lunes, 25 de marzo de 2024

Allí, donde fuimos felices


No era más que un crio cuando lo conocí. Había huido de la capital, de la casa de mis padres, cuando estalló la guerra. No quería ir al frente. No quería morir por un absurdo. Ni matar a quien consideraba mis hermanos. No quería ser participe de aquella carnicería, así que hui. 

Hui a la sierra y caminé y caminé. Y caminé hasta que en mis pies afloraron llagas. Y caminé por los bosques. Y por los riachuelos cristalinos. Y por carreteras de tierra manchadas de sangre. Y por los pedregosos caminos del campo. Y entre la maleza, siempre oculto a la vista del hombre. Como un animal, acechando en los arbustos.

Evitando el calor de la batalla. Mortero y metralla. El rugido de una bombas que partían mi patria por la mitad. Una tierra que desangraban sus propios hijos, atrapados hasta las rodillas en el fango mientras se mataban a garrotazos.

Y yo, no mucho menos animal que ellos, sobreviví. Sobreviví durante dos años. Vuelto una bestia salvaje. Alimentándome como un lobo, dando caza a las inocentes ovejas que se desviaban del rebaño; a las cabritillas despistadas que se adentraban de más en el bosque; a los lechoncitos recién nacidos, arrancados de las mamas de su madre; y a algún perrillo pastor, joven e inexperto, o al gato panzón de algún vecino despistado, sin remordimiento, también saboreé. 

En una de esas, ya habiendo terminado la guerra aunque yo no lo sabía, fui descubierto por aquel señor, Cristóbal, quien sería mi segundo padre. 

Era un hombre menudo y delgado. La piel morena por tantas horas de trabajo bajo el abrasador sol del sur, que no perdona al jornalero. Las manos curtidas de los aperos de labranza, fuertes y callosas; se jactaba de poder cascar una avellana nada más que apretando fuerte el puño, aunque nunca lo vi hacerlo. De sonrisa mellada, pero afable y sincera, de esas que te calientan por dentro. Las cejas pobladas, oscuras, sobre dos ojos pequeños, cautos, entrecerrados y negros como los grillos, siempre mirando a todos lados como si fuese capaz de percibir lo que el resto no. Estaba algo sordo, ya por la edad, o eso parecía. Se apoyaba en un bastón que había labrado con sus propias manos y siempre iba en compañía de un perrillo desarrapado como él.

—Zagal, ¡¿pero qué haces ahí?! —fueron las primeras palabras que me dijo, cuando me sorprendió acechando al rebaño —. Anda, anda, ven. Ven aquí. —. Su tono era firme, autoritario, con el mismo cariz que cuando mandaba al rebaño.

Obedecí. Obedecí sin cuestionármelo. Tenía miedo de lo que me pudiera hacer. Se escuchaban comentarios, por ahí, de gente que amparados por el conflicto, aprovechaban para tomar venganza de aquellos por los que se habían sentido ultrajados. Tuve miedo de que aquel hombre me fuese a hacer lo mismo. 

—Mirate, zagal— se rio, viendo mis harapientas pintas—. Pareces un perrillo mojado. Anda, ven, ven, caliéntate a mi lumbre. ¡Que bien te hace falta!

Me ofreció pan, queso y algo de vino. Cobijo en si vieja choza y ropa para cambiarme. Y conversación. Otra cara que ver. Otra voz que escuchar que no fuese la de mis propios pensamientos. Llevaba dos años sin hablar con nadie más. Rozaba mi mente la locura por aquel entonces. A veces pienso que, si no me hubiese encontrado con Cristóbal, me hubiese convertido en un animal salvaje.

No era un buen conversador, todo hay que decirlo. No tenía mucho vocabulario. No sabía escribir y leía con gran dificultad, apenas unas pocas palabras. Tampoco sabía de las noticias de la capital, ni del extranjero. Ni siquiera estoy seguro de que supiese a que «capital» me refería cuando le preguntaba. 

Su vida era el campo y del campo hablaba. De los rebaños. De las cosechas. De árboles y plantas. De olivos y vides. De la zarzamora y el gorrión de primavera. Y en invierno de macho cabrío y del lobo. De las cabañuelas en agosto. Y de otras muchas más cosas de las que tanto aprendí y tantas horas pasé escuchándolo hablar.

