La vuelta a la casa familiar fue tan dura como liberadora. Hacía casi un lustro desde la última vez que estuve, protegida, entre aquellas paredes. Había remitido mi enfermedad, por lo que el doctor había tenido a bien permitirme unos días de descanso fuera del sanatorio.
Una mañana gris fue, con melancólica claridad la recuerdo, cuando Hipólito se presentó allí con un discreto coche. Mi padre ni siquiera se había dignado en hacer acto de presencia allí, para recoger a su única hija. A su pequeña. A quien, en otros tiempos, había sido su ojito derecho.
Tiempo ha de aquellas tardes en las que, sentada en su regazo, me contaba las historias de reinos inventados, de caballeros y dragones y princesas recluidas en torreones de marfil.
Así me sentía yo en aquel sanatorio. Cómo la princesa prisionera en su torre, esperando a que el apuesto caballero de brillante armadura apareciese y me rescatase del monstruo que me guardaba. Más no era aquel un monstruo fácil de derrotar, pues era mi propia psique la que me tenía allí atrapada.
Yo, mi propia carcelera. Mi enemiga. Mi martirio.
A veces, cruel torturadora, mi mente obtusa y difusa se plagaba de intrusivos pensamientos que me hacían creer que no me quería; que me veía como un estorbo, como una deshonra. Que mi internamiento no era más que la manera de tenerme alejada de su lado. Pero no eran más que eso, pensamientos.
Pensamientos que mantenía a raya con el láudano que me daba el doctor para calmar mis impetuosos sentidos. Abotargaba mis quimeras con un pequeño sorbito antes de dormir y otro con el desayuno. Era liberador, aunque había días que me adormilaba en demasía el cuerpo, provocándome nubarrones en los ya de por sí turbios recuerdos.
Fue una mañana gris. Gris y fría. Hipólito, siempre cortés, me ofreció su mano para que pudiera subir cómodamente los dos peldaños metálicos. El interior del coche era del verde de las botellas. Forrados los asientos con un fino terciopelo y las paredes plagadas de florales motivos, recreando los nudos de las vides.
El láudano comenzó a hacer efecto ni bien empezó el traqueteo de coche por el empedrado suelo de la capital. El lento mecer me transportó a un estado letárgico, sin llegar a ser un profundo sueño, pero sintiendo mi cabeza algo nebulosa. Entre el sueño y la vigilia.
Ni siquiera tuve tiempo de despedirme del doctor. Tampoco de ver, desde la ventanilla, la gran Madrid. La magnificente capital que tan ajena me era, pese a pasar mis días allí. Me era tan desconocida como intrigante. En noches de lucidez, cuando mi carcelera se tornaba mi encarcelada, me soñaba perdiéndome por los callejones, asistiendo al Odeón, que me había dicho Hipólito que era un teatro, o escuchando, embobada, a los charlatanes que vendían bagatelas en las plazas. Un imaginario paseo hasta La Pradera, de romería, a tumbarme sobre las amapolas y bailar un chotis con un mozo bien parecido; un galán de ojos verdes y hoyuelitos en la sonrisa.
El intenso aroma del olivar, mar verde de la tierra donde nací, me devolvió el norte. El mohíno cielo gris tornó en una pincelada añil plagada de arrosadas nubes. Delicadeza divina la de Dios, pintando aquel paisaje para el deleite de la vista de cualquiera. Excelso recibimiento el de mi tierra.
El candor del Sol, con el delicado tocar de sus rayos en mi faz, calentaba mi desazonada alma. El vaivén del coche era diferente, era como el mecer de las olas del mar. Más acompasado. El aire era más liviano, más puro, no tan viciado como en la ciudad. ¡Hasta el trinar de los pájaros era distinto! Pareciera que entonaban un fandango de esos que sonaban en las verbenas.
A lo lejos se advertían las casitas encaladas de los pequeños pueblitos, pequeños remansos de una vida más sosegada. Casi podía verme paseando por los caminos de albero, rozando los pliegues de mis vestiduras, cuando iba a que me entallasen los vestidos de romera. Recordaba mi respingona naricilla el olor del puchero de doña Pepa, haciéndose lento a la lumbre, mientras asaetaba mis carnes con un alfiler, al descuido de una vista ya cansada.
Así, mi humor apagado tornó de un cariz más jovial. Viendo por el ventanuco los olivos me sentí una niñita otra vez, galopando a lomos de la yegua baya por la campiña, sintiéndome libre de mí misma. Volví a los días en los que mi única preocupación era ser conocedora de las comidillas de los altos círculos de la sociedad. Volvió la risueña sonrisa a mi boca, el rubor a mis mejillas y el brillar inocente a mis ojos.
