Notaba una suave y cálida caricia en la cara, acompañada de una dulce voz de mujer. Estaba cómodo, se sentía protegido bajo la cariñosa voz de su madre. «Vamos, hijo, tienes que despertar» le repetía, una y otra vez, pero él solo quería quedarse ahí y descansar.
Sintió un tirón en el brazo, y más voces a su alrededor. Aún tenía ganas de estar acurrucado al calor de aquel lugar, que no sabía muy bien cual era. Volvió a escuchar la voz femenina y se hundió contra el lecho, pero la voz volvió a insistirle en que se despertase.
Abrió lentamente los ojos, no tenía muy claro donde estaba y no recordaba muy bien lo que había hecho el día anterior. Una luz blanca le molesto en la retina, «definitivamente he muerto» pensó, mientras abría lentamente los ojos.
Despertó desorientado, en una habitación muy blanca. Comprobó que estaba en una cama sencilla, y le sorprendió que las sábanas fuesen verdes y oliesen a medicina. Lentamente fue recuperando el resto de los sentidos. Cuando el odio empezó a trasmitirle señales a su cerebro de nuevo, escucho un leve pitido. Intento girar la cabeza, pero le dolía el cuello «¿Cuánto tiempo he dormido?, ¿Dónde estoy?» pensaba, mientras intentaba recordar.
Sintió una fuerte punzada en la cabeza al intentar bucear en sus memorias. Le entró el nerviosismo e intento levantarse, pero no tenía fuerzas suficientes para mover su cuerpo. Se miró de arriba abajo. Encontró una vía clavada en el antebrazo y, siguiendo el tubito, descubrió todas las maquinas a las que estaba enchufado.
Se asustó. No recordaba cómo había llegado allí, pero debía ser grave. Intentó levantarse de nuevo, pero seguía sin poder moverse. Notaba los músculos abotagados y palpitantes, como si llevase mucho tiempo inmóvil. Tampoco sentía olor alguno y, al intentar hablar, no fue capaz de articular ningún sonido porque tenía la boca seca y pastosa, como si se hubiera levantado de una poderosa resaca.
Intentó moverse de nuevo, aunque fue en vano. Se dio cuenta de que tenía el brazo entero completamente vendado. Supuso que las vendas le seguían por su hombro y abdomen, porque había empezado a notar un hormigueo extraño por esa zona.
Empezó a hiperventilar, como cada vez que no podía controlar la situación. Hizo otro intento vacuo de levantarse. Su cuerpo no respondía. Intentó entonces incorporarse, pero tampoco lo logró. Sentía que una mano invisible le frenaba el pecho cada vez que se intentaba levantar.
Escuchó unos pasos recorriendo un pasillo. Presa de un pánico inconsciente hizo otro intento, pero tampoco funcionó. Los pasos cada vez estaban más cerca y él seguía inmóvil. Indefenso. Intentó pensar en que podría estar pasando, reconstruir los hechos hasta ese punto, pero solo consiguió que le doliese la cabeza aún más.
Los goznes de la puerta rechinaron un poco, entrando una mujer vestida de blanco, con una chaquetilla azul a la habitación. Era una enfermera. Portaba entre sus manos llevaba una tablilla con el informe del paciente, que se le cayó al ver que estaba despierto.
—¿Está despierto? —le preguntó, queriendo hacer un diagnóstico del estado del paciente.
—¿Sí? —respondió él, tímidamente—. ¿Me puede decir dónde estoy?
—En el hospital —resolvió la enfermera, analizando cada gesto que tenía el hombre—. Sufrió un accidente hace unos meses…
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Qué hospital es este? ¿Dónde estoy? —Un millar de preguntas brotaron de la boca del chico.
—Tranquilícese, por favor. Lleva mucho tiempo en coma, es normal que esté desorientado.
Se llevó las manos a la cara, hacia un rato que no le importaba lo que dijese la enfermera. Intentó recordar lo que sucedió en el supuesto accidente que le había dicho, pero su mente bloqueaba ese recuerdo. De hecho, bloqueaba todos sus recuerdos.
—Bueno, ya que está despierto, no le importara contestarme unas preguntas—. La enfermera no tenía tacto ninguno, simplemente quería quitarse trabajo.
