lunes, 25 de marzo de 2024

Allí, donde fuimos felices


No era más que un crio cuando lo conocí. Había huido de la capital, de la casa de mis padres, cuando estalló la guerra. No quería ir al frente. No quería morir por un absurdo. Ni matar a quien consideraba mis hermanos. No quería ser participe de aquella carnicería, así que hui. 

Hui a la sierra y caminé y caminé. Y caminé hasta que en mis pies afloraron llagas. Y caminé por los bosques. Y por los riachuelos cristalinos. Y por carreteras de tierra manchadas de sangre. Y por los pedregosos caminos del campo. Y entre la maleza, siempre oculto a la vista del hombre. Como un animal, acechando en los arbustos.

Evitando el calor de la batalla. Mortero y metralla. El rugido de una bombas que partían mi patria por la mitad. Una tierra que desangraban sus propios hijos, atrapados hasta las rodillas en el fango mientras se mataban a garrotazos.

Y yo, no mucho menos animal que ellos, sobreviví. Sobreviví durante dos años. Vuelto una bestia salvaje. Alimentándome como un lobo, dando caza a las inocentes ovejas que se desviaban del rebaño; a las cabritillas despistadas que se adentraban de más en el bosque; a los lechoncitos recién nacidos, arrancados de las mamas de su madre; y a algún perrillo pastor, joven e inexperto, o al gato panzón de algún vecino despistado, sin remordimiento, también saboreé. 

En una de esas, ya habiendo terminado la guerra aunque yo no lo sabía, fui descubierto por aquel señor, Cristóbal, quien sería mi segundo padre. 

Era un hombre menudo y delgado. La piel morena por tantas horas de trabajo bajo el abrasador sol del sur, que no perdona al jornalero. Las manos curtidas de los aperos de labranza, fuertes y callosas; se jactaba de poder cascar una avellana nada más que apretando fuerte el puño, aunque nunca lo vi hacerlo. De sonrisa mellada, pero afable y sincera, de esas que te calientan por dentro. Las cejas pobladas, oscuras, sobre dos ojos pequeños, cautos, entrecerrados y negros como los grillos, siempre mirando a todos lados como si fuese capaz de percibir lo que el resto no. Estaba algo sordo, ya por la edad, o eso parecía. Se apoyaba en un bastón que había labrado con sus propias manos y siempre iba en compañía de un perrillo desarrapado como él.

—Zagal, ¡¿pero qué haces ahí?! —fueron las primeras palabras que me dijo, cuando me sorprendió acechando al rebaño —. Anda, anda, ven. Ven aquí. —. Su tono era firme, autoritario, con el mismo cariz que cuando mandaba al rebaño.

Obedecí. Obedecí sin cuestionármelo. Tenía miedo de lo que me pudiera hacer. Se escuchaban comentarios, por ahí, de gente que amparados por el conflicto, aprovechaban para tomar venganza de aquellos por los que se habían sentido ultrajados. Tuve miedo de que aquel hombre me fuese a hacer lo mismo. 

—Mirate, zagal— se rio, viendo mis harapientas pintas—. Pareces un perrillo mojado. Anda, ven, ven, caliéntate a mi lumbre. ¡Que bien te hace falta!

Me ofreció pan, queso y algo de vino. Cobijo en si vieja choza y ropa para cambiarme. Y conversación. Otra cara que ver. Otra voz que escuchar que no fuese la de mis propios pensamientos. Llevaba dos años sin hablar con nadie más. Rozaba mi mente la locura por aquel entonces. A veces pienso que, si no me hubiese encontrado con Cristóbal, me hubiese convertido en un animal salvaje.

No era un buen conversador, todo hay que decirlo. No tenía mucho vocabulario. No sabía escribir y leía con gran dificultad, apenas unas pocas palabras. Tampoco sabía de las noticias de la capital, ni del extranjero. Ni siquiera estoy seguro de que supiese a que «capital» me refería cuando le preguntaba. 

Su vida era el campo y del campo hablaba. De los rebaños. De las cosechas. De árboles y plantas. De olivos y vides. De la zarzamora y el gorrión de primavera. Y en invierno de macho cabrío y del lobo. De las cabañuelas en agosto. Y de otras muchas más cosas de las que tanto aprendí y tantas horas pasé escuchándolo hablar.

