domingo, 26 de noviembre de 2023

La Cacería


Era una criatura majestuosa. Su escamosa piel, de un tono cobrizo, parecía envolverse en llamas cuando la acariciaba la tenue luz del sol que se colaba entre el espeso follaje del bosque. Era común, entre la clase alta, vestir prendas hechas con esa piel como símbolo de estatus, pues los especímenes de aquella raza eran esquivos y escasos por la caza indiscriminada. Además de por su piel, también se le daba caza por su jugosa carne, pero, ante todo, por sus hígados, con los que se elaboraba un paté delicioso, manjar de manjares. Entre el gremio de alquimistas también eran cotizados los espolones y la cresta, para crear filtros vigorizantes de esos por los que hacían colas los amantes. Y no solo eso, los herreros, con un tratamiento especial, podían convertir las escamas en penachos casi impenetrables; y de sus picos salían las flechas más solicitadas del mundo, equilibradas, livianas y letales.

Había dado con su rastro de casualidad, cuando volvía de otra cacería. Al ser una pieza tan jugosa, no había dudado en ordenar a su montura volver a casa, mientras él se encargaba de seguir al Lagnis. Así se perdió entre la espesura del bosque, siguiendo cada pista del rastro de aquel ser. A pesar de haber avistado varios ejemplares a lo largo de su vida, nunca se había llegado a enfrentar directamente a ninguno. Aquellos seres eran considerados, incluso por los más experimentados cazadores, demasiado peligrosos. Eran belicosos, no de los que defendían sus territorios con garras y dientes, sino de los que les gustaba atacar a todo bicho viviente con el que se cruzasen. Contaban con un amplio arsenal que demostraba que los Lagnis habían sido creados por las divinidades con el simple propósito de destruir: sus potentes patas, capaces de quebrar rocas de una sola patada y que los proveían de una velocidad punta casi a la par de los veloces Tigres de Gelam; sus afiladas garras, cuchillas cubiertas de una toxina paralizante; el pico, que segregaba su también útil baba ácida, llena de bacterias y enfermedades por la carroña que comían; los espolones de sus pequeñas alas, como dos agujas, también recubiertos de la toxina paralizante. Además, aunque volar no era su fuerte, era capaz de planear distancias cortas, por lo que se dedicaba a trepar por los árboles y sorprender a sus presas cayéndoles encima. Definitivamente era un ser predispuesto a la batalla.

Por todo ello, seguir su rastro no se hacía costoso, solo había que perseguir el reguero de destrucción que dejaba a su paso, los arañazos en las cortezas en las que se afilaba garras y pico y las profundas pisadas que dejaban sus patas, pero muy pocos se atrevían a dar con uno y enfrentarlo. Normalmente se preparaban batidas enteras, con chacales de Yogo y halcones de esos que preparaban en las Tierras Rojas del norte, para dar caza a un único ejemplar. Ir solo, sin ni siquiera el apoyo de Naga, era una inconsciencia en todos los sentidos, pero si le salía bien, sería considerado el mejor cazador del mundo y eso lo impulsaba a cometer aquel tipo de idioteces. Además, ya se había enfrentado a un Nue en solitario, si conseguía dar caza al Lagnis, solo le faltarían dos bestias más para haber cazado a aquellos a los que nombraban como «Los Cuatro Hijos del Cielo». Le faltaban, el Ketastus, una gran serpiente que habitaba las profundidades del Mar del Oeste y el imponente Darco Azur, proveniente de las Tierras Rojas, del que apenas quedaban ejemplares, una vez más, por la caza indiscriminada. Pero no era momento de soñar con la gloria, había aún que dar caza a su actual presa.

Un aterrante cloqueo lo despertó de sus ensoñaciones. La sangre se le heló por un segundo, pero eso lo hizo poner alerta.  No contar con el apoyo de Naga lo ponía algo nervioso, a medida que creía acercarse a su presa. Su fiel compañero no solo era su montura, sino un apoyo preciado. Perteneciente a una raza prácticamente extinta que su tribu había intentado mantener, era también su mejor amigo, pues se había criado practicamente desde la cuna. No había tiempo para dudas ni arrepentimientos, tenía que actuar con frialdad y presteza, sino quería que aquella fuera su última cacería.

Buscó entre las copas de los árboles por si el Lagnis estaba acechándolo desde arriba. Suspiró tranquilo cuando no lo vio, pero raudo se puso en guardia. Sacó una flecha del carcaj, haciendo todo lo posible por que no sonase el pequeño cascabel que pendía cerca de la punta. Tensó lentamente la cuerda, los Lagnis tenían un oído finísimo, casi a la par de los murciélagos, para compensar el hecho de que eran prácticamente ciegos. Casi a la par que disparaba la primera flecha, hacia un árbol solitario que le facilitarían la tarea, cargó una segunda.

El Lagnis no tardó en aparecer, con su característico cloqueo. Cargó contra el árbol con violencia, arrancando la flecha de un zarpazo, junto con un gran pedazo de corteza. Le cascabel resonó al impacto con el suelo, lo que llamó la atención del animal. En un pestañeo saltó sobre la pequeña bolita nacarada, picoteando el suelo a su alrededor. Con cada golpe la hacía saltar, provocando el tintineo y, con ello, otra violenta carga.

Kanna contuvo el aliento. La vorágine de violencia sin sentido imponía. Sentía que solo tendría una oportunidad, si erraba el disparo, aquel bicho se le echaría encima y no habría opción a nada más. Replicando las enseñanzas de su maestro, tocó su barbilla con las plumas de la flecha. El desagradable olor del veneno de basilisco inundó su nariz, como de costumbre, pero esta vez ni siquiera se permitió hacer la mueca de desagrado. Un detalle como ese, en una situación así, implicaría su muerte. Contó hasta tres, anticipando los movimientos de su presa. No bastaba con dispararle al cuerpo, su piel era demasiado gruesa como para ser atravesada por la punta de una simple flecha. Su única oportunidad era acertarle en la base de la cabeza, donde le empezaba el cuello. Tenía que ser certero.

Con el pulgar, con sumo cuidado de no pincharse con la afilada punta de la saeta, hizo sonar el cascabel. Un par de toques, que llamase la atención del Lagnis. Era una maniobra un tanto arriesgada, pero excitante. Mirar a los ojos a la muerte y vencerla.

El animal alzó el cuello de una manera casi mecánica. Clavó sus velados ojos grisáceos en él, como si fuese capaz de verlo. Se irguió para parecer más grande y amenazador, abriendo las pequeñas alas y batiéndolas repetidamente, levantando polvo y hojas de otoño. Hinchando el buche de aire, profirió un cloqueo aterrador, más propio de un félido que de un pollo con ínfulas.

Ese fue el momento que esperaba. Esa era la señal. La flecha voló recta hacia el pico, abierto, del animal, hincándose en su garganta. El Lagnis no pareció inmutarse por la herida, lanzándose raudo contra Kanna. No tuvo otra que sacar su pequeño puñal, preparado para repelerlo. Mientras lo veía acercarse, se encomendó a la Diosa Eria.

La violenta embestida de aquel pico, contenida únicamente con su pequeño puñal, lo hizo temblar. Lo único que tenía a su favor era que la flecha impedía que se cerrase completamente, convirtiéndolo en la punta de lanza que solía ser. Agarrando la saeta con la mano izquierda, intentó obligar al animal a torcer la cabeza. Buscaba crear una apertura para subirse en su lomo y luego, iría viendo.

No había manera. Era demasiado fuerte. Además del pico, tenía que guardarse de las constantes patadas que le intentaba lanzar. Aunque las tuviese controladas, no dejaban de ser peligrosas, más con el animal en aquel estado de locura propia de quien intenta sobrevivir.

En un brusco movimiento, sin quererlo, partió la flecha que evitaba que lo picotease hasta la muerte. Estaba totalmente perdido sin el control de la cabeza. El Lagnis chilló, proclamándose victorioso, antes de lanzar un potente picotazo contra su cabeza. Hizo cuanto pudo por apartarse; evadió ser golpeado en puntos vitales, a costa de sacrificar su brazo izquierdo. Apenas lo había herido, pero bastaba para que la baba penetrase en su torrente sanguíneo. Primero sentiría su brazo adormecido, luego dejaría de poder moverlo y más tarde, esa sensación se esparciría por el resto de su cuerpo. Por suerte, esa ponzoña era de avance lento, pero si no se lo trataba en las próximas horas, podría despedirse de su vida como cazador, junto con su brazo izquierdo.

De todos modos ese era el menor de sus problemas. El fuerte golpe lo había lanzado al suelo, dejándolo totalmente vendido. El Lagnis lo tenía entre sus pies. Parecía incluso algo indeciso con la manera de acabarlo. Se estaba regocijando en la victoria. Era un rasgo demasiado humano, como si los dioses se estuviesen riendo de aquellos que se atreviesen a desafiar al más violento de entre los seres que habían creado para habitar la tierra.

Solo tendría una oportunidad de zafarse. Una oportunidad de seguir con vida, y luego huir. No podía quedarse a luchar. No tenía nada que hacer. Su arrogancia lo había cegado una vez más. Esperó el golpe, sin perder de vista al animal. Si moría, sería mirándolo a los ojos, aunque él no lo viese.

Tras un tercer cloqueo, el Lagnis descargó un potente picotazo. Pareció incluso que echaba la cabeza hacia atrás y se alzaba un poco, como queriendo impregnarle más potencia a un golpe ya de por si letal.

Kanna había asido el puñal al revés, como si fuese un picahielos. Solo le quedaba ser más rápido y preciso que su oponente. Un único golpe, tan brutal que lo matase en el acto. Si fallaba, si no acababa con su vida en el momento, aunque el golpe fuera mortal, él también perdería la vida.

A último segundo, cuando ya había lanzado su golpe también, cerró los ojos. Los apretó con fuerza. Era algo que no debía hacer, de sobra lo sabía, pero había sido un acto reflejo. El miedo, cuando la muerte te espera, es tan potente que pierdes el dominio sobre tus propias acciones. Cuando los volvió a abrir, el Lagnis yacía muerto. Entonces se percató de la media tonelada que oprimía su cuerpo. Sentía sus huesos crujir bajo el cuerpo inerte del animal. Tenía que hacer algo para zafarse, si no quería morir allí. Sería irónico que, después de eludir la muerte directa, aquel bicho terminase llevándoselo de una manera indirecta.  

Cual gusanito comenzó a reptar hacia atrás. No podía ayudarse de su brazo izquierdo que había comenzado a adormecerse. El derecho lo tenía aún bajo el cuello del animal. Había fallado el golpe al cerrar lo ojos, calculando mal la trayectoria, por lo que no entendía bien qué era lo que había acabado con su predador.

Entonces, una negra sombra comenzó a moverse sobre ellos, entre las copas de los árboles. Era vertiginosa. Otro predador. Uno que tenía la oportunidad de darse un copioso festín a costa de su imprudencia. Dejó de luchar, no le quedaba nada que hacer, ni siquiera podría agarrar una flecha para envenenarse. ¡ESO ERA! El veneno de basilisco debió ser lo que acabó con la vida del Lagnis. Eso lo hizo reír. Al final, si hubiese sido un poco más paciente, o si hubiese mantenido la batalla por unos minutos más, habría acabado llevándose la presa.

