ni lloros de ningun tipo, solo risas y algún que otro villancico.
«No entiendo. ¿No están tristes por perder su Belén? ¡Sí hasta tienen carbón, por no portarse bien!»
Camina por toda la casa, intentando discernir que es lo que pasa. Creía que su vileza le supondría la grandeza y con ella, el honor de escuchar los gritos de horror de todo un pueblo que descubría que habían robado su preciada pieza de artesanía. Pero no es ese ruido el que le llega a los oídos, es más, vuelve a retumbar la cálida voz que antes creyó escuchar.
«Si crees que ese es el espíritu de la Navidad, te sobra vanidad. No se trata de regalos o manjares, ni de adornos, luces o similares; la Navidad es celebrar a tus familiares, los que están o los que ya dejaron estos lares. Y nada que ver la sangre tiene, familia es la que te quiere, no la que te encadene».
«¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Por qué te burlas de este viejo? ¡¿Acaso quieres que me quede tieso?!» refunfuña con voz mezquina. Agarra el bastón con firmeza, dispuesto a dar un golpe con fiereza, a la mínima que asome una cabeza. Pero a nadie atina, pues nadie lo espera con vileza. «¡Muéstrate!» masculla malhumorado, «No tiene gracia tu broma. Mi paciencia has colmado».
«No es broma esto que te digo. ¡Deja de mirar tu ombligo! Has vivido tu vida aislado del mundo, no haciéndote más que un daño profundo. Creías que acumular oro era una vida buena, y yo te digo que es una pena. Te has perdido grandes cosas por ser tan huraño, igual que para ti el mundo, tú para ellos también eres un extraño. Pero no tiene por qué ser para ti tarde, no eres más que un niño queriendo ser grande. Así que deja el orgullo a un lado y date otra oportunidad, ¡Sal y disfruta que es Navidad!».
Nada más abrir la puerta, una luz lo desconcierta. Frente a su casa hay niños admirando el Belén, lanzándose nieve y riendo también. Una bola extraviada, le da a Fritz bajo la papada. Se paralizan los niños al ver al viejo, hay quien huye cual conejo, pero el resto no mueve un músculo, por si con aquello evitan el rapapolvo mayúsculo.
Baja el anciano con gesto sombrío, congela más su presencia que el propio frio. Los mira con cara de perro, queriendo echarlos de su cerro. Entonces pasa algo inesperado, Mr.Fritz se ha agachado, un pedazo de nieve a tomado, forma de bola le ha dado y al primer niño que ha visto se lo ha lanzado.
Al principio todo el mundo se queda cortado, pero se les pasa tan pronto como otra bola el señor ha tirado. Empiezan entonces una batalla de bolas de nieve, ¡Se salva quien puede! el anciano es uno más, el que mejor se lo pasa, además. Salta, se reboza y ríe tambien, ya no es odio lo que siente, se lo está pasando bien. Por primera vez no le molesta esa risa, es más, en su alma la siente como una cálida brisa.
Pasan las horas jugando, hasta que uno a uno, a su casa van desfilando. Y vuelve Mr.Fritz a la suya propia, ese día lo siente como el primero de su nueva historia. Se sienta en el salón agotado, cuando topa algo inesperado. Sobre el sofá, envuelto en con un papel elegante, encuentra su ansiado elefante. De júbilo da brincos, no se acuerda de sus pobres meniscos. Lo abraza con cariño, volviendo a ser un niño.
Con él sale al jardín, llevando solo un mocasín. Se planta frente al ángel tallado, queriendo agradecer, pero se queda callado, pues las palabras no quieren aparecer.
Pero no hay ninguna necesidad, pues el ser celestial se pronuncia con claridad: «Aunque tú trastada la hiciste con maldad, no lo pensaste con claridad. No eras más que un perdido niño buscando atención, porque en su día recibió una mala lección. Pero hay algo que ha cambiado en tu corazón, ya no siento esa mezquina obsesión. No se si tú te has percatado de eso, aún te queda un largo camino, te confieso. Pero por ese primer paso en la buena dirección, creo que atino con mi compensación. Y ahora ve y vive lo que te quede con felicidad, que al final te va a gustar esto de la Navidad».
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