Acto I:
En el espesor de los bosque, donde antaño había un próspero y fecundo vergel, se alzan hoy los restos grisáceos que conforman la mole que en otro tiempo fue conocida como Nuestra Señora del Sangrado Corazón, o como se le ha llamado siempre, el Colegio de los Alemanes.
El colegio se halla, desde los inicios de su existencia, en lo más profundo de un bosque de pinos y abetos, altos como torres los primeros y frondosos y tupidos los segundos. El follaje era tan espeso, que apenas penetraban los rayos del astro rey, haciendo del camino hacia el colegio un lugar frío y lúgubre.
Muy cerca de la verja que rodeaba el edificio por motivos de seguridad, fluía(o mejor dicho, se arrastraba), un rio de aguas opacas y parduzcas, por toda la suciedad arrojada desde el propio centro. Era, el arroyo, casi una comparación directa de la vida del colegio.
El edificio central era una gran mole de piedra grisácea, que formaba un cuadrado, con un patio interior al aire libre, que se extendía poco más de 430 pies. Aquel era el único punto donde se podían disfrutar los tenues rayos del sol, que atrevieran a colarse entre las copas de los árboles.
Los muros apenas tenían ventanas, aunque las pocas que había, eran grandes como puertas, recubiertas de rejas negras, en su origen, aunque en la actualidad son de un color rojizo, debido al oxido y a la roña.
A parte del edificio donde se impartían las clases, había una segunda construcción, más pequeña y con menos pisos, (apenas tenía dos, frente a los cuatro del edificio principal). Este pequeño edificio, albergaba el penoso comedor, donde se preparaban los platos que luego amargaban las comidas de los alumnos. Además, la edificación contaba con más de cien habitaciones, repartidas entre el piso inferior y un gigantesco sótano, en las que dormían cuatro alumnos en literas de a dos.
Tres de los cuatro pisos del edificio principal estaban llenos de aulas, donde se impartían todo tipo de materias, desde las básicas, como las matemáticas, la literatura o el álgebra, hasta algunas de dudosa índole, como la brujería o la nigromancia (aunque nunca se ha demostrado la impartición de dichas clases, ni se han encontrado las aulas de éstas).
Ese internado, o mejor dicho, esa prisión, siempre fue un lugar tenebroso y encantador, sobre todo para los jóvenes, que al entrar en la pubertad pierden el sentido común y hacen de su vida aventuras de las que muchos no regresan nunca.
Eso les sucedió a tres jóvenes que conocí antaño, cuando yo era un joven de cabellos castaños y ojos esmeralda, de apenas veinticinco años. Lo que les pasó a aquellos pobres muchachos, que se adentraron en el bosque para que el Colegio de los Alemanes se cruzase en sus vidas, conmocionó a todo el pueblo, y a las aldeas de alrededor. Nadie ha olvidado la triste y trágica historia de aquellas tres almas perdidas, que se disiparon en el espesor de los pinos y abetos, para no regresar..., y de eso hace ya cincuenta años…
Eran las últimas tardes de otoño, o las primeras de invierno, cuando el maestro de aquellos muchachos entró en su aula, cargado de papel, mapas mundiales y útiles para trazar figuras geométricas. Aquel profesor, que escondía unos ojos del color de las hojas, tras unas gafas redondas que apoyaba en el puente de la nariz, entró más sobresaltado que de costumbre, (ya que era de por sí, un hombre bastante nervioso).
Aquel profesor, de apellido Pienaar, había escuchado siempre la historia de aquel internado tenebroso, donde se había llegado al extremo de torturar e incluso asesinar alumnos con fines de adoración pagana, aunque nunca le había dado importancia, ni veracidad. Pero, ese día, algo había cambiado en esa turbia leyenda, que utilizaban los adultos para evitar que los pequeños se internaran solos al bosque.
El maestro Pienaar, dejando de lado lo que tenía preparado para aquella mañana, relató a sus alumnos la historia, a pesar de que a nadie del pueblo, ni los alrededores les resultaba extraña. Ignorando que eran aún niños a quienes les estaba narrando el macabro cuento, enfatizó en los métodos de tortura que se suponía que eran utilizados en el internado, y terminó el relato empapado de sudor, con voz entrecortada.
Los alumnos estaban horrorizados y bastante conmocionados, no por las descripciones minuciosas y terroríficas de los diferentes artefactos de tortura, sino por el lamentable estado en el que se había quedado su maestro.
