lunes, 27 de mayo de 2024

Romera


Hacía un Sol de justicia aquella tarde de mayo. El camino era largo, pero con amigos se hace todo más liviano. Habíamos salido del pueblo hacía ya una semana. Caballos, carretas y guitarras. Vino dulce en los pellejos. Agua fría en el pipo. Matanza, queso y pan para almorzar. Y un puñado de aceitunas que íbamos cogiendo de los olivos.

Almonte quedaba lejos de casa. Muy lejos. Había quienes, tras una jornada, había dado media vuelta. Había quienes ni se habían atrevido a pasar el umbral de su puerta. No yo. Había de hacer el camino.  La Virgen lo merecía.

La marisma no hacía más que acrecentar la sensación de sofoco y los mosquitos… ¡Que decir de los mosquitos! Sentías su afilado beso cuando ya se habían dado un atracón. Ramona, pobrecita mía, parecía que llevaba puesto el traje de lunares. A Pepín le picaron en la lengua y, si ya hablaba malamente ¡Imaginate! 

— ¡SANCHO! ¡Déjate de revolotear por ahí, haz el favor, y ayuda un poco a descargar!

— Venga ya, Pepe, no me seas saborío. Disfruta del Rocío. Disfruta de la gente.

— ¡Sí, ya se yo de que gente quieres disfrutar tú!

— Con que malage lo dices, Pepe, ni que fuera yo un mujeriego… Sí yo solo te quiero a ti, pichón.

— Mira, Rodriguillo, ¡dos mariposones! —señala uno de los amigos, con chanza. 

— ¡Ira el carajote! —bufa Pepín—. No me seas, Beni, no me seas.

— Además —interrumpe, con sensual ademán, Ramona—, que va a buscar fuera que no tenga en casa.

— ¡Quitate, tú, ceporra! — la aparta Sancho casi de un empellón. 

— ¡PEPEEEEEEEE! — se queja la joven.

— ¡Sancho, coño, que es mi hermana!

— Lo siento, Ramoni, si sabes que yo te quiero, pero como a una hermana. ¡Que nos hemos criado juntos! —No suena a disculpa, para nada.

— Tú no te hagas caso del tunante de mi hermano, Ramoni, que es un borrego y un cafre. —se la lleva Vera, la hermana—. ¡Vente, vamos a ver a la Virgen, a ver si te encuentra a uno que sea un hombre decente!

— ¡Un milagro sucederá! Oremos, hermanos. 

Ríe el resto del grupo la chanza del muchacho. Todos menos Pepe, al que no le hace ninguna gracia las bromas a costa de su hermana. 

— ¡SANCHO, YA! Córtate un poquito, ¿no?

— Vamos, Pepín, que ya sabes que estoy de broma. No te pongas así. ¡Venga, que te invito a unos tintos!

— Vete tú, yo no tengo ganas. 

— Bueno, como veas… ¿Alguno se viene? ¿Tomás? ¿Beni? ¿Rodriguillo?

— Adelantate tú, Sancho —dice Tomás. 

— Sí, ve tanteando el terreno. A ver si encuentras alguna jaca de esas que tú sabes —Rodriguillo. 

— Ahora te alcanzamos, que dejemos los caballos amarraos —lo despacha Beni. 

Camina sin un rumbo fijo Sancho entonces, buscando lugar para remojarse el gaznate. «Quizá -piensa conversando consigo mismo- he sido un poco desconsiderado. Debería disculparme con ella».

De camino a la ermita la busca entre el gentío. Está, el lugar, abarrotao. No cabe un alfiler. Peregrinos y romeros, gitanas y romeras; feligreses, vecinos  y foráneos, y algún que otro extranjerillo perdido por estos lares. 

La vista es colorida, hermosa, “el ramillete de Dios” que decía su madre. Perdido entre los pliegues de los vestidos, las pañoletas y las flores que adornan los cabellos. Pepín pudiera ser que tuviera algo de razón, un poco mujeriego si que era, pero ¿Qué le iba a hacer, si le gustaba una mujer más que un 

Y entre todo el ramillete. Entre aquel florido jardín, una flor se destacaba entre las demás. Era menuda, de pelo negro como la noche y ojillos tristes. Acompañada a todos lados por su guardián. 

Las canas de su pelo revelaban la edad que su cuerpo se negaba a aceptar. Aún se le veía enérgico, de cuerpo robusto, tosco, pero cara afable. Lo había visto un par de veces por el pueblo, haciendo los mandados de la casa de Arreola. Higinio se llamaba… o algo parecido. 

Se acercó como un aguilucho, rondando sin perder de vista el objetivo. Ya no le importaba Ramoni ni su merecida disculpa. Había puesto los ojos en aquella muchacha, la hija de Arreola, y cuando a Sancho Trujillo se le metía algo entre ceja y ceja, no cejaba en su empeño hasta tenerlo.

Un rápido juego de manos le proveyó de un hermoso clavel rojo. Sacado sin miramientos de una ofrenda a la Virgen, no le produjo remordimiento alguno.

Con irreverente atrevimiento se acercó:

— Una flor para otra flor.

— No estamos interesados — interviene raudo, el acompañante. 

— No estoy pidiendo nada a cambio, no se preocupe, no son malas mis intenciones. Un gesto cortés, nada más.

— Bien conozco yo la cortesía de los que son como tú. ¡Anda, pícaro, vete a rondar a otra moza!

Se la llevó del brazo el hombre. Apartola de su vera como si fuese un apestado. La siguió con la mirada cuanto pudo. Hizo por seguirla, pero el tumulto era tal que parecía la corriente de un río. Para cuando quiso darse cuenta, ya no la veia.  

Cualquiera se hubiera dado por vencido, no así Sancho. «Y lo que te rondaré, morena» se dijo para sí, en un leve susurro, dándose ánimos.

No podía dejar de pensar en su tez pálida, porcelanosa, ni en esos ojos de miel. Le había obnubilado hasta el traje y no veía el momento de admirarlo en el suelo tirado.

Aunque la buscó toda la tarde, no hubo manera de encontrarla. Era como si se hubiese esfumado. Empezaba a pensar que lo habría imaginado, mientras el tinto llenaba su copa. Alguien así, tan pura y angelical, no podría ser más que una imagen en aquel sitio. No había posibilidad alguna de que existiese alguien así. 

— Era tan guapa. 

— Que sí, Sancho, que sí —se mofó Beni —, que te has encontrado a la Macarena encarnada. 

— ¡Pues si no era la Virgen, tú me dirás! 

— Anda, anda, vete a dormirla, que buena la llevas —lo despachó Rodriguillo—.  ¡A ti el calor te ha frito el seso! —Mientras se golpeaba la sien.

— ¡Irse al carajo, home ya!

Se levantó de malas maneras, no por que se hubiese sentido molesto, sino por los litros de alcohol que recorrían sus venas en ese momento. Con un pie haciendo tres huellas, tuvo la valentía de marchar hacia las tiendas de campaña que habían montado sus amigos. Un pequeño campamento cerca de la marisma, a merced de los mosquitos, pero arropado por los arbustillos. 

Evidentemente, el zangolotino no llegó a su destino. 

Perdió el rumbo al doblar la esquina. Se creía él, pastor desde la cuna, hombre resuelto de campo, que se guiaría como su abuelo le había enseñado a su padre y este a él, con las estrellas. Pero es muy dificil ubicar las estrellas cuando ves la luna por triplicado. 

Dando tumbos avanzó hacia donde él creía que encontraría el campamento. No había rastro del calor de la mañana y, para ser mayo, hacía hasta algo de frio. Un frio seco, de los que te entran hasta el hueso. ¡Incluso se estaba levantando una ligera bruma! Quizá porque eran ya altas horas de la madrugada, quizá porque estaba a punto de suceder algo espeluznante.

«No me tenía que haber tomado la última» se dice, corriendo hacia unos arbolitos, mientras desabrocha la hebilla de su cinturón. Busca un lugar recogido, lejos de miradas curiosas que puedan verle las vergüenzas. No hay nadie en kilómetros a la redonda, pero él tiene la sensación de que alguien lo observa, y cuando te miran, es muy dificil concentrarse. «Que me meo. Que me meo. ¡Que me v’y a mear!» 

A la sombra de un solitario alcornoque, en la llana dehesa, mirando a la marisma, pudo aliviar Sancho su carga. Un canturreo feliz salía de sus labios, como el canto de un gorrión, mientras soltaba litros y litros de Fino y Manzanilla.

Entonces la vio. 

