domingo, 19 de noviembre de 2023

La Balada de Laredo Bentham


Allá donde aúlla el coyote a la luz de la luna. Allá donde los buitres oscurecen el cielo con su macabro volar. Allá donde el oro germina en los ríos y la sangre riega las tierras. Allá donde la ley no es la ley de los hombres, sino de las bestias salvajes; el más fuerte tomará todo y el débil rezará por un día más. Allá donde los tratos se cierran entorno a una botella de whiskey y el humo de los cigarrillos. Allá donde el valor la tierra es superior al de las vidas de quienes la defienden. Allá donde sobrevivir significa ser habilidoso con los dedos o con la lengua, hubo quien prefirió lo segundo.

—¡ACÉRQUENSE! ¡VAMOS, ACÉRQUENSE! ¡NO SEAN TÍMIDOS! ¡VENGAN A VER LAS MARAVILLAS DEL TÓNICO MILAGROSO DEL DOCTOR BARNATHAS WOODRIGE (y asociados)! ¡VAMOS, VAMOS, VENGAN A VER!

Subido a un cajón, un peculiar hombrecillo hacía gestos para que los habitantes del pequeño pueblo se acercasen. Vestía de manera vistosa, con deslucida elegancia, ropajes de segunda mano. Una levita grisácea, otrora de un azul potente, con algún que otro parche y remiendo, cubría su prominente pancita. Los pantalones, de un tono entre marrón y granate, subidos hasta el ombligo, parecían estar a punto de perder el único botón que les quedaba en la portañuela, amenazando con mostrar sus vergüenzas. En los pies unos botines negros, bien lustrosos, contrastando con el resto de las vestimentas. Y sobre su cabeza, ocultando la incipiente calvicie, un sombrero de copa de un tono similar al de la levita.

—¡VENGA, VAMOS, ACÉRQUENSE! ¡NO VAYAN A PERDERSE NI UN SOLO MINUTO! ¡ES MEJOR QUE LO VEAN SUS OJOS A QUE SE LOS CUENTE UN VECINO!

Destacaba, entre toda esa vestimenta descolorida, una cadena de brillante oro rematada con un sencillo reloj de bolsillo, que no paraba de mirar con disimulo. Pareciera que estaba esperando a algo o a alguien.

—¡ACERQUENSE, ACERQUENSE! ¡VAMOS, NO SEAN TÍMIDOS! ¡VENGAN A VER! ¡VENGAN! ¡NO SE PIERDAN LA EXHIBICIÓN DE LAS FANTÁSTICOS PRODIGIOS QUE EL MARAVILLOSO TÓNICO MILAGROSO DEL DOCTOR BARNATHAS WOODRIGE (y asociados) OS PROVEERÁ! ¡VAMOS, VAMOS, QUE ESTO VA A EMPEZAR EN BREVES!

Poco a poco todos los pueblerinos se congregaron entorno al excéntrico tipo. Al principio solo fueron unos pocos, un puñado de curiosos que no tenían más que hacer. Luego las amas de casa que habían salido a hacer la compra con sus vástagos; pequeños monstruitos que se colaban entre el gentío, para poder ver el espectáculo en primera fila. Por último, los hombres que estaban en el saloon, el sheriff y las mujerzuelas de vida alegre. No había un alma en aquel pueblecito que no estuviese allí presente.

Entonces, el gran reloj del campanario dio las doce campanadas y el charlatán dio por comenzado el show.