Mientras todos se recomponían, uno de los alumnos hizo acopio de valor, acercándose al maltrecho hombre a preguntar el motivo por el cual les había contado vuelto a contar esa historia en ese momento. El profesor pálido, no pudo sostener su cuerpo, dejándose caer sobre su silla, antes de contestar con un hilo de voz que se habían visto luces en las ventanas del colegio.
Todos los alumnos sintieron un escalofrió conjunto, al tiempo que un murmullo iba acrecentándose en el aula. El maestro se hundió en sí mismo, con la cabeza apoyada en el pecho. Durante el resto de la jornada educativa, apenas aprendieron nada. Ninguno de ellos, ni siquiera el profesor, podían apartar el colegio de sus mentes.
Al finalizar el día, los alumnos se fueron marchando. No había caras alegres, ni el griterío que se solía formar a la salida del colegio, todo era tristeza y abatimiento. Cuando todos hubieron salido, Pienaar se hundió en su silla, tomó su pipa y un poco de tabaco y comenzó a fumar, con intención de relajarse un poco.
Poco duró la relajación de Pieenar, ya que Armand Payés entró seguido de sus dos inseparables amigos, Franz Revelliere y Johan Blanches. Armand era un joven de unos dieciséis años, al igual que sus amigos, aunque como él era el que había nacido primero, se pensaba que tenía el derecho a mandar sobre los demás. Era un muchacho bastante rudo, de mandíbula cuadrada y espalda ancha. Un joven arrogante, egocéntrico y bruto, razón por la cual nadie le contradecía, dándole la falsa y peligrosa idea de tener siempre razón.
Sus compañeros eran muy diferentes. Johan, de origen belga, era alto y delgado como el palo de una escoba, con la mirada apagada y una sonrisa que rozaba lo infantil. Era algo bobalicón, crédulo e ingenuo. Muchas veces pareciera vivir en una burbuja alejada del mundo, pero sin duda alguna, el más feliz de su grupete de amigos y posiblemente del pueblo.
Por otro lado estaba Franz. Este era bajito, y aunque comía mucho, estaba relativamente delgado. Él si era inteligente, casi un intelectual a comparación de los muchachos de su edad, aunque debido a su gran timidez, muy pocas veces expresaba su opinión o hacia comentarios. Franz, era ligeramente miope, por lo que llevaba unas gafas redondas, aunque pequeñas, que se ajustaba al puente de la nariz cada vez que hablaba.
El profesor se incomodó levemente con la visita. Pienaar, aún sabiendo el motivo por el que sus tres alumnos habían decidido ir a verlo, anhelaba con toda su alma errar en su pensamiento, solo por aquella vez. Cuando Armand comenzó a exigirle que les contase la manera de hallar el colegio, el alma de del hombre se quebró.
Se negó rotundamente, y usó mil argumentos para hacer desistir a sus pupilos, pero ninguno surtió el efecto deseado. Cuanto más se esforzaba por detener al trio, más los impulsaba a querer hacer aquello que fuera lo que fuesen a hacer. Al final, tras una larga hora de infructuosa negociación, acabó cediendo a las amenazas de Armand, y les contó lo que querían.
Al salir del aula, Johan confesó su temor al colegio, suplicando se olvidasen de ir allí. Armand, que bastante temperamental e impaciente, le propinó un bofetón, que hizo que el mismísimo profesor saliese al pasillo para descubrir que estaba sucediendo.
Tan pronto asomó la cabeza, se topó con la mirada más penetrante, inquietante y desafiante que jamás había visto, en los ojos del joven Armand. El joven hombre palideció al momento, su sangre se heló en cuestión de segundos, produciéndole un terrible escalofrío. Sin mediar palabra el brabucón cruzó el pasillo, empujando a Johan para que lo siguiese.
Franz se quedó solo en el pasillo, así que Pienaar aprovechó para intentar concienciarlo de que eso que iban a hacer era una locura. El joven, a pesar del miedo que sentía, contraargumento al profesor de tal manera, que este tuvo que tomarse unos minutos para asimilar todo lo que le había dicho.
