lunes, 15 de abril de 2024

Lola


«Tócala por soleás, Juan, pero tócala bonita, cómo sólo tú sabes. Que este público no se pierda todo lo que tú vales.» me decía en un susurro, cada vez que salía a bailar.

Era pura. Inocente y tierna. Una niña en sus quince primaveras, poco más. Y tenía algo. Algo que no se podía explicar con palabras. Ese algo. Magia. Duende. 

Cuando pisaba el tablao, lo hacía con firmeza. Como quien tiene ya tablas, valga la redundancia. No era la niña de la Remedios cuando pisaba las tablas, era Lola. La Lola. La de los ojos verdes y la piel de aceituna. La de los caracolillos. La del compás de palmas. La que en dos movimientos te atrapaba con su danza. La novia del flamenco. La de los mil pretendientes. Nunca yo. 

Me resignaba a mirarla desde atrás, desde atrás de mi guitarra. Adornaba su baile con las notas que rasgaba de las cuerdas. Tocando con cariño, como si el cuerpo de madera que yacían en mis piernas fuera el suyo. No podía hacer más. No tenía arrestos suficientes. 

«Algo le tendrás que decir. ¡Que te la van a quitar, hombre! Ya mismo, cómo no te des prisa. ¡Que la Lola es mucha Lola!» me reclamaba mi amigo Rafa cada madrugada, cuando nos juntábamos en la barra de don Pepe a ahogar nuestras penas. Nunca le respondía. Que le iba a responder, si tenía razón. 

Llegó un día al tablao un muchacho muy galán y zalamero, Joaquinito el Zorzalillo. Un prodigio del cante. Dios había tenido a bien ponerle un océano en la garganta. No había oído, hasta entonces, nada igual. ¡Que potencia! A todos eclipsaba: a los palmeros, a los guitarras, a las coristas… A todos menos a Lola. Ella brillaba sobre él con luz propia. 

No tardaron, los tabloides, en hacerse eco de aquella pareja. Los nombraron la pareja de moda. Les inventaron una historia de amor digna de un folletín. Eso le venía de perlas a don Pepe, que antes que persona era empresario y vio un filón a explotar que lo colmaría de oros y lujos.

Se los llevó de gira por todos los tablaos del mundo. España se quedaba pequeño para él. Córdoba ni te digo.

Iba a ser solo un verano, en principio. Luego fue un año. Luego dos. Un lustro… Yo seguía en el tablao, con mi guitarra, con otras bailaoras que no eran Lola. Añorándola. Leyendo en los diarios sus andanzas. Sus romances. Todos falsos. Decían que se había cansado del Zorzalillo y se le había visto con Richard Hunter, la estrella de Hollywood. Que se había enamorado del cantante Bob Riggby. Que, en París, se había prometido con el tenor Piero Venaventto. Nada era verdad. O eso quería creer. 

Volvió al tablao pasada una década. Más madura. Más mujer. Vestía elegante. Como una actriz de esas de las Américas. Pañuelo al pelo y gafas. Cuando se las quitó para mirarme, una oleada de nostalgia recorrió mis sentrañas. Sus verdes ojos no tenían en brillo de antaño. Ya no había inocencia en su mirar.

Pisó el tablao con firmeza, como lo hizo siempre. No había nadie que la viese, pero ella solo quería bailar un rato. Hacía mucho que no lo hacía por gusto. Mirándome por el rabillo del ojo me susurró «Tócala por soleás, Juan, pero tócala bonita, como solo tú sabes. Que este público no se pierda todo lo que tú vales. Como en los viejos tiempos».

Cuando terminó yo estaba decidido a amarla. A mostrarle mi corazón. En mis labios preparado un «te quiero», cuando alguien la llamó. Alguien que la amaba más de lo que yo podría nunca. Un retoño. Con los mismos ojos verdes y la piel aceituna. Y esos caracolillos en el pelo, como se hacía su madre. 

Se fue con ella de la mano. Era una niña preciosa. Ni siquiera dije eso. Solo callé. Callé mientras la veía marchar. Y mientras miraba esa espalda que tantas y tantas veces había visto ya. Mientras lo hacía por última vez, me acordé de mi amigo Rafael y sus tontas palabras. 

«Ya no hay prisa que valga. Ya me la han quitado


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