—¡Desde el comienzo de los tiempos, el hombre ha tenido un poderoso enemigo! —comenzó, poniéndose sobre las puntas de los pies para parecer más alto—. ¡EL TIEMPO! —Muestra en alto su reloj, para que todos lo vean—. ¡Ya lo decía el antiguo filósofo Sofón de Paleopotamia: El tiempo es como un rio y el hombre es el pez; puede luchar contra la corriente, contra las cascadas y contra los rápidos, pero siempre terminará en el mar! ¿Lo entienden, no? —Hace una breve pausa, esperando que el público asimile lo que acaba de decir. Hay miradas confusas, pero nadie se atreve a rebatirlo, pues si son palabras de un filósofo, quien habría de cuestionarlas—. ¡EL TIEMPO ES FINITO! ¡El tiempo es caprichoso! ¡Podemos hacer lo que sea para luchar contra él! ¡PERO SIEMPRE GANA! ¡SIEMPRE! ¡El tiempo hace lo que quiere con nosotros! ¡Aja el cuerpo! ¡Cuartea la piel! ¡Entumece los músculos! ¡Hace que los huesos sean frágiles como el cristal! ¡Embrutece la psique! ¡Emborrona la vista! ¡Traba la lengua! ¡DA TANTO MIEDO, QUE HACE TEMBLAR LAS MANOS! —imita el gesto, actuando un exagerado tembleque que no tenía antes—. ¡El tiempo te roba la belleza de juventud! —Dirigiéndose a las damas—, ¡Te arruga el cutis perfecto! ¡Te afloja las carnes! ¡Y…! —se lleva las manos al pecho, como si se estuviese sobando dos voluptuosos y turgentes senos. Hay cierta lascivia en su rostro por solo imaginárselos—¡Dos colgajos! —Acompaña sus palabras con un gesto, sus manos caen hasta casi el ombligo. Hace una pausa, deleitándose con las carcajadas socarronas de los varones. Se miraban entre ellos, dándose codazos cómplices, señalando sin mucho disimulo a ciertas señoras—. ¡Y el vigor! ¡El vigor de un cuerpo joven! ¡Ese vigor salvaje como un potro desbocado! —Cierra su mano en un puño y, con un gesto rápido y brusco, lo levanta desde la cadera hasta el pecho—. ¡ESE VIGOR también te lo roba! —Deja caer el brazo, balanceándolo ligeramente, provocando a su ver la risa femenina. Fue más comedida que la de los hombres, tímida y puritana, pero con el mismo intercambio de miradas y señalamientos, aunque con sutil discreción—. Pero eso se acaba hoy, ¡ADIÓS A LA TIRANÍA DEL TIEMPO! ¡Adiós a todos esos achaques de la edad! ¡Adiós a los impedimentos de la vejez! ¡Adiós al temblor! ¡Adiós al emborronamiento! ¡Solo con un sorbito de esto!

De un saltito baja del cajón y se dirige hacia la parte trasera del carro. Tarda unos minutos antes de volver a subirse a su improvisado atril con un pequeño frasquito. Lo muestra ante todos, sosteniéndolo lo suficientemente alto para que todos lo vean. Es una botellita de un cristal verdoso, casi opaco, con una etiqueta que ocupa la gran mayoría. Tónico Milagroso del Dr.Woodrige & Co. puede leerse con una tipografía un tanto pomposa.

—¡UN ÚNICO SORBITO Y SU CUERPO REJUVENECERÁ DIEZ AÑOS! ¡SI SE LE APLICA POR EL CUERPO, como una loción —mientras se frota un brazo, simulando que le lo aplica—, SU PIEL RECUPERARÁ LA TERSIDAD DE SUS AÑOS DE JUVENTUD! ¡LAVÁNDOSE LA CABELLERA CON ÉL, SU MELENA QUEDARÁ LUSTROSA COMO LA DE UN LEÓN Y LIBRE DE PIOJOS! ¡Y, SI LO INFUSIONAN Y LO TOMAN COMO UN TÉ, RECUPERARÁN ESE… vigor de juventud! Además, sirve para combatir el lumbago, la reuma, la gota, los abscesos de viruela, el resfriado común…

—¡JA! —interrumpió un hombre grandote, colocándose frente a él—. ¡Y un cuerno! ¡No es más que otro charlatán queriendo vendernos un meado de burra!