De pronto sintió su cuerpo más liviano. El cuerpo inerte de la presa se había quitado de encima. Eso, más que apaciguarlo lo enervó. Si lo que fuera que lo acechaba había quitado al Lagnis de una manera tan sencilla, él no sería absolutamente ninguna amenaza. Quiso, aún así, luchar hasta su último aliento. Aferró su puñal con firmeza, esperando el momento oportuno para herir al inesperado cazador, pero entonces, pasó algo que lo dejó totalmente descolocado.

Un ronroneo preocupado. Nunca había estado más alegre de escuchar la característica voz de Naga. Aunque sentía todo su cuerpo dolorido, hizo por incorporarse. El gran felino saltó de alegría, lamiéndolo con cariño.

—Sí, Naga, sí —musitó, recuperando el aliento—. Yo también me alegro de verte, amigo. Gracias.

El gran felino lo levantó con cuidado, agarrándolo con su pico de la camisa. Tras un par de lametones más, como queriendo adecentarle las ropas, se quedó satisfecho. Su amo estaba seguro y a salvo.

Kanna cargó el cadáver del Lagnis en Naga y lo montó con dificultad. Quería salir cuanto antes de allí. La hazaña que acababa de llevar a cabo sería narrada en las canciones, pero no merecía la pena. Aún así estaba feliz, su sueño de ser el más grande cazador de todos los tiempos estaba cerca. Dos objetivos nada más. Y no solo eso, ahora tendría nuevas flechas de pico de Lagnis, que le facilitarían la tarea.

Definitivamente, había sido un buen día de caza.

domingo, 19 de noviembre de 2023

La Balada de Laredo Bentham


Allá donde aúlla el coyote a la luz de la luna. Allá donde los buitres oscurecen el cielo con su macabro volar. Allá donde el oro germina en los ríos y la sangre riega las tierras. Allá donde la ley no es la ley de los hombres, sino de las bestias salvajes; el más fuerte tomará todo y el débil rezará por un día más. Allá donde los tratos se cierran entorno a una botella de whiskey y el humo de los cigarrillos. Allá donde el valor la tierra es superior al de las vidas de quienes la defienden. Allá donde sobrevivir significa ser habilidoso con los dedos o con la lengua, hubo quien prefirió lo segundo.

—¡ACÉRQUENSE! ¡VAMOS, ACÉRQUENSE! ¡NO SEAN TÍMIDOS! ¡VENGAN A VER LAS MARAVILLAS DEL TÓNICO MILAGROSO DEL DOCTOR BARNATHAS WOODRIGE (y asociados)! ¡VAMOS, VAMOS, VENGAN A VER!

Subido a un cajón, un peculiar hombrecillo hacía gestos para que los habitantes del pequeño pueblo se acercasen. Vestía de manera vistosa, con deslucida elegancia, ropajes de segunda mano. Una levita grisácea, otrora de un azul potente, con algún que otro parche y remiendo, cubría su prominente pancita. Los pantalones, de un tono entre marrón y granate, subidos hasta el ombligo, parecían estar a punto de perder el único botón que les quedaba en la portañuela, amenazando con mostrar sus vergüenzas. En los pies unos botines negros, bien lustrosos, contrastando con el resto de las vestimentas. Y sobre su cabeza, ocultando la incipiente calvicie, un sombrero de copa de un tono similar al de la levita.

—¡VENGA, VAMOS, ACÉRQUENSE! ¡NO VAYAN A PERDERSE NI UN SOLO MINUTO! ¡ES MEJOR QUE LO VEAN SUS OJOS A QUE SE LOS CUENTE UN VECINO!

Destacaba, entre toda esa vestimenta descolorida, una cadena de brillante oro rematada con un sencillo reloj de bolsillo, que no paraba de mirar con disimulo. Pareciera que estaba esperando a algo o a alguien.

—¡ACERQUENSE, ACERQUENSE! ¡VAMOS, NO SEAN TÍMIDOS! ¡VENGAN A VER! ¡VENGAN! ¡NO SE PIERDAN LA EXHIBICIÓN DE LAS FANTÁSTICOS PRODIGIOS QUE EL MARAVILLOSO TÓNICO MILAGROSO DEL DOCTOR BARNATHAS WOODRIGE (y asociados) OS PROVEERÁ! ¡VAMOS, VAMOS, QUE ESTO VA A EMPEZAR EN BREVES!

Poco a poco todos los pueblerinos se congregaron entorno al excéntrico tipo. Al principio solo fueron unos pocos, un puñado de curiosos que no tenían más que hacer. Luego las amas de casa que habían salido a hacer la compra con sus vástagos; pequeños monstruitos que se colaban entre el gentío, para poder ver el espectáculo en primera fila. Por último, los hombres que estaban en el saloon, el sheriff y las mujerzuelas de vida alegre. No había un alma en aquel pueblecito que no estuviese allí presente.

Entonces, el gran reloj del campanario dio las doce campanadas y el charlatán dio por comenzado el show.

—¡Desde el comienzo de los tiempos, el hombre ha tenido un poderoso enemigo! —comenzó, poniéndose sobre las puntas de los pies para parecer más alto—. ¡EL TIEMPO! —Muestra en alto su reloj, para que todos lo vean—. ¡Ya lo decía el antiguo filósofo Sofón de Paleopotamia: El tiempo es como un rio y el hombre es el pez; puede luchar contra la corriente, contra las cascadas y contra los rápidos, pero siempre terminará en el mar! ¿Lo entienden, no? —Hace una breve pausa, esperando que el público asimile lo que acaba de decir. Hay miradas confusas, pero nadie se atreve a rebatirlo, pues si son palabras de un filósofo, quien habría de cuestionarlas—. ¡EL TIEMPO ES FINITO! ¡El tiempo es caprichoso! ¡Podemos hacer lo que sea para luchar contra él! ¡PERO SIEMPRE GANA! ¡SIEMPRE! ¡El tiempo hace lo que quiere con nosotros! ¡Aja el cuerpo! ¡Cuartea la piel! ¡Entumece los músculos! ¡Hace que los huesos sean frágiles como el cristal! ¡Embrutece la psique! ¡Emborrona la vista! ¡Traba la lengua! ¡DA TANTO MIEDO, QUE HACE TEMBLAR LAS MANOS! —imita el gesto, actuando un exagerado tembleque que no tenía antes—. ¡El tiempo te roba la belleza de juventud! —Dirigiéndose a las damas—, ¡Te arruga el cutis perfecto! ¡Te afloja las carnes! ¡Y…! —se lleva las manos al pecho, como si se estuviese sobando dos voluptuosos y turgentes senos. Hay cierta lascivia en su rostro por solo imaginárselos—¡Dos colgajos! —Acompaña sus palabras con un gesto, sus manos caen hasta casi el ombligo. Hace una pausa, deleitándose con las carcajadas socarronas de los varones. Se miraban entre ellos, dándose codazos cómplices, señalando sin mucho disimulo a ciertas señoras—. ¡Y el vigor! ¡El vigor de un cuerpo joven! ¡Ese vigor salvaje como un potro desbocado! —Cierra su mano en un puño y, con un gesto rápido y brusco, lo levanta desde la cadera hasta el pecho—. ¡ESE VIGOR también te lo roba! —Deja caer el brazo, balanceándolo ligeramente, provocando a su ver la risa femenina. Fue más comedida que la de los hombres, tímida y puritana, pero con el mismo intercambio de miradas y señalamientos, aunque con sutil discreción—. Pero eso se acaba hoy, ¡ADIÓS A LA TIRANÍA DEL TIEMPO! ¡Adiós a todos esos achaques de la edad! ¡Adiós a los impedimentos de la vejez! ¡Adiós al temblor! ¡Adiós al emborronamiento! ¡Solo con un sorbito de esto!

De un saltito baja del cajón y se dirige hacia la parte trasera del carro. Tarda unos minutos antes de volver a subirse a su improvisado atril con un pequeño frasquito. Lo muestra ante todos, sosteniéndolo lo suficientemente alto para que todos lo vean. Es una botellita de un cristal verdoso, casi opaco, con una etiqueta que ocupa la gran mayoría. Tónico Milagroso del Dr.Woodrige & Co. puede leerse con una tipografía un tanto pomposa.

—¡UN ÚNICO SORBITO Y SU CUERPO REJUVENECERÁ DIEZ AÑOS! ¡SI SE LE APLICA POR EL CUERPO, como una loción —mientras se frota un brazo, simulando que le lo aplica—, SU PIEL RECUPERARÁ LA TERSIDAD DE SUS AÑOS DE JUVENTUD! ¡LAVÁNDOSE LA CABELLERA CON ÉL, SU MELENA QUEDARÁ LUSTROSA COMO LA DE UN LEÓN Y LIBRE DE PIOJOS! ¡Y, SI LO INFUSIONAN Y LO TOMAN COMO UN TÉ, RECUPERARÁN ESE… vigor de juventud! Además, sirve para combatir el lumbago, la reuma, la gota, los abscesos de viruela, el resfriado común…

—¡JA! —interrumpió un hombre grandote, colocándose frente a él—. ¡Y un cuerno! ¡No es más que otro charlatán queriendo vendernos un meado de burra!

La multitud comenzó a alborotarse. Había quien defendía a aquel hombre, que solo quería hacer el bien, y quienes lo atacaban, diciendo que tenía aviesas intenciones y solo le interesaba llenarse los bolsillos de dólares.

—¡Amigos! ¡Amigos! —intentaba retomar la atención el vendedor—. ¡AMIGOS! Se que muchos son reticentes a estos avances de la ciencia, que los tildan de engañifas y a nosotros, humildes comerciantes que se desviven por ayudar al prójimo, nos llaman mercachifles, estafadores o, vilmente, ladrones… —bajó de nuevo, para encarar a aquel hombre—, pero como sé que con meras palabras no podré convenceros a todos de las maravillas de este tónico, atengámonos a los hechos.

El hombre, grandote y malencarado, se achantó ligeramente al verse retado por aquel hombrecillo. Agachando la cabeza, como un niño al que le acaban de regañar, se mezcló entre el gentío. El charlatán, con el pecho henchido de orgullo, continuó con su diatriba.

—Está bien, está bien, si prefieren una demostración para que no quede duda alguna de los beneficios del tónico del Doctor Woodrige, vengan conmigo y comprobémoslo. —Dio media vuelta, encabezando la comitiva. Ni dos pasos habían avanzado cuando los detuvo—. ¡Tú! ¡Tú, niño! ¡Ven!

—Yo señor —dijo un muchachito, de unos doce años.

—Sí, muchacho, ven, acercate. ¿Cómo te llamas?

—Jacob, señor.

—Muy bien, Jacob —le pasó la mano por la cabeza—. Tu pareces un chico fuerte, ¿ayudarías a este vejestorio?

El muchacho, ruborizado, asintió enérgicamente.

—Bien, bien, pues agarra una de esas cajas —señaló la parte trasera del carro—. ¡Ten mucho cuidado con ellas, eh!

