Aquella mañana hacía frio. Un frio desagradable. Hostil. De esos que se te meten por debajo de la piel y te duele en los huesos. “El frío del norte” dije para mis adentros, exhalando algo de aliento en el interior de la bufanda, para calentarme un poco. Era la primera vez que viajaba tan al norte del país. Nunca había salido de la provincia hasta entonces pero, como decía uno de los mejores profesor que tuve “si la historia es buena, hay que seguirla hasta el infierno”. Y aquella lo era.
Después de un trayecto algo complicado, en el que el mapa de carreteras era mi mejor aliado y mi mayor enemigo, llegué a un aislado pueblecito entre las montañas. El verde predominaba allá donde mirase. Era precioso el paisaje, a la par que húmedo y frio. El pueblito era una fiel fotografía que había sido anclada en el tiempo, reflejo de una época más apacible. Me sentí, por un momento, protagonista de una de esas novelas fantasiosas. En una tierra mística, milenaria.
Los caserones, testigos de tiempos preteriros, parecían juzgarme al pasar. Eran realmente intrigantes, de robustas piedras grisáceas y firmes vigas de madera, visibles para todo el mundo. Algunas tenían parte de la fachada pintada de blanco, pero aún coloridas, no dejaban de generarme esa sensación añeja, como si no fuesen de nuestra época. Nunca me había topado con unos edificios de ese estilo, lo más parecido, la casa del pueblo que tenía mi familia allá por Badajoz, pero ni de lejos se acercaban a la majestuosidad de aquellas casas.
A medida que me acercaba a lo que supuse sería el centro del pueblo, los edificios adquirían un corte más moderno. Pisos de cuatro o cinco plantas, todos muy parecidos entre sí; la carretera mejor asfaltada; aceras más anchas, de unas baldosas muy características; negocios de escaparates vistosos, adornados con tallas y símbolos extraños para mí; una gran plaza guarnecida por árboles, en la que se encontraba un gran edificio de corte neoclásico, sin duda alguna el ayuntamiento y una gran iglesia románica, humilde, recia y geométrica, tan bien cuidada que daba la impresión de haber sido construida recientemente.
Aparqué cerca del lugar donde había concertado la reunión. Aún no me creía que hubiese hecho todo ese camino por una historia, pero sentía que merecía la pena. Eché en la mochila bandolera que tenía desde los doce años mi fiel grabadora y un par de cintas, unos cuadernos y un estuche lleno de plumones y lapiceros. Estaba nervioso como nunca, por lo que, sin darme cuenta, empecé a deambular por el pueblo.
El viejo campanario marcó las nueve cuando entré en el pintoresco bar. Aún quedaba media hora para la entrevista. Pedí un café bien cargado, a ver si lograba espabilarme y hacerme entrar en calor. La señora que atendía la barra me miró con recelo, como si desconfiase. Ocupé una de las mesas del fondo, resguardado de miradas curiosas. Notaba los ojos de los parroquianos habituales clavados en mí desde que había entrado. En aquellos tiempos era lo normal, los “extranjeros” no éramos muy bien recibidos por aquellas tierras.
Sin hacer mucho caso de los comentarios de aquellos hombres, que hablaban en aquel extraño idioma, saqué un bloc para repasar las notas que tenía hasta el momento. Ni bien había leido la primera página, apareció mi cita.
Un hombre mayor, de más de ochenta años, entró por la puerta del bar. Caminaba despacio, apoyándose en un bastón peculiar. Una pieza de madera robusta que, más que bastón, parecía garrote. Los cuellos de la camisa sobresalían por el cuello del jersey, de lana, rojizo. El pantalón perfectamente planchado para la ocasión. Y, sobre la cabeza, una boina negra como el tizón. Saludó a los parroquianos con un gruñido, ni siquiera puede clasificarse eso que dijo como palabra, para, acto seguido, acercarse a la camarera.
