domingo, 26 de noviembre de 2023

La Cacería


Era una criatura majestuosa. Su escamosa piel, de un tono cobrizo, parecía envolverse en llamas cuando la acariciaba la tenue luz del sol que se colaba entre el espeso follaje del bosque. Era común, entre la clase alta, vestir prendas hechas con esa piel como símbolo de estatus, pues los especímenes de aquella raza eran esquivos y escasos por la caza indiscriminada. Además de por su piel, también se le daba caza por su jugosa carne, pero, ante todo, por sus hígados, con los que se elaboraba un paté delicioso, manjar de manjares. Entre el gremio de alquimistas también eran cotizados los espolones y la cresta, para crear filtros vigorizantes de esos por los que hacían colas los amantes. Y no solo eso, los herreros, con un tratamiento especial, podían convertir las escamas en penachos casi impenetrables; y de sus picos salían las flechas más solicitadas del mundo, equilibradas, livianas y letales.

Había dado con su rastro de casualidad, cuando volvía de otra cacería. Al ser una pieza tan jugosa, no había dudado en ordenar a su montura volver a casa, mientras él se encargaba de seguir al Lagnis. Así se perdió entre la espesura del bosque, siguiendo cada pista del rastro de aquel ser. A pesar de haber avistado varios ejemplares a lo largo de su vida, nunca se había llegado a enfrentar directamente a ninguno. Aquellos seres eran considerados, incluso por los más experimentados cazadores, demasiado peligrosos. Eran belicosos, no de los que defendían sus territorios con garras y dientes, sino de los que les gustaba atacar a todo bicho viviente con el que se cruzasen. Contaban con un amplio arsenal que demostraba que los Lagnis habían sido creados por las divinidades con el simple propósito de destruir: sus potentes patas, capaces de quebrar rocas de una sola patada y que los proveían de una velocidad punta casi a la par de los veloces Tigres de Gelam; sus afiladas garras, cuchillas cubiertas de una toxina paralizante; el pico, que segregaba su también útil baba ácida, llena de bacterias y enfermedades por la carroña que comían; los espolones de sus pequeñas alas, como dos agujas, también recubiertos de la toxina paralizante. Además, aunque volar no era su fuerte, era capaz de planear distancias cortas, por lo que se dedicaba a trepar por los árboles y sorprender a sus presas cayéndoles encima. Definitivamente era un ser predispuesto a la batalla.

Por todo ello, seguir su rastro no se hacía costoso, solo había que perseguir el reguero de destrucción que dejaba a su paso, los arañazos en las cortezas en las que se afilaba garras y pico y las profundas pisadas que dejaban sus patas, pero muy pocos se atrevían a dar con uno y enfrentarlo. Normalmente se preparaban batidas enteras, con chacales de Yogo y halcones de esos que preparaban en las Tierras Rojas del norte, para dar caza a un único ejemplar. Ir solo, sin ni siquiera el apoyo de Naga, era una inconsciencia en todos los sentidos, pero si le salía bien, sería considerado el mejor cazador del mundo y eso lo impulsaba a cometer aquel tipo de idioteces. Además, ya se había enfrentado a un Nue en solitario, si conseguía dar caza al Lagnis, solo le faltarían dos bestias más para haber cazado a aquellos a los que nombraban como «Los Cuatro Hijos del Cielo». Le faltaban, el Ketastus, una gran serpiente que habitaba las profundidades del Mar del Oeste y el imponente Darco Azur, proveniente de las Tierras Rojas, del que apenas quedaban ejemplares, una vez más, por la caza indiscriminada. Pero no era momento de soñar con la gloria, había aún que dar caza a su actual presa.

Un aterrante cloqueo lo despertó de sus ensoñaciones. La sangre se le heló por un segundo, pero eso lo hizo poner alerta.  No contar con el apoyo de Naga lo ponía algo nervioso, a medida que creía acercarse a su presa. Su fiel compañero no solo era su montura, sino un apoyo preciado. Perteneciente a una raza prácticamente extinta que su tribu había intentado mantener, era también su mejor amigo, pues se había criado practicamente desde la cuna. No había tiempo para dudas ni arrepentimientos, tenía que actuar con frialdad y presteza, sino quería que aquella fuera su última cacería.