Jacob volvió a asentir enérgicamente. Titubeó un momento, pero ante el gesto del hombre, metiéndole prisa, terminó por agarrar una caja de madera con ocho botellitas colocadas entre y sobre paja para que no se golpeasen. Bien vistas al niño se le hicieron familiares pues eras muy parecidas a las que bebía su padre constantemente. Acercó ligeramente la nariz, queriendo asegurarse, pero el charlatán lo agarró del hombro.

—Mucho cuidado, no las agites o se romperán.

Tragó saliva, algo acongojado, pero siguió a aquel hombre de cerca. Su curiosidad no había hecho más que acrecentarse con aquellas palabras, aunque no quería disgustar al mismísimo Doctor Woodrige.

Lo que al principio era cerca de un centenar de curiosos, se había quedado en apenas poco más de una veintena. Escuchar el teatrillo siempre era agradable para todos, un pasatiempo más, pero ya, seguirlo para una actuada demostración en la que el charlatán tenía las de ganar, eso ya era harina de otro costal. Así que el tumulto se fue disgregando, volviendo cada quien a sus quehaceres.

La comitiva llegó a las afueras, cerca del Rancho Jenkins. Justo sobre la cerca que limitaba las tierras de la familia Jenkins, colocadas con sumo cuidado había unas latas de conservas. Algo más allá, un espantapájaros con una gran diana pintada en el pecho y en la cara parecia sostener dos latas más con sus manos de paja.

—¡LO TENÍAS PREPARADO! —le espetó el hombre que lo había interrumpido antes—. Esto es una engañifa, ¿no lo veis?

—Ah, mi buen amigo —respondió en avejentado vendedor—, como decía el pensador italiano Parmesano di Riggioni: un hombre precavido vale por dos.

—Hijo mío —interrumpió el párroco— ¿no son esas palabras sacadas de las sagradas escrituras?

—Era teólogo Parmesano di Riggioni, páter —solventó el vendedor, notando el sudor frio bajo la chistera—. Sin duda, al estudiar el libro santo, era buen conocedor de sus citas.

El párroco asintió satisfecho con la respuesta. Tampoco es que quisiera interrumpir más el espectáculo, pues, a parte de un hombre muy estudioso, también era curioso y todos aquellos espectáculos le divertían y distraían de su tediosa tarea de redimir las pías almas pecadoras de la señora White y la señora Bridges.

—¿Por donde íbamos? —chasqueó la lengua—. ¡Ah, sí! ¡La demostración! Jacob, muchacho, deja la caja por aquí. Vamos.

Mientras el muchacho obedecía, la multitud volvió a congregarse entorno al charlatán. Estaban expectantes de lo que iba a suceder aunque suponían, viendo los objetivos, lo que tenía preparado aquel hombre.

—Bien, ¿hay algún pistolero entre los presentes? Uno que se jacte de su habilidad, a poder ser. ¡USTED! —señaló al hombre que no paraba de incordiarlo—. ¿Sabe disparar o no es más que otro charlatán?

El hombre sacó su revolver como su un resorte hubiese sido accionado en su cuerpo, obligándolo a hacer precisamente eso, desenfundar. El cañón fue apuntado a la frente del charlatán de una manera tan inconsciente que el propio hombre se sorprendió de lo que estaba haciendo, pero no el vendedor, él mantenía su rostro afable, como si se estuviese divirtiendo con todo aquello.

—A mi no, vaquero —dijo, apartando el arma de su rostro—, a las latas.

Las miró por un momento, queriendo calcular la distancia. Dio un par de pasos hacia atrás sin apartar la mirada de los metálicos cilindros. Con el talón de su pierna izquierda dibujó una línea lo más recta que pudo en la reseca y polvorienta tierra.

—Desde aquí, a unos veinte metros. Demuéstrenos que es capaz de hacer.

El hombre se colocó en la marca, respiró profundamente y descargó el tambor de su revolver. Las latas salieron volando en una explosión de conservas y astillas. Con una mirada triunfal, miró al vendedor pero no encontró el rostro que esperaba.

—No está mal. Nada mal —decía casi en un susurro, rascándose el mentón—. Pruebe ahora al espantapájaros, a ver si es capaz de darle desde aquí.

Obedeciendo la nueva orden, el pistolero volvió a disparar su arma hasta quedar sin una sola bala. De nuevo había impactado en el blanco, tirando las latas junto a unos puñados de paja. Volvió a mirar al vendedor con soberbia, esperando que ahora sí estuviese preocupado por la hazaña que había llevado a cabo, pero nada que ver.

—Jacob, muchacho, vuelve a colocar las latas, si no es mucha molestia—. Mientras el crio llevaba a cabo la tarea encomendada, el charlatán hombre tomó una de las botellitas—. ¡EXCELENTE! —bramó, llamando la atención de todo el mundo—. Como han podido comprobar, esa es la habilidad de un pistolero, un hombre en la flor de su vida, con sus capacidades y habilidades en su punto álgido. ¡CON ESTE TÓNICO —lo alzó para que todos lo vieran— USTEDES TAMBIÉN MANTENDRÁN SUS CAPACIDADES Y HABILIDADES EN SU PUNTO ÁLGIDO! ¡LA EDAD YA NO SERÁ MÁS QUE UN NÚMERO, PUES SU CUERPO SE MANTENDRÁ JOVEN Y LOZANO HASTA QUE LA PARCA RECLAME VUESTROS HUESOS!

El público, eufórico por el momento, restalló en vítores. El vendedor, aun dándose su ansiado baño de masas, los hizo callar.

—Esperen, amigos, esperen, que aún no han visto nada de nada —. Comprobó que Jacob había colocado las latas por el rabillo del ojo, mientras seleccionaba al más cascado y decrepito de entre los asistentes—. ¡USTED! —Lo señaló con el dedo según lo encontró—. ¡USTED!

—¿Yo? —respondió el anciano.

—¡Sí, usted! Venga, acérquese.

El anciano accedió. Se movía muy lentamente, arrastrando los pies por el suelo, como si le costase mover su propio cuerpo. La gente se abrió, haciéndole un pasillo para facilitarle la tarea, pero aún con eso, tardó unos preciados minutos en ponerse a la altura del vendedor.

—¿Cuál es su nombre, mi buen señor?

—Clancy Jenkins—respondió el hombre, confuso, pues creyó habérselo dicho cuando había conversado el día anterior, cuando aquel hombrecillo fue a pedirle permiso para usar su rancho para la demostración.

—Muy bien, señor Jenkins —Descorchó la botella—. Tome, pruebe esto… ¡ESPERE! Antes, dispare a las latas de la valla, por favor—. Se volvió hacia el otro hombre—. Por favor, ¿me permite su revolver, señor…?

—Jenkins —respondió de mala gana, cediéndole él arma—. Winston Jenkins. Ese hombre es mi padre.

—¡Que hermosa casualidad! Padre e hijo batiéndose en un duelo, como en esas tragedias griegas.

El viejo Jenkins agarró el revolver con firmeza, con ambas manos. De haberlo agarrado con una sola, el temblor habría hecho que fuera imposible dispararlo. Cerrando un ojo, intentando así enfocar aunque fuera una lata y sacando la lengua, como si eso fuese a darle estabilidad, disparó tantas balas como pudo. Incluso más. Si el vendedor no le hubiese bajado el cañón, el seguiría disparando, pues no escuchaba el sonido del martillo golpeando la nada.

—Está bien, está bien. Jacob, podrías colocar las latas de nuevo.

—Doctor Woodrige, no ha tirado ninguna.

—¿Eh? —la cara del hombre era de desconcierto, como si no se esperase que se dirigiesen a él por ese nombre—. ¡Ah, sí, sí! Claro, el doctor Woodrige, ese soy yo, Barnathas Woodrige, sí. Bueno, pues, si no ha tirado ninguna lata, pues no las pongas—. Se aclaró la garganta—. ¡Y AHORA QUE HEMOS COMPROBADO LAS HABILIDADES DEL SEÑOR JENKINS, ES EL MOMENTO DE QUE PRUEBE EL TÓNICO! —Le acercó la botella—. ¡VEAMOS DE LO QUE ES CAPAZ AHORA!

El anciano volvió a adoptar la misma pose que antes. El doctor Woodrige alzó una mano, indicándole que podía empezar a disparar. Cuatro tiros certeros acabaron con las latas de la valla. Entonces, el vendedor le señaló el espantapájaros y Jenkins, con las dos balas que le quedaban, tumbó las otras dos latas.

Todo el mundo se quedó enmudecido, incluso Winston Jenkins, que no era capaz de asimilar lo que acababa de hacer su anciano padre. Corrió a comprobar que no hubiera trampa alguna, ni en la valla ni en el espantapájaros, pero de sobra sabía que no. Asombrado quedó al ver que los disparos habían sido muchisimo más precisos que los suyos propios, pues había ido a comprobar sus blancos despues de disparar y las balas habían impactado muy cerca de la base, por eso también había astillas y paja, pero las de su padre estaban en el centro exacto de cada lata. Eran disparos limpios.

—Impresionante —murmuró, volviendo al lado de su padre.

—¡BIEN, BIEN! ¡Con esto sé que muchos de vosotros no tendréis ningun tipo de duda, pero, por si aún sois reticentes a ver las virtudes de este tónico, aún viendo lo que es capaz de hacer un solo hombre con un sorbito, hagámoslo más dificil.

Y sin decir una palabra más, alzó la mano para señalar la veleta que había sobre la gran casa que se veía en la distancia. Era la típica veleta que emulaba la silueta de un gallo, con los cuatro puntos cardinales bajo sus pies.

—¡Pero eso son más de trescientos pies! —exclamó el joven Jenkins—. Es muy dificil.

—Por eso primero irás tú —sentenció el vendedor, devolviéndole el revolver.

El hombre respiró profundamente un par de veces. Estaba intentando abstraerse de cualquier estimulo del mundo, como cuando iba de caza. Mantener su mente totalmente en blanco no le resultaba excesivamente dificil, no era uno de esos tipos que se pasasen el día pensando y dándole vueltas a las cosas, aún así, no lograba concentrarse del todo. Sentía la presión de decenas de ojos sobre su nuca. Tras unos segundos, que se le hicieron horas, apretó el gatillo.

La bala salió muy desviada, impactando en las tejas de la casa. La muchedumbre contuvo un grito, pues nadie esperaba que fuese capaz siquiera de darle al tejado. El joven Jenkins le cedió el arma a su padre. Un buchito antes de prepararse. Mismo ritual, mismas poses y… ¡Clic! Con un fogonazo salió el perdigón, certero hacia su objetivo.

—Impresionante. Realmente impresionante—. Repetía el vendedor, mirando por un catalejo que se habia sacado de la chaqueta—. Justo en el pico.

Efectivamente, la veleta había recibido el balazo y ahora giraba lentamente en círculos. Ni un segundo tardaron en agotar las existencias que allí tenía, casi obligándolo a ir a por más.

De nuevo, encabezados por el vendedor, la muchedumbre volvió al pueblo. La voz se corrió rápido y ya había gente esperando junto al carro para cuando llegaron. El doctor no se hizo esperar, sacando más y más botellas de tónico milagroso. Aunque se consideraba un tipo previsor, estuvo a punto de quedarse sin existencias.