Él, sin esperar nada a cambio, ayudaba a todo el mundo. Siempre tenía una palabra amable en los labios y un gesto altruista para con su pueblo. Si alguien necesitaba algo, allí estaba Cristóbal, y yo con él. Ayudamos a arreglar las techumbres de todas las chozas; a alumbrar a las vacas de Manolo y a las cabritillas de la Joaquina; en la Venta del Jato, siempre había un platillo de puchero caliente esperándonos, porque habíamos ido hasta Córdoba con el borrico del Jacinto, a por comida, cuando los grises reclamaron la carreta y los caballos de José. 

Y entre idas y venidas, fueron pasando los años. Del almanaque caían las hojas como de los tilos en invierno. Y maduré junto a Cristóbal y Bollo, el perrillo. Aprendí el oficio del pastoreo y fui parte de la comunidad. Casé con una mocita, Anita, la del Martín chico. Hice familia, un macho y dos hembritas. Recogí un perrillo descastado también, Lobato. Y levanté un hogar con mis propias manos. 

Volví, eso sí, a la capital, en busca de los míos, tras una década sin saber de ellos. Al poco de casarme con mi Anita, a presentársela a mi señora madre. Pero tan pronto pisé el umbral de la que fuera mi casa, fui asaltado por el remordimiento y una gran culpa, por haberme atrevido a huir sin mirar atrás. Mi pobre padre había fallecido haría cosa de un año, aquejado de viruela, lamentando haber perdido a sus dos hijos. Mi hermano Pablo había sido victima de un borracho, pocos meses después de que la guerra se diese por finalizada, en una reyerta política en un bar. Y mi pobre madre, loca de dolor, había perdido el oremus. No me atreví a volver a verla. No tuve fuerzas en aquel momento. Y la próxima vez que la vi, fue para velar su féretro. Un beso de despedida en la frente y palabras de aliento en los oídos, rezando por que, allá donde fuese, fuese capaz de perdonar a su cobarde hijo.

Y regresé, sin nada ya que me atase a la capital, a mi hogar. A mi chocita en mitad de ningun lado. Entre alcornocales y pastos. La chocita del pequeño pueblito. A aquella donde crecerían mis hijos y donde echaría raíces, sentado en una silla de enea, mientras mi mujer tejía patucos para nuestros nietos. 

Cuando a Cristóbal le comenzaron a flaquear las fuerzas, allí estuve, a los pies de su lecho, esperando a la parca. Agarré su mano en sus últimos momentos, rememorando tantas y tantas vivencias y tantas y tantas lecciones. A él le dije las palabras que a mi padre no pude y él, con la voz apagada, pero la sonrisa intacta, me respondió con el orgullo de un padre:

—Me adelanto, zagal. Iré calentando la lumbre y poniendo el puchero al fuego. No tengas prisa por venir a verme, que yo voy a estar bien, con Bollo que me cuida. Despídeme de la Anita y de los nietos, que no voy a poder hacerlo yo. Te quiero, hijo mío. 

Así se fue. Sin más aspavientos. Cerrando los ojos como si se fuese a echar una de esas largas siestas a la sombra de un olivo. Con su mellada sonrisa en los labios. Legándome el testigo. 

La llantina dio paso a la risa en unos meses. Y me dediqué a intentar estar a la altura. Ayudando a todo cuanto lo necesitase, sin un reproche o una mala cara. Sin esperar nada a cambio. 

Cuando iba con los nietos al campo, viéndolos juguetear entre el trigo y el arroyuelo, recordaba las enseñanzas de Cristóbal y las lagrimitas me resbalaban por las mejillas.

Y cuando las fuerzas me comenzaron a flaquear a mi también, rodeado de los míos, viví arropado, descansando junto a la mocita que me hizo el mayor regalo de la vida. Echando la vista atrás, repasaba mi vida; los momentos de infancia en la capital, el retumbar de la guerra, la vida salvaje en los bosques… y siempre volvía a Cristóbal, a los paseos, a las largas charlas a la sombra, al arroyuelo en verano, a Bollo ladrándole a los ruiseñores… 

Y echaba la vista al costado y la veia a ella, tricotando. Y miraba a mi alrededor y veia todo lo que había logrado. Toda mi vida entera. Todo lo que soy y todo lo que fui gracias a que me topé con aquel hombre menudo y risueño. Y no desearía nada más. 