Buscó entre las copas de los árboles por si el Lagnis estaba acechándolo desde arriba. Suspiró tranquilo cuando no lo vio, pero raudo se puso en guardia. Sacó una flecha del carcaj, haciendo todo lo posible por que no sonase el pequeño cascabel que pendía cerca de la punta. Tensó lentamente la cuerda, los Lagnis tenían un oído finísimo, casi a la par de los murciélagos, para compensar el hecho de que eran prácticamente ciegos. Casi a la par que disparaba la primera flecha, hacia un árbol solitario que le facilitarían la tarea, cargó una segunda.

El Lagnis no tardó en aparecer, con su característico cloqueo. Cargó contra el árbol con violencia, arrancando la flecha de un zarpazo, junto con un gran pedazo de corteza. Le cascabel resonó al impacto con el suelo, lo que llamó la atención del animal. En un pestañeo saltó sobre la pequeña bolita nacarada, picoteando el suelo a su alrededor. Con cada golpe la hacía saltar, provocando el tintineo y, con ello, otra violenta carga.

Kanna contuvo el aliento. La vorágine de violencia sin sentido imponía. Sentía que solo tendría una oportunidad, si erraba el disparo, aquel bicho se le echaría encima y no habría opción a nada más. Replicando las enseñanzas de su maestro, tocó su barbilla con las plumas de la flecha. El desagradable olor del veneno de basilisco inundó su nariz, como de costumbre, pero esta vez ni siquiera se permitió hacer la mueca de desagrado. Un detalle como ese, en una situación así, implicaría su muerte. Contó hasta tres, anticipando los movimientos de su presa. No bastaba con dispararle al cuerpo, su piel era demasiado gruesa como para ser atravesada por la punta de una simple flecha. Su única oportunidad era acertarle en la base de la cabeza, donde le empezaba el cuello. Tenía que ser certero.

Con el pulgar, con sumo cuidado de no pincharse con la afilada punta de la saeta, hizo sonar el cascabel. Un par de toques, que llamase la atención del Lagnis. Era una maniobra un tanto arriesgada, pero excitante. Mirar a los ojos a la muerte y vencerla.

El animal alzó el cuello de una manera casi mecánica. Clavó sus velados ojos grisáceos en él, como si fuese capaz de verlo. Se irguió para parecer más grande y amenazador, abriendo las pequeñas alas y batiéndolas repetidamente, levantando polvo y hojas de otoño. Hinchando el buche de aire, profirió un cloqueo aterrador, más propio de un félido que de un pollo con ínfulas.

Ese fue el momento que esperaba. Esa era la señal. La flecha voló recta hacia el pico, abierto, del animal, hincándose en su garganta. El Lagnis no pareció inmutarse por la herida, lanzándose raudo contra Kanna. No tuvo otra que sacar su pequeño puñal, preparado para repelerlo. Mientras lo veía acercarse, se encomendó a la Diosa Eria.

La violenta embestida de aquel pico, contenida únicamente con su pequeño puñal, lo hizo temblar. Lo único que tenía a su favor era que la flecha impedía que se cerrase completamente, convirtiéndolo en la punta de lanza que solía ser. Agarrando la saeta con la mano izquierda, intentó obligar al animal a torcer la cabeza. Buscaba crear una apertura para subirse en su lomo y luego, iría viendo.

No había manera. Era demasiado fuerte. Además del pico, tenía que guardarse de las constantes patadas que le intentaba lanzar. Aunque las tuviese controladas, no dejaban de ser peligrosas, más con el animal en aquel estado de locura propia de quien intenta sobrevivir.

En un brusco movimiento, sin quererlo, partió la flecha que evitaba que lo picotease hasta la muerte. Estaba totalmente perdido sin el control de la cabeza. El Lagnis chilló, proclamándose victorioso, antes de lanzar un potente picotazo contra su cabeza. Hizo cuanto pudo por apartarse; evadió ser golpeado en puntos vitales, a costa de sacrificar su brazo izquierdo. Apenas lo había herido, pero bastaba para que la baba penetrase en su torrente sanguíneo. Primero sentiría su brazo adormecido, luego dejaría de poder moverlo y más tarde, esa sensación se esparciría por el resto de su cuerpo. Por suerte, esa ponzoña era de avance lento, pero si no se lo trataba en las próximas horas, podría despedirse de su vida como cazador, junto con su brazo izquierdo.

