Hacía un Sol de justicia aquella tarde de mayo. El camino era largo, pero con amigos se hace todo más liviano. Habíamos salido del pueblo hacía ya una semana. Caballos, carretas y guitarras. Vino dulce en los pellejos. Agua fría en el pipo. Matanza, queso y pan para almorzar. Y un puñado de aceitunas que íbamos cogiendo de los olivos.
Almonte quedaba lejos de casa. Muy lejos. Había quienes, tras una jornada, había dado media vuelta. Había quienes ni se habían atrevido a pasar el umbral de su puerta. No yo. Había de hacer el camino. La Virgen lo merecía.
La marisma no hacía más que acrecentar la sensación de sofoco y los mosquitos… ¡Que decir de los mosquitos! Sentías su afilado beso cuando ya se habían dado un atracón. Ramona, pobrecita mía, parecía que llevaba puesto el traje de lunares. A Pepín le picaron en la lengua y, si ya hablaba malamente ¡Imaginate!
— ¡SANCHO! ¡Déjate de revolotear por ahí, haz el favor, y ayuda un poco a descargar!
— Venga ya, Pepe, no me seas saborío. Disfruta del Rocío. Disfruta de la gente.
— ¡Sí, ya se yo de que gente quieres disfrutar tú!
— Con que malage lo dices, Pepe, ni que fuera yo un mujeriego… Sí yo solo te quiero a ti, pichón.
— Mira, Rodriguillo, ¡dos mariposones! —señala uno de los amigos, con chanza.
— ¡Ira el carajote! —bufa Pepín—. No me seas, Beni, no me seas.
— Además —interrumpe, con sensual ademán, Ramona—, que va a buscar fuera que no tenga en casa.
— ¡Quitate, tú, ceporra! — la aparta Sancho casi de un empellón.
— ¡PEPEEEEEEEE! — se queja la joven.
— ¡Sancho, coño, que es mi hermana!
— Lo siento, Ramoni, si sabes que yo te quiero, pero como a una hermana. ¡Que nos hemos criado juntos! —No suena a disculpa, para nada.
— Tú no te hagas caso del tunante de mi hermano, Ramoni, que es un borrego y un cafre. —se la lleva Vera, la hermana—. ¡Vente, vamos a ver a la Virgen, a ver si te encuentra a uno que sea un hombre decente!
— ¡Un milagro sucederá! Oremos, hermanos.
Ríe el resto del grupo la chanza del muchacho. Todos menos Pepe, al que no le hace ninguna gracia las bromas a costa de su hermana.
— ¡SANCHO, YA! Córtate un poquito, ¿no?
— Vamos, Pepín, que ya sabes que estoy de broma. No te pongas así. ¡Venga, que te invito a unos tintos!
— Vete tú, yo no tengo ganas.
— Bueno, como veas… ¿Alguno se viene? ¿Tomás? ¿Beni? ¿Rodriguillo?
— Adelantate tú, Sancho —dice Tomás.
— Sí, ve tanteando el terreno. A ver si encuentras alguna jaca de esas que tú sabes —Rodriguillo.
— Ahora te alcanzamos, que dejemos los caballos amarraos —lo despacha Beni.
Camina sin un rumbo fijo Sancho entonces, buscando lugar para remojarse el gaznate. «Quizá -piensa conversando consigo mismo- he sido un poco desconsiderado. Debería disculparme con ella».
De camino a la ermita la busca entre el gentío. Está, el lugar, abarrotao. No cabe un alfiler. Peregrinos y romeros, gitanas y romeras; feligreses, vecinos y foráneos, y algún que otro extranjerillo perdido por estos lares.
La vista es colorida, hermosa, “el ramillete de Dios” que decía su madre. Perdido entre los pliegues de los vestidos, las pañoletas y las flores que adornan los cabellos. Pepín pudiera ser que tuviera algo de razón, un poco mujeriego si que era, pero ¿Qué le iba a hacer, si le gustaba una mujer más que un
Y entre todo el ramillete. Entre aquel florido jardín, una flor se destacaba entre las demás. Era menuda, de pelo negro como la noche y ojillos tristes. Acompañada a todos lados por su guardián.
Las canas de su pelo revelaban la edad que su cuerpo se negaba a aceptar. Aún se le veía enérgico, de cuerpo robusto, tosco, pero cara afable. Lo había visto un par de veces por el pueblo, haciendo los mandados de la casa de Arreola. Higinio se llamaba… o algo parecido.
Se acercó como un aguilucho, rondando sin perder de vista el objetivo. Ya no le importaba Ramoni ni su merecida disculpa. Había puesto los ojos en aquella muchacha, la hija de Arreola, y cuando a Sancho Trujillo se le metía algo entre ceja y ceja, no cejaba en su empeño hasta tenerlo.
Un rápido juego de manos le proveyó de un hermoso clavel rojo. Sacado sin miramientos de una ofrenda a la Virgen, no le produjo remordimiento alguno.
Con irreverente atrevimiento se acercó:
— Una flor para otra flor.
— No estamos interesados — interviene raudo, el acompañante.
— No estoy pidiendo nada a cambio, no se preocupe, no son malas mis intenciones. Un gesto cortés, nada más.
— Bien conozco yo la cortesía de los que son como tú. ¡Anda, pícaro, vete a rondar a otra moza!
Se la llevó del brazo el hombre. Apartola de su vera como si fuese un apestado. La siguió con la mirada cuanto pudo. Hizo por seguirla, pero el tumulto era tal que parecía la corriente de un río. Para cuando quiso darse cuenta, ya no la veia.
Cualquiera se hubiera dado por vencido, no así Sancho. «Y lo que te rondaré, morena» se dijo para sí, en un leve susurro, dándose ánimos.
