tenue, tímida y cálida,
imperceptible para quien no te sabe ver,
pero rebosante de hermosura.
Fuiste, poco a poco, volviéndote como el mediodía;
radiante e inalcanzable,
iluminando cada sombra de mi ser,
acariciando mi alma, hasta quemarla.
Dolía.
Sentí el dolor de un pájaro,
que por volar demasiado cerca del sol,
acaba herido.
Orgulloso,
quise ocultar mi imprudencia,
culpándote de mí desgracia,
cuando realmente fui yo quien se lo buscó.
Y lamiendo mis heridas en mi oscuro nido,
con una amarga mezcla de rabia y vergüenza,
seguí observando tu brillo.
Día a día.
Hasta que finalmente lo comprendí.
Ni eras el tímido alba,
ni el fulgurante mediodía.
Eras como el ocaso;
melancólico,
apagado
y aun así, aún más hermoso si cabe.
Eras el ocaso que se adentra en el mar lentamente,
y cuando acaba,
todo queda a oscuras.
Y los fragmentos de mi alma,
aún heridos,
se perderán contigo cuando ya hayas pasado.
Darás paso a la negra noche.
Al silencio.
La luna reinará y brillará sobre todas las cosas,
y en su blanquecino brillo, aún te veré a ti.
Asomado en mi nido, prendado de su tierna luz, aún te veré a ti.
Y cuando alce de nuevo el vuelo,
en busca de una nueva estrella a la que brindarle mi canto,
aún en su reflejo, te veré a ti.
Porque tú,
aunque ya no te vuelva a ver,
seguirás calentando mis doloridas alas,
seguirás alumbrando el camino que sigo,
seguirás velando mi sueño y cuidando mi alma.
Porque tú,
serás el tenue alba,
el resplandeciente mediodía
y el melancólico ocaso.
Porque tú,
siempre serás,
el Sol de mi vida.
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