Érase una vez, en un mundo inmenso, un pequeño, pero prospero reino. Las nubes parecían perfectas bolas de algodón. Los ríos de un agua tan pura y cristalina que eran casi espejos. Los campos eran como coloridos mares de grano y vegetales. Y los bosques eran verdes y preciosos, de altos árboles.
Los rebaños de cabras y ovejas pacían tranquilos en las verdes praderas, a salvo de las manadas de lobos. Las vacas estaban hermosas y los cerdos rollizos, alimentados con la mejor comida que podían permitirse.
Las calles engalanadas con preciosas flores en cada balcón. Los edificios recubiertos vivos pigmentos: rubros, cerúleos, glaucos… Y los suelos empedrados con las más pulidas losas. Era un lugar de ensueño. Pareciera todo estar sacado de un cuento de hadas.
Era aquel, de igual manera, un reino donde todos vivían en paz y armonía, hasta que llegó el fatídico día. Un gran nubarrón, tormentoso y colérico, apareció en el cielo amenazando tormenta. Pero no fue aquella una tormenta común. Oculto entre las nubes, una gran bestia se desplazaba. Una bestia que respiraba fuego y su rugido provocaba relámpagos. Y sus alas, poderosas, hacían que el viento girase tan fuerte que se convertía en huracán.
En un parpadeo destrozó el reino: arrancó las flores, quemó las praderas y los bosques, rompió las calles y las casas y ensució el rio cuando se metió para refrescarse. Devoró los rebaños de cabras pues su apetito era voraz y ya, cansado, se marchó a una loma cercana, a descansar en una gran gruta.
Muchos fueron los caballeros que midieron su suerte contra aquel infernal monstruo, pero ninguno fue capaz de regresar con vida. Así, viendo el reino sus fuerzas totalmente sobrepasadas, comenzaron a tributarle cualquier tipo de alimento que hiciese que el ser se mantuviese en su cueva, sin causar destrozos.
Por sus platinadas escamas y la nube de hollín y azufre que lo rodeaba, lo apodaron El Temor Gris. Y así, el maléfico monstruo, gobernó el otrora prospero reino, sumiéndolo en una profunda crisis. El rio se secó. El bosque perdió su verdor. Los campos, cansados, apenas daban alimento para los habitantes y para los rebaños, que eran cada vez más pequeños.
Cuando los animales empezaron a escasear, por mantener el tributo y al reino a salvo, propuso el rey enviar a todo aquel que no pudiese trabajar los campos o resultar útil para el reino. Cómo él y su familia, decidieron, que serían los primeros, no tuvo de otra que recular.
Y cuando más negro veían el futuro, cuando el invierno comenzó a amenazar y las provisiones se racionaron, para que la bestia pudiese alimentarse bien y ellos sobreviviesen, apareció un joven jovial. Venía siguiendo el rastro de un viejo y violento Draco, que pronto lo asoció con aquel al que llamaban Temor Gris.
Estaba entusiasmado, pues aquella sería su primera cacería, su iniciación en el mundo. En el pueblo trataron de advertirlo, ni siquiera los más duchos campeones habían logrado hacerle el más mínimo rasguño. Otros le dijeron que era tan grande como una montaña, que escupía fuego y provocaba huracanes con sus alas. El rey, incluso, le mostró los estragos que provocaron sus garras, afiladas como puñales, en las armaduras de aquellos que se atrevieron a enfrentarlos.
Aún y con todo, el joven hizo oídos sordos de las advertencias, estaba tan convencido de que aquel Draco sería su primera pieza, que no le importaba que le dijeran. Pidió únicamente una cosa, pues no pretendía cobrarles una sola moneda por librarlos, que no lo alimentasen más. Quería provocar que el Draco saliese de su escondrijo y, así, enfrentarlo a campo abierto.
Montó su pequeño campamento a las afueras, entre el rio y la loma del Temor Gris. Y esperó. Esperó tres días y tres noches, hasta que un bramido, similar a un trueno, lo hizo ponerse en alerta.
El cielo se nubló de pronto, amenazando tormenta. Esa era la señal que había estado esperando. Corrió con todas sus fuerzas hacia el pueblo, sin dejar de mirar al nubarrón. Entre la bruma podía advertirse una gran figura dracónica, con azules alas membranosas. Podía ver cada respiración de la bestia, pues iluminaba toda la nube con un fulgor azulado, como el de los rayos.
La nube descendió violentamente sobre el pueblo, creando un tornado de polvo y cenizas. Cuando se disipó, el joven cazador pudo ver la gran figura del Draco. Las escamas plateadas brillaban con la luz del sol. De su nariz salía un fuego azulado, intenso y peligroso. Y en aquella mirada, rojiza, vio Kanna la misma muerte reflejada.