—¡MIRAD, MIRAD! —se escuchó entonces al viejo Jenkins, que se había hecho con un revolver—. ¡UN TRAGUITO Y LE DOY A LA CAMPANA DE LA IGLESIA!

—¡POR AMOR DE DIOS, DETÉNGASE! —le espetó el párroco, para persignarse acto seguido por usar el nombre de dios en vano.

Pero Jenkins no hizo caso, se dio un gran buche a la botella y, casi sin pensarlo disparó contra la campana. No se escuchó nada después del fogonazo, ni siquiera se movió un milímetro la campana. Entonces, el anciano bebió más y volvió a disparar. Pero tampoco obtuvo el resultado esperado. Un tercer trago, más largo, hasta acabarse hasta la última gota. Tres disparos más, cada vez más y más cerca, pero nada. Ni un sonidito. Ni un tímido balanceo.

—No funciona —gimoteó—. No funciona. Turnbull, prueba tú, a ver.

Turnbull era otro anciano del pueblo. Cogió el revolver de Jenkins, le dio un sorbo a su propia botella y disparó. Nada, ni de cerca. Un sorbo más largo y más disparos. Pero no hubo los resultados esperados. Después de Turnbull lo intentó Hawkins, y luego Breno. Y Brown. Y French. Y Larios. Y ninguno acertó ni una sola bala.

—¡Es una engañifa! —proclamó Jenkins.

—¡Sacacuartos! —añadió Brown.

—¡A por el mercachifle! —bramó French, alzando su puño.

El doctor, ajeno a las infructuosas pruebas del grupo de ancianos, contaba sus pingües ganancias en la parte trasera de su carromato. No fue hasta que lo tenía practicamente rodeado y el sonido de los disparos le impedía concentrarse que se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Sibilinamente intentó agarrar las riendas por el pequeño ventanuco que daba a la silla del conductor, pero ni bien vieron la mano salir, lo golpearon.

A la muchedumbre se habían sumado varios de los hombres de la taberna que se habían sentido engañados. Sacaron al charlatán como si se tratase de una muñeca de trapo. No opuso resistencia, ni siquiera hubiera podido. Entre los hombres más rudos, entre los que se encontraba el joven Jenkins, lo llevaron hacia el cadalso que había tras la oficina del sheriff.

—¡Colguémoslo! —escuchó decir a alguien.

—Sí, un mercachifle menos.

Lo obligaron a subir las escaleras, paso a paso, con un revolver apuntando hacía su nuca. Por el rabillo del ojo vio como el sheriff hacía la vista gorda, pues él también había caído en el engaño del tónico. Se encomendó a un dios en el que no creía cuando sintió el áspero abrazo de la soga en su gaznate. Jenkins había tomado el papel de verdugo.

—Al final si que va a ser solo un charlatán, doctor.

Tiró de la palanca que abría la trampilla tan pronto como pronunció aquellas palabras. No le dio tiempo a decir las suyas, solo a cerrar los ojos y a apretar los dientes. No fue tan malo como esperaba. Sus pies se quedaron suspendidos en el aire un segundo, mientras su cuerpo oscilaba. Y, de pronto, cayó. Cayó al suelo, haciéndose un daño terrible en el trasero. La muchedumbre estaba tan sorprendida como él, que no tardó en arrastrarse por debajo de la estructura para ponerse a salvo.

Jenkins, visiblemente furioso, comenzó a dispararle, pero una bala impactó en el revolver, lanzándolo por los aires. Fue entonces cuando todos se percataron que, tras la muchedumbre se encontraba un hombre montado en un caballo de pelaje cobrizo. En su mano sostenía un humeante revolver. Su traje oscuro y bien arreglado contrastaba con la barba de tres días. El joven Jenkins lo miró con una mezcla de rabia y miedo.

—¿Quién es usted? —intervino el sheriff, por primera vez.

—Jefferson Hope. Agente Jefferson Hope, de la Pinkerton. Vengo siguiendo a ese hombre —señaló al charlatán— desde Oregón. Es Laredo Bentham, un afamado timador.

—Bueno, señor Hope —continuó el sheriff—, de ser eso cierto, habrá de algún modo de demostrarlo.

Sin mediar palabra, el agente sacó de las alforjas de su caballo uno puñado de papeles que le entregó al sheriff. Uno de ellos era la orden de búsqueda, otro un listado de zonas por las que tendía a moverse, una breve descripción del sujeto y un último en el que instaba a las fuerzas del orden a colaborar con dicho agente y a no entorpecer su trabajo.

—Esta bien —cedió el hombre—. Muchachos, agarradlo. Aunque se lo vaya a llevar, no se opondrá a que los muchachos le dejen un recordatorio de nuestro pueblo, ¿no?

Laredo Bentham hizo una mueca de terror cuando una docena de manos lo agarraron de cada parte del cuerpo que pudieron. Lo lanzaron nuevamente al suelo, en mitad de un corro de gente dispuesta a sacarle los dientes uno a uno.

—¡Alto! —habló el agente—. Que nadie le toque un pelo. Limitaos a atarlo y ya.

Entre refunfuños los hombres obedecieron. Aprovecharon, eso sí, para atar las cuerdas con tanta fuerza que, cuando Hope lo subió al caballo, sus manos estaban tornándose de un tono azulado.

—Antes de partir, ¿Dónde está el carro de este hombre? —preguntó, descabalgando.

—Allí —señaló una de las pocas señoras que se habían sumado al linchamiento—. Cerca de la casa de postas.

—Gracias —agradeció, inclinándole el sombrero.

Ante la mirada de todos, Hope caminó hasta el carro seguido de su caballo. El gentío lo siguió, expectante de lo que fuera a hacer. Sin hacerles caso ocupó el asiento del piloto, tomó las riendas y lo empezó a conducir. Fue entonces cuando el sheriff lo interceptó.

—Agente Hope, espere, ¿Qué hay de nuestro dinero? El dinero que esa vil rata nos ha robado.

—Lo lamento sheriff, pero ese dinero es la prueba de un delito, así que debo llevármelo conmigo hasta que las autoridades pertinentes hayan dictado sentencia.

—No es justo —gruñó Jenkins—. Ese dinero es nuestro.

—Lo lamento, hijo —respondió el agente, sin demasiada empatía—. Sirva de lección para la próxima, no hay que fiarse de los charlatanes.

Y con estas palabras, el agente marchó del pueblo, seguido de su caballo con el fugitivo Laredo Bentham. En el pueblo se estableció una ley del silencio por la cual nadie hablaría nunca de aquel incidente y todos harían como si nunca hubiese sucedido. Era muy humillante sentirse engañados por un mercachifle, pero que encima no hubiesen tenido la posibilidad de escarmentarlo era lo que más les dolía. Incluso llegaron a quemar todos los periódicos que les llegaron durante el siguiente mes, por si les llegaba la noticia de que el tal Laredo Bentham había logrado salir indemne de su delito.

—¿En serio, Jefferson Hope? Me da que alguien ha estado leyendo esos relatos de detectives otra vez.

—¿Qué? —se encogió de hombros—. No es un mal nombre. Además, no deberías quejarte, pues ha sido Jefferson Hope el que te ha salvado a ti y a tu dinero.

—Sí, muchacho, tienes razón, me disculpo —le inclinó la chistera, desde el asiento del conductor—. ¿Sabes? Esta vez pensé que no llegabas.

—Que poco confías en Cordova, Laredo —acarició el cuello de su corcel, que le respondió con un relincho—. El la yegua más rápida que hay a este lado del rio Bravo.

—Y tú el mejor pistolero, Billy Kodak, y tú el mejor pistolero. Mira que acertarle justo al pico de la veleta desde donde estabas.

—Si te soy sincero —agachó un poco la cara, ocultando su expresión de vergüenza con el ala del sombrero—, estaba apuntando al cuello.

Laredo Bentham estalló en una carcajada tan sincera que se la contagió a su compañero de fatigas. Lo conocía desde que era un mocoso y aun así seguía sorprendiéndolo día a día. No solo por su habilidad con el revolver, sino por su capacidad para salvarle el culo con planes que solo a él se le ocurrirían.

—Muy convincentes los papeles, por cierto, ¿de donde los sacaste? Pareciera que la propia Pinkerton le había puesto precio a mi cabeza.

—No te extrañe, Laredo, con los líos en los que te metes, deberías ir poniéndote guapo para cuando tu foto adorne las paredes de todas las oficinas de sheriff, desde aquí hasta Oregón—. Le guiñó un ojo, cómplice—. En cuanto a los papeles, ¿recuerdas a Sally, la chica de Saint Germain?

—¿LA OFICINISTA? —exclamó con una sonrisilla pícara—. Eres todo un don juan, William.

El hombre rio, encogiéndose de hombros.

—¿Sabes? Me voy a dar el lujo de tomarme unas largas vacaciones por una larga temporada. Esto de estar en mitad de los focos me empieza a desgastar, y uno ya no es tan joven como antaño.

—Prueba un poco del tónico milagroso del doctor Woodrige, igual te ayuda —se burló Kodak.

—Eres un idiota redomado —respondió Bentham, carcajeándose—.Por cierto, muchacho, ¿A dónde irás ahora?

—A Greenville —su rostro se ensombreció al pronunciar aquel nombre—. Tengo un asunto que resolver allí.

No volvieron a cruzar palabra hasta llegar a una bifurcación del camino, donde se despidieron. Laredo estaba preocupado por su amigo, pero sabía que tarde o temprano llegaría el día en el que cabalgase hacia Greenville. En ese pueblo de mala muerte le esperaba su destino y la redención que tanto esperaba. Y, viéndolo galopar hacia el sol de poniente, alzó su plegaria al cielo.

—Ojalá los hados estén de tu lado, muchacho. Ojalá volvamos a encontrarnos y me relates todas tus hazañas. Hasta entonces, galopa sin miedo, hijo, que yo me haré cargo de que el mundo entero conozca la leyenda del legendario pistolero, Billy Kodak.

domingo, 12 de noviembre de 2023

Memorias de un pasado que nunca existió


Notaba una suave y cálida caricia en la cara, acompañada de una dulce voz de mujer. Estaba cómodo, se sentía protegido bajo la cariñosa voz de su madre. «Vamos, hijo, tienes que despertar» le repetía, una y otra vez, pero él solo quería quedarse ahí y descansar.

Sintió un tirón en el brazo, y más voces a su alrededor. Aún tenía ganas de estar acurrucado al calor de aquel lugar, que no sabía muy bien cual era. Volvió a escuchar la voz femenina y se hundió contra el lecho, pero la voz volvió a insistirle en que se despertase.

Abrió lentamente los ojos, no tenía muy claro donde estaba y no recordaba muy bien lo que había hecho el día anterior. Una luz blanca le molesto en la retina, «definitivamente he muerto» pensó, mientras abría lentamente los ojos.

Despertó desorientado, en una habitación muy blanca. Comprobó que estaba en una cama sencilla, y le sorprendió que las sábanas fuesen verdes y oliesen a medicina. Lentamente fue recuperando el resto de los sentidos. Cuando el odio empezó a trasmitirle señales a su cerebro de nuevo, escucho un leve pitido. Intento girar la cabeza, pero le dolía el cuello «¿Cuánto tiempo he dormido?, ¿Dónde estoy?» pensaba, mientras intentaba recordar.