 Bajo la argenta luz de la luna, sobre las calmadas aguas de la marisma, podía verse perfectamente una blanca figura. Avanza con inusitada calma. Era como si se estuviera deslizando en el aire. Una grácil hada movida por una brisa que solo la mecía a ella. Aún en la distancia, tal pureza y belleza sólo podía ser emanada por un ser divino.

«¡LA VIRGEN! La Virgen. Se me ha aparecido» dice para sí, pues no le salen las palabras. 

Fue tal la impresión que se le pasó la borrachera al instante. 

Ataviada con solo un manto blanco, vaporoso, que se entremezcla con la baja bruma, lo mira ella sin turbar el gesto. A medida que avanza, el halo divino se va evaporando, dejando allí a una mujer. Una joven mundana. Sin ningún misticismo. Carne sobre hueso. Incertidumbres en el alma. Inquietudes en el corazón. 

Mirandola más fijamente, su cara parece sonarle. Lo invade esa sensación tan extraña que sientes cuando alguien te suena de algo, pero no tienes muy claro de qué. Repasa, con la mente nublada con cirros de alcohol, las caras de todas las muchachas que habitan su mente. «Piensa, Sancho, piensa, ¿Quién es? ¿Paquita la del molinero? No, esa es más ceporra. ¿Amelia, la de Charo la costurera? Tampoco, ella es más señorita, no se metería en el agua así como así. ¿Y Lola, la de los ojos verdes? No, ella tampoco es. Es muy paliducha para ser Lola… además, la Lola tiene un buen par de…». 

Esa sonrisilla bobalicona, dibujada en sus labios, se acrecienta con cada mujer que pobla su pensamiento. Se despista, por unos instantes, de la supuesta virgen que camina sobre las aguas, perdido entre aquel inmenso “ramo de florecillas”. 

Es, al volver la vista a la muchacha, cuando tiene que frotarse los ojos dos veces, pues cree que su vista lo engaña. 

Repentinamente, es devorada por la marisma. Desaparece, como si nunca hubiese estado ahí. 

Ante aquel inesperado suceso queda paralizado por un momento «¿Habrán sido imaginaciones mías? Ese Fino no estaba bueno.» 

El agua de la marisma es un plato que refleja la preciosa luna llena, pareciera, en efecto, ser una quimera de la imaginación de un borracho, pero un burbujeo lo hace darse cuenta de lo que está sucediendo. 

Se sube el pantalón con una mano, mientras que con la otra se quita la chaqueta. De una patadita los zapatos, dejándolos tirados en mitad del camino. Se arremanga las mangas de la camisa, dispuesto para la faena. Atraviesa la marisma sin pensarlo. Metido hasta la rodilla en el fango no puede, ni quiere, dejar de mirar hacía las burbujeantes aguas. No hay duda en su pensamiento. 

«Mierda. Mierda.»  se repite mientras avanza a duras penas por el cenagoso suelo. Braceando con fuerza en la superficie del agua, como si eso lo ayudase a avanzar más rápido. Las burbujas empezaron a hacerse más pequeñas, más efímeras, a medida que se iba acercando a la gran mancha blanquecina que era aquella mujer. 

Habría poco más de un palmo de agua allí, pero ella estaba totalmente cubierta. Haciendo su mayor esfuerzo por no salir a flote. Por mantenerse allí abajo, sumergida, desoyendo el natural impulso de salir de allí. De luchar por sobrevivir. Estaba cansada del mundo. Harta de su vida, vacía y sin sentido, prisionera en su jaula de oro y marfil. Harta de aparentar. De deberse a un apellido. De tener que ser la dama perfecta que su padre requería. Sin oportunidad de decidir. Sin poder opinar. Sin libre albedrío para hacer lo que le viniese en gana, como sus hermanos. 

Se cruzan sus miradas por un instante.

Un fuerte tirón tira de ella hacía arriba. Luego, una sensación cálida recorre su cuerpo. Un gesto de bondad. Un abrazo. 

— ¡Muchacha! ¿Estás chalada? —es lo primero que escucha—. ¿Qué pretendías? ¡Y aquí, delante de la virgen! Venga, ven, vamos, te tendrás que secar que estás empapada. Vamos. 

La agarra con firmeza del brazo, tirando de ella para que comenzase a caminar. Quizá se pasa de brusco, pero por la situación de estrés que acaba de vivir, no es capaz de medir sus fuerzas. 

El corazón le palpita en la garganta, más cuando se percata que aquella niña, desaliñada y descocada por el agua de la marisma, es la misma niña que había visto horas antes. Eso hace que, sin querer, apriete con más fuerza el brazo. 

— Déjeme —pronuncia, con melancolía en el tono, revolviéndose—. ¡Suélteme! Déjeme aquí…

— ¿Para qué? ¿Para que te ahogues tranquila? —le reprocha—. ¡Y un cuerno! 

Sin darle tiempo a reaccionar, pasa su brazo bajo sus piernas, cargándola como lo haría un novio con su recién desposada novia, rumbo a su nidito de amor. El rubor inunda las mejillas de ella al percatarse, pero no opone resistencia alguna. De hecho, coloca sus brazos con delicadeza alrededor del cuello del muchacho, apoyando, a su vez, la cabeza contra su pecho. 

— Habrase visto —murmura él. Queriendo tener un soliloquio interno, no se percata que está hablando en voz alta.—. mira que querer quitarse de en medio. Eso es la vía fácil. Todos estamos jodidos en esta vida, pero no hay que dejar de luchar, si no es por ti, por los que están a tu alrededor. Que sí, que todos tenemos días de mierda, que todos tenemos problemas, pero después de una noche oscura, siempre brilla el Sol de la mañana. 

Sigue con su monólogo, mientras camina penosamente por el agua. Ella lo mira ensimismada. Lo ve como un caballero andante, de esos que lee en los folletines. Más apuesto de lo que debería. Gallardo y caballeroso. 

No se había percatado en su anterior encuentro de sus verdes ojos, ni del hoyuelo de su mentón. De sus cuadradas facciones. Ni de ese caracolillo despeinado que pendía sobre su frente. Aún con esas pintas, totalmente desaliñado, lo ve hermoso. 

Vergüenza le da admitir que se está enamorando. No siente el frio que su cuerpo debería. La tiritona no es por estar empapada, sino por los nervios que recorren su cuerpo, como si fuesen chispazos de electricidad. 

— Oye, ¿estás bien? —la saca de su ensoñación—. Te has quedado así —imita su gesto—, como con cara de boquerón. ¿Estás segura de que estás bien? 

Asiente avergonzada. 

— Sí, sí… ¡Puede bajarme ya! —ordena, apartándose un poco de manera brusca.

— Como quieras —resuelve él, dejándola caer al agua.

— ¡Pero…! —bufa, poniéndose de pie en un salto—. ¿Cómo se atreve? ¿Es esa forma de tratar a una dama? No es más que un bruto.

— He hecho lo que me has pedido, bonita. 

— ¿Bonita? —intenta sonar sería, indignada, pero le flaquea la voz— ¿Qué confianzas son esas? ¿No le educaron bien en su casa?

— Mira, bonita —habla, encendiéndose—, no voy a tolerar que me hables así. Si no llega a ser por mí, ahora mismo estarías conociendo al Creador—. Se santigua al mencionarlo. 

— No le pedí ayuda.

— ¡NO, CLARO QUE NO! —le grita—. ¿Pero que hago, dejo que te ahogues? 

—Pues sí. 

— Definitivamente no eres más que una loca. 

—¡Oye, a mí no me hables así!

Se gira, el muchacho, como queriendo irse, pero ella lo retiene agarrándolo del brazo. Volteá, alzándole la mano, pero se contiene. Sus caras se quedan a escasos centímetros la una de la otra. Se entremezclan las agitadas respiraciones. Las miradas se cruzan. Sus ojos verdes reflejan los melosos ojos de ella. 

— ¡Mira, porque soy un caballero, que si no…!

— ¡¿Que si no qué?!  —lo enfrenta.

Sus narices se tocan. 

— Te robaba. Te hacía mía hasta las claras del día. Hasta que el gallo nos separase. 

— ¿Y a qué esperas? 

Se acercan los labios sin vacilar. Dos figuras, arropadas por la luna, queriéndose querer. Alejados de miradas curiosas, buscan un lugar para amarse. La guía de la mano, agarrándola fuerte que no se le vaya a escapar. La oye reír y es la melodía más tierna y bonita que recuerda haber escuchado. Ojalá poder oírla cada mañana, se dice.

