lunes, 29 de abril de 2024

Amorío en Venecia


Venecia se engalanaba en noches como aquella. Su semana grande, donde todo estaba permitido había llegado: El Carnaval.

Era, en dias como aquel, el parque de atracciones de toda Europa.

Llegaban gentes de aquí y de allá. 

Mezclados acentos del norte y del sur. 

Pieles vistiendo otras pieles.

Las calles eran ríos de colores por los disfraces coloridos que las poblaban. Serpentinas y papelillos llovían desde los balcones. Las calles regaban alcohol y en el cielo, las estrellas, se escondían entre las fantasiosas figuras de los fuegos de artificio que iluminaban la vieja ciudad. 

Llegó, a puerto, pequeño yate. Una vieja cáscara de nuez con la pintura descascarillada y la vela raída. Quienquiera que lo viera pensaría que era un milagro que flotase, pero ese viejo buque había surcado los siete mares. Y con él, el muchacho que lo capitaneaba.

Un apuesto joven, en su treintena ya, ataviado con un humilde disfraz de arlequín bajó a de un salto a las tablas del puerto. Escondía su vivaracha mirada tras una máscara veneciana de esas que se asemejan al pico de un pájaro. 

Se perdió entre la muchedumbre, buscando alguien a quien encandilar. Le encantaba eso. El arte del cortejo. El flirteo. Enamorar a las cándidas jovenzuelas casaderas con su diatriba viajera y vividora. Él, hombre de mundo y mar, con mil historias a las espaldas que contar, risueño y misterioso. Era el combinado perfecto para atraer a cualquiera incauta, de esas que sueñan con principes azules y altas expectativas en el amor. 

Marchaba con su altanería habitual, fijándose en estas y aquellas, dejándose querer un poquito, cuando llegó a la Plaza de San Marcos. Inmensa, con su imponente torre y el Palacio Ducal siendo testigos de todas las pillerías que allí pasaba. 

El libertinaje y los excesos empezaban a aflorar por doquier. El pudor se estaba perdiendo a medida que la medianoche se aceraba, tornándolo todo en una orgía de alcohol y carne. 

Como era habitual, buscó a aquella que, esa noche, tendría la fortuna de gozar de su compañía. Las había por miles, un ramillete inmenso donde elegir. Cualquiera le servía. Iba de una a otra, de mano en mano, amando y dejándose amar. 

Al filo de la medianoche, después de retozar con una jovenzuela en un corral, fue sorprendido por el cornudo de turno, dispuesto a limpiar su honor a base de mamporros, pero él, hombre de mundo, no dejaría que eso sucediese. 

A parte de un fogoso amante, era también un corredor escurridizo. Mientras se subía las calzas puso pies en polvorosa, brincando entre los canales, corriendo entre el gentío como si se deslizase. 

«¿Me estaré haciendo viejo?» Se preguntó mientras recuperaba el resuello sobre el puente de los Suspiros. Y entonces la vio. 

Embarcada en una góndola, con un grandioso vestido rojo y una máscara dorada. Apenas pudo ver sus bellos ojos bajo la capucha, pero fue una mirada tan hermosa que quedó flechado en ese instante.

Canturreaba distendidamente. 

Sus ojos de gata lo miraron con picardía. Como si se mofase del hecho de encontrarlo allí arriba, encaramado a los adornos, pues bien sabía lo que eso significaba. 

La siguió con la mirada hasta que su cuerpo le volvió a obedecer. Caminando raudo por los tejados, persiguiéndola desde la distancia. Apenas podía advertir su figura entre los pliegues del vestido, pero sabía que sería hermosa. 

La góndola se detuvo en un pequeño embarcadero privado. El gondolero, caballero donde los haya, ayudó a la joven a desembarcar. Pareciera que esperaba la invitación para acompañarla más allá del portón, pero se quedó con las ganas. 

Un gesto de jubilo hizo el enamorado marino al verla entrar sola. Se deslizó por los tejados sibilinamente, hasta llegar al del palacio de su amada. Una luz estaba encendida, presumiblemente la de su balcón. 

Quiso bajar de un salto, necesitaba cerciorarse de su hermosura. Necesitaba escuchar su voz, tan melodiosa como la de los gorriones. Necesitaba volver a mirar aquellos lindos ojos. 

Pero no podía presentarse así como así. Estaba hecho unos zorros, con la ropa desaseada y llena de polvo. Estaba deslucido en sí. Plantarse así en su balcón no haría más que llamar la atención de los carabinieri. 