Sintió una fuerte punzada en la cabeza al intentar bucear en sus memorias. Le entró el nerviosismo e intento levantarse, pero no tenía fuerzas suficientes para mover su cuerpo. Se miró de arriba abajo. Encontró una vía clavada en el antebrazo y, siguiendo el tubito, descubrió todas las maquinas a las que estaba enchufado.

Se asustó. No recordaba cómo había llegado allí, pero debía ser grave. Intentó levantarse de nuevo, pero seguía sin poder moverse. Notaba los músculos abotagados y palpitantes, como si llevase mucho tiempo inmóvil. Tampoco sentía olor alguno y, al intentar hablar, no fue capaz de articular ningún sonido porque tenía la boca seca y pastosa, como si se hubiera levantado de una poderosa resaca.

Intentó moverse de nuevo, aunque fue en vano. Se dio cuenta de que tenía el brazo entero completamente vendado. Supuso que las vendas le seguían por su hombro y abdomen, porque había empezado a notar un hormigueo extraño por esa zona.

Empezó a hiperventilar, como cada vez que no podía controlar la situación. Hizo otro intento vacuo de levantarse. Su cuerpo no respondía. Intentó entonces incorporarse, pero tampoco lo logró. Sentía que una mano invisible le frenaba el pecho cada vez que se intentaba levantar.

Escuchó unos pasos recorriendo un pasillo. Presa de un pánico inconsciente hizo otro intento, pero tampoco funcionó. Los pasos cada vez estaban más cerca y él seguía inmóvil. Indefenso. Intentó pensar en que podría estar pasando, reconstruir los hechos hasta ese punto, pero solo consiguió que le doliese la cabeza aún más.

Los goznes de la puerta rechinaron un poco, entrando una mujer vestida de blanco, con una chaquetilla azul a la habitación. Era una enfermera. Portaba entre sus manos llevaba una tablilla con el informe del paciente, que se le cayó al ver que estaba despierto.

—¿Está despierto? —le preguntó, queriendo hacer un diagnóstico del estado del paciente.

—¿Sí? —respondió él, tímidamente—. ¿Me puede decir dónde estoy?

—En el hospital —resolvió la enfermera, analizando cada gesto que tenía el hombre—. Sufrió un accidente hace unos meses…

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Qué hospital es este? ¿Dónde estoy? —Un millar de preguntas brotaron de la boca del chico.

—Tranquilícese, por favor. Lleva mucho tiempo en coma, es normal que esté desorientado.

Se llevó las manos a la cara, hacia un rato que no le importaba lo que dijese la enfermera. Intentó recordar lo que sucedió en el supuesto accidente que le había dicho, pero su mente bloqueaba ese recuerdo. De hecho, bloqueaba todos sus recuerdos.

—Bueno, ya que está despierto, no le importara contestarme unas preguntas—. La enfermera no tenía tacto ninguno, simplemente quería quitarse trabajo.

—…

—Bueno, como quien calla otorga, empecemos. ¿Nombre?

Frunció el ceño, intentando hacer más fuerza para pensar, pero nada. De nuevo la jaqueca, esta vez acompañada de arcada. La enfermera tuvo que acercarle una palangana para que vomitase.

—Tranquilo, vale, no te esfuerces mucho —lo intentó tranquilizar—. Solo piensa un poco, ¿Cómo te llamas?

—No…No lo sé—. Tartamudeó, dándose cuenta de que no recordaba absolutamente nada.

La sensación de vacío se apoderó de su cuerpo. No era más que un envoltorio de carne en un mundo lleno de sentimientos y sentimentalismos. Había perdido todos sus recuerdos, su cerebro se había vaciado completamente, y eso lo hacía sentirse mal.

—Pues bien vamos, porque llegaste aquí sin identificación, y casi desnudo.

—Tengo que salir de aquí—. La ansiedad iba in crescendo. Ya no estaba pensando con claridad, solo soltaba pensamientos en voz alta—. Debo salir de aquí.

—Tranquilízate, por favor.

No podía tranquilizarse, tenía que salir de ahí cuanto antes y descubrir quién era y que le había pasado antes. La ansiedad crecía. No podía respirar. Las paredes se le estaban haciendo más pequeñas, cada vez le costaba más coger aire. Sacó fuerzas de todo su cuerpo logrando incorporarse. Solo pensaba en salir de allí, así que no le importo arrancarse la vía.

—¡Eh! ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Tranquilizate, ¿vale?! ¡No puedes irte!—. La enfermera se interpuso entre él y la puerta—. ¡Aun no te hemos dado el alta! ¡Ni siquiera sabemos si tienes secuelas!

—¡Apártate, bruja! —susurró, mientras la hacía a un lado.

Ella, para impedir que él se fuese, le agarró del antebrazo vendado, causándole un grave dolor. En lugar de doblarse por la mitad, y contrario a lo que la enfermera pensaba que sucedería, se revolvió como un jabato y, sin pensárselo dos veces, le soltó un puñetazo en la cara. No sabía por qué lo había hecho, pero había resultado.

La enfermera cayó de espaldas, inconsciente, al suelo. El muchacho, comprobó si aún respiraba la subió a la cama y la ató con la sabana a la cabecera metálica. Luego le quitó la chaquetilla azul y se la puso. Estaba ridículo pues, en su cuerpo, más que una chaqueta parecía un chaleco. Recogió su pantalón vaquero del único sillón, se lo puso y se remetió el camisón blanco, para que no lo descubrieran.

Salió al pasillo, tambaleándose. Le vino otra nausea, pero la contuvo a tiempo. Todo le daba vueltas. Se apoyó en la pared para tomar aliento y le vino una tercera. Un celador que pasaba por allí, empujando una camilla vacía, se preocupó por él, pero enseguida hizo una broma para calmar la situación. El celador, no dándole mayor importancia, siguió con su camino, canturreando una canción.

Tardó unos minutos en continuar el camino. La cancioncita se le había quedado en el cerebro, posiblemente era lo único que tenía en ese momento ahí. Hizo lo posible por mantener la compostura mientras recorría los laberínticos pasillos. Tenía que salir de allí rápido y comenzar a buscar cosas que le ayudasen a recuperar su memoria. Nunca le habían gustado los hospitales, y aunque sabía que allí podrían ayudarlo, no quería quedarse allí.

Evitó el ascensor principal, deambulando por la planta que estaba durante un rato, hasta que encontró un plano de esta. Giró un pasillo hacia la derecha, siguió recto un poco, giró otra vez a la derecha y una última vez hacia la izquierda, recorrió otro pequeño pasillo y llego a su objetivo: la escalera de incendios.

Bajó la metálica escalera, intentando hacer el menor ruido posible, pero resultaba imposible. La vieja estructura crujía a cada paso que daba, cada vez que llegaba a un rellano, parecía que sobre ella estaba corriendo un equipo de fútbol. La barandilla se iba descascarillando bajo el roce de su mano, tiznándola de un azul oxidado.

Llegó al final de la escalera, pero había un problema, el último tramo estaba cerrado con un candado. No había manera de salir de allí, así que volvió a subir hasta el último rellano. Había más de dos metros de caída, pero no dudo en saltar la barandilla y aterrizar contra el frio asfalto. Noto como los músculos se le contraían haciendo que todo el cuerpo se le estremeciera por el dolor.

Aun no estaba curado del todo, aun no le respondía todo el cuerpo como a él le hubiese gustado. Fue hacia la entrada, con la mirada fija en el suelo y las manos en los bolsillos. Canturreó la cancioncita del celador queriendo disimular. Junto a la salida de las ambulancias, había un par de enfermeros fumando que lo saludaron, pero no les hizo caso.

—¿Qué mosca le habrá picado? —comentó uno, lo suficientemente alto como para que lo escuchase.

—Yo qué sé, déjalo, ¿no ves que es nuevo? —respondió el otro, en tono burlón—. Ya se enterará de que aquí hay que respetar a los veteranos.

Se quería girar para decirles cuatro cosas a aquellos dos imbéciles, pero no merecía la pena. Salió temblando por la puerta principal, en parte por el frio que hacía a pesar de estar en primavera.

El hospital estaba un poco apartado del resto del mundo, por lo que apenas pasaban coches por allí. Salir de lo que él consideraba una “cárcel blanca” le hizo tranquilizarse un poco. La ansiedad fue disminuyendo y eso era buena señal. Intentó volver a recordar cosas sobre él, pero le resultó imposible recordar lo más mínimo.

Veía los coches pasar muy de vez en cuando, aunque ninguno parecía verlo a él. El estómago le rugió, si era verdad que llevaba tiempo en coma, haría mucho desde la última vez que su boca probase bocado. De repente, escuchó un frenazo a sus espaldas que lo hizo saltar instintivamente.

—¿Ey, necesitas ayuda? —gritó una voz femenina—. ¿Te encuentras bien?

Se dio la vuelta para ver quién era la que le estaba hablando. Se encontró de frente con una chica joven, de unos veintipocos años. Llevaba un pantalón de montañero y un chaleco rojo sobre una camiseta de manga larga de color negro. Llevaba el pelo alborotado, lleno de rastas y trenzas, recogidas en una caótica coleta.

—No, no, gracias —respondió él, tambaleándose.

—Vamos, mírate, estas hecho un asco —señaló ella, saliendo del coche—. Va, que te llevo al hospital…

Se quedó mirándolo durante un rato, inspeccionándolo en silencio. Sabía que había algo que no le cuadraba, pero no terminaba de verlo. De pronto, como si un rayo le iluminase el cielo, lo vio; el chico llevaba el uniforme del hospital, ¡pero en la placa había un nombre de mujer!

—¿¡Te has escapado de allí!? —chilló, a pleno pulmón—. Vamos, sube, tengo que llevarte de nuevo… podría ser peligroso para tu salud deambular por ahí tu solo.

—No me encuentro tan mal —refunfuñó él—. Además, no necesito tu ayuda.

—Me niego a dejarte aquí, si no subes, llamaré al 112 y vendrá la ambulancia a por ti.

—Mujer, ya te he dicho que no me encuentro mal, y que no necesito tu ayuda—.Ya había empezado a molestarlo—. No te pedí que pararas, has sido tú la que lo ha hecho, así que no te indignes si no acepto tu ayuda.

La chica se enfadó, se le notaba en la cara. Ella, que se había bajado con toda su buena intención, no merecía ese trato. Se subió al coche de mala gana, cerrando la puerta de un violento portazo. No había avanzado ni dos metros, cuando vio por el retrovisor al chico haciéndole gestos. Paró, esperándolo para que se acercase.

—Oye, que me lo he pensado mejor y que sí que necesito un poco de ayuda —estaba avergonzado—. Si no te importa…

Ella lo miró en silencio, degustando la cara de sufrimiento de él. Aquella situación alimentaba su orgullo herido. Al final, después de tenerlo dos minutos apoyado en la puerta del coche, le dejó pasar. El interior del coche olía un poco fuerte, como a marihuana, pero no se atrevió a mencionar nada. No se sentía en la posición de criticar nada por si volvía a dejarlo tirado o, aún peor, lo devolvía al hospital.