Al recodo de un camino, se topan los enamorados con un farol. Un pequeño grupo de hombres los sorprende. Sancho hace por esconderla tras él, queriendo protegerla de lo que pudieran ser aquellos hombres. A esas horas de la noche, por los caminos solo caminan maleantes. 

— ¿Señorita Candela? —habla uno de los hombres—. ¡SEÑORITA CANDELA! Al fin, llevo horas buscándola. Gracias al cielo que está… bien. 

Resulta que el portador del candil no es otro que el hombre que la acompañaba horas antes, cuando se habían cruzado a la puerta de la ermita, Higinio. Al percatarse de quien era él, el muchacho que acompañaba a la señorita, a su señorita, no dudó un instante en irse contra él.

Lanzándose como un perro de presa lo agarró de la pechera. Para la edad que tenía, o parecía tener, era mucha la fuerza que tenía en las manos. Ver a la joven de esa guisa, agarrada a de su mano, y corriendo hacia la oscuridad de la noche, hizo que se temiera lo peor. 

De la pechera, sus fuertes manos se deslizaron hacia el cuello de Sancho, que hacía por evitarlo, pero sin soltar la mano de Candela. 

— Malnacido, ¿Qué le has hecho? —le gritó, escupiendo de la rabia—. ¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho, malnacido? ¡RESPONDE! 

— Hipólito —irrumpe ella, agarrándolo del brazo—. No ha pasado nada. Salí a dar un paseo y me caí a la marisma. El muchacho solo me ha ayudado y…

— ¿Así, en camisón? — exclama, horrorizado el hombre. Mira a Sancho, parapetado tras la mujer, por el rabillo del ojo, aún desconfía de él—. ¿Y por qué corríais entonces? 

— Os estábamos buscando, Hipólito… eh… 

— Sancho —le susurra, casi al oído. El vaho de su aliento en la nuca le eriza el vello.

— Sancho —repite, dulcemente—, solo me estaba acompañando. 

— Es que —toma el joven la palabra—, antes, cuando estábamos en la venta, os vi patrullando la zona. Creí que algo estaríais buscando. 

— Ah… pues gracias, entonces —acepta Hipólito, ofreciéndole la mano—. Muchas gracias, muchacho. De corazón. 

Tras el apretón, en el que el hombre no dejó de marcar territorio, se separan. Candela se va con aquel grupo de hombres que la buscaban y Sancho, desnortado, se queda vagando por aquellos caminos. 

Acaba de salir de un sueño. 

Aún siente su delicada mano aferrada, tímidamente, a la suya. Aun resuena su risa en sus oídos.

— ¡Oye! ¿Dónde estabas, pichón? — lo recibe Pepe, al verlo aparecer por el campamento. 

— Este ha seguido de juerga por ahí — se burla Rodriguillo. 

— Con la que llevaba ayer, no lo dudes — añade Tomás. 

— ¿Qué va? — los corta Beni—, ¿es que no veis las hechuras que me trae? El pichón ha estado retozando con alguna —le tira un pellizco en un costado—, ¿é, verdá, eh, pichón? 

— ¿Qué? —No se había percatado Sancho de donde ni con quien estaba. En su mente, solo había cabida para Candela de Arreola—. ¿Eh? Sí, si ya me conocéis. 

— ¡Lo veis! ¡Ha estado haciendo ya sabéis que! —ríe Beni—. Si hasta se ha dejado la chaqueta por ahí, ¡Y los zapatos! 

Aquellas palabras de su amigo lo hacen reaccionar. Se palpa el torso incrédulo, nervioso. Dándose cuenta de que, efectivamente, no lleva la chaqueta, sale corriendo. Una sonrisilla boba se dibuja en su rostro, pero sus amigos no son capaces de verla. 

— ¿Y este? ¿A dónde irá tan rápido?

— A por la chaqueta, sin duda. 

— Se habrá dejado la cartera —comenta Pepe, sorbiendo su café, sin darle mayor importancia. 

— Igual ha estado con una casada — dice Tomás. 

— ¿Y qué? —inquiere Beni, remojando un sobado en el carajillo—, ¿Qué tiene que ver eso con la cartera? 

— El documento de identidad, alcornoque — le espeta Beni—. ¡Que ahí sale tu foto! —añade, golpeándose una mano con la otra un par de veces.

Corre el joven Sancho por toda la aldea, buscando sin pausa el alojamiento de la joven hija del duque de Arreola. Pregunta en cada esquina, por si alguien puede ayudarlo y verter algo de luz en su pesquisa. Al final da con ella; alojada, como no, en una finca grandísima.

Duda por un momento si tocar la campanilla. ¿Dónde va él, un joven de baja cuna, que duerme al raso con sus amigos, que tiene que sudar al sol para ganarse migas de pan que llevarse a la boca, con alguien como ella? Duda de si tocar la campanilla. 

— ¡Oye, muchacho! —llama una voz desde dentro—, ¿Esperas a alguien? ¿Tienes algún recado? ¿Vienes buscando a don Hipólito?

Una señorita vestida de doncella se presenta ante él. Le recuerda a Ramoni por las hechuras. La jovencita le dedica una sonrisa imperfecta, falsa, mientras espera respuesta. No está ahí para perder el tiempo. 

— Eh… —le tiembla la voz—, sí, sí. A don Hipólito, sí. 

— Dame un segundo, que ahora lo llamo —se retira un par de pasos antes de voltearse—. ¿De parte de quién? 

— Sancho. Sancho Trujillo. Sancho. Él ya sabrá. 

Habla de manera atropellada. Está nervioso como nunca ha estado. Mientras sigue con la mirada a la doncella, no deja de pensar en irse. En cuanto estuviera fuera del alcance de su vista, saldría corriendo. Pero algo le impele a quedarse. Algo llamado Candela. La escucha hablar, en la distancia, y su corazón quiere fugar con ella. 

— Señor Trujillo —lo despierta Hipólito—. Buenos días. 

— Buenos días —logra articular el joven. 

— Aquí tiene, su chaqueta y unas pesetas por la molestia. 

— No quiero dinero —responde, contrariado—. No la ayudé porque quisiese una recompensa. No necesito el dinero. 

— Está bien —retira los billetes el señor, sin darle tiempo a pensárselo—. Pues decirle que la familia Arreola está muy agradecida con usted. Si usted o algún conocido suyo necesitase un empleo en algún momento, puede pasarse por la finca. Lo tendremos en consideración. 

— Tampoco necesito trabajo — el tono denota su enfado. Lo está tomando ese hombre por un cualquiera—. Ni nadie de mi familia tampoco. 

— Muy bien. Muy bien. Pues muchas gracias, entonces, por su altruismo. Dios se lo pagará. Que tenga un buen día. 

Y con las mismas se retira, dejando a Sancho con un palmo de narices. Agarra, airado, el cordel de la campanilla. Está dispuesto a hacerla sonar hasta que el badajo se caiga, hasta que ella salga. 

No lo hace. 

Se va de allí tan rápido como sus pies se lo permiten. Enfadado. Dolido. Quebrado. Llega al improvisado campamento de sus amigos en un volao. Aún están recogiendo los enseres del desayuno. Toma, entonces, la botella de coñac abierta con la que sus amigos se han preparado los carajillos y se la bebe de un trago. 

— ¿Qué? — brama, ante la atónita mirada de su gente—, ¿no veníamos a disfrutar de la romería? ¿No queríais festejo? Pues venga, juerga y jolgorio. 

— ¿Qué tripa se le ha roto? —susurra Rodriguillo a Pepe. 

— Déjalo —resuelve—, tiene mal de amores, ya se le pasará. 

— Venga, Pepe —exige con un aplauso—, coge la guitarra, compadre. ¡Vamos a cantarle a Huelva! Que esto está muy sieso, hay que animarla. 

Desde aquel día, Sancho la buscó sin cesar. La buscó en otros cuerpos. En otras pieles. Buscó su risa misma en la risa de otras bocas. En los culos de otras botellas. La buscó en las noches, en los bares. La buscó en las calles de madrugada. La buscó en los lechos calientes y en los pechos turgentes de otras damas. Pero nunca era ella. 

La sabía tan cerca y a la vez tan lejos. No había día en el que no se acercase a las lindes de la finca, a por ese trabajo que le prometió Hipólito, para estar más cerca de ella. Pero no tenía arrestos. Era más sencillo evitarla. Evitar romper aquel instante. Evitar descubrir que no fue más que un momento en el que dos jóvenes se dejaron llevar, pero que su amor no era correspondido. Era más sencillo llorar abrazado a una botella, porque no la tenía, que arriesgarse a quererla y descubrir que no lo quería. 

