domingo, 5 de noviembre de 2023

Akku, el Segador


No es fácil quitar una vida, pero alguien tiene que encargarse de hacerlo. No es fácil quitar una vida. Da igual los orígenes de la persona, el final siempre es el mismo. No es fácil quitar una vida. Los hay que lo encajan con más entereza, casi desafiando a la propia muerte; otros, en cambio, sollozan y suplican por un poco más de tiempo, como si fuese a servirles de algo. Las personas que pertenecían al segundo grupo eran más odiosas, tomando una confianza casi familiar, con tal de reblandecer y acceder al parapetado corazón de su asesino. No era fácil quitar una vida… en ocasiones.

Las noches sin luna eran sus favoritas para trabajar. Amparado bajo el negro manto de la bóveda celeste, calmado y silencioso, se movía en la sombra para acrecentar la leyenda que le precedía. Un asesino certero, despiadado como un demonio y sigiloso como el propio humo. Le gustaba ser temido, le facilitaba el trabajo, pero también se sentía tremendamente vacío y alejado del mundo. No era más que una herramienta en manos de quien pagase. Por eso, para mantener su humanidad, siempre solía ir al templo a rezar por el alma de su víctima antes de acabar con ella. No se sentía juez sino verdugo y no se veía capacitado para juzgar a la gente… No a toda la gente, por lo menos.

Le habían encargado acabar con un guerrero disidente al emperador. Era un rebelde, supervivientes de la Rebelión de los Nenúfares, de los pocos que se habían recluido en las montañas después de la derrota frente al ejército imperial, aunque aún desde su exilio, seguía siendo molesto.

Había tardado tres días a caballo, desde la capital, y otro día más a pie, hasta dar con el pequeño y remoto pueblo en el que decían que se encontraba su presa. El pueblo no era muy grande, tres o cuatro pequeñas casas tradicionales, una pequeña taberna y un pequeño riachuelo de aguas tan cristalinas que parecían un espejo, serpenteaba tranquilo bajo un puente de tablas. Unos metros más al sur, había un par de arrozales florecientes.

Se instaló en una posada regida por una joven mujer de carácter duro, pero gesto amable. No quería mezclarse con los pueblerino, pero la joven le cayó en gracia, por lo que disfrutó de su compañía los pocos días que estuvo allí habitando. Era, la muchacha, demasiado habladora con un par de tragos de más, así que se aprovechó de ella para obtener la información que necesitaba.

Tanteó el terreno un par de veces, antes de establecer su plan de ataque. Buscaba hacerse un mapa mental de la zona, tener controladas las posibles vías de escape, las zonas del terreno de las que sacar ventaja. Cómo si fuese una pintura, su mente recreó con cirujana precisión hasta los más recónditos recodos. Cuando estuvo satisfecho con el plan creado esperó un día más, hasta que la luna desapareciese del todo, y fue entonces cuando se lanzó a ello.

Pasó rápido por el puente, sabía que casa era a la que debía llegar, la única que destacaba. Recorrió las calles en el más absoluto silencio, como si fuese una sombra, hasta llegar al frente de la morada de su objetivo. Debía subir un largo tramo de escalera de madera antes de plantarse ante la puerta. No había pisado el primer escalón, cuando escuchó el sonido de pisadas y el tintineo de espadas en las vainas. Profirió un profundo suspiro, mientras se giraba lentamente, para encarar a los cuatro hombres que lo querían enfrentar. Verlos temblar le dibujó una sonrisa fanfarrona en los labios.

—¡NO TE DEJAREMOS LLEGAR A NUESTRO LÍDER!

No tenía ninguna gana de pelear contra nadie. No entraba en sus planes aquel enfrentamiento, pero no tenía más remedio. Detestaba cuando pasaba aquello, cuando se interponían en su camino, dispuestos a sacrificarse por alguien. No entendía aquel acto, a su parecer, estúpido y egoísta, aquella necesidad de sacrificarse para ganar tiempo y dificultar su tarea.

Aquellos cuatro hombres le harían perder, a cálculos propios, unos dos preciosos minutos. Dio un paso hacia adelante, hacia el hombre que había gritado y, con un veloz movimiento, le seccionó la garganta. Los otros tres retrocedieron al ver como su líder caía de rodillas y, tras un infinito segundo, se le separaba la cabeza del cuerpo.