De todos modos ese era el menor de sus problemas. El fuerte golpe lo había lanzado al suelo, dejándolo totalmente vendido. El Lagnis lo tenía entre sus pies. Parecía incluso algo indeciso con la manera de acabarlo. Se estaba regocijando en la victoria. Era un rasgo demasiado humano, como si los dioses se estuviesen riendo de aquellos que se atreviesen a desafiar al más violento de entre los seres que habían creado para habitar la tierra.

Solo tendría una oportunidad de zafarse. Una oportunidad de seguir con vida, y luego huir. No podía quedarse a luchar. No tenía nada que hacer. Su arrogancia lo había cegado una vez más. Esperó el golpe, sin perder de vista al animal. Si moría, sería mirándolo a los ojos, aunque él no lo viese.

Tras un tercer cloqueo, el Lagnis descargó un potente picotazo. Pareció incluso que echaba la cabeza hacia atrás y se alzaba un poco, como queriendo impregnarle más potencia a un golpe ya de por si letal.

Kanna había asido el puñal al revés, como si fuese un picahielos. Solo le quedaba ser más rápido y preciso que su oponente. Un único golpe, tan brutal que lo matase en el acto. Si fallaba, si no acababa con su vida en el momento, aunque el golpe fuera mortal, él también perdería la vida.

A último segundo, cuando ya había lanzado su golpe también, cerró los ojos. Los apretó con fuerza. Era algo que no debía hacer, de sobra lo sabía, pero había sido un acto reflejo. El miedo, cuando la muerte te espera, es tan potente que pierdes el dominio sobre tus propias acciones. Cuando los volvió a abrir, el Lagnis yacía muerto. Entonces se percató de la media tonelada que oprimía su cuerpo. Sentía sus huesos crujir bajo el cuerpo inerte del animal. Tenía que hacer algo para zafarse, si no quería morir allí. Sería irónico que, después de eludir la muerte directa, aquel bicho terminase llevándoselo de una manera indirecta.  

Cual gusanito comenzó a reptar hacia atrás. No podía ayudarse de su brazo izquierdo que había comenzado a adormecerse. El derecho lo tenía aún bajo el cuello del animal. Había fallado el golpe al cerrar lo ojos, calculando mal la trayectoria, por lo que no entendía bien qué era lo que había acabado con su predador.

Entonces, una negra sombra comenzó a moverse sobre ellos, entre las copas de los árboles. Era vertiginosa. Otro predador. Uno que tenía la oportunidad de darse un copioso festín a costa de su imprudencia. Dejó de luchar, no le quedaba nada que hacer, ni siquiera podría agarrar una flecha para envenenarse. ¡ESO ERA! El veneno de basilisco debió ser lo que acabó con la vida del Lagnis. Eso lo hizo reír. Al final, si hubiese sido un poco más paciente, o si hubiese mantenido la batalla por unos minutos más, habría acabado llevándose la presa.

De pronto sintió su cuerpo más liviano. El cuerpo inerte de la presa se había quitado de encima. Eso, más que apaciguarlo lo enervó. Si lo que fuera que lo acechaba había quitado al Lagnis de una manera tan sencilla, él no sería absolutamente ninguna amenaza. Quiso, aún así, luchar hasta su último aliento. Aferró su puñal con firmeza, esperando el momento oportuno para herir al inesperado cazador, pero entonces, pasó algo que lo dejó totalmente descolocado.

Un ronroneo preocupado. Nunca había estado más alegre de escuchar la característica voz de Naga. Aunque sentía todo su cuerpo dolorido, hizo por incorporarse. El gran felino saltó de alegría, lamiéndolo con cariño.

—Sí, Naga, sí —musitó, recuperando el aliento—. Yo también me alegro de verte, amigo. Gracias.

El gran felino lo levantó con cuidado, agarrándolo con su pico de la camisa. Tras un par de lametones más, como queriendo adecentarle las ropas, se quedó satisfecho. Su amo estaba seguro y a salvo.

Kanna cargó el cadáver del Lagnis en Naga y lo montó con dificultad. Quería salir cuanto antes de allí. La hazaña que acababa de llevar a cabo sería narrada en las canciones, pero no merecía la pena. Aún así estaba feliz, su sueño de ser el más grande cazador de todos los tiempos estaba cerca. Dos objetivos nada más. Y no solo eso, ahora tendría nuevas flechas de pico de Lagnis, que le facilitarían la tarea.

Definitivamente, había sido un buen día de caza.

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