La multitud comenzó a alborotarse. Había quien defendía a aquel hombre, que solo quería hacer el bien, y quienes lo atacaban, diciendo que tenía aviesas intenciones y solo le interesaba llenarse los bolsillos de dólares.

—¡Amigos! ¡Amigos! —intentaba retomar la atención el vendedor—. ¡AMIGOS! Se que muchos son reticentes a estos avances de la ciencia, que los tildan de engañifas y a nosotros, humildes comerciantes que se desviven por ayudar al prójimo, nos llaman mercachifles, estafadores o, vilmente, ladrones… —bajó de nuevo, para encarar a aquel hombre—, pero como sé que con meras palabras no podré convenceros a todos de las maravillas de este tónico, atengámonos a los hechos.

El hombre, grandote y malencarado, se achantó ligeramente al verse retado por aquel hombrecillo. Agachando la cabeza, como un niño al que le acaban de regañar, se mezcló entre el gentío. El charlatán, con el pecho henchido de orgullo, continuó con su diatriba.

—Está bien, está bien, si prefieren una demostración para que no quede duda alguna de los beneficios del tónico del Doctor Woodrige, vengan conmigo y comprobémoslo. —Dio media vuelta, encabezando la comitiva. Ni dos pasos habían avanzado cuando los detuvo—. ¡Tú! ¡Tú, niño! ¡Ven!

—Yo señor —dijo un muchachito, de unos doce años.

—Sí, muchacho, ven, acercate. ¿Cómo te llamas?

—Jacob, señor.

—Muy bien, Jacob —le pasó la mano por la cabeza—. Tu pareces un chico fuerte, ¿ayudarías a este vejestorio?

El muchacho, ruborizado, asintió enérgicamente.

—Bien, bien, pues agarra una de esas cajas —señaló la parte trasera del carro—. ¡Ten mucho cuidado con ellas, eh!

Jacob volvió a asentir enérgicamente. Titubeó un momento, pero ante el gesto del hombre, metiéndole prisa, terminó por agarrar una caja de madera con ocho botellitas colocadas entre y sobre paja para que no se golpeasen. Bien vistas al niño se le hicieron familiares pues eras muy parecidas a las que bebía su padre constantemente. Acercó ligeramente la nariz, queriendo asegurarse, pero el charlatán lo agarró del hombro.

—Mucho cuidado, no las agites o se romperán.

Tragó saliva, algo acongojado, pero siguió a aquel hombre de cerca. Su curiosidad no había hecho más que acrecentarse con aquellas palabras, aunque no quería disgustar al mismísimo Doctor Woodrige.

Lo que al principio era cerca de un centenar de curiosos, se había quedado en apenas poco más de una veintena. Escuchar el teatrillo siempre era agradable para todos, un pasatiempo más, pero ya, seguirlo para una actuada demostración en la que el charlatán tenía las de ganar, eso ya era harina de otro costal. Así que el tumulto se fue disgregando, volviendo cada quien a sus quehaceres.

La comitiva llegó a las afueras, cerca del Rancho Jenkins. Justo sobre la cerca que limitaba las tierras de la familia Jenkins, colocadas con sumo cuidado había unas latas de conservas. Algo más allá, un espantapájaros con una gran diana pintada en el pecho y en la cara parecia sostener dos latas más con sus manos de paja.

—¡LO TENÍAS PREPARADO! —le espetó el hombre que lo había interrumpido antes—. Esto es una engañifa, ¿no lo veis?

—Ah, mi buen amigo —respondió en avejentado vendedor—, como decía el pensador italiano Parmesano di Riggioni: un hombre precavido vale por dos.

—Hijo mío —interrumpió el párroco— ¿no son esas palabras sacadas de las sagradas escrituras?

—Era teólogo Parmesano di Riggioni, páter —solventó el vendedor, notando el sudor frio bajo la chistera—. Sin duda, al estudiar el libro santo, era buen conocedor de sus citas.