Porque allí, allí fue donde fui feliz.


domingo, 17 de marzo de 2024

El Duelo


A pesar de que el Sol apenas asomaba, era una cálida mañana. No había rastro de nube alguna, ni siquiera los pincelados cirros rosados, tan habituales de aquellas horas, se habían dignado a aparecer.

Tirado por un robusto caballo gris avanzaba lento un carruaje por la campiña. Las cortinas echadas, para que ni un haz de luz perturbase el descanso de los pasajeros.

Uno, de aspecto desaliñado, dormitaba, apoyada su cabeza contra la pared del cubículo. El otro, más elegante, inspeccionaba con minucia el contenido de un largo estuche de madera.

—No debiste haber salido hasta tan altas horas, Étienne. Son tus correrías los que te han metido en este brete… una vez más. 

—No me sermonees, Christophe —refunfuñó el adormilado—. ¡Y deja que duerma un poco!

—Si no hubieses esperado a que cantase el gallo…

—¡Cállate! Pudiera haber sido esta mi última noche.

—No tendría porque, si fueses capaz de mantener tu…—cierto rubor pintó sus mejillas por un segundo—, ¡tus calzones en su sitio! 

—Eres un amargado, Christophe —murmuró, recostándose contra la pared—. Ahora, deja que duerma un rato. Despiértame cuando lleguemos, ¿de acuerdo?

—Eres una verdadera molestia, Étienne. No sé por qué sigo dejando que me enredes para estas cosas. 

—Porque eres mi amigo.

Una leve sonrisilla se dibujó en los labios de Christophe. Étienne tenía toda la razón del mundo. Seguía dejándose enredar en todas aquellas cosas porque era su amigo. Su mejor amigo. Y sin él, la vida sería demasiado aburrida. 

Chistophe era el heredero de un banquero de París, criado entre las más caras sedas y los más indignos caprichos. Nunca le había faltado de nada. Su padre, que había hecho fortuna de una manera algo cuestionable, se había encargado de que su familia mantuviese un status y una comodidad digna de la alta sociedad parisina. 

Desde bien pequeño se había movido por los mismos círculos. Había crecido entre muros de oro y lujo. Había frecuentado los más exclusivos eventos, las recepciones de la alta sociedad de media Europa. Había asistido a los mejores colegios que el dinero de su padre le pudiese pagar, siendo, además, un alumno modélico. Fue en su época universitaria, mientras estudiaba su licenciatura en leyes, cuando había conocido a aquel hombre.

Su opuesto natural. Él si que venía de una familia noble aunque, después de la Revolución, caída en desgracia. Habiéndose visto en las puertas de la ruina, el padre decidió vender todo cuanto pudo y con el capital que logró reunir, mudarse a la vecina Italia. 

Étienne era el menor de cinco hermanos. El ojito derecho de nana Sofía, su nodriza y doncella personal de su madre, y de su marido, don Tomasso. Su infancia olía a aceite y vino, jugueteando entre los olivos y las vides de su familia. 

Criado a caballo entre una humilde villa en la toscana y los callejones de Monteriggioni, había perdido todo atisbo de la nobleza que se le suponía. Sus modales eran hoscos, más típicos de quien proviene de estratos más humildes de la sociedad, aún así, se veían retazos de la alta educación a la que había sido expuesto.

Tendía a ser algo pendenciero y un juerguista redomado. Era más sencillo dar con él en alguna tasca que en su propia casa. Por supuesto, no había festividad que se le escapase, siendo el Carnaval de Venecia su predilecta.

Así, viendo que su joven hijo perdía el norte, tuvo a bien su señor padre enviarlo a Paris, con su primo, para que cursase sus estudios universitarios y, con suerte, centrase su vida. Pero no fue tan bien como su padre había aventurado.

Entre la noche parisina, de fiestas y salones, y las recepciones de sus colegas de aula, el joven Étienne no vio sus costumbras alteradas. Fue en una de esas en las que coincidió con Christophe.

Al contrario de lo esperado, ambos se hicieron amigos inseparables. Eran dos perfectos complementos el uno del otro; gracias a Christophe, Étienne pudo centrarse en su faceta estudiantil y, a su vez, consiguió un fiel compañero de correrías. 