—…
—Bueno, como quien calla otorga, empecemos. ¿Nombre?
Frunció el ceño, intentando hacer más fuerza para pensar, pero nada. De nuevo la jaqueca, esta vez acompañada de arcada. La enfermera tuvo que acercarle una palangana para que vomitase.
—Tranquilo, vale, no te esfuerces mucho —lo intentó tranquilizar—. Solo piensa un poco, ¿Cómo te llamas?
—No…No lo sé—. Tartamudeó, dándose cuenta de que no recordaba absolutamente nada.
La sensación de vacío se apoderó de su cuerpo. No era más que un envoltorio de carne en un mundo lleno de sentimientos y sentimentalismos. Había perdido todos sus recuerdos, su cerebro se había vaciado completamente, y eso lo hacía sentirse mal.
—Pues bien vamos, porque llegaste aquí sin identificación, y casi desnudo.
—Tengo que salir de aquí—. La ansiedad iba in crescendo. Ya no estaba pensando con claridad, solo soltaba pensamientos en voz alta—. Debo salir de aquí.
—Tranquilízate, por favor.
No podía tranquilizarse, tenía que salir de ahí cuanto antes y descubrir quién era y que le había pasado antes. La ansiedad crecía. No podía respirar. Las paredes se le estaban haciendo más pequeñas, cada vez le costaba más coger aire. Sacó fuerzas de todo su cuerpo logrando incorporarse. Solo pensaba en salir de allí, así que no le importo arrancarse la vía.
—¡Eh! ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Tranquilizate, ¿vale?! ¡No puedes irte!—. La enfermera se interpuso entre él y la puerta—. ¡Aun no te hemos dado el alta! ¡Ni siquiera sabemos si tienes secuelas!
—¡Apártate, bruja! —susurró, mientras la hacía a un lado.
Ella, para impedir que él se fuese, le agarró del antebrazo vendado, causándole un grave dolor. En lugar de doblarse por la mitad, y contrario a lo que la enfermera pensaba que sucedería, se revolvió como un jabato y, sin pensárselo dos veces, le soltó un puñetazo en la cara. No sabía por qué lo había hecho, pero había resultado.
La enfermera cayó de espaldas, inconsciente, al suelo. El muchacho, comprobó si aún respiraba la subió a la cama y la ató con la sabana a la cabecera metálica. Luego le quitó la chaquetilla azul y se la puso. Estaba ridículo pues, en su cuerpo, más que una chaqueta parecía un chaleco. Recogió su pantalón vaquero del único sillón, se lo puso y se remetió el camisón blanco, para que no lo descubrieran.
Salió al pasillo, tambaleándose. Le vino otra nausea, pero la contuvo a tiempo. Todo le daba vueltas. Se apoyó en la pared para tomar aliento y le vino una tercera. Un celador que pasaba por allí, empujando una camilla vacía, se preocupó por él, pero enseguida hizo una broma para calmar la situación. El celador, no dándole mayor importancia, siguió con su camino, canturreando una canción.
Tardó unos minutos en continuar el camino. La cancioncita se le había quedado en el cerebro, posiblemente era lo único que tenía en ese momento ahí. Hizo lo posible por mantener la compostura mientras recorría los laberínticos pasillos. Tenía que salir de allí rápido y comenzar a buscar cosas que le ayudasen a recuperar su memoria. Nunca le habían gustado los hospitales, y aunque sabía que allí podrían ayudarlo, no quería quedarse allí.
Evitó el ascensor principal, deambulando por la planta que estaba durante un rato, hasta que encontró un plano de esta. Giró un pasillo hacia la derecha, siguió recto un poco, giró otra vez a la derecha y una última vez hacia la izquierda, recorrió otro pequeño pasillo y llego a su objetivo: la escalera de incendios.
Bajó la metálica escalera, intentando hacer el menor ruido posible, pero resultaba imposible. La vieja estructura crujía a cada paso que daba, cada vez que llegaba a un rellano, parecía que sobre ella estaba corriendo un equipo de fútbol. La barandilla se iba descascarillando bajo el roce de su mano, tiznándola de un azul oxidado.