El párroco asintió satisfecho con la respuesta. Tampoco es que quisiera interrumpir más el espectáculo, pues, a parte de un hombre muy estudioso, también era curioso y todos aquellos espectáculos le divertían y distraían de su tediosa tarea de redimir las pías almas pecadoras de la señora White y la señora Bridges.

—¿Por donde íbamos? —chasqueó la lengua—. ¡Ah, sí! ¡La demostración! Jacob, muchacho, deja la caja por aquí. Vamos.

Mientras el muchacho obedecía, la multitud volvió a congregarse entorno al charlatán. Estaban expectantes de lo que iba a suceder aunque suponían, viendo los objetivos, lo que tenía preparado aquel hombre.

—Bien, ¿hay algún pistolero entre los presentes? Uno que se jacte de su habilidad, a poder ser. ¡USTED! —señaló al hombre que no paraba de incordiarlo—. ¿Sabe disparar o no es más que otro charlatán?

El hombre sacó su revolver como su un resorte hubiese sido accionado en su cuerpo, obligándolo a hacer precisamente eso, desenfundar. El cañón fue apuntado a la frente del charlatán de una manera tan inconsciente que el propio hombre se sorprendió de lo que estaba haciendo, pero no el vendedor, él mantenía su rostro afable, como si se estuviese divirtiendo con todo aquello.

—A mi no, vaquero —dijo, apartando el arma de su rostro—, a las latas.

Las miró por un momento, queriendo calcular la distancia. Dio un par de pasos hacia atrás sin apartar la mirada de los metálicos cilindros. Con el talón de su pierna izquierda dibujó una línea lo más recta que pudo en la reseca y polvorienta tierra.

—Desde aquí, a unos veinte metros. Demuéstrenos que es capaz de hacer.

El hombre se colocó en la marca, respiró profundamente y descargó el tambor de su revolver. Las latas salieron volando en una explosión de conservas y astillas. Con una mirada triunfal, miró al vendedor pero no encontró el rostro que esperaba.

—No está mal. Nada mal —decía casi en un susurro, rascándose el mentón—. Pruebe ahora al espantapájaros, a ver si es capaz de darle desde aquí.

Obedeciendo la nueva orden, el pistolero volvió a disparar su arma hasta quedar sin una sola bala. De nuevo había impactado en el blanco, tirando las latas junto a unos puñados de paja. Volvió a mirar al vendedor con soberbia, esperando que ahora sí estuviese preocupado por la hazaña que había llevado a cabo, pero nada que ver.

—Jacob, muchacho, vuelve a colocar las latas, si no es mucha molestia—. Mientras el crio llevaba a cabo la tarea encomendada, el charlatán hombre tomó una de las botellitas—. ¡EXCELENTE! —bramó, llamando la atención de todo el mundo—. Como han podido comprobar, esa es la habilidad de un pistolero, un hombre en la flor de su vida, con sus capacidades y habilidades en su punto álgido. ¡CON ESTE TÓNICO —lo alzó para que todos lo vieran— USTEDES TAMBIÉN MANTENDRÁN SUS CAPACIDADES Y HABILIDADES EN SU PUNTO ÁLGIDO! ¡LA EDAD YA NO SERÁ MÁS QUE UN NÚMERO, PUES SU CUERPO SE MANTENDRÁ JOVEN Y LOZANO HASTA QUE LA PARCA RECLAME VUESTROS HUESOS!

El público, eufórico por el momento, restalló en vítores. El vendedor, aun dándose su ansiado baño de masas, los hizo callar.

—Esperen, amigos, esperen, que aún no han visto nada de nada —. Comprobó que Jacob había colocado las latas por el rabillo del ojo, mientras seleccionaba al más cascado y decrepito de entre los asistentes—. ¡USTED! —Lo señaló con el dedo según lo encontró—. ¡USTED!

—¿Yo? —respondió el anciano.

—¡Sí, usted! Venga, acérquese.