—Kafesne bat, faborez, Argiñe —dijo, con una voz más dulce de la esperada—, bai hotza gaurkoa, ea kafeak berotzen nauen… arima, gutxienez.
Ella respondió algo que ni siquiera pude escuchar, señalando hacia donde yo estaba, con la cabeza. Él no tardó en acercarse. Cuando clavó sus dos ojos, azules como el cielo, en mí, sentí un escalofrío recorriendo todo mi ser. El corazón se me aceleró. Un desagradable sudor frío empapó mi nuca. La boca se me secó al punto que no fui capaz de responder a su saludo. Apenas un movimiento con la cabeza, leve, pues no era dueño de mi cuerpo en aquel momento.
—Barkatu, txikito —habló, de nuevo con aquel dulce tono—. Me he adelantau un poco. Gregorio Goicoechea.
Me tendió una mano arrugada, callosa, pero firme. No parecía la mano de un anciano. Mi cuerpo seguía sin reaccionar. Ante mi cara de estupefacción, sacó entonces una vieja libreta del bolsillo de la camisa, y me la cedió.
—Hace años cometí un crimen —comenzó tras un suspiro—. Mataron a la pobre Bibiana y a su hija. Todos sabíamos quién fue y callamos como putas. Yo fui el detective que ayudó a encubrir a aquel putakume… —Destellaba fiereza su mirada—. ¿Eres periodista, no? Pues aquí tienes una historia que contar.
Clic. Empecé a grabar:
Sucedió una noche, lo recuerdo como si fuera ayer. Había vuelto la pobre neska, la Merche, la hija de la Bibiana, de la ciudad; había ido a ganarse el pan, de manera honrada, eh ¡Como Dios manda, pues! Y eso, que volvió al baserri y se encontró un verdadero sarraski. Una carnicería. Un txolopote de cuida'u. A la aizpa se la habían matado y la habían dejado allí tirada, en medio de la cocina. La pobrecita Miren Nekane. Era muy guapa. Pretendientes no le faltaban, ¡Y no solo en el pueblo, en toda la comarca! Que acabase así… una pena. Una verdadera pena. La ama, la Bibiana, pudo huir un poco, a pedir ayuda, le dio tiempo a salir, pero la cazaron a mitad del camino y… —Deslizó el pulgar lentamente por la garganta, acompañándolo de un sonido gutural—, ¡Raja’o!
Y ahí es donde empezó el verdadero pitote.
Imagina. Esto es un pueblo pequeño. La noticia corrió como la pólvora y, antes de que nosotros llegásemos, ya teníamos una decena de curiosos, txutxumutxukando, inventando historias y teorías. Imagina lo difícil que es la tarea de un detective de aquel entonces, con todo el pueblo sacando lo trapos sucios e intrigando. ¡Pero bueno, uno profesional, es trabajador y, ante todo, es honra’o! —Se encogió de hombros, como queriendo escurrir el bulto—. Hicimos lo que pudimos. No fue fácil. Fue una jodienda. La Bibiana y su hija eran muy queridas en el pueblo… pero bueno, cuando está en el hoyo, todo el mundo es bueno. La verdad es que no tenían ni riñas, ni disputas, ni enemigos. Eso hacía muy dificil encontrar un hilo del que tirar.
Cuando registramos el baserri, no encontramos nada raro. Había dinero, por lo que se descartó el robo. Se comentaba por las tabernas que andaban algo escasas, pero habían vendido una ternera a la mañana, así que tenían para pasar el bache. Tampoco nos ayudaron mucho los vecinos, nadie había visto nada, ni oído nada. Ni siquiera el perro había alertado de que había un intruso, por lo que esa era la única pista que podíamos seguir: el crimen lo había perpetrado un conocido de la familia.
Nos agarramos a un clavo ardiendo. Era eso o nada. Y nada no podía ser, la gente quería respuestas. Sobre todo, los kuxkuxeros de la prensa. —Me echó una mirada de perdonavidas que no hizo más que tensarme más, aunque creo que quería parecer compasivo por mi oficio—. Así que tiramos de ese único hilo que teníamos y empezamos a preguntar por los “conocidos” de la familia. Y ahí salieron dos nombres: Los Aranzadi y los Lizardi.