La luz parpadeó un instante, apenas un segundo, pero la valió para armarse de valor y lanzarse. De no ser así, no se le presentaría otra oportunidad como esa. Descendió con cuidado por la enredadera de la fachada, intentando hacer el menor ruido posible. No quería alertarla antes de tiempo, ni llamar la atención de posibles vecinos chismosos. 

Agarró una rosa roja del rosal que se enredaba entre la enredadera. No hubiese caído en la cuenta de que aquello eran rosas de no ser por las pequeñas espinas que se hincaban en sus manos. 

—¿Quién va?— dijo ella, cuando vislumbró la figura del muchacho a la contraluz de la luna. 

—Una flor para otra flor —respondió él, nervioso. 

No esperaba que fuese tan hermosa. Despeinada y en camisón, no esperaba para nada que la mujer fuese tan hermosa. No supo que más decir. Había estado en aquella situación millares de veces, pero por primera vez se había quedado mudo. 

Ella recogió la flor con recelo al principio, pero en cuanto se dio cuenta de que era el muchacho del puente, no pudo más que reír. Curó su herida mano con cariño y delicadeza, mientras escuchaba las extravagantes historias que le iba contando. 

De pronto, no se sabe cual de los dos lo inició, un beso. Después otro. Una leve caricia en el cuello, hacia la nuca, para no soltarla. 

—¿Cómo habría de llamaros? 

 —No necesitáis un nombre para amarme. Es mejor así, mañana estaré lejos de aquí.

—Llevadme con vos.

—No. No es elegante que un extranjero rapte a una joven dama. No podría hacer eso.

—Llevadme y podréis tener esto cuanto queráis—. Se deslizó el camisón, dejando al descubierto su esbelta figura. 

Él ya no respondió más. No era ya dueño de su ser. 

Al alba, antes del canto del gallo, abandonó el lecho. Salió con la misma pericia y discreción con la que había entrado. Caminando por los tejados, canturreando la misma tonada que le había escuchado a ella la noche anterior. 

Se planteaba volver… volver para llevársela. Pero no era vida de una dama la que él tenía, de acá para allá, sin un rumbo, sin un hogar. No la condenaría a eso, por mucho que la hubiese querido aquella noche. Sería una más de tantas. Tendría que serlo, a fuerza de no volverse loco. 

Ya en el puerto echó una última mirada a la ciudad. No era lo que esperaba pero, como siempre, el Carnaval no lo había decepcionado. Pagó de más al barquero que lo acercó a su yate, como si le estuviese pagando a él todo lo que se estaba llevando de allí. 

Bajó al camarote, solo quería echarse un rato a dormir después de tan intensa noche. Ya levaría amarras al anochecer. Navegar bajo la luz de la luna y las estrellas siempre era bonito. 

Para su sorpresa ella, la chica de la noche anterior, lo esperaba tumbada en su camastro. 

—Se quién eres. Lo he sabido desde que has puesto los pies en mi ciudad. Y se a qué has venido también.

Él estaba sorprendido y algo extasiado. No era la primera vez que había una mujer allí, pero si la primera que había alguien tan desafiante e intrigante. Era, ella, totalmente diferente a la joven que había conocido la noche anterior. Como si se hubiese quitado el disfraz de dulce doncella.

—Puede que seas hábil con los dedos… pero yo lo soy más —dijo, tirándole la cartera entre los pies.

—¿Quién demonios eres tú? —respondió él, recogiendo la cartera y comprobando que no faltaba nada importante.

—Llévame contigo y puede que lo descubras —se restregó contra él como una gata, volviendo a quitarle la cartera de entre los dedos sin que se percatase. 

—Oye, ¿y podré tener todo eso? —repuso, con tono picarón, señalándola de arriba abajo con la cabeza. 

—Lo iremos negociando…

Y así, con la marea de la tarde, zarpó una peculiar pareja de la vieja ciudad italiana.

lunes, 15 de abril de 2024

Lola


«Tócala por soleás, Juan, pero tócala bonita, cómo sólo tú sabes. Que este público no se pierda todo lo que tú vales.» me decía en un susurro, cada vez que salía a bailar.

Era pura. Inocente y tierna. Una niña en sus quince primaveras, poco más. Y tenía algo. Algo que no se podía explicar con palabras. Ese algo. Magia. Duende. 

Cuando pisaba el tablao, lo hacía con firmeza. Como quien tiene ya tablas, valga la redundancia. No era la niña de la Remedios cuando pisaba las tablas, era Lola. La Lola. La de los ojos verdes y la piel de aceituna. La de los caracolillos. La del compás de palmas. La que en dos movimientos te atrapaba con su danza. La novia del flamenco. La de los mil pretendientes. Nunca yo. 