Así pasaron los días. Después las semanas. Y más tarde los meses. La primavera dio paso al verano y este, cuando necesitó unas vacaciones, al otoño. Los días empezaron a ser más cortos, los niños se recogían antes y el cielo se cubría de plomizas nubes que, de vez en cuando, descargaban tormenta. 

Una tarde de esas, plomiza y gris, se encontraba Sancho aburrido tras el mostrador de la tienda de sus padres. Apareció doña Adela haciendo ademanes, aspavientos, queriendo hacer todo a una misma vez y gritándole cosas que él no escuchaba, pues estaba perdido en su mundo, divagando con el que pudo pasar. 

— ¡Sancho! ¿No me estás escuchando? —le grita su madre —, ¡Que vayas al pozo, a por agua! 

— ¿Qué? —se frota los ojos—. Sí, madre, voy. 

— Pues venga —le reprocha, acercándole el cubo—, que estás desnortao. Yo no se que te pasó en el Rocío aquella vez, hijo mío, pero desde que volvisteis, estás de un raro.

— ¿Por qué no va Vera? 

— Ha ido con tu padre al molino, al mercado, a comprar telas para hacerse el traje para la feria. 

Suspiró profusamente el muchacho, resignándose a hacer la hastiosa tarea. Tomó el cubo y, con ese paso canso que arrastraba de un tiempo a esa parte, salió por la puerta rumbo al pozo. Quiso el destino que, a los pocos minutos, después de una mañana totalmente tranquila, apareciese en el establecimiento un cliente. Doña Adela, que era muy resuelta y muy viva no dudó en atenderlos, pero, a la hora de cobrar tenía un problema con los números. Como gran parte del pueblo y la comarca, no era estudiada ella, por lo que, una sencilla suma o resta para dar las vueltas, se le hacía un mundo. Era su marido quien se encargaba de esas cosas, o en su defecto, Sancho o Vera, pero ninguno estaba allí. 

— Si son tan amables de esperar un momentito de nada —pidió la señora, nerviosa, tras el mostrador—, ahora vuelve mi niño y les cobra. Es que yo ya tengo una edad, ¿sabe? Y se me juntan los números.

— No pasa nada. Ve a hacer el resto de recados, yo esperaré aquí a que vuelva el muchacho. 

— ¿Segura, señorita? 

— Sí, Hipólito, sí, no hay ningún problema.

A regañadientes sale el hombre de la tienda, dejando allí a su protegida. Sabe de sobra que no debería haberla traído con él, pero es que la joven era su ojito derecho y haría lo que fuera por contentarla y sacarla de aquel encierro de oro. 

Las dos mujeres se quedaron allí, incomodas, en un silencio sepulcral. Adela no se atreve a sacarle tema de conversación, pese a ser una persona muy social, por vergüenza. No quiere tampoco que la señorita de los Arreola se piense que es una cualquiera. Una analfabeta. Así que prefiere quedarse en silencio, tras el mostrador, mientras observa los productos que ha elegido. Los coloca y los recoloca en la cesta. Unas conservas, unas confituras, algo de queso y algo de matanza. Un par de duros de sal.

La joven, mientras tanto, se pasea por el pequeño colmado, indagando entre las estanterías. Rebuscando entre las latas y los tarros. Observándolo todo con detenimiento cual niña curiosa.

— Hija, siento no tener nada que ofrecerte —rompe Adela el incómodo silencio—. No te preocupes, el zote de mi chico no tardará en llegar. Es que lo he mandado al pozo a por agua, ¿sabes? Para lavar la ropa, que falta le hace —se ríe, nerviosa, al darse cuenta de que está divagando. Pero una vez que Adela entra en barrena con su verborrea, no hay quien la detenga—. Es que, verás, lleva mi chico una rachita bastante floja, ¿sabes? Yo no se que le pasa, desde que fueron a ver a la Virgen, allá por mayo, no es el mismo. Y claro, lo tengo aquí metido todo el día sin hacer nada. Que atiende la tienda, pero no quiero yo eso para él. Ni eso ni que salga con sus amigos a emborracharse, pero ya sabes, cosas que hacéis los jóvenes. Salís a tomaros vuestras copitas… Bueno, los hombres, que a nosotras ¿que nos queda? La casa, parir…  Y está una un poco hasta el moño —se deja caer sobre una silla—, que una ya va teniendo una edad, hija. Y estoy muy cansada. Menos mal que tengo a mi Verita, que esa si que me ayuda en todo, por que si fuera por… 

Se abre en ese momento la puerta, resonando la campanilla que anuncia un nuevo visitante. Entra el joven Sancho con parsimonia, haciendo lo posible por no derramar ni una gota del balde de agua.

— Me he encontrado con doña Ángeles, que… —Su mirada se cruza con la de la señorita Arreola y, por un instante, el mundo carece de sentido a su alrededor. —¡Tú!

— ¡EL AGUA!—grita doña Adela, al ver que su hijo ha soltado el cubo—. Ay, ay, el agua. ¿Pero que has hecho, Sancho? El agua, por Dios. Ay, ay, ¡Mira como lo has puesto todo! Es que, yo lo sabía, estás tonto perdido. Tonto. Ay, ay, la que me ha liado el… ¡Ay, la leche que mamaste!

Él no la está escuchando. Avanza con timidez hacia Candela, estirando la mano lentamente hasta tocar su rostro. Ella se ruboriza, pero no se aparta. Los dos se van acercando lentamente. Poco importa que doña Adela esté soltando sapos y culebras por la boca, para ellos no existe nadie más en el mundo. 

— Tú —susurra, rozando su nariz con la suya—, estás aquí.

Ella asiente, mordiéndose ligeramente el labio. No le aparta la mirada de los ojos ni un segundo. 

— No sabes la de noches en las que te he buscado. No sabes la de noches en las que te he esperado. No sabes la de lágrimas que he derramado pensando en ti. En nosotros. Te he tenido tan cerca y a la vez tan lejos. Te he…

— No digas nada más — lo calla ella—, un caballero no tiene que dar tantas explicaciones. 

Él sonríe con picardía. 

— Pero no soy un caballero —. Desliza suavemente su mano hacia la nuca de ella. 

— Entonces, ¿a qué estás esperando? 

— ¡Es que mira la que ha liado! —sigue doña Adela—. Sancho. ¡Sancho! ¡Que te estoy habla… Ah!

Se retira la señora con disimulo, pues no quiere interrumpir a los jóvenes. Cierra la puerta tras de sí, para que no los molesten. Allí los deja, en mitad de su pequeña tienda. 

Fundidos en un beso cálido. Saboreando la sal el uno del otro. Dos almas sin rumbo que se tocan por primera vez.

Recoloca los mechones de su pelo cuando se separan, con una caricia enamorada. No es capaz de soltarle la mano, incluso cuando su madre entra, revolucionada, porque el señor Hipólito viene por la calle abajo. 

— Me suena tu cara, muchacho —deja caer el hombre, mientras cuenta las vueltas—, ¿nos conocemos? 

— Del pueblo, señor Higinio —se adelanta la madre—, ya sabe, aquí nos conocemos todos de vista. 

— Es Hipólito — la corrige. 

— Bueno, bueno, hasta más ver. Disfruten de lo que llevan. Les he metido un poquillo de perejil, por la molestia. 

El hombre se despide con la boina, mientras acompaña a la señorita Arreola a abandonar la estancia. Se miran los enamorados una última vez. La sigue buscando cuando se cierra la puerta, pero solo se topa con la mirada indagante de su madre. 

No duda en tomarla en volandas. Hacerla bailar en el aire. La señora, poco acostumbrada a esa efusividad, patalea y lucha por soltarse. 

— ¿Estás tonto? — dice riendo — ¡Tonto de amor! ¿Así que era eso, eh, tunante!

— ¿Y que le hago, madre? No controlo yo a este. —Se señala el corazón. 

— Pues una cosa te voy a decir —ensombrece el gesto, apoyándose en el mostrador—. Esa muchacha es de familia pudiente. No creo yo que alguien como tú sea del agrado del duque.

— ¿Y que me hago, madre, si la amo? La amo con toda mi alma y mi ser —sale corriendo hacia la puerta—. ¿¡ME HAS OÍDO, CANDELA DE ARREOLA!? ¡TE AMO! ¡TE AMO MÁS QUE A MI PROPIA VIDA! ¡ALGÚN DÍA SERÁS LA ESPOSA DE SANCHO DE TRUJILLO! —se besa el pulgar—. ¡POR ESTAS, LO JURO!