Eso solo significaba una cosa: Problemas. Con esas dos familias involucradas en el caso, iba a ser prácticamente imposible llevarlo a buen puerto. Los Aranzadi y los Lizardi han sido, desde hace un tiempo, las dos familias más poderosas de la comarca. Han sido como… —Alzó la vista al techo, queriendo buscar un símil adecuado. Tras unos segundos de silencio, sus azules ojos destellaron—. ¡Como los Capuleto y los Montesco! Sí, como los Capuleto y los Montesco. Dos familias enfrentadas. Dos familias rivales en prácticamente todo. Y entre medio nosotros, el Sargento Azkarra, Tomás Legazpi, Severiano Abadejo, Gero Apalategi y un servidor. Entre los cinco teníamos que encargarnos del caso, porque no había más. Aún así, desde que “descubrimos” que esas familias estaban en el ajo, no parábamos de temblar. Ikarak hartu gintuen, txikito!
Por un lado teníamos a los Aranzadi. Una familia tradicional. Muy fededun, muy religiosa, y muy cristiana. Todos los domingos a misa. ¡Eso es sagra'u! Y nadaban en la abundancia. Tenían un baserri del copón bendito. Grande. ¡ENORME! Con nosecuantas hectáreas de campo. De todo. Vacas, un rebaño de ovejas, cabras, unos txerris… Y gente que trabajaba para ellos. Decían que daban un buen jornal, pero, si te digo la verdad, tampoco es que hubiese muchas opciones. Joxe Ramón era el patriarca; un hombre muy como Dios manda, algo cerra'o de mente y muy suyo, pero en el fondo era buena gente. Cuidaba de la familia, gestionaba sus tierras y su patrimonio con mano dura, ayudaba en el pueblo, donaba mucho dinero para que se mantuviese bien y no faltaba ni un día a misa. El problema era su primogénito, Inaxio. Su padre y su pobre ama lucharon mucho para centrarlo, pero ya sabes esa gente como es. Cuando te crían entre algodones, te crees intocable, e Inaxio lo pensaba. Era muy trabajador, eso sí, ayudaba en las labores del baserri, pero, le perdía una parranda como el que más. El vino le gustaba más que a un tonto un lápiz. Era más fácil buscarlo en la taberna que en la labranza. Y las mujeres… ¡eran su perdición! Pero bueno, el que es guapo, es guapo y él lo era, ¡y de buena familia! Podría haberse casado con cualquier buena moza de la comarca, pero se encaprichó de Miren Nekane. Así que ahí teníamos un posible hilo.
Por el otro lado estaban los Lizardi. Algo más “modernos”. Su baserri no era tan grande, ni tan vistoso. No tenían mucha tierra en la que plantar, lo justo para alimentarse, pero no como los Aranzadi que podían comerciar con lo que les sobraba. Tampoco tenían rebaños de animales, algún artalde y poco más, pero vaya que tampoco les daba eso de comer. Lo que tenían los Lizardi era buen ojo para los negocios. Habían comprado el aserradero cuando se quemó, a precio de costo. Cuando ese negocio empezó a funcionar, compraron un par de molinos, no solo eran los únicos del pueblo, sino de la zona; casi todos los baserris en kilómetros dependían de esos molinos. Cuando eso empezó a dar dinero también, compraron un local y montaron una panadería. Con los ingresos de la panadería compraron una camionetilla para hacer los repartos a los pueblos vecinos. Y con lo que sacaban por eso, pudieron montar una pequeña fábrica textil en la ciudad; con la lana de sus propias ovejas hacían prendas que luego vendían aquí, en una tiendecita que tenían. ¡Todavía está funcionando, a dos calles de aquí! Aunque ya no es lo que era. El caso es que, quien mandaba en los Lizardi era María José, la ama, la mujer de Bartolo. De puertas para dentro, decían. Bai zera! Menuda mujer más… imponente. Ella era capaz de hacerlo todo como lo haría un hombre. ¡Incluso mejor! Se encargaba de todo, de la casa, de los negocios, ¡y le sobraba tiempo para criar a sus ocho hijos y sus dos nietos! Pero ellos tampoco eran una familia perfecta, también había un eslabón que les flaqueaba. En este caso, su hijo más pequeño, Peru. Era un buen muchacho, grande, fuerte, callado, muy trabajador y buen cristiano, pero, no se le conocía mujer. Y no porque le faltasen, las que no seguían a Inaxio Aranzadi, estaban detrás de él. Pero Peru era un poco…
—¡MARICÓN! —cortó el relato un de los parroquianos de manera abrupta—. Era maricón. Le gustaba una buena verga… —Acompañó su relato agarrándose el paquete de manera soez.