El anciano accedió. Se movía muy lentamente, arrastrando los pies por el suelo, como si le costase mover su propio cuerpo. La gente se abrió, haciéndole un pasillo para facilitarle la tarea, pero aún con eso, tardó unos preciados minutos en ponerse a la altura del vendedor.

—¿Cuál es su nombre, mi buen señor?

—Clancy Jenkins—respondió el hombre, confuso, pues creyó habérselo dicho cuando había conversado el día anterior, cuando aquel hombrecillo fue a pedirle permiso para usar su rancho para la demostración.

—Muy bien, señor Jenkins —Descorchó la botella—. Tome, pruebe esto… ¡ESPERE! Antes, dispare a las latas de la valla, por favor—. Se volvió hacia el otro hombre—. Por favor, ¿me permite su revolver, señor…?

—Jenkins —respondió de mala gana, cediéndole él arma—. Winston Jenkins. Ese hombre es mi padre.

—¡Que hermosa casualidad! Padre e hijo batiéndose en un duelo, como en esas tragedias griegas.

El viejo Jenkins agarró el revolver con firmeza, con ambas manos. De haberlo agarrado con una sola, el temblor habría hecho que fuera imposible dispararlo. Cerrando un ojo, intentando así enfocar aunque fuera una lata y sacando la lengua, como si eso fuese a darle estabilidad, disparó tantas balas como pudo. Incluso más. Si el vendedor no le hubiese bajado el cañón, el seguiría disparando, pues no escuchaba el sonido del martillo golpeando la nada.

—Está bien, está bien. Jacob, podrías colocar las latas de nuevo.

—Doctor Woodrige, no ha tirado ninguna.

—¿Eh? —la cara del hombre era de desconcierto, como si no se esperase que se dirigiesen a él por ese nombre—. ¡Ah, sí, sí! Claro, el doctor Woodrige, ese soy yo, Barnathas Woodrige, sí. Bueno, pues, si no ha tirado ninguna lata, pues no las pongas—. Se aclaró la garganta—. ¡Y AHORA QUE HEMOS COMPROBADO LAS HABILIDADES DEL SEÑOR JENKINS, ES EL MOMENTO DE QUE PRUEBE EL TÓNICO! —Le acercó la botella—. ¡VEAMOS DE LO QUE ES CAPAZ AHORA!

El anciano volvió a adoptar la misma pose que antes. El doctor Woodrige alzó una mano, indicándole que podía empezar a disparar. Cuatro tiros certeros acabaron con las latas de la valla. Entonces, el vendedor le señaló el espantapájaros y Jenkins, con las dos balas que le quedaban, tumbó las otras dos latas.

Todo el mundo se quedó enmudecido, incluso Winston Jenkins, que no era capaz de asimilar lo que acababa de hacer su anciano padre. Corrió a comprobar que no hubiera trampa alguna, ni en la valla ni en el espantapájaros, pero de sobra sabía que no. Asombrado quedó al ver que los disparos habían sido muchisimo más precisos que los suyos propios, pues había ido a comprobar sus blancos despues de disparar y las balas habían impactado muy cerca de la base, por eso también había astillas y paja, pero las de su padre estaban en el centro exacto de cada lata. Eran disparos limpios.

—Impresionante —murmuró, volviendo al lado de su padre.

—¡BIEN, BIEN! ¡Con esto sé que muchos de vosotros no tendréis ningun tipo de duda, pero, por si aún sois reticentes a ver las virtudes de este tónico, aún viendo lo que es capaz de hacer un solo hombre con un sorbito, hagámoslo más dificil.

Y sin decir una palabra más, alzó la mano para señalar la veleta que había sobre la gran casa que se veía en la distancia. Era la típica veleta que emulaba la silueta de un gallo, con los cuatro puntos cardinales bajo sus pies.

—¡Pero eso son más de trescientos pies! —exclamó el joven Jenkins—. Es muy dificil.