—Y dime, ¿Por qué estabas huyendo de allí? —habló ella, cuando llevaban un rato.

—Si te soy sincero, no me gustan los hospitales.

—Joder, pero por eso no tienes que escaparte de ellos…

—Ya… Ha sido un poco brusca mi “salida”, pero lo necesitaba… ¿Nunca has sentido la necesidad de huir de algún sitio?

Ella se quedó callada, reflexionando. El silencio se apoderó del coche durante un buen rato. A él le parecía raro que el hospital estuviese tan lejos de cualquier pueblo, pero ella le aclaró que era un hospital especializado en pacientes en estado vegetativo y en coma, que así vaciaban las habitaciones de los hospitales en los que había pacientes “normales”. A él le pareció raro, nunca había escuchado que existiesen ese tipo de hospitales, pero ella le explicó que era de los pocos que había en Europa, el único que había en España,

—Estamos a la vanguardia del mundo—. Estaba orgullosa de ello.

Tras una hora de camino, con ella sin parar de hablar, empezó a divisarse una gran ciudad al horizonte. Él se quedó mirándola muy fijamente, queriendo adivinar donde estaba, pero no tenía ni idea.

—Bueno, no me has dicho como te llamas.

—Es que… no lo sé —respondió él, de nuevo avergonzado—. Por eso estaba en aquella cárcel blanca.

—Joder, que putada —soltó, como salido del alma—. ¿Y qué vas a hacer?

—Pues no lo había pensado…

—Si quieres puedes quedarte un par de días en mi casa, hasta el lunes que vuelve mi hermana. Pero no puedo hacer más por ti.

—Oh, no, no hace falta —se apresuró a rechazar, pero le rugió la tripa—. Aunque, una buena cena no me vendría nada mal.

Ella sonrió y volvió el silencio al coche. Entró en la ciudad manejando como un piloto de carreras. Pasaron media hora callejeando, para evitar los atascos y semáforos impertinentes. Ella conducía de manera un poco brusca, al límite del reglamento. Llegaron a una calle bastante estrecha, con apenas un carril. El coche comenzó a frenar a medida que la calle terminaba, parecía que no iba a dar tiempo a que se detuviese antes de salir a una avenida más ancha y transitada. El muchacho se agarró al asidero de encima de la puerta, quedándose con el en la mano. Ella soltó una carcajada al verlo así de acojonado y, tirando de habilidad y freno de mano, logró parar el vehículo justo cuando quiso. Se bajó, aún entre risas, para abrir el portón metálico del garaje.

—Bueno, pues ya estamos aquí.

Sacó un par de bolsas del maletero y salió por la pequeña puerta del garaje, seguida por el chico. Le pidió que le sujetase una bolsa, mientras abría la puerta del portal y ambos se metieron en el estrecho ascensor. Fue un momento un poco incómodo, no sabiendo muy bien como actuar hacia ella.

Llegaron hasta el quinto, ella abrió la puerta, aunque dejó que él entrase primero. Era un piso pequeño, pero bastante aceptable. Lo primero que vio fue una mesita llena de fotos de la chica en cuestión, y otra, que posiblemente fuese su hermana.

Ella le dio un empujón para que avanzase hasta la cocina, que era lo que estaba frente a la puerta de entrada. Dejaron las bolsas y ella le se fue a dar una ducha, mientras él se quedaba en el salón, intentando recordar.

A la hora, salió del baño, envuelta en una toalla. Casi sin pensarlo le ofreció la ducha a él. De nuevo el momento fue un poco incómodo para él, que no dejaba de intentar desviar la mirada del cuerpo de la mujer. Ante la insistencia de ella, pensando que de no aceptar no se iría de la puerta, terminó aceptando.

Un baño no le vendría mal, a lo mejor se despejaba un poco. Estuvo un buen rato debajo del agua, le gustaba la sensación de las gotas corretear su cuerpo. Aprovechó su desnudez para inspeccionarse el brazo derecho, del cual se acababa de quitar la venda. Tenía una gran cicatriz que le recorría el antebrazo entero, por la parte exterior. Se quedo mirándolo un segundo, pero enseguida le dio una punzada en la cabeza. Posiblemente esa cicatriz tuviese algo que ver con su pérdida de memoria, o por lo menos sería una pista.

Agarró para secarse la primera toalla, y única, que allí había. No tenía ropa que ponerse, así que salió envuelto en la toalla, sin saber muy bien a donde ir. Se sentía un poco ridículo, la toalla era pequeña, de mano, por lo que apenas podía cubrirse las vergüenzas. Por suerte, la chica lo vio desde la cocina y le gritó:

—En diez minutos estará la cena, te he dejado ropa en la habitación de la izquierda. La segunda puerta. Era de nuestro antiguo compañero de piso. ¡Menudo cerdo!—. Acompañó sus palabras con un violento corte a una zanahoria. Ante la mirada estupefacta de él, aclaró—. No porque no se lavase, no me malinterpretes, es que creíamos que era el novio de la otra, pero era un cerdo que se acostaba con las dos. Era más o menos de tu misma altura, así que su ropa te valdrá.

Se metió sin comentar nada, la verdad es que era un tipo bastante callado, así que cuanto menos tuviese que hablar, mejor. Ella había sacado del armario un pantalón parecido al que ella había llevado horas antes, una camiseta negra y branca de rayas horizontales y una sudadera negra, que le quedaba como un guante.

Antes de ponerse la camiseta, volvió al baño a buscar gasas para vendar su antebrazo. Volvió a la habitación, se vistió, se vendó de una manera casi profesional y fue a cenar. Estuvieron un rato charlando de cosas sin sentido, cosa que aprovechó para ponerse un poco al día. Aunque la enfermera le hubiese dicho unos meses, él sospechaba que había estado más, porque había muchas cosas que desconocía.

Se fue haciendo tarde, y al darse cuenta de que no tenía a donde ir, no pudo rechazar la oferta de la muchacha de quedarse a dormir, aunque solo sería una noche y no todo el fin de semana.

—Por cierto, en ningún momento te he dicho mi nombre —se disculpó ella, desde la puerta de la habitación—. Me llamo Amaya.

Él sonrió nervioso al no poder contestarla. Pasó toda la noche dando vueltas, empapado en sudor. No paraba de tener sueños extraños que querían decirle cosas, pero al despertar sobresaltado en mitad de cada uno, no era capaz de recordar apenas nada. Al final durmió un par de horas intercaladas, sin llegar a descansar del todo.

A las siete de la mañana, despues de un largo rato dando vueltas sin llegar a conciliar el sueño, decidió levantarse. Aún era temprano, pero ya no podía estar más tiempo acostado. Trasteó un poco por la cocina, buscando algo con lo que desayunar. Se preparó un café y un par de tostadas. Algo habría que desayunar, a pesar de no tenía mucha hambre.

Rebuscó por los cajones que tenían los muebles de la cocina en busca de un papel y algo con lo que escribir. Cuando lo encontró, escribió una nota de despedida para la chica, recogió lo que había utilizado y se fue.

Ella le había dicho la noche anterior que podría llevarse la ropa que quisiese, incluso la mochila zarrapastrosa que había en el armario de “su habitación”. Recogió la mochila, la llenó de la ropa del pobre muchacho y salió por la puerta sin despedirse, más allá de la nota. Le hubiese gustado pedirle algo de dinero, pero no tenía la suficiente confianza y ella ya había hecho demasiado por él.

Nada más poner los pies en la calle, el frío de la mañana le despejó los pulmones. Dedujo que tenía que estar en algún punto del norte de España, aunque no era capaz de discernir muy bien en cual. Comenzó a deambular sin rumbo, la verdad era que no había pensado muy bien lo que iba a hacer, ni cómo iba a empezar a buscar pistas que le ayudase a recuperar la memoria.

Llevaba un rato caminando sin rumbo, cuando escuchó un grito. Sin saber porque, como si un impulso eléctrico lo moviese, echó a correr hacia aquel chillido, para ayudar a quien fuese. No sabía por qué estaba haciendo eso, era como si una fuerza ajena moviese su cuerpo como una marioneta. Aun no yendo con él, sentía que tenía que hacerlo.

—Vamo’ vieja, trae p’acá los “lereles”.

Tres tipos con pinta de pandilleros estaban atracando a una viejecita en un callejón. El que tenía pinta de líder, se acercó y le arrancó el bolso de entre las manos, haciendo que la señora trastabillase y se tambalease.

—Gamberros, devolvedme eso —gimoteó la anciana.

—Puta vieja, se nos pone farruca —dijo uno de los canis, dándole un empujón.

Entre los tres empezaron a empujar a la señora, hasta que consiguieron que se cayese. El chico los estaba mirando furioso, mientras apretaba los puños. Volvió a sentir ese impulso eléctrico y empezó a correr hacia los canis.

—¡Dejadla en paz! —chilló, mientras se interponía.

Se colocó delante de la señora, con los brazos en cruz, para que los pandilleros no pudiesen hacer nada contra ella. Los tres se miraron, incrédulos, hasta que uno decidió atacarlo. Bastante tenían con que la anciana se hubiese resistido, como para que ahora apareciese un héroe.

—Vamo’ a partirle to’l gepeto.

—Sí, premoh, vamo’ a destrozarlo.

Uno de ellos sacó una navaja y fue contra él sin dudar, mientras que el primero que había decidido atacarlo, ya estaba casi a punto de darle un puñetazo. Como si de un acto reflejo se tratase, el chico agarró al primer atacante y lo lanzó por encima del hombro.

El segundo se quedó quieto. Había detenido su carga en seco, al darse cuenta de que aquel tipo extraño hacia una especie de judo más bestia. Dio un par de pasos hacia atrás, antes de lanzarse locamente contra el chico. Había tenido suerte contra el primero, que estaba desarmado, pero él llevaba una navaja, eso era una gran ventaja.

El chico cambio un poco la postura, apretó los puños delante de su cara y levantó un poco la rodilla derecha, sin dejar de apoyar el pie en el suelo. El tipo de la navaja perdió la concentración por un momento, bajando la guardia. Esa abertura la aprovechó para impactarle un rodillazo en la cara, mientras le daba un codazo en el antebrazo que le arrebataba la navaja.

Era una navaja de mariposa preciosa, jugueteó con ella entre los dedos antes de lanzarla entre las piernas del tercer cani.

—¡Perro, hijueputa! —chilló, mientras huía de la zona, seguido de sus dos secuaces.

El muchacho le acercó el bolso a la señora, al tiempo que le ofrecía el brazo para que pudiera incorporarse. Ella no había hecho más que agradecerle cuando escucharon unas sirenas detrás de ellos. El chico se giró al tiempo que veía un par de policías acercándose a él. El acto reflejo actuó de nuevo y uno de los policías acabó en el suelo.

El otro se sorprendió mucho, reculando un par de pasos mientras sacaba su arma reglamentaria. Antes de que hiciese nada, el muchacho se dio cuenta de lo que había hecho y le ofreció las muñecas para que lo esposase. El policía obedeció ante la autoritaria mirada del muchacho, que pese a su corta edad tenía un halo que imponía.

