Sucedió una noche de esas en las que ha hecho un calor sofocante. Veníamos de disfrutar de un precioso día de piscina, de los de anuncio de revista. El agua estaba en su punto. La compañía, inmejorable. Refrigerios fríos a la hora de la merienda. Una conversación, superficial, plagada de gracejos que avivaban sonrisas fáciles. Apuramos hasta la hora del cierre, hasta ver como el Sol se escondía entre las montañas. La dura vida del veraneante.
Al volver a casa todo son prisas. Deshaz la nevera. Una lavadora con las toallas y los bañadores. Las chanclas a la pila, a lavar a mano, junto a las gafas, hay que limpiarlas con cuidado, no vaya a ser que les salga una raya más y se meta agua. Organiza la cena, que nadie quiere nada realmente, un picoteo, que dicen que vienen empacha’as de la piscina, pero nadie se priva de nada. Y la cena le toca organizarla al menda.
Que ya que iba yo enfilado para el cuarto de baño. Con toda la intención de secar tres pantanos. Con las toallas bajo el brazo y playlist perfectamente preparada. Me cruzo a mi abuelo, que va en sentido contrario, a prepararse su cena, cuando me adelanta mi madre por la derecha y, sin necesidad de palabras, me hace entender que me toca a mi encargarme de la cena de todos.
Con la fija mirada de mi madre en la nuca, sigo a ese afable señor hasta la cocina. No hace nada, se sienta en su sitio esperando que le plante un humeante plato de sopa de fideos, pero, a la que enciendo los fogones, lo tengo detrás. Es un relámpago… cuando quiere. Primero de todo, me sube los fuegos. Supervisa minuciosamente cada cosa que hago, porque claro, como no cocina él, pues el resto no lo hacemos igual. [No bien, él dice igual, por no decir que lo hacemos mal]. Saca una cuchara del cajón y la mete en la olla. Remueve. Remueve. Prueba, sorbiendo. Falta sal. Saca del armario y le echa un puñado más bien generoso. Yo lo miro desde un lado, estoy de adorno porque se ha apoderado de los fogones.
—Sacame una sartén—ordena señalando otro armario. ¡Como si no supiese donde están! —Dame, que voy a calentar esto que ha sobrado del mediodía.—Y señala un tupper de cristal, castigado en una esquina de la encimera.
Ese “voy a calentar” significa claramente “vas a calentármelo tú”. Asiento. Enciendo otro fuego. Pongo la sartén. Cojo el tupper de cristal en el que están las sobras de la comida del mediodía: tres filetes fríos, duros como suelas de zapato y unas pocas patatas fritas, ya blanduzcas. Vigilo la sopa, que los fideos no se pasen. Cuando creo que está todo, se lo sirvo. Él hace rato que se ha sentado, porque está algo mareado. Lleva unos días que dice que se marea cuando cocina, lo que es lógico, porque no está haciendo poco calor y estar a los fogones es como estar en el mismo infierno. Hasta yo me siento un poco aturdido.
Me siento en una sillita de enea, vieja como el tiempo, a recuperar un poco de resuello. Me seco las gruesas gotas de sudor que caen por la frente con la camiseta. De repente entra mi madre, cargando un montón de ropa. Pareciera que le hubiesen salido patitas a la ropa.
—¡¿TODAVÍA NO TE HAS DUCHADO?!
—¿Se ha salido…?
—¡VENGA! ¡MIRA QUE HORA ES, LUEGO, TE DAN LAS TANTAS RECOGIENDO LA COCINA!
—Pero ¿ya ha terminado…?
—Pues claro, ¿Qué te crees? Tu hermana se ducha en cinco minutos, aquí el que se tira media hora eres tú. ¡Venga!
Son las diez y media. Es muy tarde. Desisto de ponerme música, esta vez no deleitaré a los vecinos de enfrente con mi armoniosa voz. Por el pasillo me cruzo con mi hermana, con el pijama y el pelo seco. A saber cuanto hace que se ha duchado. Soy el último mono de esta casa, nadie me dice nada. Nunca.
A pesar del calor, abro la ducha lo más caliente que pueda soportar mi cuerpo. Hace más calor fuera que dentro de la ducha. No he hecho la gran cosa en el día y, aun así, estoy baldado. Dejo vagar la mente bajo los chorros. Me pierdo un rato mis pensamientos. En el día de piscina. En… las musas. Surge una idea, pero el calor y el cansancio me tienen algo aplatanado, así que no tengo muchas ganas de escribir. Con suerte, el día de mañana siga en mi cabeza.
