domingo, 24 de diciembre de 2023

Tarde de Fútbol


Era una de esas tarde de primavera, ya casi verano, en las que hacía un calor pegajoso. Una tarde de esas en las que la sombra es tu mayor aliada y los helados te los bebes en tarrina. Y por eso decidimos que lo mejor era ir a jugar a fútbol. Pero no a echar una pachanguita de colegueo, no, a reventarnos como si eso fuera la final de la Champions. 

Así que, a eso de las cinco, nos juntamos todos en aquella cancha de asfalto en la que podías freír un huevo. Éramos muchos. Muchísimos más de lo esperado. Por lo menos… ¡Siete! Nunca nos habíamos juntado tantos para jugar, era un hito remarcable. Se habían alineado los astros de alguna manera para que se diese aquella extraña coincidencia. Y no solo eso, cuando nos presentamos en el campo, ya había unos chavales jugando y, lejos de irse o de pasar de nosotros, nos propusieron unirnos. 

¡DOCE! Un verdadero milagro. 

Hicimos dos equipos de seis. Propusimos mezclarnos con ellos, para hacerlo más equilibrado, pero declinaron la oferta. No les dimos importancia, mandamos a Chino (que de los siete era el más ofensivo a lo que es la práctica del deporte balompédico), confiando en que así los íbamos a machacar ¡Que ilusos! Por ser un par de años mayores, ya nos creíamos mejores. Pero no, nada más lejos de la realidad. 

Nada más rodar el balón, se pusieron a jugar entre ellos. Era como jugar contra la Brasil del 70’, solo podíamos observar como nos sobrepasaban y, de vez en cuando, rozar la pelota para mandarla al quinto pino, lejos de la portería. No tardaron mucho en marcarnos un gol. Y luego otro. Y otro. Y otro. Y otro más. Al octavo, pedimos cambiar. Por que no se hiciese monótono, más que nada.

Tras una larga hora, en la que permutamos los equipos de todas las maneras distintas y, aún así, los chavales nos bailaron de lo lindo. Peeero, tras esa larga hora llegó nuestra salvación. La única manera que teníamos de equilibrar las cosas y dejar de dar lástima: Los chavales decidieron irse. 

Y así, quedándonos los siete, pues no tuvimos otra que seguir jugando. Más que nada porque apenas habíamos tocado bola hasta el momento. Estábamos hechos unos verdaderos trapos, reventados de correr detrás del balón y tan sudados que ignoro como no se desmayó ninguno por falta de hidratación. Teníamos quince años y éramos unos verdaderos cafres así que, hicimos parejas y el que sobraba se puso de portero. 

Las reglas básicas, Casio las vociferó para que no se nos olvidasen de todos modos:

Se juega en parejas

Es una eliminatoria, así que se juega una ronda previa y se clasifican dos parejas para la final. 

El portero rota con uno de los miembros de la primera pareja “eliminada”

Hay que salir del área si el balón cambia de pareja

Las mismas reglas de siempre y repetidas hasta la saciedad, y aún así Chino se equivocó y chutó desde dentro del área después de que le cayese un rechace en el pie. Ahí saltó la primera discusión, calentando el ambiente. Los siguientes minutos el fútbol pasó a un segundo plano. Los golpes se iban sucediendo: Las cargas, los codazos, los pisotones, las pataditas e incluso algún que otro cabezazo. Yo tuve la suerte de estar de portero en ese momento. Nunca he sido un buen portero, ni siquiera jugador, pero aquella tarde batí mi propio récord, más de media hora defendiendo los palos. Apenas chutaban, se esperaban los unos a los otros en el borde del área, preparados para intentar hacer alguna humillante gambeta. Casio estaba en su salsa, le encantaba regatear, lo único que cuando se movía, dejaba que sus brazos se balanceasen sin ningún control, convirtiéndose en un ventilador de tortas. Él lo hacía de una manera totalmente inconsciente, pero solo lograba avivar las llamas del cabreo. Con él hacía equipo Chino, que apenas estaba tocando bola, pero se estaba llevando todas las hostias, por bocazas. 