Él, sin esperar nada a cambio, ayudaba a todo el mundo. Siempre tenía una palabra amable en los labios y un gesto altruista para con su pueblo. Si alguien necesitaba algo, allí estaba Cristóbal, y yo con él. Ayudamos a arreglar las techumbres de todas las chozas; a alumbrar a las vacas de Manolo y a las cabritillas de la Joaquina; en la Venta del Jato, siempre había un platillo de puchero caliente esperándonos, porque habíamos ido hasta Córdoba con el borrico del Jacinto, a por comida, cuando los grises reclamaron la carreta y los caballos de José. 

Y entre idas y venidas, fueron pasando los años. Del almanaque caían las hojas como de los tilos en invierno. Y maduré junto a Cristóbal y Bollo, el perrillo. Aprendí el oficio del pastoreo y fui parte de la comunidad. Casé con una mocita, Anita, la del Martín chico. Hice familia, un macho y dos hembritas. Recogí un perrillo descastado también, Lobato. Y levanté un hogar con mis propias manos. 

Volví, eso sí, a la capital, en busca de los míos, tras una década sin saber de ellos. Al poco de casarme con mi Anita, a presentársela a mi señora madre. Pero tan pronto pisé el umbral de la que fuera mi casa, fui asaltado por el remordimiento y una gran culpa, por haberme atrevido a huir sin mirar atrás. Mi pobre padre había fallecido haría cosa de un año, aquejado de viruela, lamentando haber perdido a sus dos hijos. Mi hermano Pablo había sido victima de un borracho, pocos meses después de que la guerra se diese por finalizada, en una reyerta política en un bar. Y mi pobre madre, loca de dolor, había perdido el oremus. No me atreví a volver a verla. No tuve fuerzas en aquel momento. Y la próxima vez que la vi, fue para velar su féretro. Un beso de despedida en la frente y palabras de aliento en los oídos, rezando por que, allá donde fuese, fuese capaz de perdonar a su cobarde hijo.

Y regresé, sin nada ya que me atase a la capital, a mi hogar. A mi chocita en mitad de ningun lado. Entre alcornocales y pastos. La chocita del pequeño pueblito. A aquella donde crecerían mis hijos y donde echaría raíces, sentado en una silla de enea, mientras mi mujer tejía patucos para nuestros nietos. 

Cuando a Cristóbal le comenzaron a flaquear las fuerzas, allí estuve, a los pies de su lecho, esperando a la parca. Agarré su mano en sus últimos momentos, rememorando tantas y tantas vivencias y tantas y tantas lecciones. A él le dije las palabras que a mi padre no pude y él, con la voz apagada, pero la sonrisa intacta, me respondió con el orgullo de un padre:

—Me adelanto, zagal. Iré calentando la lumbre y poniendo el puchero al fuego. No tengas prisa por venir a verme, que yo voy a estar bien, con Bollo que me cuida. Despídeme de la Anita y de los nietos, que no voy a poder hacerlo yo. Te quiero, hijo mío. 

Así se fue. Sin más aspavientos. Cerrando los ojos como si se fuese a echar una de esas largas siestas a la sombra de un olivo. Con su mellada sonrisa en los labios. Legándome el testigo. 

La llantina dio paso a la risa en unos meses. Y me dediqué a intentar estar a la altura. Ayudando a todo cuanto lo necesitase, sin un reproche o una mala cara. Sin esperar nada a cambio. 

Cuando iba con los nietos al campo, viéndolos juguetear entre el trigo y el arroyuelo, recordaba las enseñanzas de Cristóbal y las lagrimitas me resbalaban por las mejillas.

Y cuando las fuerzas me comenzaron a flaquear a mi también, rodeado de los míos, viví arropado, descansando junto a la mocita que me hizo el mayor regalo de la vida. Echando la vista atrás, repasaba mi vida; los momentos de infancia en la capital, el retumbar de la guerra, la vida salvaje en los bosques… y siempre volvía a Cristóbal, a los paseos, a las largas charlas a la sombra, al arroyuelo en verano, a Bollo ladrándole a los ruiseñores… 

Y echaba la vista al costado y la veia a ella, tricotando. Y miraba a mi alrededor y veia todo lo que había logrado. Toda mi vida entera. Todo lo que soy y todo lo que fui gracias a que me topé con aquel hombre menudo y risueño. Y no desearía nada más. 

Porque allí, allí fue donde fui feliz.


No hay comentarios:

Publicar un comentario