Pero toda esa alegría se convirtió en angustia y pesar a medida que nos acercábamos a las tierras de mi familia. Al pasar por las negras puertas de forja, mi estómago se hizo un nudo. Me sentía nerviosa, temerosa de que fuese una persona distinta de la que se había ido, de que ellos, mi familia, fueran personas totalmente alejadas de mí. Que me hubiesen olvidado en este lustro. Que ya no fuesen capaces de reconocerme como su hermana, ni yo a ellos.
Hipólito, siempre atento a mis pesares, me sostuvo las manos entre las suyas. Con un arrullo casi susurrado, la vieja nana que cantaba la Emiliana, su mujer, mi nodriza, era capaz de apaciguar las turbulencias tribulaciones de mi mente. Ese hombre se merecía el cielo. Era como mi padre. Había, Dios me perdone, días en los que preferí haber nacido en su lecho, antes que en la cuna de oro en la que nací.
Me ofreció su pañuelo, el más pulcro y limpio que tenía, para que secase mis emocionados ojos. Contagió su afable sonrisa a mi boca cuando me dijo: «Mocita, no derrames tus lágrimas por esta casa. No las merece. Algún día serás libre como una pavana y volarás a donde tu corazón te lleve, sin rendirle cuentas a nadie, y ahí serás tú, Candela. Ni la hija del duque de Arreola, ni la señorita Arreola, solo tú, solo Candela».
Cuando el coche se detuvo frente a la entrada, me ayudó a bajar con la misma caballerosidad con la que me había ayudado a subir en Madrid. Era, aquel viejo hombre, un ángel custodio enviado por el mismísimo Creador, para velar por mi bienestar.
Ante la puerta, formando de manera cuasi marcial, aguardaban todos los criados de la casa. Esperaban mi llegada. Algunos estaban allí únicamente porque se les había ordenado, otros, movidos por la curiosidad y el morbo que suscitaba. No era la primera vez que se agolpaba una muchedumbre a la espera de la “desdichada trastornada”. Pobre de mi padre, había escuchado en una ocasión en el palacio del marqués de Barrón, que había quedado viudo, a cargo de sus tres hijos y de su pobre hija loca.
Anduve con la cabeza bien alta, mirándolos de reojo. Me repugnaban todos aquellos que cuchicheaban a mi paso, señalándome sin pudor alguno. No iba a darles el gusto de dedicarles un mal gesto. No eran, me aconsejaba Hipólito, merecedores siquiera de eso.
Encabezaban la recepción don Arturo, el mayordomo, y doña Alfonsina, el ama de llaves. Me recibieron con impoluto protocolo, acompañándome al interior del palacete él, mientras ella se encargaba de reorganizar a la caterva de chismosos catetos que me lanzaban miradas de soslayo, esperando un desliz de mi quebrada mente que provocase una escena que satisficiese su morbosa curiosidad.
En el recibidor, como si los hubiesen obligado a estar allí, dos de mis hermanos: Justo y Amado.
El mayor, Justo, se echó a mis brazos en cuanto me vio. Era ya un mocito bien parecido. Me enseñó con orgullo la pelusilla que le estaba empezando a poblar el labio superior, mientras hacía por ocultar la emoción de sus vivarachos ojillos.
El menor, el más pequeño de los cuatro hermanos, se escondía tras las faldas de Quina, su doncella personal. Apenas tenía ocho añitos, para él era una desconocida. Alguien que venía de visita. Me miraba con extrañeza con esos ojillos azules como el cielo y yo no podía más que sentir tristeza y ternura.
Salvador, el primogénito de mi padre, no se encontraba en aquel momento en la casa. Ni siquiera en la provincia. Había asistido a una importante recepción en Barcelona, a atender asuntos importantes para el devenir de la finca y la familia. Suavizó con elegancia, don Arturo, la verdadera naturaleza del viaje de mi hermano, que no era más que otra correría de las suyas.
Mi padre tampoco se encontraba en casa, había salido hacia la capital hacía unas horas. Según las estimaciones de don Arturo debería volver para la cena. Hasta entonces, había tenido la consideración de dejar la directriz de que se me atendiesen con diligencia todas mis peticiones. Como si yo no perteneciese a aquella familia. Como si fuese una simple invitada.
El temor de sentirme una extraña entre los míos se hizo presente en el momento que me dejé caer sobre mi lecho. Lecho que tampoco sentía mío. Ni el tacto suave de las sábanas, ni el aroma de los almohadones era reconocible.
Aquello me superó. Una angustia atroz se agarró en mi pecho, en mis entrañas. Me faltaba el aire. Necesitaba irme. Lejos. No importaba a dónde, ni por cuánto. Pedí a Hipólito que me ensillase una yegua. Poco me importaba cual fuera, solo quería salir de allí cabalgando lo más rápido posible. Alejarme de aquel lugar.
Él, con su habitual talante, calmó mis nervios nuevamente. Un abrazo paternal y unas dulces palabras bastaron aquella vez. Propuso entonces, recogiendo mis lágrimas en su pañuelo, que lo acompañase al pueblo, que tenía unos mandados que atender.