Pero Étienne tenía, entre muchos otros, un defecto incorregible: le perdían las mujeres. Nublaban su raciocinio. Cuando se encaprichaba de alguna, el resto del mundo pasaba a un segundo plano. Todos sus esfuerzos puestos en el cortejo. Chistophe le decía constantemente que si fuese tan diligente en sus estudios como lo era en las conquistas, sería el mejor jurista de Francia. Pero eran palabras que caían en saco roto muchas veces. Esas y los consejos que le daba sobre cerciorarse bien de quien era el objetivo de sus piropos, pues no distinguía entre mujeres casaderas y casadas. Tampoco le hacía ascos a las ingenuas jovencitas o a las adineradas viudas. Para Étienne una dama era una dama y, si había suscitado suficiente su curiosidad, sería digna de su cama. 

—Ve despejándote —lo despertó, con cierta brusquedad Christophe—. Llegaremos en unos minutos y tienes que adecentarte un poco. ¿No pretenderás aparecer ante el Marqués de esa guisa, no?

—A su mujer no le importó mucho verme de esta guisa —bromeó, aun con los ojillos entrecerrados. 

—¡Eres un imbécil!

Étienne bufó, estirando sus músculos como si fuese un gato. Se adecentó el pelo, echándose los descolocados mechones hacia atrás y, con un par de pasadas, estiró sus ropas lo más que pudo. Su amigo le clavó la mirada, censurando su actitud, pero no pudo más que soltar un suspiro de resignación al final. 

—¿Por qué esta gente tendrá tanta prisa por morir? 

—¿A que te refieres? 

—Siempre es “al alba”, “a las claras del día”, “antes del primer canto del gallo”. ¿Por qué nunca es después de comer o al atardecer? ¿No preferirías tú darte un buen banquete y retozar con tu mujer en el que pudiera ser tu último día en la tierra?

Christophe se encogió de hombros.

—No lo sé, no me he visto nunca en la situación. El estómago, sin duda, se me cerraría. Y supongo que no tendría ganas de retozar con alguien que ha traicionado mi confianza.

—Si no complaces a tu mujer y se tiene que buscar un amante es culpa tuya, no mía—. Continuó, ajustándose las botas—. ¡Que se busque él una amante también! 

—Estás desvariando, Étienne. Es el alcohol el que habla por ti.

—No estoy tan borracho, Chistophe… Pero me cansa toda esta parafernalia. Preferiría no tener que levantarme tan temprano para batirme porque he herido el orgullo de alguien.

—Si dejases de encamarte con mujeres casadas…

—Lo reitero, no es cosa mía que busquen en mi lo que no encuentran en los mamarrachos que tienen por maridos.

Antes de que Christophe pudiese responder, el cochero les dio el aviso de que ya habían llegado a su destino. 

Los esperaban tres hombres. Uno era el Marqués de Mayotte; un hombre mayor que ellos, rondando ya la cincuentena, de prominente bigote y poco pelo. Parecía exaltado por batirse, precipitándose a impeler a quien fuera su padrino, el Vizconde de Cayenne para que acordase las condiciones con Christophe. El tercer hombre, algo más calmado y con la cara de sueño de quien ha sido repentinamente levantado, era el doctor Montjoly, figura necesaria para que se llevase a cabo todo aquel evento. 

—Lo de siempre, ¿no? —le dijo Étienne a Chistophe en cuanto se le acercó, después de hablar con el Vizconde. 

El amigo asintió, ofreciéndole una de las dos pistolas que había inspeccionado durante el trayecto. 

—Bien, pues hagámoslo —tomó una al azar, sin siquiera pararse a mirarlas—. ¡Buenos días, Marqués! Espero que su lecho se mantenga caliente para cuando vuelva. 

—¡Hijo de puta! —bramó el hombre. Le temblaba un ojo y las venas de su cuello parecían las raíces de un árbol. 

—Bien, caballeros —comenzó el Vizconde —, ya saben las normas. No es la primera vez que se baten en duelo, así que, no tengo más que decir.

El doctor Montjoly, como era habitual, se opuso a que se llevase a cabo el duelo, dándoles la espalda. 

—¡Estás muerto, Marigot! —susurró el Marqués lleno de rabia. 