Llegó al final de la escalera, pero había un problema, el último tramo estaba cerrado con un candado. No había manera de salir de allí, así que volvió a subir hasta el último rellano. Había más de dos metros de caída, pero no dudo en saltar la barandilla y aterrizar contra el frio asfalto. Noto como los músculos se le contraían haciendo que todo el cuerpo se le estremeciera por el dolor.
Aun no estaba curado del todo, aun no le respondía todo el cuerpo como a él le hubiese gustado. Fue hacia la entrada, con la mirada fija en el suelo y las manos en los bolsillos. Canturreó la cancioncita del celador queriendo disimular. Junto a la salida de las ambulancias, había un par de enfermeros fumando que lo saludaron, pero no les hizo caso.
—¿Qué mosca le habrá picado? —comentó uno, lo suficientemente alto como para que lo escuchase.
—Yo qué sé, déjalo, ¿no ves que es nuevo? —respondió el otro, en tono burlón—. Ya se enterará de que aquí hay que respetar a los veteranos.
Se quería girar para decirles cuatro cosas a aquellos dos imbéciles, pero no merecía la pena. Salió temblando por la puerta principal, en parte por el frio que hacía a pesar de estar en primavera.
El hospital estaba un poco apartado del resto del mundo, por lo que apenas pasaban coches por allí. Salir de lo que él consideraba una “cárcel blanca” le hizo tranquilizarse un poco. La ansiedad fue disminuyendo y eso era buena señal. Intentó volver a recordar cosas sobre él, pero le resultó imposible recordar lo más mínimo.
Veía los coches pasar muy de vez en cuando, aunque ninguno parecía verlo a él. El estómago le rugió, si era verdad que llevaba tiempo en coma, haría mucho desde la última vez que su boca probase bocado. De repente, escuchó un frenazo a sus espaldas que lo hizo saltar instintivamente.
—¿Ey, necesitas ayuda? —gritó una voz femenina—. ¿Te encuentras bien?
Se dio la vuelta para ver quién era la que le estaba hablando. Se encontró de frente con una chica joven, de unos veintipocos años. Llevaba un pantalón de montañero y un chaleco rojo sobre una camiseta de manga larga de color negro. Llevaba el pelo alborotado, lleno de rastas y trenzas, recogidas en una caótica coleta.
—No, no, gracias —respondió él, tambaleándose.
—Vamos, mírate, estas hecho un asco —señaló ella, saliendo del coche—. Va, que te llevo al hospital…
Se quedó mirándolo durante un rato, inspeccionándolo en silencio. Sabía que había algo que no le cuadraba, pero no terminaba de verlo. De pronto, como si un rayo le iluminase el cielo, lo vio; el chico llevaba el uniforme del hospital, ¡pero en la placa había un nombre de mujer!
—¿¡Te has escapado de allí!? —chilló, a pleno pulmón—. Vamos, sube, tengo que llevarte de nuevo… podría ser peligroso para tu salud deambular por ahí tu solo.
—No me encuentro tan mal —refunfuñó él—. Además, no necesito tu ayuda.
—Me niego a dejarte aquí, si no subes, llamaré al 112 y vendrá la ambulancia a por ti.
—Mujer, ya te he dicho que no me encuentro mal, y que no necesito tu ayuda—.Ya había empezado a molestarlo—. No te pedí que pararas, has sido tú la que lo ha hecho, así que no te indignes si no acepto tu ayuda.
La chica se enfadó, se le notaba en la cara. Ella, que se había bajado con toda su buena intención, no merecía ese trato. Se subió al coche de mala gana, cerrando la puerta de un violento portazo. No había avanzado ni dos metros, cuando vio por el retrovisor al chico haciéndole gestos. Paró, esperándolo para que se acercase.
—Oye, que me lo he pensado mejor y que sí que necesito un poco de ayuda —estaba avergonzado—. Si no te importa…
Ella lo miró en silencio, degustando la cara de sufrimiento de él. Aquella situación alimentaba su orgullo herido. Al final, después de tenerlo dos minutos apoyado en la puerta del coche, le dejó pasar. El interior del coche olía un poco fuerte, como a marihuana, pero no se atrevió a mencionar nada. No se sentía en la posición de criticar nada por si volvía a dejarlo tirado o, aún peor, lo devolvía al hospital.