Iluso muchacho, que escupes al cielo sin saber que hay una guerra a la vuelta de la esquina. Habrías de cuidar tus palabras, pues hay promesas que no han de hacerse, porque puedes no llegar a cumplirlas. 


lunes, 20 de mayo de 2024

El Diablo de Muñondo


En las noches oscuras – decía la abuela – el diablo sale a caminar entre los hombres

Aquella fue una noche de esas. Más negra que el carbón. La misma luna, previendo lo que se venía, huyó. Las estrellas, asustadas, no aparecieron. El cielo era, aquella noche, un lienzo negro. Liso. Inmaculado.

La abuela tenía razón, el diablo había salido del infierno a caminar entre los hijos de los hombres aquella noche. Sin disfraz. Desnudo. Mostrando su verdadera naturaleza, tan cruda como desagradable. El más malo entre los malos. El más astuto entre los astutos. El más mentiroso entre los mentirosos.

Podríamos imaginar cualquier maldad y él estaría siempre un nivel por encima.

No era Muñondo un pueblo grande. Apenas unos diez caseríos, desperdigados en los montes; la plaza, en la que los domingos y los miércoles se ponía el mercado; un puñado de casitas; el ayuntamiento, demasiado grande para los vecinos de allí; un edificio que hacía las de archivo municipal y biblioteca, la consulta del médico (bueno, llamar médico a aquel matasanos sería insultar a los médicos); la taberna y el frontón ¡Eso no podía faltar!

Estaba situada en un valle, entre las montañas. Aquellos que lo visitaban decían que Muñarte[1] sería un mejor nombre, ¡sin saber que Muñarte era el pueblo de al lado! Decían los entendido que en algún momento de la historia, a lo mejor, los nombres se habían tergiversado, que Muñondo[2] sería Muñarte y viceversa. Razón no les faltaba ya que Muñondo se encontraba entre colina, mientras que Muñarte junto a las colinas. Pero no es esta una historia sobre eso.

Como he dicho, nuestra pequeña aldea se colocaba en un valle con su rio cristalino y todo. No teníamos que echarle cuentas a la costa para nada, ellos tendrán su mar, pero nosotros tenemos mares dorados, de trigo y maíz. Verdes en primavera, morados en otoño, florecidos de amapolas. Había tambien un pinar cerca. Un lugar idílico era aquel. Visto así, nadie esperaría que el mismísimo diablo caminase por ahí. Pero lo hacía, sí.

Aquella noche, aquella noche sin luna, apareció Mattin, nervioso y empapado en sangre, en la comisaría. Respiraba fuerte, pero no era una respiración normal, se asemejaba al gruñir de un perro. Cayó de rodillas, tapando su rostro entre las manos. Las lágrimas le cayeron al suelo. Eran rosas, por mezclarse con la sangre.

Pernando y yo nos levantamos rápido. Estábamos solos en aquella oficina y eran altas horas de la madrugada. Más que ayudarlo, me pareció que Pernando le iba a meter un tiro, por el sobresalto. Estoy seguro de que si hubiese estado solo, el pobrecito Mattin no hubiera salido de allí de una sola pieza.

Empezó a hablar tartamudeando el muchacho:

—Mu-mu-muer-muertos… ¡Están muertos! ¡Están muertos!

—¿Quiénes? —inquirió Pernando, nervioso.

En esos pueblitos que son tan pequeños todos nos conocemos; sería raro que de repente sucediese un asesinato, por lo menos, sin que previamente haya habido algún pleito.

—¿Quiénes están muertos? —volvió a preguntar Pernando, más alto, alzando Mattin por las solapas —¿A quién han matado?

—¡Los Amezketa! ¡Han matado a los Amezketa! ¡Ha sido una carnicería! —soltó Mattin, gimoteando—. He ido a ver los animales, porque tienen una oveja a punto de parir y, claro, he escuchado un ruido en el establo y creí que era la oveja, pero cuando he ido a ver, la oveja estaba bien. Dormida. Así que, me he vuelto a mi chabola, cuando he visto una luz en la casa grande. Por la hora, me ha parecido raro —señaló al reloj que colgaba en la pared—, demasiado tarde para que tuvieran tantas luces encendidas. Así que, por ayudar por si pasaba algo me he acercado y me he encontrado aquello. ¡Una escabechina!

—¿Podrías describirnos lo que has visto? —pido, sentándome frente a la máquina de escribir—. Por favor, no te saltes nada. Intenta ser lo más claro y preciso que puedas, nos será de gran ayuda.

Apenas era un adolescente, Mattin, cuando empezó a trabajar en el caserío de los Amezketa. Cuando me confirmó, lo hizo tímido, como si yo fuera un padre castigador. Tardó unos diez minutos en contar toda la historia. Despacio, para no dejarse ningún detalle.

Pernando lo miraba desde su mesa, por el rabillo del ojo. No dijo ni una palabra, pero sabía que no se creía del todo el relato de Mattin. Era muy desconfiado, Pernando, pero, esa desconfianza era lo que lo hacía buen policía; si no fuera por él, yo pasaría por alto muchas pistas y detalles.

Cuando se fue el muchacho se me acercó. Previamente se había asegurado de que el crio no volvía, ni estaba escuchando lo que me iba a decir.

—¡Valiente desconfiado! —me burlé de él—. ¡A ti no te engañan ni el lobo de Caperucita!

—¡Anda a la mierda! —respondió con las orejas muy rojas.

—¿Qué te pasa? No te crees al muchacho, ¿no? Kagüendios, Pernando, ¡¿qué hostias va a hacer el crio ese?! Deja las novelas de crímenes, por amor de Dios, que esto no es una aventura de Poirot o Holmes. ¡Concentrate, eh! No me jodas.

—Xalbador, tan perspicaz como siempre. ¿Qué hostias va a hacer un crio a estas horas fuera de la cama?

—La oveja que está por parir, ¿no escuchas o qué?

—Xalbador, los Amezketa no tienen ovejas. ¡Vacas, tienen vacas! ¿No te acuerdas qué estuvimos hace como tres dias en el caserío?

—Pues a decir verdad… —golpeé mis labios con el lápiz, como si ese gesto fuese a despertar mi memoria—. Pues a decir verdad no, no me acuerdo.

Se llevó, Pernando, las manos a la cara.

—¡No sé cómo eres policía! Quien tendrá tal deuda contigo, como para que estés aquí.

Me reí por su ingenio. Era realmente gracioso, Pernando… cuando quería.

—Lo mismo da. Levántate, tenemos tajo. Esta noche, el diablo ha perpetrado un crimen y somos nosotros quien tenemos que esclarecerlo.

—¿El diablo? Mi abuelita me decía que en noches oscuras, como esta, el diablo camina entre los hombres—dije, un poco acongojado.

—Pues tenía razón, Xalba, y ahora te lo voy a mostrar—. Cogió las llaves del coche de la cajetilla que teníamos en la pared y me las lanzó—. Venga, hoy vas a conducir tú.

En el camino no cruzamos palabra alguna. Pernando iba en su mundo, como siempre, barruntando quien podría ser el malhechor. Pareciera que, en aquellas situaciones, su cerebro iba a más de tres mil revoluciones por minuto. A veces podía verse el humo salir de sus orejas.

Yo, por mi parte, iba nerviosísimo. Me enervaba mucho aquel tipo de situaciones. Tenía razón Pernando, yo era policía porque el alcalde era primo de mi abuela. Eso que llaman nepotismo. Pensaba que, en aquel pueblucho, lo más peligroso que me encontraría sería alguna gresca de bar entre dos fulanos, algo puntual, pero en tres años me había encontrado con, por lo menos, dos asesinatos y tres robos con violencia.

Pero eso no era nada comparado con lo que nos encontramos. Lo anterior, un paseo entre las amapolas comparado con lo que teníamos delante.

Aquello no era un simple asesinato. ¡Era una carnicería del copón!

Tan pronto entramos, la pestilencia a sangre dio duro en nuestras narices. No habíamos dado un paso cuando dimos con un brazo. Un brazo solitario. ¡Un brazo que no estaba unido al cuerpo! Más adelante una pierna. Colgando de las escaleras, una mano.

Seguimos el rastro de sangre hacia la cocina. Pernando fue quien tomó la delantera, si hubiera sido por mí, nos hubiéramos dado la vuelta y estaríamos ya en la taberna.