Étienne no respondió absolutamente nada. Era habitual escuchar los improperios torpes de aquel que no era capaz de contener su verborrea y justificarla con actos.

Se pusieron el uno contra el otro. Los diez pasos habituales. La última caminata de uno de los dos.  

El ligero rocío de la mañana, que descansaba en las briznas del pasto, humedecía los bajos del pantalón a cada paso.

Diez. 

Las reprimendas de su estricto padre, cuando aparecía en casa al alba y desaliñado, despues de días sin tener noticias, que siempre terminaban en una copa de vino dulce, mientras le relataba todas las peripecias acontecidas.

Nueve.

Don Tomasso dándole a probar las uvas recién cortadas de la vid, escondidos de las miradas del resto de jornaleros.

Ocho. 

El sonido de los cascos de los caballos, cuando salía a cabalgar con su hermano Simon. 

Siete. 

Aquellas practicas de esgrima con su adorado Maxime, hasta que uno de los dos terminaba llorando, porque nunca medían sus fuerzas.

Seis.

Las burlas de su hermana Elaine, cada vez que descubría las románticas cartas que recibía de alguna muchacha enamorada.

Cinco. 

La sonrisa que le dibujaba a Chloé, su compañera de travesuras, cada vez que se les ocurría alguna trastada.  

Cuatro. 

La voz de su madre entonando aquella vieja nana, mientras lo arrullaba hasta caer dormido después de haber tenido una pesadilla. 

Tres. 

El cálido abrazo de nana Sofía, reconfortándolo cada vez que aparecía en casa con las rodillas peladas por alguna torpe caída. 

Dos.

Chrstophe y las correrías que aún le quedaban por vivir.

Uno. 

El olor del azahar en el balcón de Martina. El sabor a sal de su cuerpo desnudo y de sus dulces labios. Y aquella mirada que tan hondo se le había quedado grabada. 

Tenía razón su amigo, debería dejarse de tantos quebraderos de cabeza. Si salía ileso de aquella confrontación, le juró a Dios en aquel momento, solo habría una cama en la que quisiera despertar.

¡FUEGO!

Un único disparo. Una pistola humeaba, en manos del hombre que había sido más rápido. El Marqués. En un acto totalmente deleznable, se había dado la vuelta un paso antes y había disparado a traición y por la espalda, sin darle tiempo a Étienne de defenderse. 

Se hizo un silencio  sepulcral. Christophe, conteniendo las lágrimas, hizo por correr al lado de su amigo, pero el Vizconde lo contuvo. 

—Aún no ha disparado. 

—¿¡Qué más da!? —sollozó —¿Qué más da? ¡Le han disparado a él! No va a disparar. ¿Para qué? Si no va a solucionar absolutamente nada. ¡Mi amigo va a morir! —Agarrando al doctor de las solapas del abrigo—. ¡Haga algo! Le pagaré el doble si logra que viva…

—¡CHRISTOPHE! —lo llamó Étienne—. ¡No precipites mi muerte! No me ha dado. Es tan patán que ha disparado al suelo. Ahora entiendo por que su mujer está tan insatisfecha. Es usted de gatillo rápido, amigo —se burló, haciendo que la faz de su oponente adquiriera un tono rojo—. Dele recuerdos de mi parte. 

Y tras aquellas palabras, alzando su arma, le disparó en la entrepierna. 

—Vámonos, Christophe. Aquí ya no nos queda más que hacer. 

Subieron los dos al carruaje, mientras el Vizconde y el doctor atendían al herido Marques. Los gritos de dolor del hombre se escucharon durante un rato más, aunque la distancia fuese grande. 

Étienne volvió a acurrucarse contra la pared, tapado con su abrigo, queriendo recuperar las horas de sueño que le debía a su cuerpo. 

—La próxima vez…

—No, no habrá próxima vez —murmuró, cortando a su amigo—. Para mi se han acabado los duelos porque un marido torpón no sea capaz de complacer a su esposa. Me retiro de esta vida, desde hoy, solo habrá una mujer. 

—Te refieres a… 

—Sí —se cubrió el rostro con el abrigo, evitando que su amigo viese que se había ruborizado—. Ahora cállate y dejame dormir. 

Christophe estaba al borde de la emoción. No esperaba que su amigo quisiese sentar la cabeza. Por fin se centraría y dejaría de poner en peligro su vida por piernas que no merecía la pena ser abiertas, sobre todo, si el costo era su propia vida. 