En un “descuido” del chaval, Jairo aprovechó para soltar un zurriagazo hacia la portería que, evidentemente, no paré. Esa bola venía hacia mi cara silbando así que, tirando de reflejos, esquivé grácilmente. Jairo y Sammy, que era su compañero, celebraron imitando la  mítica celebración que hacía Cristiano con Marcelo. Eso solo calentó más a Albert, que es muy del Barça, y fue celebrado en su cara. 

Saqué con ganas, lanzando el balón de una patada casi hasta la otra portería. Gael, que llevaba todo el partido viéndolas venir, se lanzó a correr como una autentica gacela. Con la elegancia de un muñeco de futbolín, dejó atrás a Casio y le pegó un pepinazo a su compañero, que no pudo controlar. Albert le echó esa mirada de furia que pone cuando se frustra, empezando a correr a por Chino, que ya corría hacía mi, con el balón en los pies. 

Albert se puso a su par muy rápido, arrinconándolo en una esquina del campo. Chino comenzó a pasar los pies sobre la bola, haciendo una suerte de bicicleta, que más que la filigrana, parecía que se estaba haciendo pis. Mientras hacía eso graznaba cual urraca, intentando distraer a su rival. Casio le daba indicaciones, mientras volvía al trote cochinero. 

Aún no nos explicamos cómo se desarrollaron los siguientes acontecimientos. Queriendo lucirse, le tiró un caño a Albert, pero inexplicablemente terminó subido en el balón. No que se pusiese momentáneamente sobre el balón, para hacerse el chulo, sino que se subió al balón ¡en movimiento! Y se desplazó, a lo sumo, un metro, hasta que la pelota chocó contra un pequeño resalto que dividía el campo de los parterres de hierba. Y no solo eso, cuando chocó, un pie le quedó entre el resalto y el balón. 

Las risas fueron acalladas por los gritos de dolor. Jairo fue el primero en acercarse, agarró el tobillo de Chino con fuerza y lo movió, queriendo comprobar si estaba roto: «Es sólo el golpe. Tú, deja de quejarte, no seas marica». Chino no dejaba de gimotear, mientras se retorcía en el suelo. Lo levantamos como pudimos, porque la de colaborar no se la sabía, y lo llevamos hasta la fuente. No teníamos muy claro que hacer, igual refrescárselo le aliviaba.

«No voy a poder ir a EuroDisney» lloró, quitándose la bota. Diecisiete años tenía el colega cuando pronunció aquellas palabras. Diecisiete años y, por lo menos, diez visitas al parque de Disney, la última, hacía escasos meses. Eso solo enfadó más a Jairo que, tras un improperio, lo levantó y lo hizo andar. Como un árbol seco hubiese caído, si no lo hubiésemos sujetado a tiempo.

«Llamar a mi padre» dijo, mientras contenía las ganas de vomitar. Era como ver a un niño de parvulario. Demasiado incómodo para todos. Mientras Casio llamaba al padre, entre Gael y yo lo llevamos a un banco, a que se sentase, porque se estaba mareando. Un esperpento, vaya. 

El padre tardó más de lo que esperamos. Casi cuarenta minutos para recorrer, en coche, un trayecto que no se tarda en recorrer más de diez. «¿A ver?... Bah, es solo el golpe» resolvió, cogiendo a su hijo como una muñeca y metiéndolo al coche: «¡Eso no es nada! Ahora reposamos un par de días y como nuevo, a montarte en todas las atracciones». La manera tan infantil con la que lo trató nos resultó, de nuevo, incómoda. Chino es el mayor del grupo, pero no lo ha parecido nunca. «Chavales, ¿me podéis llevar la bici de Izan a casa? Es que no me cabe en el coche», nos casi ordenó el padre, asomándose por la ventanilla. Y sin siquiera esperar la respuesta, dio un acelerón y se fue. 

Y así terminó nuestro evento deportivo, como siempre, cuando Chino se hizo daño. Llevamos la bici como nos pidió el padre y nos largamos, cada uno por su lado. Casio y yo nos fuimos a casa de Albert, a echar unos FIFA’s, y ahí sí, ahí sí que disfrutamos de una buena tarde de fútbol. 


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