—A… A… ¡A por él! —gritó uno de los tres, lanzándose a su muerte.

La espada entró por el pecho y salió por la espalda, atravesando el corazón y un pulmón y matándolo en el acto. La espada del hombre cayó al suelo y el asesino la levantó con el pie izquierdo, impulsándola hacia su mano libre. Los otros dos hombres se miraron y luego al hombre que ya había acabado con sus dos compañeros. Temblaban, eran demasiado jóvenes para pensar siquiera en empuñar una espada, pero ya no había vuelta atrás.

Apenas fueron segundos, casi ni opusieron resistencia. A uno le atravesó la frente con la espada de su compañero, dejándolo clavado al tronco de un árbol que había cerca del camino, al otro, lo partió por la mitad. Sin ningún remordimiento, limpió la sangre de su espada en la camisa de uno de los cadáveres.

Volvió a centrar su atención en la escalera. Subió parsimoniosamente. Ya no había caso de que fuese en silencio, pues aquella pelea habría alertado a quienes viviesen allí. Abrió la puerta principal y para su sorpresa, se encontró de frente con su presa. Estaba esperándolo, arrodillado, frente a una humeante tetera y dos tazas de barro. Le hizo un gesto para que tomase asiento frente a él, cosa que aceptó gustosamente.

— ¿Has venido a matarme o solo quieres hablar? —dijo la presa, desafiante, sirviendo el té.

No contestó. Se escondió tras la taza de té recién servido. No le gustaba prolongar demasiado sus trabajos, no con charlas innecesarias.

—Mucho debo de molestarle al viejo Chen para que mande al Segador.

Escuchar su mote le hizo atragantarse. Odiaba aquel sobrenombre con toda su alma, lo veía estúpido e infantil. El disidente rio, bebió y se sirvió otra taza. Estuvieron un rato en silencio, bebiendo, hasta que el anfitrión se puso en pie. Con un caminar renqueante anduvo hasta la pared del fondo, donde una espada preciosa, en una vaina blanquecina, reposaba en una especie de altar. La tomó con mimo, desenvainándola parcialmente para admirar la destellante hoja de un gris perlado.

Tornó hacia el asesino, que seguía degustando el té. El disidente, que hasta ese momento parecía un hombre apocado y tranquilo, cambió el gesto completamente. El empuñar su espada le había devuelto un brillo fulgurante en la mirada, un brillo que aquel asesino sólo se había encontrado en el campo de batalla y únicamente en los ojos de los más bravos guerreros.

—No voy a ponértelo fácil, Segador — Sonreía. — He de admitir que estoy un poco oxidado —, hizo unos estiramientos, como si aquel enfrentamiento no fuese más que otro combate de entrenamiento—, más no será esta la última noche de Raizo Iwabee.

Casi de seguido, sin perder un segundo, pateó la mesa contra el asesino. El Segador saltó rápido, interponiendo la espada, aún envainada, entre el arma de su oponente y su propio cuello. Cayó de espaldas sobre la mesa, al tiempo que giraba sobre sí mismo, para evitar un segundo golpe. Se puso en pie sin perder instante, desenvainando su hoja con la velocidad del relámpago.

Los dos aceros entrechocaron varias veces, sin que ninguno de los dos retrocediese un ápice la batalla. El asesino soltó una mano de la empuñadura para poder propinar un puñetazo en el pecho al su presa. El golpe no fue fuerte, pero lo hizo retroceder un par de metros, dándole al Segador la posibilidad de despegarse de la pared y controlar el espacio. Con un gruñido casi salvaje se lamentó de haber caído en una distracción tan pueril. Sacudió su cuerpo con rabia y volvió a la carga, alzando la espada por encima de su cabeza. La estancia se estaba quedando pequeña, así que el guerrero atravesó las puertas del amplio jardín, con tal de tomar una ligera ventaja en campo abierto. A pesar de que luchasen en la mansión de Iwabee, haberse tomado la molestia de investigar sobre ella, le facilitó acomodarse al terreno y la situación.

Siguieron intercambiando espadazos por unos minutos más, hasta que la espada del guerrero salió despedía de sus manos. El combate se detuvo, con ambos mirándose en silencio. Había llegado ese incómodo momento en el que la presa se daba cuenta de que estaba perdida. Parecía ausente, mirando al cielo infinito. Respiró profundamente, parecía estar aceptando su destino, pero entonces, agarró la vaina y la empuñó, con el agujero hacia la espada de su oponente.

