lunes, 8 de abril de 2024

La Otra Mitad


Camina despacio por el despacho admirando, con cierta melancolía, los trofeos de una vida entera. Expuestos como si fueran las paredes de un museo, demasiado vanidoso le parecen ahora. Uno a uno los va repasando. Recuerdos prisioneros del tiempo tras marcos de cristal. Medallas y placas que reconocen sus méritos. Recortes de periódicos que ensalzan su figura. Exageradas historias, en ocasiones, que lo tildan de héroe. Retratos que lo hacen ver como el personaje de una novela policíaca.

Se sienta despacio. La edad no perdona. Su vista ya no es lo que era. Ya no es capaz de vislumbrar esos pequeños detalles que le hicieron ganarse aquel tonto apodo. Retira sus gafas un momento. Masajea, con delicadeza, el puente de su nariz. No es, esta vez, por aliviar las molestias; es un gesto de incredulidad. Algo que ha leido en el periódico de la mañana ha turbado su envejecida mente.

Tomada del botellero una botella de brandi y dos vasos. Pequeños. Desgastados por el uso. Con las manos temblorosas llena uno primero y luego el otro. Intenta que no se derrame ni una gota cuando los coloca sobre el escritorio. Es pronto para beber, pero el día lo amerita.

—Viejo amigo —pronuncia, alzando su vaso—, siempre has ido un paso por delante. Hasta en esto. Pero no desesperes, no me queda a mi mucho tampoco en este insulso mundo, así que aguarda paciente hasta ese día en el que la Parca llame a mi puerta, porque ese día volveré a darte caza.

Un brindis al aire. A la silla de enfrente, en la que descansa el periódico de ese día. En primera plana un titular: Muere Aurélien Trossard, “Le Renard”.

Trossard había sido uno de los más prolíficos ladrones de todo el país, llevando a cabos robos casi imposibles. Más que un ladrón, pareciera un prestidigitador. Era admirado por sus capacidades, capacidades que lo hacían actuar con arrogancia y, cada vez que planificaba un robo, se daba el lujo de retar a la policía para reírse en su cara. Pero ahí estaba él, el detective Beaocourt, para darle caza y frenarle los pies. 

Habían creado un vinculo tan estrecho a lo largo de los años que ya no entendían la vida el uno sin el otro. Cuando Beaucourt se retiró, “Le Renard” también dio un paso al lado. ¿Para que seguir, si ya no estaba quien era su rival? ¿Qué sentido tenía robar algo, si ya no había una mente tan perspicaz como la suya?

Y ahora esas mismas preguntas se las hace el detective. 

Apura el vaso de un sorbo. El brandi tiene un regusto salado por las sendas lágrimas que recorren sus arrugadas mejillas. 

Trossard era un criminal, pero también era su amigo. Y lo había perdido para siempre. Era como si le hubiesen arrancado una mitad de su ser. 

Desde ese día, el viejo detective Olivier Beaocourt se fue apagando poco a poco. 


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