domingo, 17 de marzo de 2024

El Duelo


A pesar de que el Sol apenas asomaba, era una cálida mañana. No había rastro de nube alguna, ni siquiera los pincelados cirros rosados, tan habituales de aquellas horas, se habían dignado a aparecer.

Tirado por un robusto caballo gris avanzaba lento un carruaje por la campiña. Las cortinas echadas, para que ni un haz de luz perturbase el descanso de los pasajeros.

Uno, de aspecto desaliñado, dormitaba, apoyada su cabeza contra la pared del cubículo. El otro, más elegante, inspeccionaba con minucia el contenido de un largo estuche de madera.

—No debiste haber salido hasta tan altas horas, Étienne. Son tus correrías los que te han metido en este brete… una vez más. 

—No me sermonees, Christophe —refunfuñó el adormilado—. ¡Y deja que duerma un poco!

—Si no hubieses esperado a que cantase el gallo…

—¡Cállate! Pudiera haber sido esta mi última noche.

—No tendría porque, si fueses capaz de mantener tu…—cierto rubor pintó sus mejillas por un segundo—, ¡tus calzones en su sitio! 

—Eres un amargado, Christophe —murmuró, recostándose contra la pared—. Ahora, deja que duerma un rato. Despiértame cuando lleguemos, ¿de acuerdo?

—Eres una verdadera molestia, Étienne. No sé por qué sigo dejando que me enredes para estas cosas. 

—Porque eres mi amigo.

Una leve sonrisilla se dibujó en los labios de Christophe. Étienne tenía toda la razón del mundo. Seguía dejándose enredar en todas aquellas cosas porque era su amigo. Su mejor amigo. Y sin él, la vida sería demasiado aburrida. 

Chistophe era el heredero de un banquero de París, criado entre las más caras sedas y los más indignos caprichos. Nunca le había faltado de nada. Su padre, que había hecho fortuna de una manera algo cuestionable, se había encargado de que su familia mantuviese un status y una comodidad digna de la alta sociedad parisina. 

Desde bien pequeño se había movido por los mismos círculos. Había crecido entre muros de oro y lujo. Había frecuentado los más exclusivos eventos, las recepciones de la alta sociedad de media Europa. Había asistido a los mejores colegios que el dinero de su padre le pudiese pagar, siendo, además, un alumno modélico. Fue en su época universitaria, mientras estudiaba su licenciatura en leyes, cuando había conocido a aquel hombre.

Su opuesto natural. Él si que venía de una familia noble aunque, después de la Revolución, caída en desgracia. Habiéndose visto en las puertas de la ruina, el padre decidió vender todo cuanto pudo y con el capital que logró reunir, mudarse a la vecina Italia. 

Étienne era el menor de cinco hermanos. El ojito derecho de nana Sofía, su nodriza y doncella personal de su madre, y de su marido, don Tomasso. Su infancia olía a aceite y vino, jugueteando entre los olivos y las vides de su familia. 

Criado a caballo entre una humilde villa en la toscana y los callejones de Monteriggioni, había perdido todo atisbo de la nobleza que se le suponía. Sus modales eran hoscos, más típicos de quien proviene de estratos más humildes de la sociedad, aún así, se veían retazos de la alta educación a la que había sido expuesto.

Tendía a ser algo pendenciero y un juerguista redomado. Era más sencillo dar con él en alguna tasca que en su propia casa. Por supuesto, no había festividad que se le escapase, siendo el Carnaval de Venecia su predilecta.

Así, viendo que su joven hijo perdía el norte, tuvo a bien su señor padre enviarlo a Paris, con su primo, para que cursase sus estudios universitarios y, con suerte, centrase su vida. Pero no fue tan bien como su padre había aventurado.

Entre la noche parisina, de fiestas y salones, y las recepciones de sus colegas de aula, el joven Étienne no vio sus costumbras alteradas. Fue en una de esas en las que coincidió con Christophe.

Al contrario de lo esperado, ambos se hicieron amigos inseparables. Eran dos perfectos complementos el uno del otro; gracias a Christophe, Étienne pudo centrarse en su faceta estudiantil y, a su vez, consiguió un fiel compañero de correrías. 