Para cuando la mente de Pienaar estaba aclarada, Franz ya se había juntado con el resto del grupo en la calle. Corrió a la ventana con intención de ver hacia donde se dirigían, estaba preocupado por los chicos. Los vio conversar de manera acalorada. Franz y Armand parecían discutir, el “líder” hacía aspavientos, mientras el otro mantenía el rictus inalterable. En una de esas, Armand agarró a su amigo por los cuellos de la camisa, empujándolo con fuerza contra la pared de la escuela. Quiso Pieenar, bajar a separarlos, llevarlos incluso a sus casas, asegurándose que sus padres, pero las voces cesaron y los muchachos se separaron, en direcciones distintas.
Algo aliviado, se dejó caer sobre una butaca de su despacho, recuperando la pipa que había estado fumando antes de la inesperada visita. Mientras hacía anillos de humo, que se perdían en el techo, continuaba mirando por la ventana, con la mirada totalmente perdida en los arboles del oscuro bosque, pensando en las palabras del joven Franz. Una sensación de orgullo recorrió su cuerpo. Se sentía de algún modo reflejado en aquel tímido muchacho que, aun sintiéndose aterrado, no podía dejar a sus amigos a su suerte y por ello, aun queriendo hacer cualquier otra cosa, los acompañaría hasta el fin del mundo.
No se apartó ni un segundo del cristal, vigilando por si volvían a aparecer sus descerebrados pupilos y no fue hasta que la luna comenzó a aparecer en el horizonte que se dio por finalizada su guardia. Caminó hasta casa, aún alerta, aunque más calmado, creyendo que de un modo u otro había logrado impedir que los chicos hiciesen una idiotez, pero su pensamiento estaba bastante alejado de la realidad.
Lo que el hombre creyó que era una discusión por llevar a cabo o no el plan, no era más que un teatrillo orquestado por el propio Franz, que había sido quien había propuesto el plan. Así, asegurándose de que el maestro no intervendría en sus planes, los tres muchachos se habían separado, rumbo a sus casas, con la intención de aprovisionarse para su nocturna aventura.
Al amparo de la noche, un quinqué alumbraba el arenoso camino que conducía al bosque. Johan era el portador y sus ligeros temblores hacían que la suave llama danzase en su prisión de cristal. Había sido el primero en llegar al punto de encuentro, con un saco repleto de manzanas de su huerto. Además, llevaba tambien , una hogaza de pan blanco, bizcochos, arándanos y una bota de vino de su padre.
Tras él caminaba Franz, cargando un voluminoso petate del cual intentaban huir varias hojas de papel. En un principio había pensado en llevar comida, pero conociendo a Johan como lo conocía, presupuso que él sería el encargado de aprovisionar al grupo de alimento, así que eligió otras cosas que le resultasen más útiles para plasmar los hallazgos que suponía encontrarían de encontrar el colegio. Así, en el interior de su zurrón, podían encontrarse lápices, papeles, algún que otro mapa, castañas (pues su madre mantenía que eran buenas para la cabeza) y un cortaplumas, con el que podría defenderse en caso de necesitarlo. Además fue él quien tomó el quinqué y algo de aceite por si la llama perdía fuerza.
Armand cerraba la comitiva, un par de pasos por detrás de él, para evitar que huyese. Para el muchacho, lo más importante era cazar al habitante del colegio. No sabía con exactitud qué era lo que entre aquellas paredes habitaba, pero sabía que si lo cazaba ganaría prestigio y fama, y así, no solo lograría enriquecerse, sino el respeto de todo el pueblo. Para la caza de aquel ser, cogió la carabina de “matar jabalíes” de su padre, una bolsa llena de balas de plomo, otra llena de pólvora, fósforos y un par de camisas raídas para hacer antorchas.
Esa fue la última vez que se les vio juntos.
Acto II:
Tres días después, unos leñadores encontraron a Franz bastante maltrecho y perturbado. Tenía unos profundos cortes, parecidos a los que harían las garras de un oso, atravesando su espalda. Rápidamente fue llevado ante el doctor Gironde, el medico del pueblo, que lo tuvo en observación durante casi un mes.
Durante la primera semana, el comisario del pueblo lo visitó todos los días, ignorando las constantes peticiones del doctor, que lo instaba en que el joven necesitaba reposo. El comisario Victoire, hombre muy meticuloso, al que no le gustaba que nada escapase a su control por lo que pese, a la insistencia de Gironde, continuó avasallando al muchacho, hasta obtener la respuesta que buscaba. Aun siendo contrario al pensamiento de todos, tenía la leve sospecha de que el muchacho había acabado con la vida de los otros dos.
