“En las noches oscuras – decía la abuela – el diablo sale a caminar entre los hombres”
Aquella fue una noche de esas.
Más negra que el carbón. La misma luna, previendo lo que se venía, huyó. Las
estrellas, asustadas, no aparecieron. El cielo era, aquella noche, un lienzo
negro. Liso. Inmaculado.
La abuela tenía razón, el diablo
había salido del infierno a caminar entre los hijos de los hombres aquella
noche. Sin disfraz. Desnudo. Mostrando su verdadera naturaleza, tan cruda como
desagradable. El más malo entre los malos. El más astuto entre los astutos. El
más mentiroso entre los mentirosos.
Podríamos imaginar cualquier
maldad y él estaría siempre un nivel por encima.
No era Muñondo un pueblo grande.
Apenas unos diez caseríos, desperdigados en los montes; la plaza, en la que los
domingos y los miércoles se ponía el mercado; un puñado de casitas; el
ayuntamiento, demasiado grande para los vecinos de allí; un edificio que hacía
las de archivo municipal y biblioteca, la consulta del médico (bueno, llamar
médico a aquel matasanos sería insultar a los médicos); la taberna y el frontón
¡Eso no podía faltar!
Estaba situada en un valle, entre
las montañas. Aquellos que lo visitaban decían que Muñarte[1]
sería un mejor nombre, ¡sin saber que Muñarte era el pueblo de al lado! Decían los
entendido que en algún momento de la historia, a lo mejor, los nombres se
habían tergiversado, que Muñondo[2]
sería Muñarte y viceversa. Razón no les faltaba ya que Muñondo se encontraba
entre colina, mientras que Muñarte junto a las colinas. Pero no es esta una
historia sobre eso.
Como he dicho, nuestra pequeña
aldea se colocaba en un valle con su rio cristalino y todo. No teníamos que
echarle cuentas a la costa para nada, ellos tendrán su mar, pero nosotros tenemos
mares dorados, de trigo y maíz. Verdes en primavera, morados en otoño,
florecidos de amapolas. Había tambien un pinar cerca. Un lugar idílico era
aquel. Visto así, nadie esperaría que el mismísimo diablo caminase por ahí.
Pero lo hacía, sí.
Aquella noche, aquella noche sin
luna, apareció Mattin, nervioso y empapado en sangre, en la comisaría.
Respiraba fuerte, pero no era una respiración normal, se asemejaba al gruñir de
un perro. Cayó de rodillas, tapando su rostro entre las manos. Las lágrimas le cayeron
al suelo. Eran rosas, por mezclarse con la sangre.
Pernando y yo nos levantamos rápido.
Estábamos solos en aquella oficina y eran altas horas de la madrugada. Más que
ayudarlo, me pareció que Pernando le iba a meter un tiro, por el sobresalto. Estoy
seguro de que si hubiese estado solo, el pobrecito Mattin no hubiera salido de
allí de una sola pieza.
Empezó a hablar tartamudeando el
muchacho:
—Mu-mu-muer-muertos… ¡Están
muertos! ¡Están muertos!
—¿Quiénes? —inquirió Pernando,
nervioso.
En esos pueblitos que son tan
pequeños todos nos conocemos; sería raro que de repente sucediese un asesinato,
por lo menos, sin que previamente haya habido algún pleito.
—¿Quiénes están muertos? —volvió
a preguntar Pernando, más alto, alzando Mattin por las solapas —¿A quién han
matado?
—¡Los Amezketa! ¡Han matado a los
Amezketa! ¡Ha sido una carnicería! —soltó Mattin, gimoteando—. He ido a ver los
animales, porque tienen una oveja a punto de parir y, claro, he escuchado un
ruido en el establo y creí que era la oveja, pero cuando he ido a ver, la oveja
estaba bien. Dormida. Así que, me he vuelto a mi chabola, cuando he visto una
luz en la casa grande. Por la hora, me ha parecido raro —señaló al reloj que
colgaba en la pared—, demasiado tarde para que tuvieran tantas luces
encendidas. Así que, por ayudar por si pasaba algo me he acercado y me he
encontrado aquello. ¡Una escabechina!
