Venecia se engalanaba en noches como aquella. Su semana grande, donde todo estaba permitido había llegado: El Carnaval.
Era, en dias como aquel, el parque de atracciones de toda Europa.
Llegaban gentes de aquí y de allá.
Mezclados acentos del norte y del sur.
Pieles vistiendo otras pieles.
Las calles eran ríos de colores por los disfraces coloridos que las poblaban. Serpentinas y papelillos llovían desde los balcones. Las calles regaban alcohol y en el cielo, las estrellas, se escondían entre las fantasiosas figuras de los fuegos de artificio que iluminaban la vieja ciudad.
Llegó, a puerto, pequeño yate. Una vieja cáscara de nuez con la pintura descascarillada y la vela raída. Quienquiera que lo viera pensaría que era un milagro que flotase, pero ese viejo buque había surcado los siete mares. Y con él, el muchacho que lo capitaneaba.
Un apuesto joven, en su treintena ya, ataviado con un humilde disfraz de arlequín bajó a de un salto a las tablas del puerto. Escondía su vivaracha mirada tras una máscara veneciana de esas que se asemejan al pico de un pájaro.
Se perdió entre la muchedumbre, buscando alguien a quien encandilar. Le encantaba eso. El arte del cortejo. El flirteo. Enamorar a las cándidas jovenzuelas casaderas con su diatriba viajera y vividora. Él, hombre de mundo y mar, con mil historias a las espaldas que contar, risueño y misterioso. Era el combinado perfecto para atraer a cualquiera incauta, de esas que sueñan con principes azules y altas expectativas en el amor.
Marchaba con su altanería habitual, fijándose en estas y aquellas, dejándose querer un poquito, cuando llegó a la Plaza de San Marcos. Inmensa, con su imponente torre y el Palacio Ducal siendo testigos de todas las pillerías que allí pasaba.
El libertinaje y los excesos empezaban a aflorar por doquier. El pudor se estaba perdiendo a medida que la medianoche se aceraba, tornándolo todo en una orgía de alcohol y carne.
Como era habitual, buscó a aquella que, esa noche, tendría la fortuna de gozar de su compañía. Las había por miles, un ramillete inmenso donde elegir. Cualquiera le servía. Iba de una a otra, de mano en mano, amando y dejándose amar.
Al filo de la medianoche, después de retozar con una jovenzuela en un corral, fue sorprendido por el cornudo de turno, dispuesto a limpiar su honor a base de mamporros, pero él, hombre de mundo, no dejaría que eso sucediese.
A parte de un fogoso amante, era también un corredor escurridizo. Mientras se subía las calzas puso pies en polvorosa, brincando entre los canales, corriendo entre el gentío como si se deslizase.
«¿Me estaré haciendo viejo?» Se preguntó mientras recuperaba el resuello sobre el puente de los Suspiros. Y entonces la vio.
Embarcada en una góndola, con un grandioso vestido rojo y una máscara dorada. Apenas pudo ver sus bellos ojos bajo la capucha, pero fue una mirada tan hermosa que quedó flechado en ese instante.
Canturreaba distendidamente.
Sus ojos de gata lo miraron con picardía. Como si se mofase del hecho de encontrarlo allí arriba, encaramado a los adornos, pues bien sabía lo que eso significaba.
La siguió con la mirada hasta que su cuerpo le volvió a obedecer. Caminando raudo por los tejados, persiguiéndola desde la distancia. Apenas podía advertir su figura entre los pliegues del vestido, pero sabía que sería hermosa.
La góndola se detuvo en un pequeño embarcadero privado. El gondolero, caballero donde los haya, ayudó a la joven a desembarcar. Pareciera que esperaba la invitación para acompañarla más allá del portón, pero se quedó con las ganas.
Un gesto de jubilo hizo el enamorado marino al verla entrar sola. Se deslizó por los tejados sibilinamente, hasta llegar al del palacio de su amada. Una luz estaba encendida, presumiblemente la de su balcón.
Quiso bajar de un salto, necesitaba cerciorarse de su hermosura. Necesitaba escuchar su voz, tan melodiosa como la de los gorriones. Necesitaba volver a mirar aquellos lindos ojos.
