Cae la noche y la ciudad se viste de fiesta. Como cada año, se engalana el gran palacio de plata con serpentinas y papelillos llueven desde las torres, para recibir al pueblo entero entre sus murallas.
Y se dan cita allí grandes personalidades: políticos y jueces, que miran al vulgo por encima del hombro en sus despachos de marfil; el clero y los nobles, aristócratas de medio pelo que no tienen donde caerse muertos; los banqueros y nuevos ricos que tienen los desmanes de los viejos... Mezclándose con la más selecta chusma del lugar: los pobres; los hijos de vecino; la maestra agobiada porque no puede con todo y no le ofrecen una mano; el jornalero al que desangra labrando la tierra de un señorito que lo maneja desde la capital; artistas sin cartel ni padrino…
No hay ya ni locos ni cuerdos, poco importa. Se desdibujan las líneas que nos rigen. El pobre se viste de rey y el rico de sirviente. El tímido se parapeta tras su máscara y se hace grande y valiente. El que va de machito se pone un vestido y una peluca y, aunque se diga que lo hace en tono de burla, solo está sacando a relucir un deseo que guarda tras una fachada. Aquellos mojigatos puritanos se despendolan y rompen las cadenas que los atan a lo “correcto”, firmando sus picardías con letras de claro tinto. Y la niña juega a ser mayor. Y el político a ser honrado. Y hasta la luna baja, vestida de plata, a bailar con el mar.
Y entre el barullo aparece Carnal, rey sin corona de aquella vieja ciudad, vestido de Momo, con sus dos coloretes y empuñando un plumero. Cabalga un barril en el que marca ese ritmo sagrado con el que late el corazón del carnavalero.
El vino dulce corre por doquier, calentando cuerpos y gargantas, gargantas que se desgañitan cantando coplillas a golpe de nudillos en las mesas. Gargantas arropadas por un bombo y una caja. Y unos dedos rápidos, arañan las cuerdas de una vieja bandurria, vistiendo las coplas de tanguillos.
Y a las claritas del alba, cuando hasta la voz del gallo se quiebra y ronquea, aparece doña Cuaresma. Vieja, rancia y estirada. Vuelve a dibujar las líneas. Separa a los suyos, a “los de bien”, del resto de chusma; pues, aunque hayan compartido vino y noche, no deben mezclarse con quien no pertenece a su estrato. Y encara a don Carnal, regañándolo como lo hace una madre.
Así acaba, como cada año, la multitudinaria fiesta que da don Carnal. Donde todos son bienvenidos y, una vez ese veneno recorre tus sentrañas, no quieres dejar nunca. Tu corazón late desde entonces al ritmo de un pasodoble a golpe de nudillo en un mostrador y ya no cumples años, cumples febreros. Y santificaras la fiesta como uno más, hasta que la tierra te sea leve.
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