Franz mejoró a mediados de la segunda semana, y fue entonces cuando aceptó entrevistarse con Victoire, para esclarecer lo acontecido en los alrededores del Colegio de los Alemanes. No contento con el relato, aún sospechando de él, el comisario lo obligó a relatar los hechos ante el pueblo, con la finalidad de empujarlo a dar una confesión acorde a la teoría que él se había montado.
Todo el pueblo se agolpó en la consulta del doctor el día que Franz narró la aventura que había acabado con la vida de sus otros dos amigos. Comenzó por explicar el día en el que Pienaar les contó la historia del colegio y, queriendo disipar algo de culpa, mintió diciendo que había sido Armand quien había hecho la propuesta de explorar el bosque en busca del legendario colegio.
Casi un centenar de ojos se pusieron a buscar la cara del profesor entre el gentío. Pienaar, a su vez, intentaba ocultarse y pasar desapercibido, pero le fue imposible. El boticario le dio un empellón cuando estuvo a su lado, haciendo que todos los que allí se hallaban lo localizasen.
Mientras la gente murmuraba y señalaba a Pienaar, Franz continuaba su relato. Después de salir del aula de Pienaar, cada uno se fue a su casa, recogió lo que le resultaba útil para su incursión en el bosque y se volvieron a juntar.
Johan entró el primero con un quinqué para ir alumbrando el camino. Franz y Armand detrás, para evitar que nadie se marchase. A cada paso, el crujido de las ramas hacía que la sangre se les helase, cada ulular de las lechuzas que sus vellos se erizasen, el silbido del viento hacía que sus piernas flaqueasen y el dulce cantar de los lobos a su amada luna les encogía los corazones.
Los jóvenes siguieron el camino del bosque durante una hora aproximada, hasta que las hojas de los árboles lo taparon. En ese momento, Armand cargó la carabina de su padre, colocándose a la cabeza del grupo. Sin rumbo fijo caminaron hasta encontrar un viejo roble partido, que les había mentado su profesor. Estaban en el sendero correcto, desde allí al colegio tardaron como otra hora.
Al vislumbrar la verja del internado Johan vómito por culpa de los nervios. Franz giró la cabeza con una mueca de asco y Armand, apretando los dientes, la propino un bofetón cuando terminó, además de echarle en cara su acto de debilidad.
Pasaron la verja y como por arte de magia apareció una ligera bruma. Era una bruma muy baja, aunque lo suficientemente densa como para impedir que se viesen el camino. Por culpa de la bruma, Franz metió el pie en un pequeño hoyo, torciéndose el tobillo. Con su capacidad de andar mermada, Armand decidió dejarlo allí y recogerlo cuando saliesen.
El muchacho se negó rotundamente, ya que también quería ver el interior del colegio, pero, el “líder” le dio un golpe en el estómago con la culata de la carabina, obligándolo a quedarse sentado en el suelo. Para que no se congelase, Armand le cedió una de las camisas que había llevado para que se hiciese una hoguera. Franz, que sabía que Armand no se acordaría de llevar algo para que las camisas ardiesen con intensidad, la impregnó en el aceite que había cogido y Johan le acercó una rama con un poco de fuego que había cogido del quinqué.
Armand y Johan fueron mezclándose con la niebla, hasta que Franz los perdió de vista. Para hacer que su tiempo de espera fuese más ameno, el joven Franz se puso a intentar dibujar el mapa de la zona. Durante diez minutos estuvo concentrado en su tarea, hasta que el estómago le rugió.
El joven rebuscó algo para apaciguar su hambre en la bolsa que Johan le había dejado. Sacó una manzana roja como la sangre, la limpió con un pañuelo de tela que llevaba en un bolsillo y le propinó un bocado. Fue un bocado lento, comparable con un beso, no por el rico sabor de la fruta, sino porque no quería hacer más ruido del necesario.
Ya habia clavado los dientes otra vez en la manzana cuando un aullido sobrenatural llamó toda su atención. Franz, tanteó el suelo, en busca una rama lo suficientemente gruesa como para poder usarla de bastón. Palpaba con algo de miedo, pues sabía que en aquel bosque habitaban serpientes venenosas y, en su estado, una mordía sería fatal. Cuando su mano encontró algo que podría resultarle útil, un segundo grito quebró el silencio.