Pero Étienne tenía, entre muchos otros, un defecto incorregible: le perdían las mujeres. Nublaban su raciocinio. Cuando se encaprichaba de alguna, el resto del mundo pasaba a un segundo plano. Todos sus esfuerzos puestos en el cortejo. Chistophe le decía constantemente que si fuese tan diligente en sus estudios como lo era en las conquistas, sería el mejor jurista de Francia. Pero eran palabras que caían en saco roto muchas veces. Esas y los consejos que le daba sobre cerciorarse bien de quien era el objetivo de sus piropos, pues no distinguía entre mujeres casaderas y casadas. Tampoco le hacía ascos a las ingenuas jovencitas o a las adineradas viudas. Para Étienne una dama era una dama y, si había suscitado suficiente su curiosidad, sería digna de su cama. 

—Ve despejándote —lo despertó, con cierta brusquedad Christophe—. Llegaremos en unos minutos y tienes que adecentarte un poco. ¿No pretenderás aparecer ante el Marqués de esa guisa, no?

—A su mujer no le importó mucho verme de esta guisa —bromeó, aun con los ojillos entrecerrados. 

—¡Eres un imbécil!

Étienne bufó, estirando sus músculos como si fuese un gato. Se adecentó el pelo, echándose los descolocados mechones hacia atrás y, con un par de pasadas, estiró sus ropas lo más que pudo. Su amigo le clavó la mirada, censurando su actitud, pero no pudo más que soltar un suspiro de resignación al final. 

—¿Por qué esta gente tendrá tanta prisa por morir? 

—¿A que te refieres? 

—Siempre es “al alba”, “a las claras del día”, “antes del primer canto del gallo”. ¿Por qué nunca es después de comer o al atardecer? ¿No preferirías tú darte un buen banquete y retozar con tu mujer en el que pudiera ser tu último día en la tierra?

Christophe se encogió de hombros.

—No lo sé, no me he visto nunca en la situación. El estómago, sin duda, se me cerraría. Y supongo que no tendría ganas de retozar con alguien que ha traicionado mi confianza.

—Si no complaces a tu mujer y se tiene que buscar un amante es culpa tuya, no mía—. Continuó, ajustándose las botas—. ¡Que se busque él una amante también! 

—Estás desvariando, Étienne. Es el alcohol el que habla por ti.

—No estoy tan borracho, Chistophe… Pero me cansa toda esta parafernalia. Preferiría no tener que levantarme tan temprano para batirme porque he herido el orgullo de alguien.

—Si dejases de encamarte con mujeres casadas…

—Lo reitero, no es cosa mía que busquen en mi lo que no encuentran en los mamarrachos que tienen por maridos.

Antes de que Christophe pudiese responder, el cochero les dio el aviso de que ya habían llegado a su destino. 

Los esperaban tres hombres. Uno era el Marqués de Mayotte; un hombre mayor que ellos, rondando ya la cincuentena, de prominente bigote y poco pelo. Parecía exaltado por batirse, precipitándose a impeler a quien fuera su padrino, el Vizconde de Cayenne para que acordase las condiciones con Christophe. El tercer hombre, algo más calmado y con la cara de sueño de quien ha sido repentinamente levantado, era el doctor Montjoly, figura necesaria para que se llevase a cabo todo aquel evento. 

—Lo de siempre, ¿no? —le dijo Étienne a Chistophe en cuanto se le acercó, después de hablar con el Vizconde. 

El amigo asintió, ofreciéndole una de las dos pistolas que había inspeccionado durante el trayecto. 

—Bien, pues hagámoslo —tomó una al azar, sin siquiera pararse a mirarlas—. ¡Buenos días, Marqués! Espero que su lecho se mantenga caliente para cuando vuelva. 

—¡Hijo de puta! —bramó el hombre. Le temblaba un ojo y las venas de su cuello parecían las raíces de un árbol. 

—Bien, caballeros —comenzó el Vizconde —, ya saben las normas. No es la primera vez que se baten en duelo, así que, no tengo más que decir.

El doctor Montjoly, como era habitual, se opuso a que se llevase a cabo el duelo, dándoles la espalda. 

—¡Estás muerto, Marigot! —susurró el Marqués lleno de rabia. 

Étienne no respondió absolutamente nada. Era habitual escuchar los improperios torpes de aquel que no era capaz de contener su verborrea y justificarla con actos.

Se pusieron el uno contra el otro. Los diez pasos habituales. La última caminata de uno de los dos.  

El ligero rocío de la mañana, que descansaba en las briznas del pasto, humedecía los bajos del pantalón a cada paso.

