Era una criatura majestuosa. Su escamosa piel, de un tono cobrizo, parecía envolverse en llamas cuando la acariciaba la tenue luz del sol que se colaba entre el espeso follaje del bosque. Era común, entre la clase alta, vestir prendas hechas con esa piel como símbolo de estatus, pues los especímenes de aquella raza eran esquivos y escasos por la caza indiscriminada. Además de por su piel, también se le daba caza por su jugosa carne, pero, ante todo, por sus hígados, con los que se elaboraba un paté delicioso, manjar de manjares. Entre el gremio de alquimistas también eran cotizados los espolones y la cresta, para crear filtros vigorizantes de esos por los que hacían colas los amantes. Y no solo eso, los herreros, con un tratamiento especial, podían convertir las escamas en penachos casi impenetrables; y de sus picos salían las flechas más solicitadas del mundo, equilibradas, livianas y letales.
Había dado con su rastro de
casualidad, cuando volvía de otra cacería. Al ser una pieza tan jugosa, no
había dudado en ordenar a su montura volver a casa, mientras él se encargaba de
seguir al Lagnis. Así se perdió entre la espesura del bosque, siguiendo cada
pista del rastro de aquel ser. A pesar de haber avistado varios ejemplares a lo
largo de su vida, nunca se había llegado a enfrentar directamente a ninguno.
Aquellos seres eran considerados, incluso por los más experimentados cazadores,
demasiado peligrosos. Eran belicosos, no de los que defendían sus territorios
con garras y dientes, sino de los que les gustaba atacar a todo bicho viviente
con el que se cruzasen. Contaban con un amplio arsenal que demostraba que los
Lagnis habían sido creados por las divinidades con el simple propósito de
destruir: sus potentes patas, capaces de quebrar rocas de una sola patada y que
los proveían de una velocidad punta casi a la par de los veloces Tigres de
Gelam; sus afiladas garras, cuchillas cubiertas de una toxina paralizante; el
pico, que segregaba su también útil baba ácida, llena de bacterias y
enfermedades por la carroña que comían; los espolones de sus pequeñas alas,
como dos agujas, también recubiertos de la toxina paralizante. Además, aunque
volar no era su fuerte, era capaz de planear distancias cortas, por lo que se
dedicaba a trepar por los árboles y sorprender a sus presas cayéndoles encima. Definitivamente
era un ser predispuesto a la batalla.
Por todo ello, seguir su rastro
no se hacía costoso, solo había que perseguir el reguero de destrucción que
dejaba a su paso, los arañazos en las cortezas en las que se afilaba garras y
pico y las profundas pisadas que dejaban sus patas, pero muy pocos se atrevían
a dar con uno y enfrentarlo. Normalmente se preparaban batidas enteras, con chacales
de Yogo y halcones de esos que preparaban en las Tierras Rojas del norte, para dar
caza a un único ejemplar. Ir solo, sin ni siquiera el apoyo de Naga, era una
inconsciencia en todos los sentidos, pero si le salía bien, sería considerado
el mejor cazador del mundo y eso lo impulsaba a cometer aquel tipo de
idioteces. Además, ya se había enfrentado a un Nue en solitario, si conseguía
dar caza al Lagnis, solo le faltarían dos bestias más para haber cazado a
aquellos a los que nombraban como «Los Cuatro Hijos del Cielo». Le faltaban, el
Ketastus, una gran serpiente que habitaba las profundidades del Mar del Oeste y
el imponente Darco Azur, proveniente de las Tierras Rojas, del que apenas
quedaban ejemplares, una vez más, por la caza indiscriminada. Pero no era
momento de soñar con la gloria, había aún que dar caza a su actual presa.
Un aterrante cloqueo lo despertó
de sus ensoñaciones. La sangre se le heló por un segundo, pero eso lo hizo
poner alerta. No contar con el apoyo de
Naga lo ponía algo nervioso, a medida que creía acercarse a su presa. Su fiel
compañero no solo era su montura, sino un apoyo preciado. Perteneciente a una
raza prácticamente extinta que su tribu había intentado mantener, era también
su mejor amigo, pues se había criado practicamente desde la cuna. No había
tiempo para dudas ni arrepentimientos, tenía que actuar con frialdad y
presteza, sino quería que aquella fuera su última cacería.