El detective Echeverría le echó la misma mirada perdonavidas de la que había sido victima yo hacía escasos minutos. Y con eso bastó para que aquel hombre se volviese a sentar en silencio, centrado en su txikito. Con todo en silencio, el detective continuó con su relato:
Lamento la interrupción, txikito. Pero sí, Peru era un poco afeminado. Y por eso, para callar las habladurías y mancillar el honor de la familia Lizardi, le buscaron matrimonio. ¡Puta casualidad que, de entre todas las mozuelas del pueblo, fueran a elegir a Miren Nekane Artolarra! El segundo cabo suelto.
Todo apuntaba a un crimen pasional, fuese de un lado o de otro.
También se rumoreaba en el pueblo que el baserri de las Artolarra era una tapadera para un lupanar. Que Bibiana sería la madame y Miren Nekane, pues una pobre diabla, una mujer de vida alegre, que había preñado de uno de esos dos. Y claro, ella lo quería tener, porque no es cristiano deshacerse de la criatura. Pero un bastardo es una mancha imborrable en el honor de un hombre, así que se la quitaron de en medio, y a la señora también. Esa teoría la descartamos rápido, ¿Dónde has visto tú un burdel con solo una chica? ¿Y tan cerca de un pueblo? Además, no tenía ningún fundamento. —Un parroquiano carraspeó, ganándose otra mirada del detective. Sólo imaginar cómo sería un interrogatorio de un hombre con semejante poderío me resultaba intrigante—. Era una tontería. Como una tontería era lo que decían de que había sido un robo que había salido mal. Txotxolo halakoak! Yo mismo me encargué de poner patas arriba ese baserri y ni dinero, ni joyas faltaban. Así que nos centramos en eso, en el crimen pasional.
Dividimos las fuerzas en dos parejas, a los Aranzadi fueron Severiano y Gero y yo marché con Legazpi a donde los Lizardi. Una jodienda. Un verdadero txolopote. Nadie quiso colaborar.
En lo de los Aranzadi se encontró una alkandora, una camisa, manchada de sangre y unas tijeras muy limpias. Demasiado. Vixente, el hermano de Joxe Ramón, dijo que la camisa era suya, que había estado ayudando a parir a la vaca. Aún así, la camisa no le entraba ni unta'o en aceite. Cuando empezaron a cuestionar a Inaxio y a hacer preguntas, se cerraron en banda. Joxe Ramón se puso un poco agresivo y entonces se llevaron a todos cuantos consideraron. Al padre, al hijo ¡y hasta al espíritu Santo! Siete detenidos.