—¿Podrías describirnos lo que has
visto? —pido, sentándome frente a la máquina de escribir—. Por favor, no te
saltes nada. Intenta ser lo más claro y preciso que puedas, nos será de gran
ayuda.
Apenas era un adolescente, Mattin,
cuando empezó a trabajar en el caserío de los Amezketa. Cuando me confirmó, lo
hizo tímido, como si yo fuera un padre castigador. Tardó unos diez minutos en
contar toda la historia. Despacio, para no dejarse ningún detalle.
Pernando lo miraba desde su mesa,
por el rabillo del ojo. No dijo ni una palabra, pero sabía que no se creía del
todo el relato de Mattin. Era muy desconfiado, Pernando, pero, esa desconfianza
era lo que lo hacía buen policía; si no fuera por él, yo pasaría por alto
muchas pistas y detalles.
Cuando se fue el muchacho se me acercó.
Previamente se había asegurado de que el crio no volvía, ni estaba escuchando
lo que me iba a decir.
—¡Valiente desconfiado! —me burlé
de él—. ¡A ti no te engañan ni el lobo de Caperucita!
—¡Anda a la mierda! —respondió
con las orejas muy rojas.
—¿Qué te pasa? No te crees al
muchacho, ¿no? Kagüendios, Pernando, ¡¿qué hostias va a hacer el crio
ese?! Deja las novelas de crímenes, por amor de Dios, que esto no es una
aventura de Poirot o Holmes. ¡Concentrate, eh! No me jodas.
—Xalbador, tan perspicaz como
siempre. ¿Qué hostias va a hacer un crio a estas horas fuera de la cama?
—La oveja que está por parir, ¿no
escuchas o qué?
—Xalbador, los Amezketa no tienen
ovejas. ¡Vacas, tienen vacas! ¿No te acuerdas qué estuvimos hace como tres dias
en el caserío?
—Pues a decir verdad… —golpeé mis
labios con el lápiz, como si ese gesto fuese a despertar mi memoria—. Pues a
decir verdad no, no me acuerdo.
Se llevó, Pernando, las manos a
la cara.
—¡No sé cómo eres policía! Quien
tendrá tal deuda contigo, como para que estés aquí.
Me reí por su ingenio. Era
realmente gracioso, Pernando… cuando quería.
—Lo mismo da. Levántate, tenemos
tajo. Esta noche, el diablo ha perpetrado un crimen y somos nosotros quien
tenemos que esclarecerlo.
—¿El diablo? Mi abuelita me decía
que en noches oscuras, como esta, el diablo camina entre los hombres—dije, un
poco acongojado.
—Pues tenía razón, Xalba, y ahora
te lo voy a mostrar—. Cogió las llaves del coche de la cajetilla que teníamos en
la pared y me las lanzó—. Venga, hoy vas a conducir tú.
En el camino no cruzamos palabra
alguna. Pernando iba en su mundo, como siempre, barruntando quien podría ser el
malhechor. Pareciera que, en aquellas situaciones, su cerebro iba a más de tres
mil revoluciones por minuto. A veces podía verse el humo salir de sus orejas.
Yo, por mi parte, iba nerviosísimo.
Me enervaba mucho aquel tipo de situaciones. Tenía razón Pernando, yo era
policía porque el alcalde era primo de mi abuela. Eso que llaman nepotismo. Pensaba
que, en aquel pueblucho, lo más peligroso que me encontraría sería alguna
gresca de bar entre dos fulanos, algo puntual, pero en tres años me había
encontrado con, por lo menos, dos asesinatos y tres robos con violencia.
Pero eso no era nada comparado
con lo que nos encontramos. Lo anterior, un paseo entre las amapolas comparado
con lo que teníamos delante.
Aquello no era un simple
asesinato. ¡Era una carnicería del copón!
Tan pronto entramos, la
pestilencia a sangre dio duro en nuestras narices. No habíamos dado un paso
cuando dimos con un brazo. Un brazo solitario. ¡Un brazo que no estaba unido al
cuerpo! Más adelante una pierna. Colgando de las escaleras, una mano.