—Por eso primero irás tú —sentenció el vendedor, devolviéndole el revolver.

El hombre respiró profundamente un par de veces. Estaba intentando abstraerse de cualquier estimulo del mundo, como cuando iba de caza. Mantener su mente totalmente en blanco no le resultaba excesivamente dificil, no era uno de esos tipos que se pasasen el día pensando y dándole vueltas a las cosas, aún así, no lograba concentrarse del todo. Sentía la presión de decenas de ojos sobre su nuca. Tras unos segundos, que se le hicieron horas, apretó el gatillo.

La bala salió muy desviada, impactando en las tejas de la casa. La muchedumbre contuvo un grito, pues nadie esperaba que fuese capaz siquiera de darle al tejado. El joven Jenkins le cedió el arma a su padre. Un buchito antes de prepararse. Mismo ritual, mismas poses y… ¡Clic! Con un fogonazo salió el perdigón, certero hacia su objetivo.

—Impresionante. Realmente impresionante—. Repetía el vendedor, mirando por un catalejo que se habia sacado de la chaqueta—. Justo en el pico.

Efectivamente, la veleta había recibido el balazo y ahora giraba lentamente en círculos. Ni un segundo tardaron en agotar las existencias que allí tenía, casi obligándolo a ir a por más.

De nuevo, encabezados por el vendedor, la muchedumbre volvió al pueblo. La voz se corrió rápido y ya había gente esperando junto al carro para cuando llegaron. El doctor no se hizo esperar, sacando más y más botellas de tónico milagroso. Aunque se consideraba un tipo previsor, estuvo a punto de quedarse sin existencias.

—¡MIRAD, MIRAD! —se escuchó entonces al viejo Jenkins, que se había hecho con un revolver—. ¡UN TRAGUITO Y LE DOY A LA CAMPANA DE LA IGLESIA!

—¡POR AMOR DE DIOS, DETÉNGASE! —le espetó el párroco, para persignarse acto seguido por usar el nombre de dios en vano.

Pero Jenkins no hizo caso, se dio un gran buche a la botella y, casi sin pensarlo disparó contra la campana. No se escuchó nada después del fogonazo, ni siquiera se movió un milímetro la campana. Entonces, el anciano bebió más y volvió a disparar. Pero tampoco obtuvo el resultado esperado. Un tercer trago, más largo, hasta acabarse hasta la última gota. Tres disparos más, cada vez más y más cerca, pero nada. Ni un sonidito. Ni un tímido balanceo.

—No funciona —gimoteó—. No funciona. Turnbull, prueba tú, a ver.

Turnbull era otro anciano del pueblo. Cogió el revolver de Jenkins, le dio un sorbo a su propia botella y disparó. Nada, ni de cerca. Un sorbo más largo y más disparos. Pero no hubo los resultados esperados. Después de Turnbull lo intentó Hawkins, y luego Breno. Y Brown. Y French. Y Larios. Y ninguno acertó ni una sola bala.

—¡Es una engañifa! —proclamó Jenkins.

—¡Sacacuartos! —añadió Brown.

—¡A por el mercachifle! —bramó French, alzando su puño.

El doctor, ajeno a las infructuosas pruebas del grupo de ancianos, contaba sus pingües ganancias en la parte trasera de su carromato. No fue hasta que lo tenía practicamente rodeado y el sonido de los disparos le impedía concentrarse que se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Sibilinamente intentó agarrar las riendas por el pequeño ventanuco que daba a la silla del conductor, pero ni bien vieron la mano salir, lo golpearon.

A la muchedumbre se habían sumado varios de los hombres de la taberna que se habían sentido engañados. Sacaron al charlatán como si se tratase de una muñeca de trapo. No opuso resistencia, ni siquiera hubiera podido. Entre los hombres más rudos, entre los que se encontraba el joven Jenkins, lo llevaron hacia el cadalso que había tras la oficina del sheriff.

—¡Colguémoslo! —escuchó decir a alguien.