Fue una vil mentira. Una semana después, ambos volvían a recorrer aquella travesía en el mismo carruaje y en las mismas condiciones. Étienne había desflorado a la hija del Conde de Guadaloupe y aquella afrenta no podía quedar así.


domingo, 10 de marzo de 2024

Adiós, Sensei


Esta semana, la infancia de muchos ha sido partida, pues nos levantamos con la fatídica noticia del fallecimiento de Akira Toriyama, creador de Dragon Ball y otras muchas obras que han acompañado las vidas de muchos de nosotros. 

Y, os voy a ser sinceros, no tenía pensado escribir estás líneas, porque aunque sí que me gusta Dragon Ball, no me consideraba yo un gran fan, sobre todo, comparándome con las centenas de personas que le han dedicado palabras de cariño a este gran autor. Yo no me recuerdo un gran seguidor del anime y el manga lo leí ya de mayor, en la universidad, después de haber leido ya otras obras que me engancharon más. Es más, debido a que ya conocía la historia hasta el hartazgo, no la disfruté tanto como esperaba, llegando a dejarla apalancada por un largo periodo de tiempo. 

Así que, aunque me afectó la muerte de alguien a quien, de un modo u otro, consideraba parte de mi vida, no me sentía tan arraigado a su obra como para dedicarle algo más que un par de palabritas de agradecimiento junto con la trillada imagen de su más icónico personaje. 

Pero, me paré a reflexionar, a pensar en todo lo que realmente ha significado la obra de Toriyama y como ha influenciado mi vida y, solo me salen palabras de agradecimiento. No solo me ha dado horas de entretenimiento, sino algo más importante: personas a las que llamar amigos. 

Amigos con los que he pasado miles de horas jugando a intentar lanzar rayos de energía por las manos. 

Amigos con los que me he retado a los tazos o a los cromos. 

Amigos con los que cansamos a aquel profesor con nuestras preguntas sobre Dragon Ball. ¡Que paciencia nos tuvo! Y cuanto nos enseñó. 

Amigos junto con los que me he pasado videojuegos, emulando aquellas batallas de Son Goku, Vegeta o Freezer. 

Amigos con los que he imaginado historias, que luego nunca terminábamos plasmando en el papel.  

Amigos con los que he vivido aventuras. 

Amigos con los que he ido creciendo y compartiendo mi vida, más allá de aquella obra y que, como hicieran los Guerreros Z, cuando uno lo necesita allí estamos los demás.  

Y es que sí, la obra del sensei Toriyama no se limita a unos dibujos en tinta y papel, su obra trasciende más allá. Ha creado una comunidad. Una comunidad donde cabe todo el mundo. Ya sea con Dr.Slump, con Dragon Ball o con los Dragon Quest, todos hemos disfrutado de su obra de un modo u otro.

Así que no me queda más que agradecérselo, sensei. Gracias por ser parte de la vida de tantas personas. Que la tierra le sea leve. 


domingo, 3 de marzo de 2024

El Temor Gris


Érase una vez, en un mundo inmenso, un pequeño, pero prospero reino. Las nubes parecían perfectas bolas de algodón. Los ríos de un agua tan pura y cristalina que eran casi espejos. Los campos eran como coloridos mares de grano y vegetales. Y los bosques eran verdes y preciosos, de altos árboles.

Los rebaños de cabras y ovejas pacían tranquilos en las verdes praderas, a salvo de las manadas de lobos. Las vacas estaban hermosas y los cerdos rollizos, alimentados con la mejor comida que podían permitirse. 

Las calles engalanadas con preciosas flores en cada balcón. Los edificios recubiertos vivos pigmentos: rubros, cerúleos, glaucos… Y los suelos empedrados con las más pulidas losas. Era un lugar de ensueño. Pareciera todo estar sacado de un cuento de hadas. 

Era aquel, de igual manera, un reino donde todos vivían en paz y armonía, hasta que llegó el fatídico día. Un gran nubarrón, tormentoso y colérico, apareció en el cielo amenazando tormenta. Pero no fue aquella una tormenta común. Oculto entre las nubes, una gran bestia se desplazaba. Una bestia que respiraba fuego y su rugido provocaba relámpagos. Y sus alas, poderosas, hacían que el viento girase tan fuerte que se convertía en huracán. 