A nosotros, en lo de los Lizardi, no nos fue mucho mejor. De entrada, el viejo Bartolo se puso violento nada más vernos. Era un tipo temperamental, igual que un toro, por eso su mujer se encargaba de todo, porque Bartolo tenía la inteligencia justa para no cagarse encima. — Noté cierto tono de rencor en sus palabra, pero no me atreví a cortarlo—. Nos salió al camino, con una azada, y nos agredió. Casi me rebana una oreja el putakume. —Me mostró la izquierda y, efectivamente, le faltaba un pedazo triangular—. ¡Ojalá te lo estés pasando en grande con Patxi, cabrón! Perdona, txikito, me he excedido. El caso es que después de ese atentado contra nosotros, María José no opuso pega alguna a que investigásemos. Había mucho dinero en la casa, demasiado sabiendo que habían tenido problemas con el aserradero y que uno de los molinos se había quemado hacía poco. Además, en ese baserri todo el mundo estaba muy nervioso, como si quisieran ocultar algo. Por si acaso, nos llevamos a otro puña'o al talego. A Bartolo, por agresión, y al resto de hombres de la casa, Fermín, el mayor, Antton, Felipe y Peru. Además, también nos llevamos a Josefa, que salió detrás de nosotros a azuzarnos a los perros. De no ser por mi intervención, Legazpi también hubiese acabado en el calabozo, por asesinato.
No estaba el cuartel preparado para acoger a tanto huésped —se permitió bromear—, así que nos organizamos y los metimos en la casa consistorial. No le sentó muy bien a Don Frantsizko que el Sargento Azkarra ocupase su despacho, pero no había de otra. A Josefina la soltamos a la hora, solo queríamos darle un susto. Y entonces empezó el verdadero desafío: Los interrogatorios.
¡Ni te imaginas lo que fue aquello, txikito! Hicimos todo cuanto pudimos, pero no fue fácil. Primero de todo, había que separar a las dos familias. Entre la casa cuartel y la casa consistorial nos apañamos, pero no teníamos suficientes calabozos, ni cuartos, para todos. Metimos a los Lizardi en la casa cuartel, porque eran menos y, quieras que no, también menos influyentes. Nadie quería colaborar.
Los Aranzadi se cerraron en banda. Todos se protegieron los unos a los otros. Sus coartadas eran perfectas. Las versiones que nos dieron cada uno de ellos era similar a la anterior y a la siguiente. Lo habían preparado a la perfección. Era lo que tenía la laxitud con la que fueron tratados. Incluso el alkate don Frantzisko intercedió por ello.
Por otro lado, los Lizardi estaban nerviosos. Cada uno contó su verdad. Con ellos fuimos más duros, incluso. Me avergüenza admitirlo, pero nos pasamos con ellos. Los torturamos. El Sargento Azkarra quería una confesión, y tenía que ser de ellos. No podíamos permitirnos que aquello salpicase a los Aranzadi, por más que las pistas apuntasen a Inaxio.
Mientras el Sargento y Legazpi se encargaban de ganar tiempo, con argucias que nos permitiesen mantener a aquellas dos familias cautivas, Servando, Gero y yo volvimos a los baserris a investigar. Servando fue a Artolarra, Gero a Lizardi y yo a Aranzadi. Necesitábamos una pista que nos indicase quien había perpetrado aquellos crímenes. Gero volvió con las manos vacías, los Lizardi estaban limpios, por mucho que nos interesase que fuesen ellos los involucrados. Peru y dos de sus hermanos habían estado en la ciudad, a por un préstamo para poder hacerle frente a las reparaciones del aserradero y el molino. María José le entregó el recibo a Gero nada más verlo, por lo que no tuvimos de otra que soltarlos.
Servando y yo tuvimos mucha más suerte. Andábamos necesitados de un milagro, esperábamos no topar nada que los incriminase, correr con la misma suerte de Gero y poder soltar a los Aranzadi también. Pero no fue así. Fuimos buscando pistas y las topamos ¡Jo si las topamos! —Se frotó las manos, como si las acabase de encontrar—. Unas cartas de Miren Nekane a Inaxio. Un taco. Casi una veintena. Eran cartas de amor las primeras, pero las interesantes eran las que tenían fechas más actuales. El último grupo. Tres cartas apenas. Y en esas tres cartas, Miren Nekane le contaba que estaba en cinta. Que había preñao’ y que se tendrían que casar.