Seguimos el rastro de sangre
hacia la cocina. Pernando fue quien tomó la delantera, si hubiera sido por mí,
nos hubiéramos dado la vuelta y estaríamos ya en la taberna.
A medida que nos acercábamos, la
peste se acrecentaba. Lo que vimos allí, en aquella cocina, se me grabó en el
cerebro. Cuerpos despedazados. Mirase a donde mirase, allí había alguna parte
del cuerpo, separada del resto. Además, los cuerpos estaban plagados de
dentelladas.
No pude contener el vómito. Allí
mismo, entre los cuerpos, dejé hasta el último bollo del desayuno. Pernando ni
se inmutó, estaba tan concentrado en lo suyo que estoy convencido de que no se
fijó ni que estaba allí.
Pareciera como si una bestia se
hubiera colado y hubiera perpetrado aquella carnicería. Una gran bestia. Un oso
o algo. O eso diría yo, pero no Pernando. Él no era tan fantasioso, tan
soñador. Según entramos por la puerta había estado escrutando cada esquina con
minuciosidad. No se le pasaba ni un detalle, por nimio que fuera, sería
imposible.
—¡Mira, Xalba! Acércate, rápido
—me llamó, mientras inspeccionaba un brazo—. Mira acá. ¡ESTO! Estos no son mordiscos
de un animal…
—¿Qué dices? Tienen que ser las
mordidas de un animal, ¿no?
Nos miramos. No quería saber la
respuesta a mi pregunta. Vi el brillo en su mirada y su sonrisa astuta. No era
la primera vez que veía ese gesto. Un gesto triunfal, el del que sabe que ha
ganado, el mismo gesto que ponían los detectives famosos.
—Nos hallamos ante un caníbal,
Xalbador —soltó, fascinado—. ¡Un caníbal en Muñondo!
En aquel mismo instante vi como se
salía el alma de mi cuerpo. Las piernas me empezaron a temblar. La lengua se me
secó, robándome la capacidad de decir palabra. Y ese sudor frío, comenzó a
resbalar por mi nuca. El corazón, de dar violentos latidos en mi pecho pasó a
quedarse totalmente quieto.
—¿Un ca- ca- caníbal? ¿Aquí?
—mustié, tartamudeando —. ¡No me tomes el pelo, Pernando, coño!
Antes de que pudiera decir nada más,
escuchamos un ruido tras nosotros. Como si se hubiera roto un cristal. Pernando
sacó su pistola, rápido. Cada que nos encontrábamos en una situación así, le decía
que en otra vida había sido un vaquero. No vi en mi vida a nadie tan rápido y hábil
con la pistola.
—¿Quién va? ¿Identifícate?
—ordenó sin alzar la voz.
Apareció entonces Mattin,
nervioso, bajo el marco de la puerta. Según nos vio echó a correr. No nos dio
un instante para preguntar nada. Pernando me miró burlón, no necesitaba palabras
para decirme lo que quería.
Tenía razón, una vez más.
Con un gesto ordenó que nos separásemos.
Yo perseguí a Mattin, él, de mientras, tomaría otro camino, para salirle al
paso. El típico movimiento en pinza. Clásico. Pernando era muy clásico para
esas cosas, desde que leyó a Julio Cesar, se creía un estratega militar.
—¡Detente! ¡Detente! —le grité al
muchacho, mientras sacaba la pistola.
Estaba claro, no tengo por qué
decirlo, que Mattin era muchisimo más rápido que yo. No porque fuera más joven,
eso ayudaba, sí, pero no era el motivo principal, sino mi falta de forma. Tan
pronto hacía una carrerita ligera, quería echar los pulmones por la boca.
Sabiendo que no lo atraparía, no
tenía una mejor idea que empezar a dar tiros. No contra el muchacho, claro
está. Eran tiros de advertencia. Pero ni por esas se paró. Desesperado,
sabiendo que el día de mañana me arrepentiría, lo apunté con la pistola.
—¿A dónde vas, pichón? —Pernando
apareció entre los arbustos, como una bestia, saltando sobre el muchacho.