A medida que nos acercábamos, la peste se acrecentaba. Lo que vimos allí, en aquella cocina, se me grabó en el cerebro. Cuerpos despedazados. Mirase a donde mirase, allí había alguna parte del cuerpo, separada del resto. Además, los cuerpos estaban plagados de dentelladas.

No pude contener el vómito. Allí mismo, entre los cuerpos, dejé hasta el último bollo del desayuno. Pernando ni se inmutó, estaba tan concentrado en lo suyo que estoy convencido de que no se fijó ni que estaba allí.

Pareciera como si una bestia se hubiera colado y hubiera perpetrado aquella carnicería. Una gran bestia. Un oso o algo. O eso diría yo, pero no Pernando. Él no era tan fantasioso, tan soñador. Según entramos por la puerta había estado escrutando cada esquina con minuciosidad. No se le pasaba ni un detalle, por nimio que fuera, sería imposible.

—¡Mira, Xalba! Acércate, rápido —me llamó, mientras inspeccionaba un brazo—. Mira acá. ¡ESTO! Estos no son mordiscos de un animal…

—¿Qué dices? Tienen que ser las mordidas de un animal, ¿no?

Nos miramos. No quería saber la respuesta a mi pregunta. Vi el brillo en su mirada y su sonrisa astuta. No era la primera vez que veía ese gesto. Un gesto triunfal, el del que sabe que ha ganado, el mismo gesto que ponían los detectives famosos.

—Nos hallamos ante un caníbal, Xalbador —soltó, fascinado—. ¡Un caníbal en Muñondo!

En aquel mismo instante vi como se salía el alma de mi cuerpo. Las piernas me empezaron a temblar. La lengua se me secó, robándome la capacidad de decir palabra. Y ese sudor frío, comenzó a resbalar por mi nuca. El corazón, de dar violentos latidos en mi pecho pasó a quedarse totalmente quieto.

—¿Un ca- ca- caníbal? ¿Aquí? —mustié, tartamudeando —. ¡No me tomes el pelo, Pernando, coño!

Antes de que pudiera decir nada más, escuchamos un ruido tras nosotros. Como si se hubiera roto un cristal. Pernando sacó su pistola, rápido. Cada que nos encontrábamos en una situación así, le decía que en otra vida había sido un vaquero. No vi en mi vida a nadie tan rápido y hábil con la pistola.

—¿Quién va? ¿Identifícate? —ordenó sin alzar la voz.

Apareció entonces Mattin, nervioso, bajo el marco de la puerta. Según nos vio echó a correr. No nos dio un instante para preguntar nada. Pernando me miró burlón, no necesitaba palabras para decirme lo que quería.

Tenía razón, una vez más.

Con un gesto ordenó que nos separásemos. Yo perseguí a Mattin, él, de mientras, tomaría otro camino, para salirle al paso. El típico movimiento en pinza. Clásico. Pernando era muy clásico para esas cosas, desde que leyó a Julio Cesar, se creía un estratega militar.

—¡Detente! ¡Detente! —le grité al muchacho, mientras sacaba la pistola.

Estaba claro, no tengo por qué decirlo, que Mattin era muchisimo más rápido que yo. No porque fuera más joven, eso ayudaba, sí, pero no era el motivo principal, sino mi falta de forma. Tan pronto hacía una carrerita ligera, quería echar los pulmones por la boca.

Sabiendo que no lo atraparía, no tenía una mejor idea que empezar a dar tiros. No contra el muchacho, claro está. Eran tiros de advertencia. Pero ni por esas se paró. Desesperado, sabiendo que el día de mañana me arrepentiría, lo apunté con la pistola.

—¿A dónde vas, pichón? —Pernando apareció entre los arbustos, como una bestia, saltando sobre el muchacho.

—¡Dejadme! Dejadme, por favor, y os lo contaré todo.

—Sí, claro que nos lo vas a explicar todo, pero no aquí, en la comisaría. Todo todito nos vas a contar. El porqué has matado a los Amezketa. Como lo has hecho…

—No he sido yo. No he sido yo.

—¿Entonces quién? ¿Quién a asesinado a los Amezketa? Mira chaval, no te hagas el listillo que lo único que vas a hacer es cagarla. Dime todo lo que sabes.

Mattin no dijo nada, simplemente señaló una chabola que había cerca. Pernando se adelantó mientras yo cuidaba del muchacho. Sabíamos los dos que de querer irse lo haría, pero no me hizo caso ninguno. A lo mejor, el pobre Mattin esperaba que alguien lo atrapase, así, aliviaría la culpa que sentía.

—¡Dios Santo! —vociferó Pernando—. Xalbador, ven cagando hostias.

Le hice caso. Acercando a Mattin a empellones hasta que nos encontramos frente a la casucha. Aunque no oponía resistencia, yo si que estaba usando una fuerza excesiva, por la carrerita. Mi venganza personal.

—¿Qué tienes?

—No, que no, ¿a quién? —respondió Pernando—, ¿o a qué?

En cuanto asomé la cabeza el corazón se me volvió a parar. Vi al diablo. El diablo me miró de vuelta. Esos dos ojos siguen grabados en mi alma aún. Dos ojos amarillentos, rebosantes de maldad. Y esos dientes, irregulares, aún empapados en sangre.

Nos ladró. Era, aquel, una bestia salvaje entonces. Cuando Pernando lo encañonó, Mattin se entrometió.

—¡No! ¡No lo hiráis, por favor! ¡No le hagáis daño! —Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero, como un verdadero hombre, las sostuvo—. No, por favor, es mi padre.

Pernando me miró sin decir nada. Sabía que era lo que tenía que hacer. Él sería un mejor policía, pero yo también tenía mis habilidades. Me llevé al muchacho e intenté tranquilizarlo con palabras dulces. Sabía que era lo que iba a hacer Pernando, por eso traté de llevármelo tan lejos como pudiera.

—Sabes, muchacho, mi abuelita decía que el diablo, en noches como esta, de luna nueva, sale a caminar entre los hombres. ¡Que leyenda más rara!

Mattin no dijo nada. Por el rabillo del ojo, de vez en cuando, miraba hacia la chabola. Intentaba adivinar lo que sucedía dentro, lo sabía perfectamente. Yo continué con mi relato, intentando llamar su atención, pero no lo conseguí.

De repente, se escuchó un sonido sordo. El cantar de los pájaros lo tapó un poco, pero los dos sabíamos que era lo que había provocado aquel sonido. Mattin no dijo nada. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Cerró los puños fuerte, hasta que la sangre brotó.

—Venga, chaval, vámonos, aquí no tenemos más que hacer.

Nos esperaba en el coche Pernando. Él tampoco dijo nada hasta que llegamos a la comisaría. Ni siquiera allí. No fue hasta que dejé a Mattin en la enfermería que me habló por fin.

—Era un criminal. Un criminal peligroso, Xalbador. Un autentico diablo. Hay que investigar la casucha, pero por lo que he visto, no era la primera vez que mataba. He hecho lo que he creído mejor, lo sabes.

No le respondí. Lo sabía. Tenía toda la razón.

Mi abuela decía que cuando el diablo camina entre los hombres tenemos dos opciones, huir o enfrentarlo. Los primeros vivirían, aún cuando podrían volver a encontrarse con el diablo; los segundos, aunque ese fuera su último día, acabarían con el diablo para proteger la vida de los demás.

Y Pernando, aquella noche, me confirmó que era de los segundos.  



[1] Muinarte en euskera se podría traducir como “entre colinas”

[2] Muinodo en euskera se podría traducir como “junto a la colina”

lunes, 13 de mayo de 2024

Muinondoko Deabrua


 “Gau ilunetan -zioen amonak- deabruak gizonen artean dabil” 

Halako gaua zen hura. Ikatza baino ilunagoa. Ilargiak berak, zetorrena antzematean,  ihes egin zuen. Izarrak ere, beldurturik, ez  ziren agertu. Zerua zen, gau hartan, mihise beltzaran bat, laua, orbangabea. 

Amonak arrazoia zeukan, deabruak infernutik atera eta gizakumeen artean ibili zen gau hartan. Mozorrorik gabe. Biluzik. Bere benetako izaera, zatarra bezain krudela, agerian. Maltzurren artean maltzurrena. Txarren artean txarrena. Gezurtien artean gezurtiena. 

Edozein maltzurkeria asma genezake baina bera maila bat gainetik legoke beti.