Servando encontró otras tantas, de él hacia ella. La misma temática. Le llenó la cabeza de castillos al principio, pero a medida que leíamos, se iba volviendo más y más antipático. La última era la que nos dio la esperanza. La que hizo el milagro. Era casi una confesión escrita: Si no se deshacía ella de la criatura, él se encargaría de deshacerse de ella.
Aún siendo el peor de los escenarios, era lo que había. Tras aquella pista, soltamos a los Lizardi y a la mitad de los Aranzadi, a los más jóvenes, pero Legazpi se encargaría de supervisarlos, por si cometían algún error que incriminase a alguien más.
Volvimos a interrogar a Inaxio y a José Ramón. La historia era idéntica a la de la otra vez, hasta que les entregamos las cartas. Entonces se quedaron mutus —Se cerró los labios con una llave imaginaria—. Txintik ez! Llamaron a un abogado a la capital, Arsenio Basterra; un picapleitos. Nos dificultó la vida. Fue duro, pero el Sargento lo era más. No iba a dejar escapar a aquel hombre indemne. Si había matado a aquellas dos mujeres, se merecía pudrir en la cárcel. Pero el picapleitos se las ingenió para sacarlos, a los dos. A José Ramón lo íbamos a soltar de todos modos, pero a Inaxio lo sacó con una argucia rastrera. Le inventó testigos, una coartada y empezó a difamar a las Artolarra. Aprovechando el rumor de que era un prostíbulo encubierto, ¡Si hasta trajo unas putas! Qué no las conocía ni Dios, pero, a ver quién era el guapo que se atrevía a decir que las conocía. Muñondo es un pueblo pequeño, nos conocíamos todos. Y esas señoras no las habíamos visto en la puta vida, pero… —Se encogió de hombros—. Una perrada. PUTAKUME HALAKOA! Encima, se dedicó a revisar cada pista y cada paso que habíamos dado, para desestimar todo. Nos quería meter un puro, y casi lo consigue. Decía que las detenciones habían sido ilegales, porque no teníamos pruebas sólidas, solo conjeturas. Que aquello era más una venganza personal. Que las cartas no querían decir que la hubiese matado él, y tenía razón, pero todos sabíamos que de haberlo presionado un poco más, hubiera confesado.
Además, nos echó a la opinión pública. No sé como pero se enteró de que los interrogatorios habían sido un poco… bruscos. Putakumea. Tuvimos que andar con pies de plomo de ahí en adelante. Queríamos seguir investigando, pero nos cortaron las alas. A los pocos días, el Sargento Azkarra fue relevado del cargo, al Rif lo enviaron, a que lo matasen. Nos llegó el Capitán López, un hombre apocado y timorato. Un chupatintas capitalino. Un pelele.
A las pocas semanas nos hizo dar carpetazo al crimen. Como el arma del crimen, habíamos concretado, eran unas tijeras de artzain, de esas que se usan para esquilar la oveja, dijo el capitán que podría haber sido cualquiera. Incluso de fuera de la comarca. Que sería imposible dar con el asesino. Sería contraproducente ir dando palos de ciego, apresando a todos los pastores.
Y así terminó el caso. Sin resolver. José Ramón Aranzadi nos denunció por haberlo torturado, a él y a su hijo. Inventaron pruebas y un testimonio que le había preparado el chupatintas ese de Basterra. Para no ser echados del cuerpo, tuvimos que aceptar unas condiciones de mierda. A Legazpi y a mí nos mandaron a tomar por culo. A donde Cristo perdió las sandalias. A mi me mandaron a Soiartze, allá por Baiona, Legazpi no corrió con la misma suerte, se tuvo que ir a Badajoz. Seve y Gero, que eran más mayores, se pudieron quedar, pero se volvieron dos mamelucos, acataron todas las órdenes de López, por muy kaskarras que fueran.