—¡Dejadme! Dejadme, por favor, y
os lo contaré todo.
—Sí, claro que nos lo vas a
explicar todo, pero no aquí, en la comisaría. Todo todito nos vas a contar. El
porqué has matado a los Amezketa. Como lo has hecho…
—No he sido yo. No he sido yo.
—¿Entonces quién? ¿Quién a
asesinado a los Amezketa? Mira chaval, no te hagas el listillo que lo único que
vas a hacer es cagarla. Dime todo lo que sabes.
Mattin no dijo nada, simplemente
señaló una chabola que había cerca. Pernando se adelantó mientras yo cuidaba
del muchacho. Sabíamos los dos que de querer irse lo haría, pero no me hizo
caso ninguno. A lo mejor, el pobre Mattin esperaba que alguien lo atrapase,
así, aliviaría la culpa que sentía.
—¡Dios Santo! —vociferó
Pernando—. Xalbador, ven cagando hostias.
Le hice caso. Acercando a Mattin
a empellones hasta que nos encontramos frente a la casucha. Aunque no oponía
resistencia, yo si que estaba usando una fuerza excesiva, por la carrerita. Mi
venganza personal.
—¿Qué tienes?
—No, que no, ¿a quién? —respondió
Pernando—, ¿o a qué?
En cuanto asomé la cabeza el
corazón se me volvió a parar. Vi al diablo. El diablo me miró de vuelta. Esos
dos ojos siguen grabados en mi alma aún. Dos ojos amarillentos, rebosantes de
maldad. Y esos dientes, irregulares, aún empapados en sangre.
Nos ladró. Era, aquel, una bestia
salvaje entonces. Cuando Pernando lo encañonó, Mattin se entrometió.
—¡No! ¡No lo hiráis, por favor! ¡No
le hagáis daño! —Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero, como un verdadero
hombre, las sostuvo—. No, por favor, es mi padre.
Pernando me miró sin decir nada.
Sabía que era lo que tenía que hacer. Él sería un mejor policía, pero yo
también tenía mis habilidades. Me llevé al muchacho e intenté tranquilizarlo
con palabras dulces. Sabía que era lo que iba a hacer Pernando, por eso traté
de llevármelo tan lejos como pudiera.
—Sabes, muchacho, mi abuelita
decía que el diablo, en noches como esta, de luna nueva, sale a caminar entre
los hombres. ¡Que leyenda más rara!
Mattin no dijo nada. Por el
rabillo del ojo, de vez en cuando, miraba hacia la chabola. Intentaba adivinar
lo que sucedía dentro, lo sabía perfectamente. Yo continué con mi relato,
intentando llamar su atención, pero no lo conseguí.
De repente, se escuchó un sonido
sordo. El cantar de los pájaros lo tapó un poco, pero los dos sabíamos que era
lo que había provocado aquel sonido. Mattin no dijo nada. Dos lágrimas se
deslizaron por sus mejillas. Cerró los puños fuerte, hasta que la sangre brotó.
—Venga, chaval, vámonos, aquí no
tenemos más que hacer.
Nos esperaba en el coche
Pernando. Él tampoco dijo nada hasta que llegamos a la comisaría. Ni siquiera allí.
No fue hasta que dejé a Mattin en la enfermería que me habló por fin.
—Era un criminal. Un criminal
peligroso, Xalbador. Un autentico diablo. Hay que investigar la casucha, pero
por lo que he visto, no era la primera vez que mataba. He hecho lo que he creído
mejor, lo sabes.
No le respondí. Lo sabía. Tenía
toda la razón.
Mi abuela decía que cuando el diablo
camina entre los hombres tenemos dos opciones, huir o enfrentarlo. Los primeros
vivirían, aún cuando podrían volver a encontrarse con el diablo; los segundos, aunque
ese fuera su último día, acabarían con el diablo para proteger la vida de los
demás.
Y Pernando, aquella noche, me
confirmó que era de los segundos.
[1] Muinarte
en euskera se podría traducir como “entre colinas”
[2] Muinodo
en euskera se podría traducir como “junto a la colina”
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