domingo, 28 de enero de 2024

La Chica de al Lado


Volvía yo a mi casa una tarde de otoño, de esas en las que te sientes más melancólico que de costumbre. Barruntaba mi mente aún las calabazas que me había dado. No lo podía concebir, no después de haberle abierto mi corazón de aquella manera tan delicada y  sincera. No lo podía llegar a comprender. Yo, desgranando mi alma de poeta, imprimando el papel con letras de la más pura sangre de mis entrañas, para entregarle mi corazón. Yo, devanándome los sesos, valiéndome de las más finas palabras que, entre mis queridos libros, encontré, uniéndolas con mimo en frases de una belleza excelsa que aruñasen hasta el más oculto rincón de su espíritu. De esas cositas que te tocan al punto del lagrimeo. Y, aún con todo, ni un ápice de interés mostró la susodicha. Y yo que la veía como un alma gemela. Un ser digno de cumplimentar mi intelecto. Alguien a la altura de la agudeza que mostró otrora, pero no fue más que un golpe de ingenio puntual. ¡Valiente mamarracho! ¿Quién llegaría a pensar que hay, sobre este mundo, alguien a mi comparable? 

Y en esos pensamientos iba yo sumido, ignorando el mundo que había a mi alrededor. Tenía ya más que claro que no habría nadie en el mundo tan mínimamente complaciente para mi mente prodigiosa; que no encontraría a nadie que me produjera la sensación que ella, con su absurdo jueguecito, me había producido; que no volvería a resonar mi alma con ninguna otra. Con aquel derrotismo en la cabeza, decidí que lo propio para un animal huraño y abibliotecado como lo era, lo mejor era encerrarme en la celda de ébano, piel y papel que era mi estudio. Rodeado del verdadero amor de mi vida: mis libros. 

Y fue entonces, cuando menos ganas tenía, cuando me enamoré. Pero dicen que el amor es así. Que aparece cuando menos lo imaginas. Y, si bien no tenía yo muchas ganas de entregarme al amor nuevamente, sucumbí a los caprichos del desacertado infante, ese que dispara sin mirar. Las flechas de oro y ciprés clavadas en mi pecho me hicieron olvidar aquel nombre de un plumazo, para centrarme en un nuevo anhelo. 

No es por dármelas de enamoradizo, ni mucho menos, pero bien es sabido que todo aquel que se dedica a las artes requiere de la intervención divina de las musas para arropar su obra. ¡No iba a ser yo menos! Aún habiendo perdido la atención de quien tan interesante me resultaba, poco tardó mi cabeza en remplazarla con esta nueva musa.

Como decía, era una tarde de otoño cuando la conocí. Llevaba horas encerrado en el estudio, buscando la manera de desquitarme con caballerosidad, pues no era meritoria de reproches aquella, quien no se atrevió a aceptar mi más sincera declaración de intenciones. Las letras empezaron a mezclarse sobre el papel, los ojos me escocían y las manos me temblaban. No sabiendo si era producto del sobreesfuerzo o me estaba dando un tabardillo, acerté a tomarme unos minutos. 

A la cocina, a prepararme un buen café. Y el alba me sorprendió. Había pasado toda la noche en vela, sin siquiera un bocado que llevarme a la boca. Al olor de la ambrosía que hervía en mi cafetera italiana, mis tripas rugieron. Tiré de magdalenas. Una bolsa a medias, abierta tiempo ha. Estaban un poco secas, pero deliciosas al desmigarlas en el café (Lo que mi abuela llamaba un migote). Con mi avituallamiento listo, en lugar de regresar a mi covacha, decidí tomármelo en el balcón. La fría caricia del aire mañanero me vendría igual de bien para despejar mi atolondrada mente. 

Y entonces escuché una risita. 

Al principio la atribuí al cansancio. Una quimera de mi abotargada mente. Pero volvió a sonar. Tímida. Cercana. Y, mosqueado, al buscarla me la encontré. De frente. En frente. En el balcón de enfrente.