El asesino sabía que era lo que pretendía aquel hombre con una artimaña tan desesperada, así que no iba a darle el lujo de lograrlo. A base de movimientos rápidos y precisos, logró arrinconarlo junto a una pared. Había ganado ya, no era necesario prolongarlo más. Alzó la espada por encima de su cabeza y descargó un tajo mortal sobre su oponente.

El guerrero logró interponer la vaina, paralela a la hoja de su rival. La vaina se partió, apresando la espada del asesino en su interior. Con un rápido gesto de manos, el guerrero, lo desarmó. Los dos se quedaron un segundo, frente a frente, observándose y analizando lo que harían a continuación. Aquel no era un simple duelo de espadas, nunca lo había sido, era una batalla mental de poder a poder… y eso lo divertía.

El guerrero fue quien tomó la iniciativa, lanzando un puñetazo al pecho, que el asesino detuvo con el antebrazo. Contraataco, el Segador, entonces con una patada a media altura, un poco por encima del muslo, pero el Iwabee también la detuvo, apresándole el tobillo. El asesino no dudó en lanzarle una patada, con la pierna libre, a la cabeza, y esta sí que impacto, liberando de paso el agarre de su pie. Fue tan potente e inesperado el golpe que hizo que el guerrero trastabillase, cayendo de culo al suelo.

Dos puñetazos por parte del asesino impactaron en la cara de aquel desarmado hombre y lo levantaron del suelo. Iwabee, desnortado, intentó patear la rodilla de su rival, pero saltó por encima de la pierna y cayó justo sobre la misa, dejándola inútil en el acto. Soltó un grito de dolor y rabia pero, aunque se retorciera por el dolor, se volvió a poner en pie.

Adoptó una pose, el insurgente, que le permitiría continuar peleando, aunque solo tendría una oportunidad para acabar con su rival. Tenía que ser preciso en el golpe, porque si fallaba, quedaría expuesto. Respiró hondo, espero el instante preciso y cuando lanzó el golpe, falló. Cayó de bruces al suelo, derrotado, exhausto por el sobreesfuerzo que aquel ataque requería y expectante de como fuera a ser su final.

—Prometías más de lo que has sido —terció el asesino, recuperando su espada—. Es una lástima, ya no quedan guerreros a mi altura.

Colocó lentamente el filo de su hoja sobre la nuca de su oponente, buscando el punto exacto que lo mataría al instante. No quería que sufriese más de lo requerido, pues había dado un interesante combate, por unos minutos. Respiró hondo, como siempre hacía antes de quitar una vida.

—Escúchame, Segador —El guerrero se giró, quería mirarlo a los ojos al morir—. Tengo una petición que hacerte.

—Mucho estabas tardando —mustió el hombre, reubicando la espada en la garganta, para matarlo al instante—. Es lamentable cuando hacéis eso, pero, en fin, escucho las últimas palabras de un hombre a punto de morir.

—Hazte cargo de él.

Alzó la mano izquierda, señalando hacia la casa. El asesino miró hacia el edificio extrañado, no era habitual que le cediesen una vivienda. Asintió y hundió la espada en la garganta de guerrero, con la fuerza suficiente como para que muriese en el acto. La retiró, limpió la sangre con un pañuelo, pues no quería mancillar aquel cuerpo manchándole las ropas con su propia sangre, envainó y se fue.

A los pocos pasos se topó con la espada de Iwabee. Realmente era preciosa, con una hoja de un pulido cuasi perfecto y un brillo plateado como la luz de la luna. La tomó con el respeto debido, mirando el cadáver de su dueño. Si titubear se encaminó hacia la casa. Entró al pequeño salón de té. Estaba todo hecho un verdadero estropicio, todo manga por hombro y las paredes y el suelo adornados con los tajos que no habían llegado a conectar. Como si fuese tarea suya, pues esa casa ahora le pertenecía, recolocó la mesa como si no hubiese pasado nada. Se dirigió al altar donde había reposado la espada hacía escasos minutos para devolverla. Se arrodilló ante ella ceremoniosamente, tocando el suelo con la frente, mientras repetía un rezo por el alma de aquel desdichado guerrero.