Acepte sin miramientos. Cualquier cosa antes que seguir entre aquellas paredes en las que me sentía más prisionera que en mi habitación del sanatorio incluso. Sólo había una cosa que me hacía aferrarme a aquella tierra y a aquella casa: Sancho. Mi amado Sancho.
Lo conocí en una romería al Rocío y, desde aquel momento me sentí obnubilada. Llevamos nuestro amorío en secreto. Al principio yo, como buena mujer, me hice de rogar, pero él era obstinado. Derribó mis débiles murallas a fuerza de sonrisas y piropos. Una tarde, con una preciosa puesta de Sol hundiéndose en el horizonte, prometió que contraeríamos nupcias cuando volviese de la Gran Guerra, pues había sido llamado a filas. Dijo que me escribiría cada vez que pudiera, que estaríamos separados, pero su corazón estaría siempre a mi lado.
Mi padre, conociendo que era de familia humilde, se había negado a dar el visto bueno para nuestro enlace. No podía permitirse que su linaje se mezclase con la indigna chusma plebeya. ¡Éramos grandes de España! No podía juntarme yo con el hijo de un cualquiera. De hecho, el hecho de enviarme a un sanatorio de Madrid, tan lejos de mi Córdoba, no era más que un burdo intento de alejarme de él.
Sucedió aquella tarde que, aprovechando un descuido de mi custodio, me aventuré por las callejuelas hasta encontrar la casa de Sancho.
Me recibió doña Adela, su madre, con una mezcolanza de rencor, sorpresa y reproche en la mirada. No cruzamos apenas palabra, que no quería verme allí fue lo único que me dijo, pero antes de que pudiera irme, me entregó los clavos de mi ataúd.
Una carta, del puño y letra de mi amado. Una carta de despedida. Había caído prisionero en las trincheras, allá en un país que ni siquiera sabía colocar en un mapa. Sendas lágrimas mojaban mis mejillas cuando terminé de leerla. Doña Adela también lloraba, pero de rabia. A mí me habían arrebatado una mitad del ser, pero a ella le habían arrancado el alma entera. Cuando le pedí conservarla, se negó: «Tienes, lo menos, media centena. Déjame que yo tenga, lo menos, una».
No sabía de lo que me hablaba. No era conocedora yo de eso, pero no quise discutírselo. Volví a casa rota. Ni el arrullo de Hipólito era capaz de remendar mi desconsuelo. Quería morirme. Morir allí mismo y acabar con todo. Con el sufrimiento. Con la congoja. Con la maldita enfermedad de mi maltrecha psique.
El láudano, una alta dosis, fue lo único que relajó mi mente. Acerté a escuchar a mi padre renegando de mi visita, tildándola de mala idea y concretando una vista con el doctor Sagrillo para la mañana siguiente.
Después todo fue a negro.
Desperté a mitad de la noche, prisionera de una fuerte taquicardia. Creí que iba a morir en aquel mismo instante, pero no fue así. Despejada y desvelada como nunca lo había estado, salí hacía el despacho de mi padre. Había tenido fuertes pesadillas con Sancho y las cartas que mencionó doña Adela.
Tenía un mal pálpito que quería desestimar. Mi padre podría ser frío, pero no lo vi nunca capaz de llegar a aquellos extremos.
Me colé, como cuando apenas levantaba tres palmos del suelo, en su despacho. Apenas había cambiado en todo aquel tiempo, y eso me reconfortó. Pero no tenía tiempo que perder. Rebusqué por toda la estancia, entre los archivadores, por los armarios… pero no di con nada. Estaba por rendirme cuando, casi movida por una fuerza externa, me dirigí a su escritorio.
Abrí uno por uno los cajones, sin encontrar nada más que alivio. Y entonces llegué al último. Un cajón que solo podía abrirse con una pequeña llave que mi padre, precavido, escondía en un lugar que, para su desgracia, yo conocía.
La tomé con miedo. Estuve a punto de echarme atrás, pero algo me impelía a hacerlo. A abrir ese cajón. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Pues allí reposaban anudadas con un pedazo de cuerda, las cartas de las que me había hablado doña Adela.
Esas cartas, las 48 cartas que mi padre escondió, eran las que él, mi amado Sancho, había mandado desde el frente. Lacradas. Intactas. Tal y cómo habían sido entregadas.
No tuve valor para tocarlas. No así mis lágrimas, que corrieron a besar las letras que había sangrado mi desdichado amado.
Cerré el secreter despacio, con manos temblorosas, como no siendo capaz de aceptar aquella realidad.
Deambulé por los pasillos como un alma en pena. Mi juicio se había nublado completamente. No era consciente de a donde me dirigían mis pasos, hasta que me descubrí al borde del tejado.
Después de dar un paso, esperando abrazarme a la oscuridad eterna, encontré paz.
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