Pero no podía presentarse así como así. Estaba hecho unos zorros, con la ropa desaseada y llena de polvo. Estaba deslucido en sí. Plantarse así en su balcón no haría más que llamar la atención de los carabinieri.
La luz parpadeó un instante, apenas un segundo, pero la valió para armarse de valor y lanzarse. De no ser así, no se le presentaría otra oportunidad como esa. Descendió con cuidado por la enredadera de la fachada, intentando hacer el menor ruido posible. No quería alertarla antes de tiempo, ni llamar la atención de posibles vecinos chismosos.
Agarró una rosa roja del rosal que se enredaba entre la enredadera. No hubiese caído en la cuenta de que aquello eran rosas de no ser por las pequeñas espinas que se hincaban en sus manos.
—¿Quién va?— dijo ella, cuando vislumbró la figura del muchacho a la contraluz de la luna.
—Una flor para otra flor —respondió él, nervioso.
No esperaba que fuese tan hermosa. Despeinada y en camisón, no esperaba para nada que la mujer fuese tan hermosa. No supo que más decir. Había estado en aquella situación millares de veces, pero por primera vez se había quedado mudo.
Ella recogió la flor con recelo al principio, pero en cuanto se dio cuenta de que era el muchacho del puente, no pudo más que reír. Curó su herida mano con cariño y delicadeza, mientras escuchaba las extravagantes historias que le iba contando.
De pronto, no se sabe cual de los dos lo inició, un beso. Después otro. Una leve caricia en el cuello, hacia la nuca, para no soltarla.
—¿Cómo habría de llamaros?
—No necesitáis un nombre para amarme. Es mejor así, mañana estaré lejos de aquí.
—Llevadme con vos.
—No. No es elegante que un extranjero rapte a una joven dama. No podría hacer eso.
—Llevadme y podréis tener esto cuanto queráis—. Se deslizó el camisón, dejando al descubierto su esbelta figura.
Él ya no respondió más. No era ya dueño de su ser.
Al alba, antes del canto del gallo, abandonó el lecho. Salió con la misma pericia y discreción con la que había entrado. Caminando por los tejados, canturreando la misma tonada que le había escuchado a ella la noche anterior.
Se planteaba volver… volver para llevársela. Pero no era vida de una dama la que él tenía, de acá para allá, sin un rumbo, sin un hogar. No la condenaría a eso, por mucho que la hubiese querido aquella noche. Sería una más de tantas. Tendría que serlo, a fuerza de no volverse loco.
Ya en el puerto echó una última mirada a la ciudad. No era lo que esperaba pero, como siempre, el Carnaval no lo había decepcionado. Pagó de más al barquero que lo acercó a su yate, como si le estuviese pagando a él todo lo que se estaba llevando de allí.
Bajó al camarote, solo quería echarse un rato a dormir después de tan intensa noche. Ya levaría amarras al anochecer. Navegar bajo la luz de la luna y las estrellas siempre era bonito.
Para su sorpresa ella, la chica de la noche anterior, lo esperaba tumbada en su camastro.
—Se quién eres. Lo he sabido desde que has puesto los pies en mi ciudad. Y se a qué has venido también.
Él estaba sorprendido y algo extasiado. No era la primera vez que había una mujer allí, pero si la primera que había alguien tan desafiante e intrigante. Era, ella, totalmente diferente a la joven que había conocido la noche anterior. Como si se hubiese quitado el disfraz de dulce doncella.
—Puede que seas hábil con los dedos… pero yo lo soy más —dijo, tirándole la cartera entre los pies.
—¿Quién demonios eres tú? —respondió él, recogiendo la cartera y comprobando que no faltaba nada importante.
—Llévame contigo y puede que lo descubras —se restregó contra él como una gata, volviendo a quitarle la cartera de entre los dedos sin que se percatase.
—Oye, ¿y podré tener todo eso? —repuso, con tono picarón, señalándola de arriba abajo con la cabeza.
—Lo iremos negociando…
Y así, con la marea de la tarde, zarpó una peculiar pareja de la vieja ciudad italiana.
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