Nunca creí en las casualidades, hasta que te vi en aquel salón. Bastó un tímido cruce de miradas para que superaras todas mis barreras. A cada palabra que salía de tu boca me convencía más y más de que estabas hecha para mí. Ni siquiera recuerdo que me dijiste, sin duda algo banal, pero en aquel momento eran los cantos de sirena que atrapaban el confuso corazón de un chaval que se creía enamorado.
Reuní fuerzas de ni se donde para
poder decirte algo. Me temblaba hasta la lengua, pero mis torpes palabras te
sacaron una sonrisa. Mi corazón se olvidó de latir por un segundo, cuando me
aceptaste un café. Eras aún mejor de lo que me esperaba. No solo eras un cuerpo
bonito, también una mente hermosa. A medida que te iba conociendo más y más me
convencía de que estabas hecha a mi medida; que una entidad superior te había
creado perfecta y había tenido el detalle de cruzarte en mi vida.
Después de aquel primer café
vinieron más. Las horas a tu lado pasaban volando. Escucharte hablar, por
trivial que fuese el tema, era un divino placer. Me encantaba pasear de tu
brazo, sobre la alfombra rojiza de las hojas del otoño, o acurrucarme fuerte
contigo bajo el paraguas en aquellas frías tardes de invierno. En primavera me
enseñaste la geografía de tu cuerpo, las fuentes de agua clara y ese jardín
donde me dejaste descansar más de una noche.
Y en verano una fiesta.
Apareciste en lo alto de la escalera con un vestido azul. Había soñado tantas
veces con ese vestido que no era capaz de creérmelo. Eras preciosa. La chica de
mis sueños. Por un momento me sentí el hombre más afortunado del mundo por
haberte conocido. Me arrastraste a la pista de baile y bailé. Siempre me ha
dado vergüenza eso de bailar entre tanta gente, pero en ese momento poco me
importaba, pues solo existíamos los dos. Recoloqué tu pelo suavemente, con
timidez, para acercarme a tu boca. Tus labios sabían a “quedate”. Aquella noche
hallé el universo en tu espalda al bajar la cremallera del vestido. Tu cuerpo,
salado, era el mar en el que me perdí. El Sol nos descubrió al amanecer aún
enredades. Me pediste que me quedase a tu lado, para siempre, y no dudé ni un
segundo…
Pero nada de esto es verdad.
En aquel salón acabó nuestra
historia, antes incluso de empezar. Nunca tuve el valor siquiera de preguntarte
tu nombre. Te perdí entre el gentío para no volver a verte más. Y aún así te
quería. O eso me decía a mí mismo.
Te convertí en mi musa. Exprimí tu
recuerdo en todos y cada uno de mis escritos, pues me había convencido de que,
sin ti, no era capaz de escribir ni una sola nota. Me empecé a obsesionar con
una imagen irreal de alguien que no existía, pues aquella chica nunca fuiste
tú, sino fruto de mi imaginación. Tú solo fuiste la cáscara vacía en la que
volqué mis más íntimos anhelos para crear a quien yo quería querer.
No me importaba como te llamabas
porque ya lo sabía. Te llamabas como yo quisiera. Nunca me molesté en
conocerte. Nunca me molesté en interesarme por ti, porque yo ya te tenía. Nunca
llegué a querer hablarte, no por falta de ganas, sino porque temía romper a la
musa y descubrir a la persona.
Sin darme cuenta te había
colocado en un pedestal tal alto que le hacías sombra a la misma luna. Y ni
siquiera eras tú.
Mis amigos me advertían que eso
no era amor, que si realmente sentía algo, por nimio que fuera, te lo diría de
algún modo. Pero ellos no lo entendían. Ellos no te conocían como yo. No habían
escuchado nunca tu voz. No habían olido nunca tu perfume. No sabían lo que
realmente te gustaba. Ni que música oías. Ni tu libro favorito. Ni la última
película que te hizo llorar. Ellos no te conocían… ni yo tampoco.
Tenían razón. Siempre la
tuvieron. Yo no estaba enamorado de ti, sino de la imagen que tenía de ti. No
quería reconocer que no estaba enamorado, porque debía estar enamorado. Eras la
chica de la pizarra. La del vestido azul. La que se me aparecía en sueños. La
musa que inspiraba mis escritos… Pero esa no eras tú.
Nunca fuiste tú…
Ya hace años que dejé de
perseguirte. Tu figura se difuminó entre los recuerdos de nuevos desamores.
Borré el número que nunca me diste. Arranqué de mi mente los momentos que nunca
llegamos a compartir. Dejaste, poco a poco, de inspirar mis relatos. Dejaste de
ser la musa. Habrá otros vientos que impulsarán mis alas; compartiré cafés con
alguien más; visitaré otros jardines y otros mares; y aún así, aunque otras
ocupen el pedestal, nunca me libraré de ti del todo, porque siempre vivirás en
las cartas que nunca te envié.
No hay comentarios:
Publicar un comentario