El muchacho cerró los ojos y se quedó totalmente quieto. EL miedo lo paralizaba y al mismo tiempo avivaba su curiosidad. Algo raro había escuchado en el segundo grito, y esperaba con ansia el tercero, que no se hizo esperar. Se le heló la sangre al percibir la voz de Johan. Se levantó como pudo, olvidándose del bastón y del dolor punzante de su tobillo. Recogió su petate y la saca de su amigo, envolvió la rama que se había encontrado con la camisa de Armand, haciéndose una antorcha.
Anduvo cojeando hasta la ventana rota por la que habían entrado sus amigos, deslizándose hacia el interior del edificio. Durante unos minutos caminó casi a oscuras, ya que con las prisas apenas había dejado que la llama de la antorcha cogiese fuerza y estaba a punto de consumirse. No podía ver nada, cosa que lo aterraba aún más. Casi sin saberlo, pateó un objeto de cristal que se hizo añicos contra la pared.
Otro chillido, más fuerte y prolongado que los anteriores, hizo que Franz se apresurase a encontrar a Johan. Cojeando y tambaleándose, llegó a una habitación con dos lámparas de aceite encendidas. Las rojizas llamas chisporroteaban con fuerza y aun así la estancia estaba bastante oscura. En una esquina estaba Johan, tirado en el suelo, mientras un enorme bestia le devoraba las entrañas.
Franz retrocedió unos pasos y vomitó. Volvió a asomar la cabeza para cerciorarse de que aquel desdichado infeliz era su amigo, cuando se percató de que algo o alguien lo estaba observando. Como si una extra y poderosa atracción lo obligase, el joven alzó la vista de la grotesca escena para fijarse en el extremo opuesto de la habitación.
De espaldas al hogar de una chimenea, Franz se topó con los ojos más inquietantes que jamás recordaría. Eran dos ojos azules, claros como las gotas de lluvia. Eran unos ojos inquietantes y atrayentes al mismo tiempo, era algo casi hipnótico.
Arrastrado por la curiosidad, ignorando completamente los sollozos lastimeros de Johan, dio un par de pasos hacia el interior de la sala, con la intención de iluminar el rostro del dueño de aquellos ojos que tanto le inquietaban. No había terminado de dar el segundo paso, cuando el que era dueño de los inquietantes ojos sonrió.
Fue una sonrisa fugaz, casi una mueca amarga, pero a Franz le dio tiempo a ver dos filas de dientes imperfectos. Irregulares, la mayoría tenían la intención de acabar en punta, creando una sonrisa horrenda, además, de un color amarillo parduzco.
Asqueado, pero tremendamente prendado de aquel horrible ser, Franz dio otro paso para iluminarle la cara. Levantó levemente la antorcha, con el cuidado con el que se anda en el bosque para no espantar a una posible presa, y la acercó a la cara de aquel hombre.
Era un rostro horrible y deforme. La oreja derecha estaba como mordisqueada y le faltaban partes, la izquierda quedaba en penumbra, pero no podía ser muy diferente. El hombre no tenía nariz, sino, dos tajos mal pegados en su lugar. La boca, de labios prácticamente inexistentes, parecía una cicatriz que llegaba casi hasta las orejas. El resto del rostro estaba recubierto de quemaduras, que no hacían más que desdibujar los rasgos humanos que quedasen en aquel hombre.
El extraño volvió a enseñarle a Franz sus horrendos dientes, obligándolo a desviar la mirada y bajar la antorcha, pues no soportaba continuar contemplando aquel grotesco individuo. Al alumbrar el resto del cuerpo, el joven no pudo contener una arcada. Apenas parecía tener piel, y la poca que se percibía era similar al papiro viejo y ajado. Por ello, las venas y los palpitantes órganos se podían advertir casi a simple vista.
Casi imperceptible para el oído humano, sonó el chasquido de unos dedos, largos y finos. Franz se percató justo cuando la gran bestia había dejado de lado el cadáver de Johan, y caminaba lentamente hacia él. El miedo se apoderó del muchacho, sus piernas flaquearon y quedó de rodillas frente a lo que fuera que fuese aquello.
La negra bestia arrastró los pies hacia el joven, que veía su final cerca y no sabía qué hacer. En un acto de estupidez, similar al momento en el que se intenta impresionar a una mujer, Franz alzó la antorcha, reuniendo las fuerzas que le quedaban para ponerse en pie, tambaleándose. El gran monstruo se quedó quieto, como esperando la orden de su amo; en ese momento, Franz pudo ver unos ojos azules, del mismo color que los del hombre.
