sábado, 31 de diciembre de 2022

Diva de Salón


Fuiste la primera. Te entregué la rosa más hermosa que tenía en mi jardín y ni siquiera la miraste. Sabías que te quería, nunca lo escondí ni un ápice, pero te aprovechaste. Nunca me dijiste que no, nunca me cortaste las alas, solo me dabas falsas esperanzas para conseguir lo que tu querías. Te creías el sol y necesitabas estrellas que te rodeasen, pero no brillasen más que tú. Necesitabas un sequito que te recordase lo perfecta que eras, como la reina abeja que eres.

Cuando ideé estas líneas, para que mentir, lo hacía desde el rencor. Desde el dolor de un corazón que fue herido por palabras bonitas. Del odio guardado de un adolescente que no entiende como, despues de ofrecerte la luna, ni siquiera le diste las gracias. Pero. No es odio lo que siento ahora por ti, sino lástima. Lástima porque realmente no tienes nada más que una belleza efímera que se está acabando. No eres más que una fachada bonita. Nada más. Vives aislada en tu burbuja de lujos, flotando en las superficiales aguas de las redes. Agrandaste tu sequito, ahora eres la emperatriz de las abejas. Hermosa y perfecta belleza, pero efímera.

De pequeña decías que querías cantar y bailar y actuar… y lo dejaste todo por ser la muñeca rota tras el escaparate. Hueca. La cáscara vacía más hermosa que una vez conocí. Volarás cerca del Sol, querrás opacarlo tras tu imagen, pero tus alas son de cera.

Cuando vuelvas a caer al pozo ya no estaré ahí esperándote. Hace tiempo que corté mis hilos, ya no seré más tu marioneta, ni tu voz volverá a agitar mi ajado corazón. Será mejor que te busques otro perrito faldero, pretendientes no te sobrarán, pues sabes cómo manipular el corazón de un hombre.  

Algún día volveremos a encontrarnos, pero será tardé. Ya no habrá complicidad, ni bromas. No harbá más versos dedicados, ni rosas que regalar. No volveré a tocarte, y no hablo de tu piel. Será todo diferente, ya no tendré nada que darte, ni siquiera las cartas que nunca te envié.

Succubus


He aprendido geografía en otros cuerpos, para tratar de olvidar los pliegues de tus piel. He descansado al calor de otros brazos, intentando liberarme de tu apasionado abrazo. He regado otros jardines, esperado arrancarme el olor de tu sal. He probado otras mieles, otros labios, buscando la ambrosía que me dabas con tus besos. Nada se compara a ti.

Ni siquiera recuerdo si fuiste real o un delirio, solo la electricidad que recorría mi carne al sentir el tacto de la tuya. Recorrí cada palmo de tu ser. Besé cada peca que encontré. Sabías a mar y a café amargo. Aún recuerdo el aroma del humo del cigarro barato, de la sangre, primeriza, derramada sobre el blanco lienzo en el que pintamos la pasión de una noche de verano. No éramos más que dos cuerpos que se buscaban bajo las sábanas. Nos sobraba hasta la piel. La noche se nos hizo corta y, para cuando nos quisimos dar cuenta, el Sol nos observaba tímido tras las nubes.

Aquella noche me mostraste los placeres de la carne. Fuiste la mejor profesora que pude tener y yo tu alumno predilecto. Durante un tiempo me enseñaste a rozarte lento, a saciar cada deseo de tu mente. Me tenías rendido a tus pies e hiciste cuanto quisiste, hasta que te cansaste y, con el viento, desapareciste.

Solo me quedó un vago recuerdo. La confusa idea de si en algún momento exististe de verdad o todo fue un húmedo sueño. No volví a saber de ti, no volví a verte más que en mis sueños. Cuando vuelves a amarme como aquella noche. Cuando vuelves a ser mía.

Algún día volveremos a encontrarnos, para no separarnos nunca más. Saldrás de mis sueños. Volveré a oler la sal de tu piel y a saborear la ambrosía de tus labios. Volverás a enredarme entre tus brazos y llevarme a tu jardín. Y entonces, cuando nos vuelva a sobrar hasta la piel, te leeré todas las cartas que nunca te envié.

 

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Pollo


El destino siempre me ha sido esquivo. De no ser así, nunca hubieras recibido, en aquella carta, los latidos de un corazón que no te correspondía. Aún recuerdo la noche en el coche, donde, con manos temblorosas, construía castillos en el aire con cada palabra que iluminaba la pequeña pantalla. Eras puro fuego… y yo tuve miedo de quemarme.

Me encerré en mí mismo. Te decía que había otra a la que quería querer. Otra que se llamaba como tú. Me decía que era para protegerte, para no ilusionarte. No quería hacerte daño y, aun así, te lo hice. Fui un imbécil pues no era a ti a quien realmente quería proteger.

Me intentaba alejar de ti. Hacer como que existías. Dejar a un lado todo lo que tenía que ver contigo y centrarme en la otra… pero siempre volvía. Me sentía seguro contigo. Protegido. Te mostré las heridas de un corazón que perseguía musas. Recogiste las amargas lágrimas que derramé, nunca por ti. Y te volví a romper.

Cada vez que me encontraba a gusto contigo; cada vez que prendía esas ascuas y me dejaba atrapar por las ardientes llamaradas de tu calor, tenía miedo a quemarme y te volvía a apartar. Y volvía a volver. Una y otra vez.

Siempre que te necesitaba estabas ahí, por mal que me portase contigo, para oír mis penas. Sin darme cuenta te volviste alguien importante. Eras ese remanso de paz en mitad de la tormenta. Allí donde podía volver para sentirme seguro. Contigo podía volar libre, sin cadenas que me amarrasen. Contigo podía ser yo.