En un parpadeo destrozó el reino: arrancó las flores, quemó las praderas y los bosques, rompió las calles y las casas y ensució el rio cuando se metió para refrescarse. Devoró los rebaños de cabras pues su apetito era voraz y ya, cansado, se marchó a una loma cercana, a descansar en una gran gruta. 

Muchos fueron los caballeros que midieron su suerte contra aquel infernal monstruo, pero ninguno fue capaz de regresar con vida. Así, viendo el reino sus fuerzas totalmente sobrepasadas, comenzaron a tributarle cualquier tipo de alimento que hiciese que el ser se mantuviese en su cueva, sin causar destrozos.

Por sus platinadas escamas y la nube de hollín y azufre que lo rodeaba, lo apodaron El Temor Gris. Y así, el maléfico monstruo, gobernó el otrora prospero reino, sumiéndolo en una profunda crisis. El rio se secó. El bosque perdió su verdor. Los campos, cansados, apenas daban alimento para los habitantes y para los rebaños, que eran cada vez más pequeños. 

Cuando los animales empezaron a escasear, por mantener el tributo y al reino a salvo, propuso el rey enviar a todo aquel que no pudiese trabajar los campos o resultar útil para el reino. Cómo él y su familia, decidieron, que serían los primeros, no tuvo de otra que recular. 

Y cuando más negro veían el futuro, cuando el invierno comenzó a amenazar y las provisiones se racionaron, para que la bestia pudiese alimentarse bien y ellos sobreviviesen, apareció un joven jovial. Venía siguiendo el rastro de un viejo y violento Draco, que pronto lo asoció con aquel al que llamaban Temor Gris.

Estaba entusiasmado, pues aquella sería su primera cacería, su iniciación en el mundo. En el pueblo trataron de advertirlo, ni siquiera los más duchos campeones habían logrado hacerle el más mínimo rasguño. Otros le dijeron que era tan grande como una montaña, que escupía fuego y provocaba huracanes con sus alas. El rey, incluso, le mostró los estragos que provocaron sus garras, afiladas como puñales, en las armaduras de aquellos que se atrevieron a enfrentarlos.

Aún y con todo, el joven hizo oídos sordos de las advertencias, estaba tan convencido de que aquel Draco sería su primera pieza, que no le importaba que le dijeran. Pidió únicamente una cosa, pues no pretendía cobrarles una sola moneda por librarlos, que no lo alimentasen más. Quería provocar que el Draco saliese de su escondrijo y, así, enfrentarlo a campo abierto.   

Montó su pequeño campamento a las afueras, entre el rio y la loma del Temor Gris. Y esperó. Esperó tres días y tres noches, hasta que un bramido, similar a un trueno, lo hizo ponerse en alerta. 

El cielo se nubló de pronto, amenazando tormenta. Esa era la señal que había estado esperando. Corrió con todas sus fuerzas hacia el pueblo, sin dejar de mirar al nubarrón. Entre la bruma podía advertirse una gran figura dracónica, con azules alas membranosas. Podía ver cada respiración de la bestia, pues iluminaba toda la nube con un fulgor azulado, como el de los rayos.

La nube descendió violentamente sobre el pueblo, creando un tornado de polvo y cenizas. Cuando se disipó, el joven cazador pudo ver la gran figura del Draco. Las escamas plateadas brillaban con la luz del sol. De su nariz salía un fuego azulado, intenso y peligroso. Y en aquella mirada, rojiza, vio Kanna la misma muerte reflejada. 

Era un monstruo aterrador, pero no sintió temor alguno. Estaba tan confiado de su victoria, que se permitió llamarle la atención. La bestia no tardó de abalanzarse contra él. Tomó, entonces, una flecha de su carcaj. Respiró profundamente y la soltó. Un leve tintineo se escuchó junto al silbido que provocaba la saeta cortando el aire. El Draco rugió de dolor, exhalando profusas bocanadas de fuego azulado al aire. Su ojo izquierdo había perdido la luz.

Kanna resopló molesto. Había errado el tiro. No había tenido en cuenta el viento que generaba el ser, por lo que se había desviado ligeramente. Pero no había tiempo para lamentos. Sin un segundo que perder, disparó otra flecha, calculando esta vez bien la trayectoria. Su maestro siempre le decía que debía adaptarse a las circunstancias, no esperar que las circunstancias se adaptasen a él. 