Cuando el hombre volvió a chasquear los dedos, la bestia adoptó una posición más amenazadora, mostrando unos grandes colmillos, de los que goteaba la sangre de Johan mezclada con la saliva de la bestia. Estaba preparado para saltar a por el muchacho, esperando la orden, cuando, sin pensárselo dos veces, uso la antorcha como bate y lo golpeó. Acto seguido, comenzó a correr como alma que lleva el diablo, con intención de escapar de aquel horrible lugar.
A cada paso sentía una punzada en el tobillo, pero intentaba ignorarlas. Presa del miedo, atravesó una habitación en penumbra golpeándose contra todos los muebles. Un gemido le heló la sangre, después de que hubiese pisado un bulto en el suelo.
Sin tiempo ni intención de descubrir lo que era, el joven siguió corriendo, hasta que descubrió una zona iluminada por la luz de la luna. Nunca había apreciado tanto el débil brillo plateado que emanaba la reina del cielo nocturno hasta aquella noche. Casi sin pensar, Franz corrió hacia aquella luz, sabiendo que entraba por una ventana, lo que el joven no sabía era que el cristal se mantenía intacto.
El muchacho atravesó el cristal, para cayó de bruces sobre el manto de hojas del suelo. Se lastimo la muñeca, más no tenía tiempo de quejarse. La bestia apareció tras él, derribando la puerta principal del colegio. Aun corriendo con las fuerzas que le quedaban, no pudo huir de la bestia que, en dos grandes saltos le dio caza. De un zarpazo lo lanzó al suelo, causándole las profundas heridas de la espalda. El muchacho, viéndose superado, comenzó a rezar. Sentía el fétido aliento del monstruo y las espesas babas cayendo por su rostro, mezclándose con sus propias lágrimas. Estaba seguro de que aquel sería su final. Echó una ultima mirada a los azules ojos de la bestia, antes de que su consciencia lo abandonase. Todo se volvió oscuro.
Con la salida de los rayos de sol despertó al otro lado de la valla. Se levantó al instante y renqueante se alejó de aquel infernal lugar. Durante horas corrió sin rumbo, hasta que cayó por un terraplén y se golpeó la cabeza con el tocón de un viejo roble, quedando tendido inconsciente.
Acto III:
Cuando Franz terminó de relatar los hechos, respiraba de manera entrecortada, los ojos empañados y el cuerpo empapado en sudor. El doctor pidió que lo dejaran descansar, y todos los habitantes del pueblo fueron saliendo de la consulta, mientras murmuraban y señalaban a Pienaar.
El profesor, junto con el comisario Victoire, fueron las únicas personas que no abandonaron la consulta. El primero, quería saber cómo se encontraba su alumno; el segundo, en cambio, ansiaba interrogar al muchacho, debido a que la fantástica historia no hizo más que acrecentar la sospecha de que él había asesinado a sus dos amigos, y luego se había lesionado a propósito, para evitar, precisamente, que sospechasen de él.
Gironde amablemente los invitó a irse, y al ver la tozudez de Victoire, casi los echó a patadas. Aun así, Victoire volvió a entrar, únicamente para lograr que Gironde lo echase a escobazos.
Pienaar anduvo hacia la escuela, debido dormía en su despacho desde hacía varios meses. Una piedra impactó contra su frente, sacándolo del ensimismamiento en el que caminaba desde hacía un rato. El profesor se examinó la palpitante herida que había aparecido en su frente, al tiempo que una segunda piedra golpeaba su hombro.
Lleno de asombro temor y desconcierto, levanto la vista hacia su agresor y se topó con una docena de vecinos, entre los que se encontraban los padres de Armand y Franz. Con las manos levantadas, Pienaar imploró clemencia, pero la furiosa turba lo apedreó sin piedad. El pobre profesor tuvo que huir como pudo hasta la consulta de Gironde.
El doctor lo acogió, curó las heridas y le dio cobijo, pues eran buenos amigos desde hacía años. Le ofreció una cama junto a la de su joven alumno, para que así pudiese ver la evolución que este iba teniendo. Pienaar, vio como día tras día llegaba el comisario Victoire para obligar a Franz a rememorar los sucesos que le habían dejado en ese estado. Horrorizado, el maestro pudo contemplar como una de las mentes más brillantes y lúcidas que había conocido se ajaba, como la cordura abandonaba a aquel muchacho.