Creamos una conexión mágica entre los dos. Un vínculo tan puro que muchos envidiarán. Y aunque yo no vaya a bajarte la Luna, ni te prometa las mieles de la eternidad; aunque nunca serás una de esas “musas” por las que derramo aún lágrimas amargas, ni te dedicaré libros ni poemas; aunque no seas la chica de la pizarra, ni la del vestido azul, siempre podré contar contigo, y con eso es suficiente.

Te veré cuando el reloj vuelva a marcar las doce, cuando el pequeño rayo verde vuelva a iluminar la noche, para hablar de nuestras tonterías,  mientras escribo para otras las cartas que nunca te envié.

 

sábado, 24 de diciembre de 2022

Musa


Nunca creí en las casualidades, hasta que te vi en aquel salón. Bastó un tímido cruce de miradas para que superaras todas mis barreras. A cada palabra que salía de tu boca me convencía más y más de que estabas hecha para mí. Ni siquiera recuerdo que me dijiste, sin duda algo banal, pero en aquel momento eran los cantos de sirena que atrapaban el confuso corazón de un chaval que se creía enamorado.

Reuní fuerzas de ni se donde para poder decirte algo. Me temblaba hasta la lengua, pero mis torpes palabras te sacaron una sonrisa. Mi corazón se olvidó de latir por un segundo, cuando me aceptaste un café. Eras aún mejor de lo que me esperaba. No solo eras un cuerpo bonito, también una mente hermosa. A medida que te iba conociendo más y más me convencía de que estabas hecha a mi medida; que una entidad superior te había creado perfecta y había tenido el detalle de cruzarte en mi vida.

Después de aquel primer café vinieron más. Las horas a tu lado pasaban volando. Escucharte hablar, por trivial que fuese el tema, era un divino placer. Me encantaba pasear de tu brazo, sobre la alfombra rojiza de las hojas del otoño, o acurrucarme fuerte contigo bajo el paraguas en aquellas frías tardes de invierno. En primavera me enseñaste la geografía de tu cuerpo, las fuentes de agua clara y ese jardín donde me dejaste descansar más de una noche.  

Y en verano una fiesta. Apareciste en lo alto de la escalera con un vestido azul. Había soñado tantas veces con ese vestido que no era capaz de creérmelo. Eras preciosa. La chica de mis sueños. Por un momento me sentí el hombre más afortunado del mundo por haberte conocido. Me arrastraste a la pista de baile y bailé. Siempre me ha dado vergüenza eso de bailar entre tanta gente, pero en ese momento poco me importaba, pues solo existíamos los dos. Recoloqué tu pelo suavemente, con timidez, para acercarme a tu boca. Tus labios sabían a “quedate”. Aquella noche hallé el universo en tu espalda al bajar la cremallera del vestido. Tu cuerpo, salado, era el mar en el que me perdí. El Sol nos descubrió al amanecer aún enredades. Me pediste que me quedase a tu lado, para siempre, y no dudé ni un segundo… 

Pero nada de esto es verdad.

En aquel salón acabó nuestra historia, antes incluso de empezar. Nunca tuve el valor siquiera de preguntarte tu nombre. Te perdí entre el gentío para no volver a verte más. Y aún así te quería. O eso me decía a mí mismo.

Te convertí en mi musa. Exprimí tu recuerdo en todos y cada uno de mis escritos, pues me había convencido de que, sin ti, no era capaz de escribir ni una sola nota. Me empecé a obsesionar con una imagen irreal de alguien que no existía, pues aquella chica nunca fuiste tú, sino fruto de mi imaginación. Tú solo fuiste la cáscara vacía en la que volqué mis más íntimos anhelos para crear a quien yo quería querer.

No me importaba como te llamabas porque ya lo sabía. Te llamabas como yo quisiera. Nunca me molesté en conocerte. Nunca me molesté en interesarme por ti, porque yo ya te tenía. Nunca llegué a querer hablarte, no por falta de ganas, sino porque temía romper a la musa y descubrir a la persona.

Sin darme cuenta te había colocado en un pedestal tal alto que le hacías sombra a la misma luna. Y ni siquiera eras tú.

Mis amigos me advertían que eso no era amor, que si realmente sentía algo, por nimio que fuera, te lo diría de algún modo. Pero ellos no lo entendían. Ellos no te conocían como yo. No habían escuchado nunca tu voz. No habían olido nunca tu perfume. No sabían lo que realmente te gustaba. Ni que música oías. Ni tu libro favorito. Ni la última película que te hizo llorar. Ellos no te conocían… ni yo tampoco.

Tenían razón. Siempre la tuvieron. Yo no estaba enamorado de ti, sino de la imagen que tenía de ti. No quería reconocer que no estaba enamorado, porque debía estar enamorado. Eras la chica de la pizarra. La del vestido azul. La que se me aparecía en sueños. La musa que inspiraba mis escritos… Pero esa no eras tú.

Nunca fuiste tú…

Ya hace años que dejé de perseguirte. Tu figura se difuminó entre los recuerdos de nuevos desamores. Borré el número que nunca me diste. Arranqué de mi mente los momentos que nunca llegamos a compartir. Dejaste, poco a poco, de inspirar mis relatos. Dejaste de ser la musa. Habrá otros vientos que impulsarán mis alas; compartiré cafés con alguien más; visitaré otros jardines y otros mares; y aún así, aunque otras ocupen el pedestal, nunca me libraré de ti del todo, porque siempre vivirás en las cartas que nunca te envié.