—Y dime, ¿Por qué estabas huyendo de allí? —habló ella, cuando llevaban un rato.
—Si te soy sincero, no me gustan los hospitales.
—Joder, pero por eso no tienes que escaparte de ellos…
—Ya… Ha sido un poco brusca mi “salida”, pero lo necesitaba… ¿Nunca has sentido la necesidad de huir de algún sitio?
Ella se quedó callada, reflexionando. El silencio se apoderó del coche durante un buen rato. A él le parecía raro que el hospital estuviese tan lejos de cualquier pueblo, pero ella le aclaró que era un hospital especializado en pacientes en estado vegetativo y en coma, que así vaciaban las habitaciones de los hospitales en los que había pacientes “normales”. A él le pareció raro, nunca había escuchado que existiesen ese tipo de hospitales, pero ella le explicó que era de los pocos que había en Europa, el único que había en España,
—Estamos a la vanguardia del mundo—. Estaba orgullosa de ello.
Tras una hora de camino, con ella sin parar de hablar, empezó a divisarse una gran ciudad al horizonte. Él se quedó mirándola muy fijamente, queriendo adivinar donde estaba, pero no tenía ni idea.
—Bueno, no me has dicho como te llamas.
—Es que… no lo sé —respondió él, de nuevo avergonzado—. Por eso estaba en aquella cárcel blanca.
—Joder, que putada —soltó, como salido del alma—. ¿Y qué vas a hacer?
—Pues no lo había pensado…
—Si quieres puedes quedarte un par de días en mi casa, hasta el lunes que vuelve mi hermana. Pero no puedo hacer más por ti.
—Oh, no, no hace falta —se apresuró a rechazar, pero le rugió la tripa—. Aunque, una buena cena no me vendría nada mal.
Ella sonrió y volvió el silencio al coche. Entró en la ciudad manejando como un piloto de carreras. Pasaron media hora callejeando, para evitar los atascos y semáforos impertinentes. Ella conducía de manera un poco brusca, al límite del reglamento. Llegaron a una calle bastante estrecha, con apenas un carril. El coche comenzó a frenar a medida que la calle terminaba, parecía que no iba a dar tiempo a que se detuviese antes de salir a una avenida más ancha y transitada. El muchacho se agarró al asidero de encima de la puerta, quedándose con el en la mano. Ella soltó una carcajada al verlo así de acojonado y, tirando de habilidad y freno de mano, logró parar el vehículo justo cuando quiso. Se bajó, aún entre risas, para abrir el portón metálico del garaje.
—Bueno, pues ya estamos aquí.
Sacó un par de bolsas del maletero y salió por la pequeña puerta del garaje, seguida por el chico. Le pidió que le sujetase una bolsa, mientras abría la puerta del portal y ambos se metieron en el estrecho ascensor. Fue un momento un poco incómodo, no sabiendo muy bien como actuar hacia ella.
Llegaron hasta el quinto, ella abrió la puerta, aunque dejó que él entrase primero. Era un piso pequeño, pero bastante aceptable. Lo primero que vio fue una mesita llena de fotos de la chica en cuestión, y otra, que posiblemente fuese su hermana.
Ella le dio un empujón para que avanzase hasta la cocina, que era lo que estaba frente a la puerta de entrada. Dejaron las bolsas y ella le se fue a dar una ducha, mientras él se quedaba en el salón, intentando recordar.
A la hora, salió del baño, envuelta en una toalla. Casi sin pensarlo le ofreció la ducha a él. De nuevo el momento fue un poco incómodo para él, que no dejaba de intentar desviar la mirada del cuerpo de la mujer. Ante la insistencia de ella, pensando que de no aceptar no se iría de la puerta, terminó aceptando.
Un baño no le vendría mal, a lo mejor se despejaba un poco. Estuvo un buen rato debajo del agua, le gustaba la sensación de las gotas corretear su cuerpo. Aprovechó su desnudez para inspeccionarse el brazo derecho, del cual se acababa de quitar la venda. Tenía una gran cicatriz que le recorría el antebrazo entero, por la parte exterior. Se quedo mirándolo un segundo, pero enseguida le dio una punzada en la cabeza. Posiblemente esa cicatriz tuviese algo que ver con su pérdida de memoria, o por lo menos sería una pista.