—Sí, un mercachifle menos.

Lo obligaron a subir las escaleras, paso a paso, con un revolver apuntando hacía su nuca. Por el rabillo del ojo vio como el sheriff hacía la vista gorda, pues él también había caído en el engaño del tónico. Se encomendó a un dios en el que no creía cuando sintió el áspero abrazo de la soga en su gaznate. Jenkins había tomado el papel de verdugo.

—Al final si que va a ser solo un charlatán, doctor.

Tiró de la palanca que abría la trampilla tan pronto como pronunció aquellas palabras. No le dio tiempo a decir las suyas, solo a cerrar los ojos y a apretar los dientes. No fue tan malo como esperaba. Sus pies se quedaron suspendidos en el aire un segundo, mientras su cuerpo oscilaba. Y, de pronto, cayó. Cayó al suelo, haciéndose un daño terrible en el trasero. La muchedumbre estaba tan sorprendida como él, que no tardó en arrastrarse por debajo de la estructura para ponerse a salvo.

Jenkins, visiblemente furioso, comenzó a dispararle, pero una bala impactó en el revolver, lanzándolo por los aires. Fue entonces cuando todos se percataron que, tras la muchedumbre se encontraba un hombre montado en un caballo de pelaje cobrizo. En su mano sostenía un humeante revolver. Su traje oscuro y bien arreglado contrastaba con la barba de tres días. El joven Jenkins lo miró con una mezcla de rabia y miedo.

—¿Quién es usted? —intervino el sheriff, por primera vez.

—Jefferson Hope. Agente Jefferson Hope, de la Pinkerton. Vengo siguiendo a ese hombre —señaló al charlatán— desde Oregón. Es Laredo Bentham, un afamado timador.

—Bueno, señor Hope —continuó el sheriff—, de ser eso cierto, habrá de algún modo de demostrarlo.

Sin mediar palabra, el agente sacó de las alforjas de su caballo uno puñado de papeles que le entregó al sheriff. Uno de ellos era la orden de búsqueda, otro un listado de zonas por las que tendía a moverse, una breve descripción del sujeto y un último en el que instaba a las fuerzas del orden a colaborar con dicho agente y a no entorpecer su trabajo.

—Esta bien —cedió el hombre—. Muchachos, agarradlo. Aunque se lo vaya a llevar, no se opondrá a que los muchachos le dejen un recordatorio de nuestro pueblo, ¿no?

Laredo Bentham hizo una mueca de terror cuando una docena de manos lo agarraron de cada parte del cuerpo que pudieron. Lo lanzaron nuevamente al suelo, en mitad de un corro de gente dispuesta a sacarle los dientes uno a uno.

—¡Alto! —habló el agente—. Que nadie le toque un pelo. Limitaos a atarlo y ya.

Entre refunfuños los hombres obedecieron. Aprovecharon, eso sí, para atar las cuerdas con tanta fuerza que, cuando Hope lo subió al caballo, sus manos estaban tornándose de un tono azulado.

—Antes de partir, ¿Dónde está el carro de este hombre? —preguntó, descabalgando.

—Allí —señaló una de las pocas señoras que se habían sumado al linchamiento—. Cerca de la casa de postas.

—Gracias —agradeció, inclinándole el sombrero.

Ante la mirada de todos, Hope caminó hasta el carro seguido de su caballo. El gentío lo siguió, expectante de lo que fuera a hacer. Sin hacerles caso ocupó el asiento del piloto, tomó las riendas y lo empezó a conducir. Fue entonces cuando el sheriff lo interceptó.

—Agente Hope, espere, ¿Qué hay de nuestro dinero? El dinero que esa vil rata nos ha robado.

—Lo lamento sheriff, pero ese dinero es la prueba de un delito, así que debo llevármelo conmigo hasta que las autoridades pertinentes hayan dictado sentencia.

—No es justo —gruñó Jenkins—. Ese dinero es nuestro.