Diez. 

Las reprimendas de su estricto padre, cuando aparecía en casa al alba y desaliñado, despues de días sin tener noticias, que siempre terminaban en una copa de vino dulce, mientras le relataba todas las peripecias acontecidas.

Nueve.

Don Tomasso dándole a probar las uvas recién cortadas de la vid, escondidos de las miradas del resto de jornaleros.

Ocho. 

El sonido de los cascos de los caballos, cuando salía a cabalgar con su hermano Simon. 

Siete. 

Aquellas practicas de esgrima con su adorado Maxime, hasta que uno de los dos terminaba llorando, porque nunca medían sus fuerzas.

Seis.

Las burlas de su hermana Elaine, cada vez que descubría las románticas cartas que recibía de alguna muchacha enamorada.

Cinco. 

La sonrisa que le dibujaba a Chloé, su compañera de travesuras, cada vez que se les ocurría alguna trastada.  

Cuatro. 

La voz de su madre entonando aquella vieja nana, mientras lo arrullaba hasta caer dormido después de haber tenido una pesadilla. 

Tres. 

El cálido abrazo de nana Sofía, reconfortándolo cada vez que aparecía en casa con las rodillas peladas por alguna torpe caída. 

Dos.

Chrstophe y las correrías que aún le quedaban por vivir.

Uno. 

El olor del azahar en el balcón de Martina. El sabor a sal de su cuerpo desnudo y de sus dulces labios. Y aquella mirada que tan hondo se le había quedado grabada. 

Tenía razón su amigo, debería dejarse de tantos quebraderos de cabeza. Si salía ileso de aquella confrontación, le juró a Dios en aquel momento, solo habría una cama en la que quisiera despertar.

¡FUEGO!

Un único disparo. Una pistola humeaba, en manos del hombre que había sido más rápido. El Marqués. En un acto totalmente deleznable, se había dado la vuelta un paso antes y había disparado a traición y por la espalda, sin darle tiempo a Étienne de defenderse. 

Se hizo un silencio  sepulcral. Christophe, conteniendo las lágrimas, hizo por correr al lado de su amigo, pero el Vizconde lo contuvo. 

—Aún no ha disparado. 

—¿¡Qué más da!? —sollozó —¿Qué más da? ¡Le han disparado a él! No va a disparar. ¿Para qué? Si no va a solucionar absolutamente nada. ¡Mi amigo va a morir! —Agarrando al doctor de las solapas del abrigo—. ¡Haga algo! Le pagaré el doble si logra que viva…

—¡CHRISTOPHE! —lo llamó Étienne—. ¡No precipites mi muerte! No me ha dado. Es tan patán que ha disparado al suelo. Ahora entiendo por que su mujer está tan insatisfecha. Es usted de gatillo rápido, amigo —se burló, haciendo que la faz de su oponente adquiriera un tono rojo—. Dele recuerdos de mi parte. 

Y tras aquellas palabras, alzando su arma, le disparó en la entrepierna. 

—Vámonos, Christophe. Aquí ya no nos queda más que hacer. 

Subieron los dos al carruaje, mientras el Vizconde y el doctor atendían al herido Marques. Los gritos de dolor del hombre se escucharon durante un rato más, aunque la distancia fuese grande. 

Étienne volvió a acurrucarse contra la pared, tapado con su abrigo, queriendo recuperar las horas de sueño que le debía a su cuerpo. 

—La próxima vez…

—No, no habrá próxima vez —murmuró, cortando a su amigo—. Para mi se han acabado los duelos porque un marido torpón no sea capaz de complacer a su esposa. Me retiro de esta vida, desde hoy, solo habrá una mujer. 

—Te refieres a… 

—Sí —se cubrió el rostro con el abrigo, evitando que su amigo viese que se había ruborizado—. Ahora cállate y dejame dormir. 

Christophe estaba al borde de la emoción. No esperaba que su amigo quisiese sentar la cabeza. Por fin se centraría y dejaría de poner en peligro su vida por piernas que no merecía la pena ser abiertas, sobre todo, si el costo era su propia vida. 

Fue una vil mentira. Una semana después, ambos volvían a recorrer aquella travesía en el mismo carruaje y en las mismas condiciones. Étienne había desflorado a la hija del Conde de Guadaloupe y aquella afrenta no podía quedar así.


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