Agarró para secarse la primera toalla, y única, que allí había. No tenía ropa que ponerse, así que salió envuelto en la toalla, sin saber muy bien a donde ir. Se sentía un poco ridículo, la toalla era pequeña, de mano, por lo que apenas podía cubrirse las vergüenzas. Por suerte, la chica lo vio desde la cocina y le gritó:
—En diez minutos estará la cena, te he dejado ropa en la habitación de la izquierda. La segunda puerta. Era de nuestro antiguo compañero de piso. ¡Menudo cerdo!—. Acompañó sus palabras con un violento corte a una zanahoria. Ante la mirada estupefacta de él, aclaró—. No porque no se lavase, no me malinterpretes, es que creíamos que era el novio de la otra, pero era un cerdo que se acostaba con las dos. Era más o menos de tu misma altura, así que su ropa te valdrá.
Se metió sin comentar nada, la verdad es que era un tipo bastante callado, así que cuanto menos tuviese que hablar, mejor. Ella había sacado del armario un pantalón parecido al que ella había llevado horas antes, una camiseta negra y branca de rayas horizontales y una sudadera negra, que le quedaba como un guante.
Antes de ponerse la camiseta, volvió al baño a buscar gasas para vendar su antebrazo. Volvió a la habitación, se vistió, se vendó de una manera casi profesional y fue a cenar. Estuvieron un rato charlando de cosas sin sentido, cosa que aprovechó para ponerse un poco al día. Aunque la enfermera le hubiese dicho unos meses, él sospechaba que había estado más, porque había muchas cosas que desconocía.
Se fue haciendo tarde, y al darse cuenta de que no tenía a donde ir, no pudo rechazar la oferta de la muchacha de quedarse a dormir, aunque solo sería una noche y no todo el fin de semana.
—Por cierto, en ningún momento te he dicho mi nombre —se disculpó ella, desde la puerta de la habitación—. Me llamo Amaya.
Él sonrió nervioso al no poder contestarla. Pasó toda la noche dando vueltas, empapado en sudor. No paraba de tener sueños extraños que querían decirle cosas, pero al despertar sobresaltado en mitad de cada uno, no era capaz de recordar apenas nada. Al final durmió un par de horas intercaladas, sin llegar a descansar del todo.
A las siete de la mañana, despues de un largo rato dando vueltas sin llegar a conciliar el sueño, decidió levantarse. Aún era temprano, pero ya no podía estar más tiempo acostado. Trasteó un poco por la cocina, buscando algo con lo que desayunar. Se preparó un café y un par de tostadas. Algo habría que desayunar, a pesar de no tenía mucha hambre.
Rebuscó por los cajones que tenían los muebles de la cocina en busca de un papel y algo con lo que escribir. Cuando lo encontró, escribió una nota de despedida para la chica, recogió lo que había utilizado y se fue.
Ella le había dicho la noche anterior que podría llevarse la ropa que quisiese, incluso la mochila zarrapastrosa que había en el armario de “su habitación”. Recogió la mochila, la llenó de la ropa del pobre muchacho y salió por la puerta sin despedirse, más allá de la nota. Le hubiese gustado pedirle algo de dinero, pero no tenía la suficiente confianza y ella ya había hecho demasiado por él.
Nada más poner los pies en la calle, el frío de la mañana le despejó los pulmones. Dedujo que tenía que estar en algún punto del norte de España, aunque no era capaz de discernir muy bien en cual. Comenzó a deambular sin rumbo, la verdad era que no había pensado muy bien lo que iba a hacer, ni cómo iba a empezar a buscar pistas que le ayudase a recuperar la memoria.
Llevaba un rato caminando sin rumbo, cuando escuchó un grito. Sin saber porque, como si un impulso eléctrico lo moviese, echó a correr hacia aquel chillido, para ayudar a quien fuese. No sabía por qué estaba haciendo eso, era como si una fuerza ajena moviese su cuerpo como una marioneta. Aun no yendo con él, sentía que tenía que hacerlo.
—Vamo’ vieja, trae p’acá los “lereles”.