Tuve la suerte de poder volver aquí, a Muñondo, pasados quince años. Me llamaron para ser el subcomisario del sustituto de López, que había dado el salto a la política. Todo estaba igual, pero me sentía forastero. Era el sheriff nuevo que llega al pueblo. Y no tardé ni un segundo en buscar los documentos del caso. Había vivido obsesionado todos esos años, pues aquel fue el único que no pude dar por cerrado, pero va y que me encuentro que no están los archivos. Gero me dijo que se habían perdido todos un par de años antes, por culpa de una inundación. Bai zera! No lo creí en ese momento y sigo sin creérmelo ahora.
Pero bueno, da igual, porque al año, un pobre diablo se cargó el muerto él solo. Juanito Salazar, Karrika, en su lecho de muerte, confesó el crimen. Muy bien no estaba de la cabeza ese hombre, y el párroco no tardó un amén en venir a confesarlo. Cuando fuimos a corroborarlo, estaba en un estado lamentable, como ido, pero a la que apareció don Anselmo, el párroco, pareció tener un instante de lucidez y lo confesó. Él había matado a la Bibiana y a su hija. A la mañana les había comprado la ternera, y luego había planeado entrar a robar, no quería matarlas… en principio. Lo que pasó fue que la pobre Miren Nekane lo descubrió nada más entrar, y claro, se puso nervioso y la mató. Y luego, la Bibiana, al escuchar gritos, salió corriendo, y también la tuvo que silenciar.
Y ahora sí, con esa confesión se dio por cerrado el caso. Inaxio, que era ahora el patriarca de los Aranzadi, y se presentaba a la alcaldía, tuvo un subidón de popularidad con el cierre definitivo del caso. Siempre había tenido ese sambenito colga’o, pero encontrar un culpable hizo que todos lo tomaran como un santo.
—Y eso es todo, txikito. Ese fue mi crimen, encubrir a un asesino. Y por eso te lo cuento, mi vida se está acabando, pero igual tú puedes hacer justicia y, aunque sea, aclarar que fue lo que realmente sucedió. Por que descansen de una vez la pobre Bibiana y Miren Nekane.
Y con las mismas, terminó su consumición de un trago y se marchó. Las miradas de los parroquianos se clavaron entonces en mí. No sabía muy bien como obrar en esa situación, la historia era interesante, pero no dejaba de ser eso, una historia. No había pruebas que me llevasen a creer que era verídico. Ya me había dicho el detective Echevarría que registros no quedaban y, siendo un suceso de hacía más de cincuenta años, me resultaría muy dificil lograr testimonios fidedignos.
Recogí mis cosas en silencio, barruntando que hacer. Intentaba pasar lo más desapercibido posible, mientras escuchaba los cuchicheos de esos hombres, en aquel idioma tan ajeno para mí. Lo único que quería en aquel momento era volver a mi Ford Escort, pisar el acelerador y salir de allí lo antes posible. Volver a mi piso, pensar en la historia, macerarla y decidir.
No había dado ni dos pasos fuera de la taberna, cuando se cruzó conmigo una joven muchacha. Y digo cruzó por no decir que me embistió como uno de esos Miuras que torea el maestro Ruiz Miguel.
Era de una belleza tosca, pero no dejaba de ser intrigante. Por esa sonrisa mereció la pena conducir tanto. Incluso lo haría de nuevo, si fuera menester.
—Lo siento, ¿estás bien? —dijo con una voz ternísima.
—Sí, sí, soy un tipo duro —respondí, mientras ocultaba el raspón de mi codo con disimulo—. Ha sido nada… —En aquel momento, quizá por lo cohibido que había estado durante la charla, mi boca se movió sola—. Rafael Rivas, periodista.
—Nekane Artolarra, mucho gusto.
En lugar de los dos besos que me esperaba, me tendió la mano.
—¿Artolarra?
Era una señal del cielo. Aquello despejó cualquier duda que tuviese. Investigaría aquella historia.
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