—Lo lamento, hijo —respondió el agente, sin demasiada empatía—. Sirva de lección para la próxima, no hay que fiarse de los charlatanes.

Y con estas palabras, el agente marchó del pueblo, seguido de su caballo con el fugitivo Laredo Bentham. En el pueblo se estableció una ley del silencio por la cual nadie hablaría nunca de aquel incidente y todos harían como si nunca hubiese sucedido. Era muy humillante sentirse engañados por un mercachifle, pero que encima no hubiesen tenido la posibilidad de escarmentarlo era lo que más les dolía. Incluso llegaron a quemar todos los periódicos que les llegaron durante el siguiente mes, por si les llegaba la noticia de que el tal Laredo Bentham había logrado salir indemne de su delito.

—¿En serio, Jefferson Hope? Me da que alguien ha estado leyendo esos relatos de detectives otra vez.

—¿Qué? —se encogió de hombros—. No es un mal nombre. Además, no deberías quejarte, pues ha sido Jefferson Hope el que te ha salvado a ti y a tu dinero.

—Sí, muchacho, tienes razón, me disculpo —le inclinó la chistera, desde el asiento del conductor—. ¿Sabes? Esta vez pensé que no llegabas.

—Que poco confías en Cordova, Laredo —acarició el cuello de su corcel, que le respondió con un relincho—. El la yegua más rápida que hay a este lado del rio Bravo.

—Y tú el mejor pistolero, Billy Kodak, y tú el mejor pistolero. Mira que acertarle justo al pico de la veleta desde donde estabas.

—Si te soy sincero —agachó un poco la cara, ocultando su expresión de vergüenza con el ala del sombrero—, estaba apuntando al cuello.

Laredo Bentham estalló en una carcajada tan sincera que se la contagió a su compañero de fatigas. Lo conocía desde que era un mocoso y aun así seguía sorprendiéndolo día a día. No solo por su habilidad con el revolver, sino por su capacidad para salvarle el culo con planes que solo a él se le ocurrirían.

—Muy convincentes los papeles, por cierto, ¿de donde los sacaste? Pareciera que la propia Pinkerton le había puesto precio a mi cabeza.

—No te extrañe, Laredo, con los líos en los que te metes, deberías ir poniéndote guapo para cuando tu foto adorne las paredes de todas las oficinas de sheriff, desde aquí hasta Oregón—. Le guiñó un ojo, cómplice—. En cuanto a los papeles, ¿recuerdas a Sally, la chica de Saint Germain?

—¿LA OFICINISTA? —exclamó con una sonrisilla pícara—. Eres todo un don juan, William.

El hombre rio, encogiéndose de hombros.

—¿Sabes? Me voy a dar el lujo de tomarme unas largas vacaciones por una larga temporada. Esto de estar en mitad de los focos me empieza a desgastar, y uno ya no es tan joven como antaño.

—Prueba un poco del tónico milagroso del doctor Woodrige, igual te ayuda —se burló Kodak.

—Eres un idiota redomado —respondió Bentham, carcajeándose—.Por cierto, muchacho, ¿A dónde irás ahora?

—A Greenville —su rostro se ensombreció al pronunciar aquel nombre—. Tengo un asunto que resolver allí.

No volvieron a cruzar palabra hasta llegar a una bifurcación del camino, donde se despidieron. Laredo estaba preocupado por su amigo, pero sabía que tarde o temprano llegaría el día en el que cabalgase hacia Greenville. En ese pueblo de mala muerte le esperaba su destino y la redención que tanto esperaba. Y, viéndolo galopar hacia el sol de poniente, alzó su plegaria al cielo.

—Ojalá los hados estén de tu lado, muchacho. Ojalá volvamos a encontrarnos y me relates todas tus hazañas. Hasta entonces, galopa sin miedo, hijo, que yo me haré cargo de que el mundo entero conozca la leyenda del legendario pistolero, Billy Kodak.

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