—¿Te falta mucho? —asoma mi madre por la puerta—. ¡Que llevas media hora, salte ya!
—¡Mamá!
Hago de mi una bolita, no por pudor, sino por el susto que me ha dado. En mi casa practicamente nos hemos visto todos las vergüenzas, no porque seamos practicantes del nudismo, sino porque tenemos la insana costumbre de entrar sin llamar.
—¡Venga!—Cual goblin recoge mi ropa—. ¡Venga, que se hace tarde! ¡Que llevas media hora ya!
Cierro el grifo despacio. Mi plan de hacer que el baño se llenase de vaho, convirtiéndose en una sauna para que al salir hiciese fresquito, se va al garete, porque mi adorada madre ha abierto puerta y ventana al grito de «¿Pero no tienes calor? Abre, que me voy a asar». Desde que le dan los sofocos, vivimos en un túnel de viento. Todo abierto, que corra la brisita, aunque fuera vayan los pingüinos con bufanda.
—Ahora te haces una tortillita francesa… o, si quieres, otra cosa. Lo que prefieras. Tu recoges la cocina. Yo me siento, que estoy muy cansada.
—Va…le—arrastro las palabras viéndola irse.
Recojo el baño. Me voy al otro. Mientras me seco el pelo, apunto en la tablet la idea que he tenido, por si acaso (confío plenamente en mi memoria, pero, últimamente, me disperso con facilidad). No es la gran cosa, en la ducha me sonaba más grandilocuente, pero igual si le doy forma de poema, funciona.
Sin dejar de darle vueltas, me pongo el pijama y a la cocina. Balcón. Un huevito de la huevera. No soy muy fan del comer. Nunca me ha resultado verdaderamente placentero. Me alimento, más que nada, porque es vital para sobrevivir, pero no tengo mayor interes en la comida. Se cocinar más platos de los que suelo comer. Soy muy de Sota-Caballo-Rey en ese sentido. La tortilla francesa aprendí a hacerla hace relativamente poco, pero no me sale mal.
¡Clac! ¡Clin-clin-clin! Un poco de mantequilla en una sartén. Fuego lento. Verter. Espumadera y espátula. Y, mientras se hace, sigo barruntando la idea. Madurándola. Cierto olorcillo a quemado me alerta. ¡La tortilla se churrusca levemente! Pero dice mi abuelo que así, cuscurruita, está más rica.
Al ponerla en el plato parece un Sol. Redondita. Esponjosita. Apetecible. Amarilla… en su gran mayoría. Me saca una sonrisa, por unos motivos que me guardo para otra historia De imagen de sugerencia de presentación. Corto algo de pan, me lleno el vaso de Sunny fresquito y, cuando me dispongo a hincarle el diente a mi cena, escucho un grito estridente. Es mi madre.
De un respingo salto de la silla y salgo rápido por el pasillo. En una fracción de segundo mi mente dibuja lo peor. Cuando vives con una persona mayor, es inevitable no terminar pensando en eso de vez en cuando.
Mi madre y mi hermana están en mitad del pasillo, visiblemente nerviosas. Mi madre sostiene el picaporte con fuerza, como si quisiera evitar que se abriese. Mi hermana está detrás, mirando hacia el interior de la estancia por el translucido cristal de la puerta. Echo un rápido vistazo por encima de sus cabezas, comprobando que la luz del baño está apagada.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Y el abuelo? —pregunto, mirando yo tambien por el cristal.
—¡Un murciélago! —grita mi madre—. ¡Ha entrado un murciélago!
—¿Cómo un murciélago? —repito— ¿Por dónde?
—Por la ventana— apunta mi hermana—. Y menos mal que justo me he levantado para ir al baño, que si no, me lo como yo, que estaba estudiando.
—Pero ¿y el abuelo? —vuelvo a preguntar. Es retórica, lo veo perfectamente a través del cristal, en mitad de la sala.
Las dos señalan hacia el interior.
—¿Cómo dentro? —Me masajeo el puente de la nariz, desaprobando la imprudencia, tanto de ellas por dejarlo, como de él por quedarse—. La madre que lo parió. —Suspiro profusamente—. ¿Por qué lo dejáis?
—¡Sácalo tú! —me espeta mi hermana.
Tiene toda la razón, cuando a ese hombre se le mete una idea en la cabeza es inamovible. Y, si le sumanos que se ha criado en el campo y se cree que aún tiene veinte años, a veces, pues era impensable no pensar que no se enfrentaría él a la amenaza que amenazaba su casa.