Era guapa. Muy guapa. Casi tan guapa como… ¡NO! Más. O sea, no son bellezas comparables. En fin, que era guapa. Sonreía. Una sonrisa cálida que me hizo olvidar el frío que hacía en la calle. 

Y, en un acto de valentía, me volví a dentro. Era eso o balbucir palabras inconexas. ¡Ni eso hubiera podido siquiera! El corazón me subió a la garganta. Se secaron las palabras por segunda vez en mi vida.

Recluido en mi despachito nuevamente, volví a sentir el torrente de inspiración fluyendo por mis venas. El desquite tornó en otra cosa. Más pura. Más bella. No había necesidad de soltar la bilis que estaba tragando, porque, de un plumazo había desaparecido. 

Pero entonces caí en la cuenta de que en el piso de en frente, no había una “ella”, sino un “él”. No tenía yo vecinas, no en frente vaya. Darme cuenta de lo que eso implicaba me sumió, de nuevo, en una pesadumbre tortuosa. Si ya me sentía dolido, eso terminó de cerrar el ataúd de mi corazón.

La evité cuanto pude. La escuchaba reír y me sangraban heridas pasadas. La veía de reojo, en la cocina de enfrente, y se me olvidaba a por lo que había ido. Se me aparecía su carita en sueños, por lo que pasé más de una noche en vela, temiendo querer quererla de más. Pero, inevitablemente, llegó ese día en el que no la pude evitar. 

Era una noche de invierno. Quizá era ya de madrugada. Poco importaba. Volvía de una de esas reuniones que suelo hacer mensualmente con mis amigos intelectuales. Quizá llevaba alguna copita de más, pues es bien sabido que en esas reuniones los ríos de tinta se mezclan con los de tinto. Ella estaba sentada en el pasillo, frente a la puerta, con el rímel corrido y el hipido propio de quien acaba de llorar. 

El alcohol me arropó en aquel momento, dándome las fuerzas que de normal no hubiese tenido. Con un gesto gallardo, que olía a naftalina y pachuli, le tendí mi mano. Le di la atención y el consuelo que reclamaba. Adorné con palabras vacías sus oídos. Ella necesitaba oír lo que yo estaba dispuesto a decir. Yo le abrí mi casa y ella sus piernas. 

La amé toda la noche, o lo que quedaba de ella. El alba me sorprendió contando las líneas de luz que dejaban mis persianas en su espalda. Se fue mientras preparaba el desayuno, sin decir nada. No la volví a ver hasta la primavera. De nuevo en el balcón de en frente. Y el alma de nuevo al suelo. 

No lo comprendía. En mi atribulada mente, creí que nunca más la volvería a ver. Que había sido una cosa de una noche y desaparecería de mi vida, pero no fue así. Cuando me la volvía a encontrar en la escalera, se lo eché en cara. No era yo, era mi rabia la que hablaba, y ni siquiera era únicamente mi rabia contra ella, sino contra antiguos amores también. Y me calló con un beso. 

Y nos volvimos a amar en secreto, aquel día y los próximos. Lo nuestro era una pasión furtiva, como la de Ares y Afrodita, esperando que no nos pillase Hefesto. Así seguimos una larga temporada. Acudía a mi cada vez que lo necesitaba, mi puerta siempre estaba abierta para ella. Y junto a ella, la escritura.

Y la escucho reír y al rato gemir. Y no me siento orgulloso, pues no es eso lo que buscaba, pero no tengo fuerzas para luchar contra ello. 

Su perfume y sus caricias son más fuertes que mi voluntad. Ya rozo la obsesión que una vez sentí por aquella otra ingeniosa ingenua. Y la seguiré escuchando en el balcón, riéndose con las bromas de otro. Y la seguiré viendo en el portal, nunca viniendo directamente a mí. Y la seguiré buscando entre mis sábanas. Y la seguiré dibujando en mis poesías. Y seguiré sin querer saber su nombre, porque no me quiero volver a ilusionar, aunque me sea imposible. 

Es mejor así. Yo siempre seré el escritor y ella la chica de al lado.


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