El disparo fue certero. El otro ojo perdió su luz también. 

En las murallas se agolpaban los pueblerinos, viendo como aquel joven que no pasaría la adolescencia aún, estaba enfrentándose a semejante monstruo. Presos por la euforia, comenzaron a jalear y a vitorear a su salvador. Eso hizo que el Draco, ciego, los detectase. Corrió hacia la muralla como una exhalación, provocando los gritos de pavor de la multitud. 

Kanna resopló nuevamente, algo ofuscado. No entendía como podía haber gente tan molesta y tan bruta en el mundo. Antes de que el draco los hiciese una montaña de ceniza, el joven cazador hizo sonar otro de los cascabeles que adornaban sus flechas. Aunque esos cascabeles no eran simples adornos, tenían muchas más funciones, que a simple vista no se veían. Su tintineo era lo suficientemente audible como para que el Draco se aturdiese un segundo y cambiase de objetivo.

Ahora era hacia Kanna hacia donde se dirigía esa mole enfurecida. Los pueblerinos ahogaron un grito, tapaban las bocas de unos los otros para no volver a atraer al monstruo.  Estaban expectantes de que era lo que iba a pasar, de como aquel jovencito sometería a la bestia. 

Entonces, con un ágil movimiento, sacó Kanna su puñal y, dando un paso hacia adelante para esquivar la dentellada de la bestia, apuñaló el pecho. El cuchillo rebotó hacia atrás al golpear las duras escamas, pero eso no hizo que el cazador se desanimase, todo lo contrario. En su mente empezó a imaginar todo lo que le darían por aquella pieza, además de todas las mejoras que podría hacerle a su equipo: puntas de flechas con aquellas escamas, una cota de malla más resistente, una daga en condiciones…

Por andar de distraído, no se percató de que el Draco se había colocado sobre él, respirado directamente sobre su cabeza. Abrió la boca para arrancarle la cabeza de un bocado. El aliento apestoso y las espesas babas devolvieron a Kanna a la realidad. 

Con un ágil movimiento, el joven cazador se sentó, evitando así la dentellada. El Draco, furioso, volvió a morder el aire, cuando el joven se reclinó ligeramente. Y desde esa posición, acomodado contra el pecho del monstruo, disparó una flecha a la parte inferior de su mandíbula, donde el cuello se unía a la cabeza. No es que fuese su punto débil, ni mucho menos, pero había leido que esas partes, las articulaciones, de cualquier bestia estan más vulnerables que el resto. Además, la flecha disparada no era una común, sino una hecha a partir del pico de un Lagnis, las flechas más potentes del mundo, e impregnada de una potente toxina extraída directamente de las crías de los basiliscos. Era, esa toxina, más pura y letal, pero también más peligrosa para el arquero, pues una mínima herida provocada por esas flechas serían fatales. 

El Draco expelió una gran llamarada de fuego violáceo al aire. La tierra tembló tras el rugido. Nadie en el pueblo quedaba ya en un lugar descubierto, los cientos de ojos que aún veían el enfrentamiento estaban todos a cubierto. El terror se apoderó de todos, a excepción de Kanna. Él seguía sentado bajo el Draco, perdido en sus pensamientos, con una ávara sonrisa en sus labios. 

La bestia volvió a centrarse en él, pero antes de poder hacer nada, se desplomó muerta. 

El joven volvió al pueblo, triunfal, despues de asegurarse de que ningún animal dañase a su costosa presa. Lo recibieron con una gran fiesta, haciendo un esfuerzo por ofrecerle un inmenso banquete. El rey estaba tan agradecido que le ofreció la mano de su hija en matrimonio. 

Pero Kanna no estaba interesado en nada de eso. No le interesaban las lisonjas o las mujeres o esa fama momentánea que no lo aportaba nada. Él era feliz con su modo de vida, siguiendo su sueño de convertirse en el mejor cazador de todos los tiempos. Buscaba dejar una huella en la historia y que las generaciones venideras pudieran conocer su nombre.

Con aquella hazaña acababa de dar el primer paso hacía una leyenda que quedaría en los anales de la historia.