—¡Papá! —lo llama mi madre—, papá, que ya está aquí David, venga, salte y que entre él, que él lo saca.
—Espera, espera, ¿QUÉ? —suelto, totalmente sorprendido.
No voy a negar que estaba asustado. Estoy acostumbrado a sacar los pequeños bichitos que se cuelan en casa, una vez incluso saqué un pajarito, pero un murciélago es otro rollo. Me daba respeto. No dejaba de ser una rata con alas. Necesitaba ganar algo de tiempo, pensar en algo con lo que poder sacar a mi abuelo y al murciélago, con el mínimo esfuerzo y exponiéndome lo mínimo.
—¡Los murciélagos fuman! Van a los cigarrillos—suelto, chasqueando los dedos—. Me contó papá que de pequeño los cogían y los hacían fumar hasta que no podían volar.
—¿Sí? —mi hermana, extrañada.
—Sí —repito.
—Acuérdate del vecino, de Migue, que vino un murciélago y le hizo ¡fah! Con el ala en la cara y le quitó el cigarro —aporta mi madre.
—Pues eso, enciéndeme un cigarro —pido.
—No, yo si quieres te lo traigo, y el mechero, pero lo enciendes tú.
Intercambio miradas incrédulas con mi hermana. En la vida he encendido un cigarro.
—Mamá, tú a veces no piensas lo que dices, ¿no? Ahora enciende el cigarrillo y le da una pájara.
—Es que, a veces tienes unas cosas. ¿Si no me lo enciendes tú que hago? Se lo ofrezco al murciélago. Tome usted, ¿le apetece un piti?
Los dos nos reímos.
—¿Entonces…? —Arruga el morro mi madre. Por un momento había visto el percal solucionado, pero le habíamos quitado esa ilusión.
—¡UNA PALANGANA! —resuelvo.
—¿Una palangana? ¿Una palangana para qué?
—Tú tráemela.
Las dos se miran extrañadas, pero no cuestionan. Mi madre vacía una palangana de ropa en el suelo del baño y me la cede. Como ya he dicho, he cazado centenares de bichitos que se han colado en casa en los últimos años: Polillas, escarabajos, una mantis… Con un tupper y un poco de paciencia, no hay bichejo que se me escape. En mi ignorancia, supuse que cazar un murciélago sería parecido. Entrar, arrinconar al bicho un poco y, cuando menos se lo espere ¡ZAS! Preso entre paredes de plástico. La teoría me la sabía, pero no estaba contando con un factor importante: El Miguel.
—¡Papá! ¡Papá! —lo llama mi madre—. ¡Papá, salte, que lo caza David!
Levantando una mano parsimoniosamente la desacredita. Él va a encargarse del pequeño invasor, lo tiene decidido. Mi madre me empuja al interior del salón, como si echase a un gladiador a los leones. Instintivamente me protejo cual tortuga, al ver la pequeña mancha negra revolotear sobre mi cabeza. Cruzo miradas con mi abuelo, como diciéndole «ya te puedes ir, ya ha llegado la caballería», pero no me debió entender. Él está más enfocado en el pequeño intruso que en todo lo demás. Mi madre lo llama desde el pasillo, sin atreverse a asomar la cabeza, pero de ella también pasa olímpicamente.
Y allí estábamos los tres. Los dos hombres y la bestia.
—Salte, venga— ordeno, sin dejar de ver la pequeña mota negra que revolotea de manera caótica por toda la estancia.
—No, no —replica—. ¿Para qué es eso? —Señala la palangana.
—Ya veré…
La verdad es que no tengo muy claro el plan. Lo fácil sería que saliese por donde había entrado. Hay tres ventanas en la sala, más la puerta del balcón. Escudándome con la palangana, no fuera a ser que al pequeñajo le diese por lanzarse en picado a por mí, recorro la estancia en cuclillas. Mientras tanto, mi abuelo lanza manotazos a diestro y siniestro, haciendo que el murciélago revolotee en círculos, nervioso.
Abro la puerta del balcón con facilidad, de par en par, pero para abrir las ventanas tengo que mover todas las sillas de la mesa, porque topan. Entonces, sucede lo peor.
—¡Traedme la escoba!
A nadie se le pasa por la cabeza que es una pésima idea. A ninguna de las dos. Yo solo puedo observar, horrorizado, como, abrir demasiado la puerta, mi hermana le entrega el “arma” que desatará el caos.
De repente, el salón se vuelve un campo de batalla. La palangana, ahora sí, pasa a ser un escudo. Mi abuelo reparte escobazos a diestro y siniestro, intentando golpear un bicho poco más grande que una pelota de tenis.