Tres tipos con pinta de pandilleros estaban atracando a una viejecita en un callejón. El que tenía pinta de líder, se acercó y le arrancó el bolso de entre las manos, haciendo que la señora trastabillase y se tambalease.
—Gamberros, devolvedme eso —gimoteó la anciana.
—Puta vieja, se nos pone farruca —dijo uno de los canis, dándole un empujón.
Entre los tres empezaron a empujar a la señora, hasta que consiguieron que se cayese. El chico los estaba mirando furioso, mientras apretaba los puños. Volvió a sentir ese impulso eléctrico y empezó a correr hacia los canis.
—¡Dejadla en paz! —chilló, mientras se interponía.
Se colocó delante de la señora, con los brazos en cruz, para que los pandilleros no pudiesen hacer nada contra ella. Los tres se miraron, incrédulos, hasta que uno decidió atacarlo. Bastante tenían con que la anciana se hubiese resistido, como para que ahora apareciese un héroe.
—Vamo’ a partirle to’l gepeto.
—Sí, premoh, vamo’ a destrozarlo.
Uno de ellos sacó una navaja y fue contra él sin dudar, mientras que el primero que había decidido atacarlo, ya estaba casi a punto de darle un puñetazo. Como si de un acto reflejo se tratase, el chico agarró al primer atacante y lo lanzó por encima del hombro.
El segundo se quedó quieto. Había detenido su carga en seco, al darse cuenta de que aquel tipo extraño hacia una especie de judo más bestia. Dio un par de pasos hacia atrás, antes de lanzarse locamente contra el chico. Había tenido suerte contra el primero, que estaba desarmado, pero él llevaba una navaja, eso era una gran ventaja.
El chico cambio un poco la postura, apretó los puños delante de su cara y levantó un poco la rodilla derecha, sin dejar de apoyar el pie en el suelo. El tipo de la navaja perdió la concentración por un momento, bajando la guardia. Esa abertura la aprovechó para impactarle un rodillazo en la cara, mientras le daba un codazo en el antebrazo que le arrebataba la navaja.
Era una navaja de mariposa preciosa, jugueteó con ella entre los dedos antes de lanzarla entre las piernas del tercer cani.
—¡Perro, hijueputa! —chilló, mientras huía de la zona, seguido de sus dos secuaces.
El muchacho le acercó el bolso a la señora, al tiempo que le ofrecía el brazo para que pudiera incorporarse. Ella no había hecho más que agradecerle cuando escucharon unas sirenas detrás de ellos. El chico se giró al tiempo que veía un par de policías acercándose a él. El acto reflejo actuó de nuevo y uno de los policías acabó en el suelo.
El otro se sorprendió mucho, reculando un par de pasos mientras sacaba su arma reglamentaria. Antes de que hiciese nada, el muchacho se dio cuenta de lo que había hecho y le ofreció las muñecas para que lo esposase. El policía obedeció ante la autoritaria mirada del muchacho, que pese a su corta edad tenía un halo que imponía.
Estuvo en un calabozo durante dos horas, lo que tardó la mujer en testificar a su favor. Resultaba que un vecino había visto la pelea y había avisado a la policía, que no tardó en aparecer, aunque los pandilleros ya se habían ido. Ese vecino también estaba en la comisaría, y no dudó en disculparse al verlo.
—Bueno, chico, ya para acabar, puro trámite —el policía de la ventanilla era muy amable—. Por favor, dime tu nombre, tu edad y tu lugar de residencia.
—Lo siento, pero es que no lo sé —respondió, avergonzado—. Se ve que tuve un accidente hace tiempo y ahora no soy capaz de recordar nada—. Alzó la vista hacia el techo, intentando recordar algo—. Hace poco que he salido del hospital—mintió finalmente.
—Por lo menos di en qué hospital estabas, seguro que ellos nos pueden facilitar tus datos. —Se rascó el policía el mentón, pensativo—. De todos modos, ¿allí no te los dijeron?
—Tampoco sabían mis datos, esperaban que yo se los dijese al despertar. No tengo documentación de ningún tipo.
Era la primera vez que sucedía eso en esa comisaria, así que no sabían muy bien cómo proceder. El poli de ventanilla llamó al capitán, que tampoco sabía exactamente cómo solucionarlo. Fue entonces cuando uno de los policías que habían detenido al muchacho, el que no estaba en la enfermería, se cruzó con ellos.