Ez zen Muinondo herri handia. Apenas hamar bat baserri, mendietan sakabanatuak; enparantza, non igande eta asteazkenero merkatua jartzen zuten; hiruzpalau etxetxo; udaletxea, handiegia han bizi ziren lagunentzat; artxibo zein liburutegiren lanak egiten zituen eraikina; medikuaren kontsulta (beno, medikutzat izatea petrikilo hori, medikuei irain galanta botatzea zen); taberna eta frontoia, ezin falta!  

Bailara batean kokatzen zen, mendien artean. Muinarte izen hobea legokeela esaten zuten bisitariak, Muinarte alboko herrixka zela jakin gabe! Jakintsuak diote, historiaren une batean, agian, izenak nahastu zirela, Muinondo Muinarte izango zitekeela eta aldrebes. Arrazoirik ez zitzaien falta, Muinondo muinoen artean kokatzen baitzen eta Muinarte muinoen ondoan. Baina ez da hau horri buruzko istorioa.

Esan dudanez, bailara batean kokatzen da gure herrixka bere ibaitxo gardenarekin eta guzti. Ez diogu kostaldeari jaramonik egin behar, haiek euren itsasoa izango dute, baina guk itsaso horiak ditugu, artoaz eta gariz betea. Udaberrian berdeak, udazkenean moreak, mitxoletaz loratuak. Pinudi bat ere bazegoen gertu. Leku idilikoa zen hori. Horrela ikusita, inork ez zuen espero deabruak berak hantze ibiliko zela. Baina ibiltzen zen, bai. 

Gau hartan, ilargirik gabeko gau hartan, polizia-etxean agertu zitzaigun Mattin, urduri eta odoletan blai. Osen arnasten zuen, baina ez zen berarenak arnasketa arruntak, txakur baten marmarrak ziruditen. Belaunekoz erori zen, aurpegia eskuen artean ezkutatuz. Negar malkoak zorura erori zitzaizkion. Arrosak ziren, odolarekin nahasi baitziren.

Pernando eta biok altxa ginen bizkor. Bakarrik geunden ofizina hartan, eta gaueko ordu txikiak ziren mutikoa sartu zenean. Lagundu baino, Pernandok tiro bat eman nahi ziola iruditu zitzaidan, sustoagatik. Ziur nago, bakarrik egon balu, Mattin gixajoak ez zela handik osorik aterako. 

Totelka hitz egiten hasi zen:

—Hi-hi-hil-hilda… hilda daude! Hilda daude!

—Nortzuk? —galdetu zuen Pernandok, urduri. 

Hain txikiak diren herrietan guztiok elkarri ezagutzen diogu, arraroa da bat-batean hiketa bat ematea, gutxienez, aurretik ika-mika itzela egon barik. 

—Nortzuk daude hilik? —berriro galdetu zuen Pernandok, ozenago, Mattin papar-hegaletatik altxatuz—. Nor hil dute?

—Amezketak! Amezketak hil dituzte! Sarraski bat izan da! —bota zuen Mattinek, negar-zotinka—. Abereak ikustera joan naiz, ze ardi bat erditzear daukate eta, klaro, ukuiluan zarata entzun dut eta uste nuen ardia zela, baina joan naizenean ikustera, ardia ondo zegoen. Lotan. Asi ke, nire txabolara bueltatu naiz, etxe handian argia ikusi dudanean. Orduagatik arraroa iruditu zait —horman zintzilik geneukan erlojua seinalatu zuen—, beranduegia zen hainbat argi piztuta izateko. Asi ke, zerbait gertatzekotan laguntzeko prest hurbildu naiz eta zera aurkitu dudana. Sarraskia! 

—Deskribatu ahal diguzu ikusi duzuna —diot nik, idazteko makina aurrean eserita—. Mesedez, ez saltatu ezer ez. Ahalik eta zehatz eta garbi izaten saiatu, lagunduko bagaituzu oso. 

Apenas nerabe bat zen, Mattin, Ameketen baserrian lan egiten hasiberria.  Baietsi zidanean, herabe egin zuen, ni zigortzen duen aitatzat hartu baninduen. Hamar bat minutu eman zituen istorio guztia kontatzeko. Motel egin zuen, ez baitzuen xehetasun bat ere ez utzi nahi. 

Pernandok begi-bazterretik begiratzen zuen, bere idazmahaitik. Ez zuen txintik ere esan, baina banekien ez zuela guztiz sinisten Mattinen kontaketa. Bazen Pernando oso mesfidatia, baina, mesfidantza hori zen polizia ona egiten zuena, beragatik ez bazen, nik pista eta xehetasun asko aintzat hartuko banituzke. 

Mutikoak joan zenean, urbildu zitzaidan. Bermatu zuen, lehenengo, morroia ez zela bueltatzen, ezta ez zegoela entzuten esango zidana. 

—Mesfidati halakoa! — trufa egin nion—.  Hiri ez dizuk mamarrorik engainatuko! 

—Joan zaitez pikutara! —erantzun zidan, belarriak gorri-gorriak zeuzkala.

—Zer duk? Ez duk mutikoa sinisten, ezta? Kabensotz, Pernando, ze ostia egingo du umemoko horrek! Utz itzazu zure krimenezko nobelak, mesedez arren, hau ez da Poirot-en edo Holmes-en abentura horretako bat. Kontzentra zaitez, eh! No me jodas. 

—Xalbador, zu beti han azkarra, ezta? Ze ostia egiten du morroi bat ordu hauetan ohetik at? 

—Ardia erditzear dago, ez duzu entzuten ala? 

—Xalbador, Amezketak ez dute ardirik. Behiak, behiak dituzte! Ez duzu gogoratzen, duela hiru bat egun, baserrian egon ginela? 

—Egia esanda… —arkatzarekin espainak jotzen ditut, keinu hori nire memoria esnatuko balu bezala—. Egia esanda ez, ez naiz oroitzen. 

Pernandok eskua aurpegira eramaten du. 

—Ez dakit nola polizia zaren! Ez dakit nork dauka zurekin halako sorra, zu emen egoteko. 

Barre egiten diot bere buru-kolpeari. Barregarria de Pernando, benetan… nahi duenean. 

—Berdin du. Altza zaitez, lana daukagu. Gau honetan, deabruak krimen bat burutu du eta gu gara azaldu behar dugunak. 

—Deabruak? Amonak esaten zidan, holako gau ilunetan, deabruak gizonen artean zebilela —esaten dut, pittin bat beldurturik. 

—Ba egia zuen zure atsoak, Xalba, eta orain erakutsiko dizut —kotxeko giltzak paretan geneukan kutxatik  hartu eta bota zizkidan—. Benga, gaur zu gidatuko duzu. 

Bidean ez genuen hitzik ere esan. Pernando bere munduan zegoen, beti bezala, nor izan ahal zen gaizkilea pentsatzen. Bere burmuina hiru mila bira minutuko baino gehiago ematen zituen egoera haietan. Kea ikusi zitekeen bere belarrietatik irteten batzuetan. 

Ni, aldiz, urduri baino urduriago nengoen. Asko urduritzen ninduten horrelako gauzak. Ni, arrazoia zeukan Pernando, polizia nintzen alkateak nire amonaren lehengusua zelako. Nepotismo deitzen zen horregatik. Herrixkan, gertatu ahal zen gauzarik arriskutsuena, bi morroien arteko taberna liskar isolaturen bat zela uste nuen, baina, hiru urte igarota, gutxienez bi hilketa eta lapurreta bortitz batekin topo egin nuen.

Baina hori ez zen ezer ez, aurkitu genuenarekin konparatzean. Aurrekoak, mitxoleten arteko paseoa ziren aurkitu genuenaren alboan. 

Hori ez zen hilketa arrunt bat. Hangoa kristonako sarraskia zen!

Sartu bezain pronto, odolaren kiratsak sudur-hobietan gogor eman zigun. Ez genuen pausorik eman beso bat ikusi genuenean. Beso bakartia. Ez zegoena gorputzarekin lotuta! 

Aurrerago hanka bat. 

Eskaileretan zintzilik eskua. 

Odol ubidea jarraitu genuen sukalderantz. Pernando izan zen aurrea hartu zuena, nigatik izango bazen, buelta eman eta tabernan izango ginateke jada. 

Hurbiltzen ginen heinean, kiratsa areagotzen zen. Ikusi genuena han, sukalde hartan, burmuinean grabatu zitzaidan. Gorpu zatikatuak. Begiratzen nuen tokitan, han zegoen gorpu atalaren bat, bananduta. Gainera, gorpuak hozkadez josita zeuden. 