Estuvo en un calabozo durante dos horas, lo que tardó la mujer en testificar a su favor. Resultaba que un vecino había visto la pelea y había avisado a la policía, que no tardó en aparecer, aunque los pandilleros ya se habían ido. Ese vecino también estaba en la comisaría, y no dudó en disculparse al verlo.

—Bueno, chico, ya para acabar, puro trámite —el policía de la ventanilla era muy amable—. Por favor, dime tu nombre, tu edad y tu lugar de residencia.

—Lo siento, pero es que no lo sé —respondió, avergonzado—. Se ve que tuve un accidente hace tiempo y ahora no soy capaz de recordar nada—. Alzó la vista hacia el techo, intentando recordar algo—. Hace poco que he salido del hospital—mintió finalmente.

—Por lo menos di en qué hospital estabas, seguro que ellos nos pueden facilitar tus datos. —Se rascó el policía el mentón, pensativo—. De todos modos, ¿allí no te los dijeron?

—Tampoco sabían mis datos, esperaban que yo se los dijese al despertar. No tengo documentación de ningún tipo.

Era la primera vez que sucedía eso en esa comisaria, así que no sabían muy bien cómo proceder. El poli de ventanilla llamó al capitán, que tampoco sabía exactamente cómo solucionarlo. Fue entonces cuando uno de los policías que habían detenido al muchacho, el que no estaba en la enfermería, se cruzó con ellos.

—¡TÚ! —le gritó, a menos de un palmo—. Tú eres el tipo que noqueó a Pérez. Eres muy raro, no conocía a nadie capaz de utilizar el sambo a ese nivel.

—¿Usuario sambo? —repitió el capitán, al que se le iluminó la cara por la idea que le acababa de nacer—. ¿En serio?, se quién puede ayudarte, chico.

Lo metieron en un coche y condujeron, en silencio, durante un rato muy largo. El chico no sabía muy bien hacia donde estaban yendo, pero el simple hecho de poder encontrar a alguien que le ayudase a recuperar la memoria le valía. Cuando reconoció la carretera que volvía al hospital se tensó, buscando la manera de salir de allí sin montar otro disturbio, pero suspiró con alivió cuando lo dejaron atrás.

Llegaron a un cuartel militar. Según el capitán de policía era el más cercano en kilómetros a la redonda y, aunque hubiera uno más cerca también terminarían yendo a aquel, pues no era la cercanía lo que les importaba, sino el hombre que estaba al mando de todo aquello.

El coronel Ulrich, era un tipo grandote y rubio, como buen alemán. Sus abuelos habían acabado en España en la época nazi, por diversos motivos y, al igual que su abuelo y su padre, el joven Ulrich había terminado siendo parte del ejército.

—Vaya, así que este es el chico—. Comenzó a inspeccionarlo de arriba abajo.

No le sorprendía en absoluto, incluso dudaba de que fuese capaz de utilizar el sambo aún en un nivel muy básico, y muchísimo menos dominarlo al nivel que describía el policía.

—¿Así que tú derrotaste a tres pandilleros, solo?

—Sí, señor.

—¿Y tumbaste a un oficial de policía?

—Sí, señor.

—Eso solo demuestra que la policía es una autentica inútil —se mofó el coronel, acompañado de una socarrona voz.

El coronel se dio la vuelta, ordenándoles con un gesto que los acompañasen al patio. Medio centenar de reclutas hacían ejercicio en el patio trasero. El coronel llamó a un par y le pidió al joven policía a que se enfrentase a cualquiera de ellos. Se suponía que era el primer año de instrucción de los reclutas, y aún así, los dos derribaron al policía en menos de medio minuto con demasiada facilidad.

—¡Veis! La policía es una inutilidad, los militares deberían encargarse del control de todo —se volvió a burlar Ulrich.

—Con el debido respeto, usted no lo vio combatir, coronel Ulrich, yo sí —se defendió el policía—. No creo que estos dos le lleguen a la altura del zapato.

«Veámoslo» pensó el coronel, al tiempo que agarraba al muchacho por el hombro. Fue un ataque sorpresa en toda regla, que el muchacho solventó con bastante eficacia. El coronel acabó panza arriba en el suelo, con una cara de rabia que no podía soportar. Se puso en pie de un salto y volvió a atacar a las bravas, con idéntico resultado. Aquel muchacho volvió a defenderse, adoptando de nuevo la segunda pose que había usado contra los maleantes. Aunque era fácil de distinguir la guardia del kickboxing, se la veía demasiado tosca, como si fuese un kickboxing más primitivo y sin pulir.

—¿Quién te ha enseñado esas técnicas? —inquirió un malhumorado Ulrich, levantándose del suelo.

—No lo sé, o no lo recuerdo, señor —se disculpó el muchacho.

—Pues te lo hare recordar a golpes si hace falta —lo amenazó, a menos de un palmo de su rostro—. Pásate por recepción y pide que te den un uniforme, mañana al toque de diana quiero verte en mi despacho recluta “1191892015”. —Sin mirarlo se alejó, de vuelta a sus quehaceres—. Recuerde ese número, muchacho, es lo más cercano a una identidad que tendrá… por ahora.

El joven no sabía qué hacer. Estaba ilusionado por empezar su nueva vida, para ver si podía recuperar los recuerdos del pasado. Todo aquello le resultaba extrañamente familiar, pero no sabía exactamente por qué. Muchas preguntas y muy pocas respuestas rondaban su cabeza, aun sin respuesta.

domingo, 5 de noviembre de 2023

Akku, el Segador


No es fácil quitar una vida, pero alguien tiene que encargarse de hacerlo. No es fácil quitar una vida. Da igual los orígenes de la persona, el final siempre es el mismo. No es fácil quitar una vida. Los hay que lo encajan con más entereza, casi desafiando a la propia muerte; otros, en cambio, sollozan y suplican por un poco más de tiempo, como si fuese a servirles de algo. Las personas que pertenecían al segundo grupo eran más odiosas, tomando una confianza casi familiar, con tal de reblandecer y acceder al parapetado corazón de su asesino. No era fácil quitar una vida… en ocasiones.

Las noches sin luna eran sus favoritas para trabajar. Amparado bajo el negro manto de la bóveda celeste, calmado y silencioso, se movía en la sombra para acrecentar la leyenda que le precedía. Un asesino certero, despiadado como un demonio y sigiloso como el propio humo. Le gustaba ser temido, le facilitaba el trabajo, pero también se sentía tremendamente vacío y alejado del mundo. No era más que una herramienta en manos de quien pagase. Por eso, para mantener su humanidad, siempre solía ir al templo a rezar por el alma de su víctima antes de acabar con ella. No se sentía juez sino verdugo y no se veía capacitado para juzgar a la gente… No a toda la gente, por lo menos.

Le habían encargado acabar con un guerrero disidente al emperador. Era un rebelde, supervivientes de la Rebelión de los Nenúfares, de los pocos que se habían recluido en las montañas después de la derrota frente al ejército imperial, aunque aún desde su exilio, seguía siendo molesto.

Había tardado tres días a caballo, desde la capital, y otro día más a pie, hasta dar con el pequeño y remoto pueblo en el que decían que se encontraba su presa. El pueblo no era muy grande, tres o cuatro pequeñas casas tradicionales, una pequeña taberna y un pequeño riachuelo de aguas tan cristalinas que parecían un espejo, serpenteaba tranquilo bajo un puente de tablas. Unos metros más al sur, había un par de arrozales florecientes.

Se instaló en una posada regida por una joven mujer de carácter duro, pero gesto amable. No quería mezclarse con los pueblerino, pero la joven le cayó en gracia, por lo que disfrutó de su compañía los pocos días que estuvo allí habitando. Era, la muchacha, demasiado habladora con un par de tragos de más, así que se aprovechó de ella para obtener la información que necesitaba.

Tanteó el terreno un par de veces, antes de establecer su plan de ataque. Buscaba hacerse un mapa mental de la zona, tener controladas las posibles vías de escape, las zonas del terreno de las que sacar ventaja. Cómo si fuese una pintura, su mente recreó con cirujana precisión hasta los más recónditos recodos. Cuando estuvo satisfecho con el plan creado esperó un día más, hasta que la luna desapareciese del todo, y fue entonces cuando se lanzó a ello.

Pasó rápido por el puente, sabía que casa era a la que debía llegar, la única que destacaba. Recorrió las calles en el más absoluto silencio, como si fuese una sombra, hasta llegar al frente de la morada de su objetivo. Debía subir un largo tramo de escalera de madera antes de plantarse ante la puerta. No había pisado el primer escalón, cuando escuchó el sonido de pisadas y el tintineo de espadas en las vainas. Profirió un profundo suspiro, mientras se giraba lentamente, para encarar a los cuatro hombres que lo querían enfrentar. Verlos temblar le dibujó una sonrisa fanfarrona en los labios.

—¡NO TE DEJAREMOS LLEGAR A NUESTRO LÍDER!

No tenía ninguna gana de pelear contra nadie. No entraba en sus planes aquel enfrentamiento, pero no tenía más remedio. Detestaba cuando pasaba aquello, cuando se interponían en su camino, dispuestos a sacrificarse por alguien. No entendía aquel acto, a su parecer, estúpido y egoísta, aquella necesidad de sacrificarse para ganar tiempo y dificultar su tarea.

Aquellos cuatro hombres le harían perder, a cálculos propios, unos dos preciosos minutos. Dio un paso hacia adelante, hacia el hombre que había gritado y, con un veloz movimiento, le seccionó la garganta. Los otros tres retrocedieron al ver como su líder caía de rodillas y, tras un infinito segundo, se le separaba la cabeza del cuerpo.

—A… A… ¡A por él! —gritó uno de los tres, lanzándose a su muerte.

La espada entró por el pecho y salió por la espalda, atravesando el corazón y un pulmón y matándolo en el acto. La espada del hombre cayó al suelo y el asesino la levantó con el pie izquierdo, impulsándola hacia su mano libre. Los otros dos hombres se miraron y luego al hombre que ya había acabado con sus dos compañeros. Temblaban, eran demasiado jóvenes para pensar siquiera en empuñar una espada, pero ya no había vuelta atrás.

Apenas fueron segundos, casi ni opusieron resistencia. A uno le atravesó la frente con la espada de su compañero, dejándolo clavado al tronco de un árbol que había cerca del camino, al otro, lo partió por la mitad. Sin ningún remordimiento, limpió la sangre de su espada en la camisa de uno de los cadáveres.

Volvió a centrar su atención en la escalera. Subió parsimoniosamente. Ya no había caso de que fuese en silencio, pues aquella pelea habría alertado a quienes viviesen allí. Abrió la puerta principal y para su sorpresa, se encontró de frente con su presa. Estaba esperándolo, arrodillado, frente a una humeante tetera y dos tazas de barro. Le hizo un gesto para que tomase asiento frente a él, cosa que aceptó gustosamente.

— ¿Has venido a matarme o solo quieres hablar? —dijo la presa, desafiante, sirviendo el té.

No contestó. Se escondió tras la taza de té recién servido. No le gustaba prolongar demasiado sus trabajos, no con charlas innecesarias.