—¡TÚ! —le gritó, a menos de un palmo—. Tú eres el tipo que noqueó a Pérez. Eres muy raro, no conocía a nadie capaz de utilizar el sambo a ese nivel.
—¿Usuario sambo? —repitió el capitán, al que se le iluminó la cara por la idea que le acababa de nacer—. ¿En serio?, se quién puede ayudarte, chico.
Lo metieron en un coche y condujeron, en silencio, durante un rato muy largo. El chico no sabía muy bien hacia donde estaban yendo, pero el simple hecho de poder encontrar a alguien que le ayudase a recuperar la memoria le valía. Cuando reconoció la carretera que volvía al hospital se tensó, buscando la manera de salir de allí sin montar otro disturbio, pero suspiró con alivió cuando lo dejaron atrás.
Llegaron a un cuartel militar. Según el capitán de policía era el más cercano en kilómetros a la redonda y, aunque hubiera uno más cerca también terminarían yendo a aquel, pues no era la cercanía lo que les importaba, sino el hombre que estaba al mando de todo aquello.
El coronel Ulrich, era un tipo grandote y rubio, como buen alemán. Sus abuelos habían acabado en España en la época nazi, por diversos motivos y, al igual que su abuelo y su padre, el joven Ulrich había terminado siendo parte del ejército.
—Vaya, así que este es el chico—. Comenzó a inspeccionarlo de arriba abajo.
No le sorprendía en absoluto, incluso dudaba de que fuese capaz de utilizar el sambo aún en un nivel muy básico, y muchísimo menos dominarlo al nivel que describía el policía.
—¿Así que tú derrotaste a tres pandilleros, solo?
—Sí, señor.
—¿Y tumbaste a un oficial de policía?
—Sí, señor.
—Eso solo demuestra que la policía es una autentica inútil —se mofó el coronel, acompañado de una socarrona voz.
El coronel se dio la vuelta, ordenándoles con un gesto que los acompañasen al patio. Medio centenar de reclutas hacían ejercicio en el patio trasero. El coronel llamó a un par y le pidió al joven policía a que se enfrentase a cualquiera de ellos. Se suponía que era el primer año de instrucción de los reclutas, y aún así, los dos derribaron al policía en menos de medio minuto con demasiada facilidad.
—¡Veis! La policía es una inutilidad, los militares deberían encargarse del control de todo —se volvió a burlar Ulrich.
—Con el debido respeto, usted no lo vio combatir, coronel Ulrich, yo sí —se defendió el policía—. No creo que estos dos le lleguen a la altura del zapato.
«Veámoslo» pensó el coronel, al tiempo que agarraba al muchacho por el hombro. Fue un ataque sorpresa en toda regla, que el muchacho solventó con bastante eficacia. El coronel acabó panza arriba en el suelo, con una cara de rabia que no podía soportar. Se puso en pie de un salto y volvió a atacar a las bravas, con idéntico resultado. Aquel muchacho volvió a defenderse, adoptando de nuevo la segunda pose que había usado contra los maleantes. Aunque era fácil de distinguir la guardia del kickboxing, se la veía demasiado tosca, como si fuese un kickboxing más primitivo y sin pulir.
—¿Quién te ha enseñado esas técnicas? —inquirió un malhumorado Ulrich, levantándose del suelo.
—No lo sé, o no lo recuerdo, señor —se disculpó el muchacho.
—Pues te lo hare recordar a golpes si hace falta —lo amenazó, a menos de un palmo de su rostro—. Pásate por recepción y pide que te den un uniforme, mañana al toque de diana quiero verte en mi despacho recluta “1191892015”. —Sin mirarlo se alejó, de vuelta a sus quehaceres—. Recuerde ese número, muchacho, es lo más cercano a una identidad que tendrá… por ahora.
El joven no sabía qué hacer. Estaba ilusionado por empezar su nueva vida, para ver si podía recuperar los recuerdos del pasado. Todo aquello le resultaba extrañamente familiar, pero no sabía exactamente por qué. Muchas preguntas y muy pocas respuestas rondaban su cabeza, aun sin respuesta.