Mi abuelo es un señor mayor, octogenario, con sus achaques y sus cosas. Pues hace poco más de una hora, ese señor estaba mareado por esforzarse un poco de más a la hora de cocinarse una sopa de fideos y ahora, empuñando una escoba, se dispone a enfrentarse a un animal que no es más grande que su mano.
Se coloca, estratégicamente, en el centro de la sala. A una distancia perfecta para, con un grácil movimiento, arrastrar la tele y lanzarla por los aires. Me temo lo peor cuando lo veo abanicar la escoba, como un bateador que se prepara para hacer el home-run de su vida. El primer golpe pasa a escasos centímetros de las tulipas.
—Miguel— lo llamo, viéndome venir el golpe a la lámpara—. Miguel, para. ¡Miguel! ¡MIGUEL!
Ni puto caso. A ver, es verdad que está sordo como una tabla, pero a veces lo finge. La sonrisa de su rostro me lo indica. Me ha escuchado perfectamente, pero no va a cejar en su empeño de derribar al bichito. El pobre animalejo vuela cada vez más rápido y errático, evitando los escobazos como puede. Uno logra impactar, pero lejos de noquearlo, solo lo desvía un poco. Eso lo envalentona. El animalejo queda un poco aturdido, por lo que vuela un poco más errático y él, pasito a pasito, como si fuese Ahab persiguiendo a la ballena, se coloca debajo de la lámpara. He de admitir que me siento orgulloso de aquel golpe, es, por un momento, como verlo en su juventud, jugueteando con sus amiguitos. Hacía mucho que no veia esa energía en él, pero no deja de ser un agente del caos. Con una sonrisilla en el rosto sigo a lo mío, con un ojo puesto en mi abuelo y el otro en el murciélago.
—Hay que abrir las ventanas —grita mi hermana —y bajar la luz, y entonces se va solo. Eso dice internet.
—En ello estoy —le contesto, mientras repto cual tortuguilla, con la palangana a cuestas.
Y entonces ¡PAM! Bingo. Le dio. ¡Le dio!
La lámpara de la sala, que tiene casi más años que yo, tiene siete tulipas distribuidas en una especie de circulo con una en medio. Son tulipas de cristal, angulosas, gruesas y algo pesadas. Bueno, pues partió una a la mitad. Un corte limpio, casi pareciera de uno de esos videos de espadachines japoneses en los que demuestran su habilidad con la catana. Además, tuvimos la suerte que el cacho de tulipa que “cortó”, cayó en el sofá, impidiendo que se partiese en mil pedazos.
—¡La lámpara! —le regaño—¡MIGUEL, SALTE!
—No pasa nada —me replica, persiguiendo a su presa con la mirada.
Antes de que pudiese lanzar otro ataque, ya estoy a su lado. Con una mirada me basta para que se achique. No quiero regañarlo, pero él sabe que lo que ha hecho ha sido una tontería. Ya no por romper la lámpara, eso es lo de menos, sino porque le podía haber caído en la cabeza. O podía haber tirado la tele y haberla roto. O se podía haber hecho daño de mil maneras.
—Estate quieto un momento.
Bajo la luz y, como dijo mi hermana, el murciélago apenas tarda unos segundos en encontrar la salida. Las chicas entran entonces, algo temerosas de lo ocurrido. Mi abuelo señala la lámpara con la escoba, como si fuese un trofeo, soltando un «bueno, no ha pasado nada». Mi madre le reprocha, pero él vuelve a repetir que no había pasado nada. Ha tenido suerte, la tulipa que ha partido es la única que no tiene bombilla, porque en ese brazo hay algo más y cuando está la bombilla puesta, salta la luz.
—De lo que no hay —le murmuro a mi hermana, que responde encogiéndose de hombros.
Limpiamos el pequeño destrozo, asegurándonos que no haya esquirlas en el sofá. El abuelo señala al principio, pero a la que ve que no hay peligro, se sienta. Se le nota el cansancio en la cara, pero no es capaz de admitir que se ha excedido. Sigue repitiendo que no ha pasado nada, que él ha echado al murciélago.
Yo vuelvo a la cocina, con el corazón latiéndome a mil por la adrenalina. La tortilla me espera, fría, tal y como la dejé. Son las doce y cuarto. Otro día que se me va. Otro día en el que me sentaré a escribir a horas intempestivas, porque me he entretenido.
Pero ¡eh! Esta vez ha sido cosa de fuerza mayor; no todos los días Don Quijote se enfrenta a un dragón en tu salón.
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