Buscó entre las copas de los
árboles por si el Lagnis estaba acechándolo desde arriba. Suspiró tranquilo
cuando no lo vio, pero raudo se puso en guardia. Sacó una flecha del carcaj,
haciendo todo lo posible por que no sonase el pequeño cascabel que pendía cerca
de la punta. Tensó lentamente la cuerda, los Lagnis tenían un oído finísimo, casi
a la par de los murciélagos, para compensar el hecho de que eran prácticamente
ciegos. Casi a la par que disparaba la primera flecha, hacia un árbol solitario
que le facilitarían la tarea, cargó una segunda.
El Lagnis no tardó en aparecer,
con su característico cloqueo. Cargó contra el árbol con violencia, arrancando
la flecha de un zarpazo, junto con un gran pedazo de corteza. Le cascabel
resonó al impacto con el suelo, lo que llamó la atención del animal. En un
pestañeo saltó sobre la pequeña bolita nacarada, picoteando el suelo a su
alrededor. Con cada golpe la hacía saltar, provocando el tintineo y, con ello,
otra violenta carga.
Kanna contuvo el aliento. La vorágine
de violencia sin sentido imponía. Sentía que solo tendría una oportunidad, si
erraba el disparo, aquel bicho se le echaría encima y no habría opción a nada
más. Replicando las enseñanzas de su maestro, tocó su barbilla con las plumas
de la flecha. El desagradable olor del veneno de basilisco inundó su nariz,
como de costumbre, pero esta vez ni siquiera se permitió hacer la mueca de
desagrado. Un detalle como ese, en una situación así, implicaría su muerte.
Contó hasta tres, anticipando los movimientos de su presa. No bastaba con
dispararle al cuerpo, su piel era demasiado gruesa como para ser atravesada por
la punta de una simple flecha. Su única oportunidad era acertarle en la base de
la cabeza, donde le empezaba el cuello. Tenía que ser certero.
Con el pulgar, con sumo cuidado
de no pincharse con la afilada punta de la saeta, hizo sonar el cascabel. Un
par de toques, que llamase la atención del Lagnis. Era una maniobra un tanto
arriesgada, pero excitante. Mirar a los ojos a la muerte y vencerla.
El animal alzó el cuello de una
manera casi mecánica. Clavó sus velados ojos grisáceos en él, como si fuese
capaz de verlo. Se irguió para parecer más grande y amenazador, abriendo las
pequeñas alas y batiéndolas repetidamente, levantando polvo y hojas de otoño.
Hinchando el buche de aire, profirió un cloqueo aterrador, más propio de un félido
que de un pollo con ínfulas.
Ese fue el momento que esperaba.
Esa era la señal. La flecha voló recta hacia el pico, abierto, del animal, hincándose
en su garganta. El Lagnis no pareció inmutarse por la herida, lanzándose raudo
contra Kanna. No tuvo otra que sacar su pequeño puñal, preparado para
repelerlo. Mientras lo veía acercarse, se encomendó a la Diosa Eria.
La violenta embestida de aquel pico,
contenida únicamente con su pequeño puñal, lo hizo temblar. Lo único que tenía
a su favor era que la flecha impedía que se cerrase completamente, convirtiéndolo
en la punta de lanza que solía ser. Agarrando la saeta con la mano izquierda, intentó
obligar al animal a torcer la cabeza. Buscaba crear una apertura para subirse
en su lomo y luego, iría viendo.
No había manera. Era demasiado
fuerte. Además del pico, tenía que guardarse de las constantes patadas que le
intentaba lanzar. Aunque las tuviese controladas, no dejaban de ser peligrosas,
más con el animal en aquel estado de locura propia de quien intenta sobrevivir.
En un brusco movimiento, sin
quererlo, partió la flecha que evitaba que lo picotease hasta la muerte. Estaba
totalmente perdido sin el control de la cabeza. El Lagnis chilló, proclamándose
victorioso, antes de lanzar un potente picotazo contra su cabeza. Hizo cuanto
pudo por apartarse; evadió ser golpeado en puntos vitales, a costa de sacrificar
su brazo izquierdo. Apenas lo había herido, pero bastaba para que la baba penetrase
en su torrente sanguíneo. Primero sentiría su brazo adormecido, luego dejaría
de poder moverlo y más tarde, esa sensación se esparciría por el resto de su
cuerpo. Por suerte, esa ponzoña era de avance lento, pero si no se lo trataba
en las próximas horas, podría despedirse de su vida como cazador, junto con su
brazo izquierdo.