Me resignaba a mirarla desde atrás, desde atrás de mi guitarra. Adornaba su baile con las notas que rasgaba de las cuerdas. Tocando con cariño, como si el cuerpo de madera que yacían en mis piernas fuera el suyo. No podía hacer más. No tenía arrestos suficientes. 

«Algo le tendrás que decir. ¡Que te la van a quitar, hombre! Ya mismo, cómo no te des prisa. ¡Que la Lola es mucha Lola!» me reclamaba mi amigo Rafa cada madrugada, cuando nos juntábamos en la barra de don Pepe a ahogar nuestras penas. Nunca le respondía. Que le iba a responder, si tenía razón. 

Llegó un día al tablao un muchacho muy galán y zalamero, Joaquinito el Zorzalillo. Un prodigio del cante. Dios había tenido a bien ponerle un océano en la garganta. No había oído, hasta entonces, nada igual. ¡Que potencia! A todos eclipsaba: a los palmeros, a los guitarras, a las coristas… A todos menos a Lola. Ella brillaba sobre él con luz propia. 

No tardaron, los tabloides, en hacerse eco de aquella pareja. Los nombraron la pareja de moda. Les inventaron una historia de amor digna de un folletín. Eso le venía de perlas a don Pepe, que antes que persona era empresario y vio un filón a explotar que lo colmaría de oros y lujos.

Se los llevó de gira por todos los tablaos del mundo. España se quedaba pequeño para él. Córdoba ni te digo.

Iba a ser solo un verano, en principio. Luego fue un año. Luego dos. Un lustro… Yo seguía en el tablao, con mi guitarra, con otras bailaoras que no eran Lola. Añorándola. Leyendo en los diarios sus andanzas. Sus romances. Todos falsos. Decían que se había cansado del Zorzalillo y se le había visto con Richard Hunter, la estrella de Hollywood. Que se había enamorado del cantante Bob Riggby. Que, en París, se había prometido con el tenor Piero Venaventto. Nada era verdad. O eso quería creer. 

Volvió al tablao pasada una década. Más madura. Más mujer. Vestía elegante. Como una actriz de esas de las Américas. Pañuelo al pelo y gafas. Cuando se las quitó para mirarme, una oleada de nostalgia recorrió mis sentrañas. Sus verdes ojos no tenían en brillo de antaño. Ya no había inocencia en su mirar.

Pisó el tablao con firmeza, como lo hizo siempre. No había nadie que la viese, pero ella solo quería bailar un rato. Hacía mucho que no lo hacía por gusto. Mirándome por el rabillo del ojo me susurró «Tócala por soleás, Juan, pero tócala bonita, como solo tú sabes. Que este público no se pierda todo lo que tú vales. Como en los viejos tiempos».

Cuando terminó yo estaba decidido a amarla. A mostrarle mi corazón. En mis labios preparado un «te quiero», cuando alguien la llamó. Alguien que la amaba más de lo que yo podría nunca. Un retoño. Con los mismos ojos verdes y la piel aceituna. Y esos caracolillos en el pelo, como se hacía su madre. 

Se fue con ella de la mano. Era una niña preciosa. Ni siquiera dije eso. Solo callé. Callé mientras la veía marchar. Y mientras miraba esa espalda que tantas y tantas veces había visto ya. Mientras lo hacía por última vez, me acordé de mi amigo Rafael y sus tontas palabras. 

«Ya no hay prisa que valga. Ya me la han quitado


lunes, 8 de abril de 2024

La Otra Mitad


Camina despacio por el despacho admirando, con cierta melancolía, los trofeos de una vida entera. Expuestos como si fueran las paredes de un museo, demasiado vanidoso le parecen ahora. Uno a uno los va repasando. Recuerdos prisioneros del tiempo tras marcos de cristal. Medallas y placas que reconocen sus méritos. Recortes de periódicos que ensalzan su figura. Exageradas historias, en ocasiones, que lo tildan de héroe. Retratos que lo hacen ver como el personaje de una novela policíaca.

Se sienta despacio. La edad no perdona. Su vista ya no es lo que era. Ya no es capaz de vislumbrar esos pequeños detalles que le hicieron ganarse aquel tonto apodo. Retira sus gafas un momento. Masajea, con delicadeza, el puente de su nariz. No es, esta vez, por aliviar las molestias; es un gesto de incredulidad. Algo que ha leido en el periódico de la mañana ha turbado su envejecida mente.