—Mucho debo de molestarle al viejo Chen para que mande al Segador.

Escuchar su mote le hizo atragantarse. Odiaba aquel sobrenombre con toda su alma, lo veía estúpido e infantil. El disidente rio, bebió y se sirvió otra taza. Estuvieron un rato en silencio, bebiendo, hasta que el anfitrión se puso en pie. Con un caminar renqueante anduvo hasta la pared del fondo, donde una espada preciosa, en una vaina blanquecina, reposaba en una especie de altar. La tomó con mimo, desenvainándola parcialmente para admirar la destellante hoja de un gris perlado.

Tornó hacia el asesino, que seguía degustando el té. El disidente, que hasta ese momento parecía un hombre apocado y tranquilo, cambió el gesto completamente. El empuñar su espada le había devuelto un brillo fulgurante en la mirada, un brillo que aquel asesino sólo se había encontrado en el campo de batalla y únicamente en los ojos de los más bravos guerreros.

—No voy a ponértelo fácil, Segador — Sonreía. — He de admitir que estoy un poco oxidado —, hizo unos estiramientos, como si aquel enfrentamiento no fuese más que otro combate de entrenamiento—, más no será esta la última noche de Raizo Iwabee.

Casi de seguido, sin perder un segundo, pateó la mesa contra el asesino. El Segador saltó rápido, interponiendo la espada, aún envainada, entre el arma de su oponente y su propio cuello. Cayó de espaldas sobre la mesa, al tiempo que giraba sobre sí mismo, para evitar un segundo golpe. Se puso en pie sin perder instante, desenvainando su hoja con la velocidad del relámpago.

Los dos aceros entrechocaron varias veces, sin que ninguno de los dos retrocediese un ápice la batalla. El asesino soltó una mano de la empuñadura para poder propinar un puñetazo en el pecho al su presa. El golpe no fue fuerte, pero lo hizo retroceder un par de metros, dándole al Segador la posibilidad de despegarse de la pared y controlar el espacio. Con un gruñido casi salvaje se lamentó de haber caído en una distracción tan pueril. Sacudió su cuerpo con rabia y volvió a la carga, alzando la espada por encima de su cabeza. La estancia se estaba quedando pequeña, así que el guerrero atravesó las puertas del amplio jardín, con tal de tomar una ligera ventaja en campo abierto. A pesar de que luchasen en la mansión de Iwabee, haberse tomado la molestia de investigar sobre ella, le facilitó acomodarse al terreno y la situación.

Siguieron intercambiando espadazos por unos minutos más, hasta que la espada del guerrero salió despedía de sus manos. El combate se detuvo, con ambos mirándose en silencio. Había llegado ese incómodo momento en el que la presa se daba cuenta de que estaba perdida. Parecía ausente, mirando al cielo infinito. Respiró profundamente, parecía estar aceptando su destino, pero entonces, agarró la vaina y la empuñó, con el agujero hacia la espada de su oponente.

El asesino sabía que era lo que pretendía aquel hombre con una artimaña tan desesperada, así que no iba a darle el lujo de lograrlo. A base de movimientos rápidos y precisos, logró arrinconarlo junto a una pared. Había ganado ya, no era necesario prolongarlo más. Alzó la espada por encima de su cabeza y descargó un tajo mortal sobre su oponente.

El guerrero logró interponer la vaina, paralela a la hoja de su rival. La vaina se partió, apresando la espada del asesino en su interior. Con un rápido gesto de manos, el guerrero, lo desarmó. Los dos se quedaron un segundo, frente a frente, observándose y analizando lo que harían a continuación. Aquel no era un simple duelo de espadas, nunca lo había sido, era una batalla mental de poder a poder… y eso lo divertía.

El guerrero fue quien tomó la iniciativa, lanzando un puñetazo al pecho, que el asesino detuvo con el antebrazo. Contraataco, el Segador, entonces con una patada a media altura, un poco por encima del muslo, pero el Iwabee también la detuvo, apresándole el tobillo. El asesino no dudó en lanzarle una patada, con la pierna libre, a la cabeza, y esta sí que impacto, liberando de paso el agarre de su pie. Fue tan potente e inesperado el golpe que hizo que el guerrero trastabillase, cayendo de culo al suelo.

Dos puñetazos por parte del asesino impactaron en la cara de aquel desarmado hombre y lo levantaron del suelo. Iwabee, desnortado, intentó patear la rodilla de su rival, pero saltó por encima de la pierna y cayó justo sobre la misa, dejándola inútil en el acto. Soltó un grito de dolor y rabia pero, aunque se retorciera por el dolor, se volvió a poner en pie.

Adoptó una pose, el insurgente, que le permitiría continuar peleando, aunque solo tendría una oportunidad para acabar con su rival. Tenía que ser preciso en el golpe, porque si fallaba, quedaría expuesto. Respiró hondo, espero el instante preciso y cuando lanzó el golpe, falló. Cayó de bruces al suelo, derrotado, exhausto por el sobreesfuerzo que aquel ataque requería y expectante de como fuera a ser su final.

—Prometías más de lo que has sido —terció el asesino, recuperando su espada—. Es una lástima, ya no quedan guerreros a mi altura.

Colocó lentamente el filo de su hoja sobre la nuca de su oponente, buscando el punto exacto que lo mataría al instante. No quería que sufriese más de lo requerido, pues había dado un interesante combate, por unos minutos. Respiró hondo, como siempre hacía antes de quitar una vida.

—Escúchame, Segador —El guerrero se giró, quería mirarlo a los ojos al morir—. Tengo una petición que hacerte.

—Mucho estabas tardando —mustió el hombre, reubicando la espada en la garganta, para matarlo al instante—. Es lamentable cuando hacéis eso, pero, en fin, escucho las últimas palabras de un hombre a punto de morir.

—Hazte cargo de él.

Alzó la mano izquierda, señalando hacia la casa. El asesino miró hacia el edificio extrañado, no era habitual que le cediesen una vivienda. Asintió y hundió la espada en la garganta de guerrero, con la fuerza suficiente como para que muriese en el acto. La retiró, limpió la sangre con un pañuelo, pues no quería mancillar aquel cuerpo manchándole las ropas con su propia sangre, envainó y se fue.

A los pocos pasos se topó con la espada de Iwabee. Realmente era preciosa, con una hoja de un pulido cuasi perfecto y un brillo plateado como la luz de la luna. La tomó con el respeto debido, mirando el cadáver de su dueño. Si titubear se encaminó hacia la casa. Entró al pequeño salón de té. Estaba todo hecho un verdadero estropicio, todo manga por hombro y las paredes y el suelo adornados con los tajos que no habían llegado a conectar. Como si fuese tarea suya, pues esa casa ahora le pertenecía, recolocó la mesa como si no hubiese pasado nada. Se dirigió al altar donde había reposado la espada hacía escasos minutos para devolverla. Se arrodilló ante ella ceremoniosamente, tocando el suelo con la frente, mientras repetía un rezo por el alma de aquel desdichado guerrero.

Cuando hubo acabado, cerró la puerta del jardín tras de sí, no quería que ningún curioso descubriese el cadáver hasta que los cuervos llamasen la atención. Atravesó el descansillo lentamente. Seguía en guardia, pese a estar seguro de que no debería haber nadie más en la casa. Casi de manera instintiva miró hacía la derecha y luego a la izquierda. Una mirada fugaz, impulsiva, hacia las escaleras del piso de arriba. Y entonces se topó con él. El gurrero no le legaba la casa, sino algo muchísimo más importante.

—¿Padre? —gimoteó la infantil voz de un pequeño niño—. Tú no eres mi padre, ¿Dónde está mi padre? Padre… ¡Padre! ¡PADRE!

El hombre se llevó la mano a la empuñadura de la espada, vacilante. Sabía que sería más sencillo para todos subir las escaleras y rebanarle el pescuezo a aquel niño, pero había prometido cuidar de él. Rio para sus adentros, quitó la mano de la espada y subió un par de escalones.

—Ven, chico —ordenó, ofreciéndole la mano—. Tu padre ha tenido que irse a un viaje del que no volverá, puede que nunca…—El niño comenzó a hacer pucheros, apenas tendría seis años, la edad de su muchacho—. Pero me ha dicho que me haga cargo de ti, que te cuide y te enseñe, hasta que puedas defenderte por ti mismo.

—Pero yo quiero a mi papá— sollozó el niño, bajando las escaleras a todo correr—. ¡PADRE! ¡PADRE! ¿DÓNDE TE HAS METIDO?

En el último escalón cayó al suelo de bruces. El hombre suspiró profundamente y cogió al niño en brazos. El pequeño se acurrucó contra su pecho, sollozando. Como si fuera lo más normal del mundo salió de la casa y atravesó todo el pueblo con el niño aúpas, presionando su cabecita contra su pecho, para evitarle ver la matanza que se había llevado a cabo allí.

—Dime, chico, ¿Cómo te llamas? — dijo, cuando ya habían andado más de media hora, y el pueblo quedaba lejos.

—Ryukki, señor —respondió el joven, y por primera vez en todo el viaje, sacó la cabeza del pecho del hombre.

—Mi nombre es… —hacia tanto que no se presentaba, que había olvidado casi cuál era su nombre.

—¿No lo sabe?, mi papá siempre dice que el nombre es lo más importante de un guerrero, pues solo con él puedes ganar batallas. No sé lo que quiere decir, pero me lo repite muchísimas veces —se le encharcaron los ojos al hablar de su padre.

—Tu padre es un hombre sabio y justo, que siempre luchó por sus ideales —respondió el hombre, sacándole una sonrisa al niño.

Lo dejó en el suelo con un cariño inusual en él. Ryukki no dejaba de mirarlo con esos dos ojos castaños. Lo ponía nervioso. Otra cosa que no era habitual en él. Tuvo que girarse para poder hacer el silbido que llamaría a su corcel.

De entre las cañas de bambú y la maleza apareció, a los pocos minutos, un caballo oscuro como la noche. La larga crin de cabellos negros se agitaba al viento como las olas que mece el mar. Era imponente. Bufó un par de veces, abriendo las aletas de la nariz al modo de los toros, queriendo intimidar al chiquillo. Estaba nervioso por el inesperado acompañante, pero sobre todo, por el nerviosismo que rezumaba su amo.

—Tranquilo, viejo amigo, tranquilo —lo acarició el Segador—. Ya está. Tranquilo.

Con el animal más relajado, el hombre cogió al niño y lo montó en la grupa. Con una intimidante mirada bastó para que la montura no se revolviese ni se quejase. Aunque eso no impidió un relincho en señal de desacuerdo que fue contestada con un par de golpes en el cuello.

—Aún no me ha dicho su nombre, señor.

—Tengo muchos nombres Ryukki —los enumeró mentalmente sin llegar a revelar ninguno. No le gustaba ninguno realmente—. Los que realmente me conocen me llaman Akku.

—Señor Akku —repitió el niño, dubitativo—. ¿A dónde vamos?

—A donde nos lleve el viento, muchacho —respondió, subiéndose al caballo de un potente salto.

Y así, arropados por la negra noche, se perdieron los dos, cabalgando hacia un horizonte incierto.