De todos modos ese era el menor
de sus problemas. El fuerte golpe lo había lanzado al suelo, dejándolo totalmente
vendido. El Lagnis lo tenía entre sus pies. Parecía incluso algo indeciso con
la manera de acabarlo. Se estaba regocijando en la victoria. Era un rasgo
demasiado humano, como si los dioses se estuviesen riendo de aquellos que se
atreviesen a desafiar al más violento de entre los seres que habían creado para
habitar la tierra.
Solo tendría una oportunidad de
zafarse. Una oportunidad de seguir con vida, y luego huir. No podía quedarse a
luchar. No tenía nada que hacer. Su arrogancia lo había cegado una vez más. Esperó
el golpe, sin perder de vista al animal. Si moría, sería mirándolo a los ojos,
aunque él no lo viese.
Tras un tercer cloqueo, el Lagnis
descargó un potente picotazo. Pareció incluso que echaba la cabeza hacia atrás y
se alzaba un poco, como queriendo impregnarle más potencia a un golpe ya de por
si letal.
Kanna había asido el puñal al revés,
como si fuese un picahielos. Solo le quedaba ser más rápido y preciso que su
oponente. Un único golpe, tan brutal que lo matase en el acto. Si fallaba, si
no acababa con su vida en el momento, aunque el golpe fuera mortal, él también
perdería la vida.
A último segundo, cuando ya había
lanzado su golpe también, cerró los ojos. Los apretó con fuerza. Era algo que
no debía hacer, de sobra lo sabía, pero había sido un acto reflejo. El miedo,
cuando la muerte te espera, es tan potente que pierdes el dominio sobre tus
propias acciones. Cuando los volvió a abrir, el Lagnis yacía muerto. Entonces
se percató de la media tonelada que oprimía su cuerpo. Sentía sus huesos crujir
bajo el cuerpo inerte del animal. Tenía que hacer algo para zafarse, si no
quería morir allí. Sería irónico que, después de eludir la muerte directa, aquel
bicho terminase llevándoselo de una manera indirecta.
Cual gusanito comenzó a reptar hacia
atrás. No podía ayudarse de su brazo izquierdo que había comenzado a
adormecerse. El derecho lo tenía aún bajo el cuello del animal. Había fallado
el golpe al cerrar lo ojos, calculando mal la trayectoria, por lo que no
entendía bien qué era lo que había acabado con su predador.
Entonces, una negra sombra
comenzó a moverse sobre ellos, entre las copas de los árboles. Era vertiginosa.
Otro predador. Uno que tenía la oportunidad de darse un copioso festín a costa
de su imprudencia. Dejó de luchar, no le quedaba nada que hacer, ni siquiera
podría agarrar una flecha para envenenarse. ¡ESO ERA! El veneno de basilisco
debió ser lo que acabó con la vida del Lagnis. Eso lo hizo reír. Al final, si
hubiese sido un poco más paciente, o si hubiese mantenido la batalla por unos
minutos más, habría acabado llevándose la presa.
De pronto sintió su cuerpo más
liviano. El cuerpo inerte de la presa se había quitado de encima. Eso, más que apaciguarlo
lo enervó. Si lo que fuera que lo acechaba había quitado al Lagnis de una manera
tan sencilla, él no sería absolutamente ninguna amenaza. Quiso, aún así, luchar
hasta su último aliento. Aferró su puñal con firmeza, esperando el momento oportuno
para herir al inesperado cazador, pero entonces, pasó algo que lo dejó
totalmente descolocado.
Un ronroneo preocupado. Nunca
había estado más alegre de escuchar la característica voz de Naga. Aunque sentía
todo su cuerpo dolorido, hizo por incorporarse. El gran felino saltó de
alegría, lamiéndolo con cariño.
—Sí, Naga, sí —musitó,
recuperando el aliento—. Yo también me alegro de verte, amigo. Gracias.
El gran felino lo levantó con
cuidado, agarrándolo con su pico de la camisa. Tras un par de lametones más, como
queriendo adecentarle las ropas, se quedó satisfecho. Su amo estaba seguro y a
salvo.
Kanna cargó el cadáver del Lagnis
en Naga y lo montó con dificultad. Quería salir cuanto antes de allí. La hazaña
que acababa de llevar a cabo sería narrada en las canciones, pero no merecía la
pena. Aún así estaba feliz, su sueño de ser el más grande cazador de todos los
tiempos estaba cerca. Dos objetivos nada más. Y no solo eso, ahora tendría
nuevas flechas de pico de Lagnis, que le facilitarían la tarea.
Definitivamente, había sido un
buen día de caza.
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