Tres semanas más duró el joven Franz. Tres semanas de constantes visitas de Victoire, tres semanas en las que revivió los trágicos pensamientos que destruyeron su vida, tres semanas de duros interrogatorios por parte del insaciable comisario, que no paró hasta que exprimió la última gota del cerebro de aquel muchacho y lo dejó hecho un guiñapo.
La mañana en la que el joven apareció loco, oculto bajo las mantas e intentando protegerse de un peligro inexistente, todo el pueblo comenzó a perseguir a Pienaar. El doctor lo encubrió hasta que, al amparo de la noche, pudo salir de aquel pueblo.
Pienaar anduvo durante horas, hasta que un cochero lo recogió y lo llevó hasta las inmediaciones de París. En la capital francesa, el humilde profesor cambió su nombre y empezó desde cero. Se casó con una costurera, con la que tuvo una hija, y durante una década vivió feliz, hasta que se enteró de la muerte de su desdichado alumno en el hospital de Saint-Clement Redentor, para dementes y discapacitados.
Desde aquel día, los fantasmas de los tres muchachos lo han estado visitando en sueños. Obsesionado con aquellas trágicas muertes, viajó varias veces al bosque de su antiguo pueblo, para encontrar el maldito internado, y recuperar los restos de sus desgraciados alumnos, pero nunca lo encontró.
Tal fue la magnitud de su obsesión que, casi sin saberlo, apartó a las dos personas más importantes de su vida, y cuando se percató de ello, ya era demasiado tarde para recuperarlas.
Ya sin su mujer y su hija, Pienaar se abandonó. Se dio a la bebida y cada vez era más arisco y burdo, llegando al punto de ser arrestado en varias ocasiones. El loco profesor, solamente vivía con la intención de aliviar el gran sentimiento de culpa que le pesaba en el alma, por haber permitido que los tres muchachos se adentrasen en la búsqueda del colegio maldito.
Día tras día, el maestro fue al colegio y volvió con las manos vacías. Su desesperación y sentimiento de culpa crecen día a día y ya no lo puede aguantar más, así que ha decidido acabar con todo. Por eso, esta noche se encuentra sentado frente a este papel, para explicar los motivos por los que ha decidido acabar con su vida.
Hace ya años que las ganas de vivir se apagaron en mí. Clarisse, siento todo el daño que te he podido llegar a causar, sé que podríamos haber sido muy felices juntos, y con Camile, pero por culpa de mis errores pasados, erré en el presente y quebré nuestro futuro. No te pido que perdones mis actos delirantes, las noches que pasaste en vela por mi culpa, ni que compartas mi obsesión, solo que entiendas que las estupideces que hice fueron para intentar redimir mis antiguos errores.
Camile, aunque a penas nos conocemos, se me hace duro despedirme de ti. Me perdí los momentos importantes de tu vida: no estuve en tu boda con Hugo para ofrecerte mi brazo, tampoco vi como mi nieto venia al mundo, ni como hablaba, no te vi crecer, ni me di cuenta de lo mucho que te quería, hasta que ya fue tarde. Miles de veces me he acordado de ti, y miles de veces he querido ir a verte y hablar contigo, y ver a mis nietos, pero nunca reuní el valor suficiente para hacerlo.
No os pido que me perdonéis, sé que no he hecho las cosas como debería haberlas hecho y merezco todo lo que me ha pasado, tampoco pido que recéis por mi alma, ni que os compadezcáis de mi ahora, solo quiero que me guardéis un hueco, aunque sea pequeño, en vuestro pensamiento, y que no me odiéis toda la vida.
La última voluntad que os pido, mejor dicho, os imploro, es que hagáis llegar al mundo la historia de los muchachos. Me gustaría que se hiciese justicia y alguien desentrañase el misterio del Colegio de los Alemanes, y que encontraran al hombre de los ojos azules y al lobo negro que le acompañaba.
En mis últimos minutos de vida siento nervios, mi mente no deja de mostrarme imágenes de tiempos felices, de cuando los tres estábamos juntos y éramos una familia, y no puedo evitar emocionarme. Cuando el reloj de las doce hará cincuenta años que murieron mis desgraciados alumnos, y me uniré a ellos.
Antes de que el frío acero de la pistola acaricie mi paladar, y de que mis sesos tiñan las paredes, quería deciros que hubo un tiempo en el que creía que podía ser feliz, y que durante toda mi vida me he arrepentido de haberos alejado de mí.
Atentamente, el padre y marido que os quiere,
Gustave Pienaar
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