Tomada del botellero una botella de brandi y dos vasos. Pequeños. Desgastados por el uso. Con las manos temblorosas llena uno primero y luego el otro. Intenta que no se derrame ni una gota cuando los coloca sobre el escritorio. Es pronto para beber, pero el día lo amerita.

—Viejo amigo —pronuncia, alzando su vaso—, siempre has ido un paso por delante. Hasta en esto. Pero no desesperes, no me queda a mi mucho tampoco en este insulso mundo, así que aguarda paciente hasta ese día en el que la Parca llame a mi puerta, porque ese día volveré a darte caza.

Un brindis al aire. A la silla de enfrente, en la que descansa el periódico de ese día. En primera plana un titular: Muere Aurélien Trossard, “Le Renard”.

Trossard había sido uno de los más prolíficos ladrones de todo el país, llevando a cabos robos casi imposibles. Más que un ladrón, pareciera un prestidigitador. Era admirado por sus capacidades, capacidades que lo hacían actuar con arrogancia y, cada vez que planificaba un robo, se daba el lujo de retar a la policía para reírse en su cara. Pero ahí estaba él, el detective Beaocourt, para darle caza y frenarle los pies. 

Habían creado un vinculo tan estrecho a lo largo de los años que ya no entendían la vida el uno sin el otro. Cuando Beaucourt se retiró, “Le Renard” también dio un paso al lado. ¿Para que seguir, si ya no estaba quien era su rival? ¿Qué sentido tenía robar algo, si ya no había una mente tan perspicaz como la suya?

Y ahora esas mismas preguntas se las hace el detective. 

Apura el vaso de un sorbo. El brandi tiene un regusto salado por las sendas lágrimas que recorren sus arrugadas mejillas. 

Trossard era un criminal, pero también era su amigo. Y lo había perdido para siempre. Era como si le hubiesen arrancado una mitad de su ser. 

Desde ese día, el viejo detective Olivier Beaocourt se fue apagando poco a poco. 


lunes, 1 de abril de 2024

Guía Práctica para: Echar una Pachanga de Fútbol


Este, un año donde se juntan eventos futbolísticos como la Eurocopa, la Copa América, la Copa de Naciones de Oceanía (sí, por aquellos lares también se lleva a cabo lo de las pataditas a la pelota), o incluso los esperados Juegos Olímpicos donde, evidentemente, también se disputa su torneíto de fútbol, es normal que la fiebre por la practica del balompié acabe contagiándole a usted también, lector, porque ¿Qué hay más universal y más mundano que esa predisposición humana a darle coces a cualesquiera sea el objeto, esférico, ovalado u oblongo, o incluso cilíndrico y hasta deforme, que se cruce en nuestro camino? Así que amárrese las botas, desempolve ese chándal que compró para ir al gimnasio hace una cantidad infame de navidades y al que solo ha ido a apuntarse y desapuntarse, póngase una rebequita por si refresca y prepárese, porque voy a explicarle: ¡Cómo jugar una pachanga de fútbol! … Y sobrevivir en el intento. 

Primero de todo decir que para jugar no es necesario que usted sea un harto estudioso del noble arte balompédico de colar una esfera entre los tres palos que conforman la estructura rectangular conocida comúnmente como portería. No. Es más, ni siquiera es necesario que comprenda las reglas básicas de este deporte, pues en una pachanga, todo el mundo sabe, las reglas se van improvisando sobre la marcha. 

Entonces, siendo total o parcialmente ignorante de la practica futbolística, procedemos a proceder con los procedimientos pertinentes para poder organizar un encuentro futbolero a pequeña escala o, como lo nombraré a partir de ahora, pachanga. 

Es de vital importancia, para disputar una buena pachanga, que usted cuente con un grupo de amigos, compañeros o incluso conocidos, dispuestos a la practica deportiva; y que, por lo menos uno de esos individuos, cuente en su haber con un balón, pues sin balón es imposible la práctica del balompié. Es un objeto fundamental, como su nombre indica, sino solo practicaríamos el pie y, en ese caso, debería ir a otra guia.

Incidamos por un instante, antes de continuar, en el grupo. Es tan importante como en balón, porque sin grupo no se puede pachanguear. No así la practica del fútbol, que si que se puede hacer sin grupo, aunque es algo tedioso tener que ir a por la pelotita de marras cada vez que erras el chut. Así que, es esencial agenciarse un grupo variopinto y, a poder ser, que cumpla las condiciones del siguiente decálogo: 

  1. Ha de haber, al menos, una persona conocedora del deporte, que vaya guiando al resto.