Cuando hubo acabado, cerró la puerta del jardín tras de sí, no quería que ningún curioso descubriese el cadáver hasta que los cuervos llamasen la atención. Atravesó el descansillo lentamente. Seguía en guardia, pese a estar seguro de que no debería haber nadie más en la casa. Casi de manera instintiva miró hacía la derecha y luego a la izquierda. Una mirada fugaz, impulsiva, hacia las escaleras del piso de arriba. Y entonces se topó con él. El gurrero no le legaba la casa, sino algo muchísimo más importante.

—¿Padre? —gimoteó la infantil voz de un pequeño niño—. Tú no eres mi padre, ¿Dónde está mi padre? Padre… ¡Padre! ¡PADRE!

El hombre se llevó la mano a la empuñadura de la espada, vacilante. Sabía que sería más sencillo para todos subir las escaleras y rebanarle el pescuezo a aquel niño, pero había prometido cuidar de él. Rio para sus adentros, quitó la mano de la espada y subió un par de escalones.

—Ven, chico —ordenó, ofreciéndole la mano—. Tu padre ha tenido que irse a un viaje del que no volverá, puede que nunca…—El niño comenzó a hacer pucheros, apenas tendría seis años, la edad de su muchacho—. Pero me ha dicho que me haga cargo de ti, que te cuide y te enseñe, hasta que puedas defenderte por ti mismo.

—Pero yo quiero a mi papá— sollozó el niño, bajando las escaleras a todo correr—. ¡PADRE! ¡PADRE! ¿DÓNDE TE HAS METIDO?

En el último escalón cayó al suelo de bruces. El hombre suspiró profundamente y cogió al niño en brazos. El pequeño se acurrucó contra su pecho, sollozando. Como si fuera lo más normal del mundo salió de la casa y atravesó todo el pueblo con el niño aúpas, presionando su cabecita contra su pecho, para evitarle ver la matanza que se había llevado a cabo allí.

—Dime, chico, ¿Cómo te llamas? — dijo, cuando ya habían andado más de media hora, y el pueblo quedaba lejos.

—Ryukki, señor —respondió el joven, y por primera vez en todo el viaje, sacó la cabeza del pecho del hombre.

—Mi nombre es… —hacia tanto que no se presentaba, que había olvidado casi cuál era su nombre.

—¿No lo sabe?, mi papá siempre dice que el nombre es lo más importante de un guerrero, pues solo con él puedes ganar batallas. No sé lo que quiere decir, pero me lo repite muchísimas veces —se le encharcaron los ojos al hablar de su padre.

—Tu padre es un hombre sabio y justo, que siempre luchó por sus ideales —respondió el hombre, sacándole una sonrisa al niño.

Lo dejó en el suelo con un cariño inusual en él. Ryukki no dejaba de mirarlo con esos dos ojos castaños. Lo ponía nervioso. Otra cosa que no era habitual en él. Tuvo que girarse para poder hacer el silbido que llamaría a su corcel.

De entre las cañas de bambú y la maleza apareció, a los pocos minutos, un caballo oscuro como la noche. La larga crin de cabellos negros se agitaba al viento como las olas que mece el mar. Era imponente. Bufó un par de veces, abriendo las aletas de la nariz al modo de los toros, queriendo intimidar al chiquillo. Estaba nervioso por el inesperado acompañante, pero sobre todo, por el nerviosismo que rezumaba su amo.

—Tranquilo, viejo amigo, tranquilo —lo acarició el Segador—. Ya está. Tranquilo.

Con el animal más relajado, el hombre cogió al niño y lo montó en la grupa. Con una intimidante mirada bastó para que la montura no se revolviese ni se quejase. Aunque eso no impidió un relincho en señal de desacuerdo que fue contestada con un par de golpes en el cuello.

—Aún no me ha dicho su nombre, señor.

—Tengo muchos nombres Ryukki —los enumeró mentalmente sin llegar a revelar ninguno. No le gustaba ninguno realmente—. Los que realmente me conocen me llaman Akku.

—Señor Akku —repitió el niño, dubitativo—. ¿A dónde vamos?

—A donde nos lleve el viento, muchacho —respondió, subiéndose al caballo de un potente salto.

Y así, arropados por la negra noche, se perdieron los dos, cabalgando hacia un horizonte incierto.

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