Era un monstruo aterrador, pero no sintió temor alguno. Estaba tan confiado de su victoria, que se permitió llamarle la atención. La bestia no tardó de abalanzarse contra él. Tomó, entonces, una flecha de su carcaj. Respiró profundamente y la soltó. Un leve tintineo se escuchó junto al silbido que provocaba la saeta cortando el aire. El Draco rugió de dolor, exhalando profusas bocanadas de fuego azulado al aire. Su ojo izquierdo había perdido la luz.
Kanna resopló molesto. Había errado el tiro. No había tenido en cuenta el viento que generaba el ser, por lo que se había desviado ligeramente. Pero no había tiempo para lamentos. Sin un segundo que perder, disparó otra flecha, calculando esta vez bien la trayectoria. Su maestro siempre le decía que debía adaptarse a las circunstancias, no esperar que las circunstancias se adaptasen a él.
El disparo fue certero. El otro ojo perdió su luz también.
En las murallas se agolpaban los pueblerinos, viendo como aquel joven que no pasaría la adolescencia aún, estaba enfrentándose a semejante monstruo. Presos por la euforia, comenzaron a jalear y a vitorear a su salvador. Eso hizo que el Draco, ciego, los detectase. Corrió hacia la muralla como una exhalación, provocando los gritos de pavor de la multitud.
Kanna resopló nuevamente, algo ofuscado. No entendía como podía haber gente tan molesta y tan bruta en el mundo. Antes de que el draco los hiciese una montaña de ceniza, el joven cazador hizo sonar otro de los cascabeles que adornaban sus flechas. Aunque esos cascabeles no eran simples adornos, tenían muchas más funciones, que a simple vista no se veían. Su tintineo era lo suficientemente audible como para que el Draco se aturdiese un segundo y cambiase de objetivo.
Ahora era hacia Kanna hacia donde se dirigía esa mole enfurecida. Los pueblerinos ahogaron un grito, tapaban las bocas de unos los otros para no volver a atraer al monstruo. Estaban expectantes de que era lo que iba a pasar, de como aquel jovencito sometería a la bestia.
Entonces, con un ágil movimiento, sacó Kanna su puñal y, dando un paso hacia adelante para esquivar la dentellada de la bestia, apuñaló el pecho. El cuchillo rebotó hacia atrás al golpear las duras escamas, pero eso no hizo que el cazador se desanimase, todo lo contrario. En su mente empezó a imaginar todo lo que le darían por aquella pieza, además de todas las mejoras que podría hacerle a su equipo: puntas de flechas con aquellas escamas, una cota de malla más resistente, una daga en condiciones…
Por andar de distraído, no se percató de que el Draco se había colocado sobre él, respirado directamente sobre su cabeza. Abrió la boca para arrancarle la cabeza de un bocado. El aliento apestoso y las espesas babas devolvieron a Kanna a la realidad.
Con un ágil movimiento, el joven cazador se sentó, evitando así la dentellada. El Draco, furioso, volvió a morder el aire, cuando el joven se reclinó ligeramente. Y desde esa posición, acomodado contra el pecho del monstruo, disparó una flecha a la parte inferior de su mandíbula, donde el cuello se unía a la cabeza. No es que fuese su punto débil, ni mucho menos, pero había leido que esas partes, las articulaciones, de cualquier bestia estan más vulnerables que el resto. Además, la flecha disparada no era una común, sino una hecha a partir del pico de un Lagnis, las flechas más potentes del mundo, e impregnada de una potente toxina extraída directamente de las crías de los basiliscos. Era, esa toxina, más pura y letal, pero también más peligrosa para el arquero, pues una mínima herida provocada por esas flechas serían fatales.
El Draco expelió una gran llamarada de fuego violáceo al aire. La tierra tembló tras el rugido. Nadie en el pueblo quedaba ya en un lugar descubierto, los cientos de ojos que aún veían el enfrentamiento estaban todos a cubierto. El terror se apoderó de todos, a excepción de Kanna. Él seguía sentado bajo el Draco, perdido en sus pensamientos, con una ávara sonrisa en sus labios.
La bestia volvió a centrarse en él, pero antes de poder hacer nada, se desplomó muerta.
El joven volvió al pueblo, triunfal, despues de asegurarse de que ningún animal dañase a su costosa presa. Lo recibieron con una gran fiesta, haciendo un esfuerzo por ofrecerle un inmenso banquete. El rey estaba tan agradecido que le ofreció la mano de su hija en matrimonio.
Pero Kanna no estaba interesado en nada de eso. No le interesaban las lisonjas o las mujeres o esa fama momentánea que no lo aportaba nada. Él era feliz con su modo de vida, siguiendo su sueño de convertirse en el mejor cazador de todos los tiempos. Buscaba dejar una huella en la historia y que las generaciones venideras pudieran conocer su nombre.
Con aquella hazaña acababa de dar el primer paso hacía una leyenda que quedaría en los anales de la historia.
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