Gonbitoa ezin izan nuen saihetsi. Hantxe bertan, gorpuen artean, gosaria eta guzti bota nuen. Pernandok ez zidan jaramonik egin, hain zegoen kontzentratua ez nagoela ziur konturatu zelarik. 

Piztia bat sartu eta sarraskia burutu zuela zirudien. Piztia itzela. Hartz bat edo. Edo hori esango nuke nik, baina ez Pernandok. Hura ez zen hain sineskorra, han ameslaria. Atetik sartu ginenetik, hertz guzti-guztiak behatu zituen. Ez zitzaion xehetasun bat pasatuko, ezinezkoa zen. 

—Ikusi, Xalba! Hurbil zaitez, azkar —deitu ninduen, beso bat miatzen zuen bitartean—. Begiratu honantz. HAU! Hauek ez dira animalia baten koskak… 

—Nola litzateke? Animalia baten koskak izan behar, ezta?

Biok elkarri begiratu genion. Ez nuen horren erantzuna jakin nahi. Maltzurkeria ikusi nuen bere irribarrean, eta distira begietan. Ez zen horrelako keinua ikusten nuen lehen aldia. Keinu handia zen, irabazleena, detektibe ospetsuak jartzen zuten keinu bera. 

—Kanibal bat daukagu hemen, Xalbador —bota zuen, liluratuta—. Kanibal bat Muinondon! 

Arimak gorputzetik ateratzen ikusi nuen une hartan. Hankak dardarka hasi zidaten. Mihia lehortu zitzaidan, hitzik esateko kapazitatea lapurtzen. Eta izerdi hotza, nire garondotik irristaka hasi zen. Bihotza,  kolkoan taupada bortitzak ematetik bat-batean gelditzera heldu zen.

—Ka-ka- kanibal bat? Hemen? —totelka bota nuen—. Ez didak adarra jo, Pernando, koño! 

—Ez dizut adarra jotzen ari, Xalbador, benetan nabil, kanibal bat daukagu hemen.

Ezer gehiago esan baino lehen, gure atzean hots bat entzun genuen. Kristal bat hautsi balitz bezalako hotsa. Pernandok pistola atera zuen, azkar. Cowboy bat izan zela beste bizitzan esaten nion horrelako egoera bizitzen genuen bakoitzean. Ez dut inork ikusi hain azkarra eta trebea pistolarekin.

—Nork hoa? Zeure burua azaldu! —agindu zuen, ahotsa altxatu gabe.

Mattin agertu zen orduan, urduri, atearen marko azpian. Ikusi bezain pronto, korrika hasi zen. Ez zigun ixtanterik eman galderak egiteko. Pernandok begiratu ninduen trufari, ez zuen hitzik behar nahi zidana esateko. 

Arrazoia zuen, berriro ere. 

Keinu batekin agindu zidan banatzeko. Nik Mattin jarraitu nuen, berak, bitartean beste bide bat hartuko zuen, aurretik ateratzeko. Ohiko matxarda mugimendua zen. Klasikoa. Pernandok oso klasikoa zen horretarako, Julio Cesar irakurri zuenetik estratega militartzat zuen bere burua.    

—Gelditu! Gelditu! —oihukatu nion mutikoari, pistola ateratzen nuen bitartean. 

Begi bistan zegoen, ez nuke zertan esan behar, Mattinek ni baino azkarragoa zela. Ez gazteagoa zelako, hori laguntzen zuen, bai, baina ez zen zergati nagusia, nire sasoi eza baizik. Korrikaldi labur bat egin bezain pronto, nire birikiak ahotik bota ahal nituen. 

Harrapatu ez nuelakoan, ez nuen ideia hobeagorik izan, tiroka hastea baino. Ez morroiaren kontra, zerura. Abisu tiroak. Baina horrela ere ez zen gelditu. Etsita, biharamunean damutuko zitzaidala ziur nengoela, apuntatu nion pistolaren kanoia.

—Mozolo, nora zoaz? —Pernando, zuhamuxken artetik irten zen, piztia baten moduan, mutikoaren konta jausten. 

—Utzidazue! Mesedez, utzidazue eta den dena azalduko dut. 

—Bai, noski azalduko duzula, baina ez hemen, polizia-etxean. Guzti guztia azalduko diguzu. Zergatik hil dituzun Amezketak. Nola egin duzun… 

—Ez naiz ni izan. Ez naiz ni izan. 

—Orduan, nork izan da? Nork hil ditu Amezketak? Mutiko, ez egin azkarrena, huts egingo diozula eta. Esadazu dakizun guztia. 

Mattinek ez zuen ezer esan, bakarrik gertu zegoen etxolatxo bat seinalatu zigun. Pernandok aurreratu zen, nik mutikoa zaintzen nuen bitartean. Bagenekien biok, nahiko baluke ihes egin ahal zuela, baina ez zuen jaramonik egin. Agian, Mattin gizajoak, norbaitek harrapatzea espero zuen, horrela, bere errua arindu ahalko luke. 

—Kristo maitea! —garrasi egin zuen Pernandok—. Xalbador, etor zaitez, cagando hostias

Kasu egin nion. Mattin bultzakadaz hurreratuz, biak etxolatxoaren aurrera iritsi ginen. Hura aurre egiten ez zuen arren, nik indar gehiegi egin nuen, lasterketagatik. Nire mendekua zen. 

—Zer daukazu?

—Zer ez, nork? —erantzun zidan Pernandok—, edo zerk? 

Burua sartu nuenean, nire bihotzak gelditu zen berriro. Deabrua ikusi nuen. Deabruak bueltan begiratu ninduen. Bi begi horiek nire ariman grabatuta daude oraindik. Begi horixkak, maltzurkeriaz gainezka. Eta hortzak, irregularrak, oraindik odolak bustitzen zituenak.

Zaunka egin zigun. Piztia zen horkoa berez. Pernandok pistolarekin apuntatu zionean, Mattin erdian sartu zen. 

—Ez! Ez zauritu, mesedez! Ez egiozue minik! —negar malkoak begietan kolpatzen zitzaion, baina, benetako gizonen moduan, eutsi zizkien—. Ez, mesedez, nire aita da. 

Pernandok begiratu ninduen, ezer esan gabe. Banekien egin behar nuena. Berak polizia hobea izango ahal zen, baina ni ere neure trebetasunak nituen. Mutikoa hartu eta lasaitzen saiatu nintzen, hitz leunak esaten. Banekien Pernandok egingo zuena, horregatik ahalik eta urrunen eraman nuen. 

—Badakizu, mutiko, nire amonak esaten zuela deabruak, gaurkoa bezalako gau ilberrietan, ateratzen dela gizonen artean ibiltzera. Bai kondaira arraroa, eh!

Mattinek ez zuen ezer esan. Begi-bazterretik begiratzen zuen, noizbehinka, etxolarantz. Barruan zer gertatzen ari zen asmatzen saiatzen zen, banekien. Ni jarraitu nuen nire kontakizunekin, bere arreta harrapatzen saiatuz, baina ez nuen ezer lortu. 

Bat-batean, hots idor bat entzun zen. Txorien kantuak azkar estali zuten, baina biok genekien zerk egin zuen zarata hori. Mattinek ez zuen ezertxo ere esan. Bi malko irristatu ziren bere masailetik. Ukabilak gogor itxi zituen, odola jariatu arte. 

—Benga, joan gaitezen, mutiko, emen ez dugu ezer gehiago egiterik. 

Kotxean zain zegoen Pernando. Berak ere ez zuen ezer esan, polizia-etxera heldu ginen arte. Ezta han ere ez. Mattin erietxean utzi nuen arte ez zidan tutik ere esan. 

—Kriminal bat zen. Kriminal arriskutsua, Xalbador. Benetako deabrua. Etxola arakatu behar dugu, baina, nik ikusi dudanagatik, ez zen hiltzen zuen lehenengo aldia. Egin nezakeen hoberena egin dut, badakizu. 

Ez nion ezer erantzun. Banekien. Arrazoia zeukan oso. 

Amonak ezaten zuen deabruak gizonen artean dabilenean bi aukera ditugula, ihes egitea edo aurre egitea. Lehenengoek berriro biziko lukete, deabruarekin beste behin aurkitu luketen arren; bigarrenek, naiz eta hori beren azken eguna izan, deabrua akabatuko zuten, beste guztion bizitzak babesten. 

Eta Pernandok, gau hartan, bigarren multzokoa zela egiaztatu zidan.