No podía dejar de pensar en su tez pálida, porcelanosa, ni en esos ojos de miel. Le había obnubilado hasta el traje y no veía el momento de admirarlo en el suelo tirado.
Aunque la buscó toda la tarde, no hubo manera de encontrarla. Era como si se hubiese esfumado. Empezaba a pensar que lo habría imaginado, mientras el tinto llenaba su copa. Alguien así, tan pura y angelical, no podría ser más que una imagen en aquel sitio. No había posibilidad alguna de que existiese alguien así.
— Era tan guapa.
— Que sí, Sancho, que sí —se mofó Beni —, que te has encontrado a la Macarena encarnada.
— ¡Pues si no era la Virgen, tú me dirás!
— Anda, anda, vete a dormirla, que buena la llevas —lo despachó Rodriguillo—. ¡A ti el calor te ha frito el seso! —Mientras se golpeaba la sien.
— ¡Irse al carajo, home ya!
Se levantó de malas maneras, no por que se hubiese sentido molesto, sino por los litros de alcohol que recorrían sus venas en ese momento. Con un pie haciendo tres huellas, tuvo la valentía de marchar hacia las tiendas de campaña que habían montado sus amigos. Un pequeño campamento cerca de la marisma, a merced de los mosquitos, pero arropado por los arbustillos.
Evidentemente, el zangolotino no llegó a su destino.
Perdió el rumbo al doblar la esquina. Se creía él, pastor desde la cuna, hombre resuelto de campo, que se guiaría como su abuelo le había enseñado a su padre y este a él, con las estrellas. Pero es muy dificil ubicar las estrellas cuando ves la luna por triplicado.
Dando tumbos avanzó hacia donde él creía que encontraría el campamento. No había rastro del calor de la mañana y, para ser mayo, hacía hasta algo de frio. Un frio seco, de los que te entran hasta el hueso. ¡Incluso se estaba levantando una ligera bruma! Quizá porque eran ya altas horas de la madrugada, quizá porque estaba a punto de suceder algo espeluznante.
«No me tenía que haber tomado la última» se dice, corriendo hacia unos arbolitos, mientras desabrocha la hebilla de su cinturón. Busca un lugar recogido, lejos de miradas curiosas que puedan verle las vergüenzas. No hay nadie en kilómetros a la redonda, pero él tiene la sensación de que alguien lo observa, y cuando te miran, es muy dificil concentrarse. «Que me meo. Que me meo. ¡Que me v’y a mear!»
A la sombra de un solitario alcornoque, en la llana dehesa, mirando a la marisma, pudo aliviar Sancho su carga. Un canturreo feliz salía de sus labios, como el canto de un gorrión, mientras soltaba litros y litros de Fino y Manzanilla.
Entonces la vio.
Bajo la argenta luz de la luna, sobre las calmadas aguas de la marisma, podía verse perfectamente una blanca figura. Avanza con inusitada calma. Era como si se estuviera deslizando en el aire. Una grácil hada movida por una brisa que solo la mecía a ella. Aún en la distancia, tal pureza y belleza sólo podía ser emanada por un ser divino.
«¡LA VIRGEN! La Virgen. Se me ha aparecido» dice para sí, pues no le salen las palabras.
Fue tal la impresión que se le pasó la borrachera al instante.
Ataviada con solo un manto blanco, vaporoso, que se entremezcla con la baja bruma, lo mira ella sin turbar el gesto. A medida que avanza, el halo divino se va evaporando, dejando allí a una mujer. Una joven mundana. Sin ningún misticismo. Carne sobre hueso. Incertidumbres en el alma. Inquietudes en el corazón.
Mirandola más fijamente, su cara parece sonarle. Lo invade esa sensación tan extraña que sientes cuando alguien te suena de algo, pero no tienes muy claro de qué. Repasa, con la mente nublada con cirros de alcohol, las caras de todas las muchachas que habitan su mente. «Piensa, Sancho, piensa, ¿Quién es? ¿Paquita la del molinero? No, esa es más ceporra. ¿Amelia, la de Charo la costurera? Tampoco, ella es más señorita, no se metería en el agua así como así. ¿Y Lola, la de los ojos verdes? No, ella tampoco es. Es muy paliducha para ser Lola… además, la Lola tiene un buen par de…».
Esa sonrisilla bobalicona, dibujada en sus labios, se acrecienta con cada mujer que pobla su pensamiento. Se despista, por unos instantes, de la supuesta virgen que camina sobre las aguas, perdido entre aquel inmenso “ramo de florecillas”.
Es, al volver la vista a la muchacha, cuando tiene que frotarse los ojos dos veces, pues cree que su vista lo engaña.
Repentinamente, es devorada por la marisma. Desaparece, como si nunca hubiese estado ahí.
Ante aquel inesperado suceso queda paralizado por un momento «¿Habrán sido imaginaciones mías? Ese Fino no estaba bueno.»
El agua de la marisma es un plato que refleja la preciosa luna llena, pareciera, en efecto, ser una quimera de la imaginación de un borracho, pero un burbujeo lo hace darse cuenta de lo que está sucediendo.
Se sube el pantalón con una mano, mientras que con la otra se quita la chaqueta. De una patadita los zapatos, dejándolos tirados en mitad del camino. Se arremanga las mangas de la camisa, dispuesto para la faena. Atraviesa la marisma sin pensarlo. Metido hasta la rodilla en el fango no puede, ni quiere, dejar de mirar hacía las burbujeantes aguas. No hay duda en su pensamiento.
«Mierda. Mierda.» se repite mientras avanza a duras penas por el cenagoso suelo. Braceando con fuerza en la superficie del agua, como si eso lo ayudase a avanzar más rápido. Las burbujas empezaron a hacerse más pequeñas, más efímeras, a medida que se iba acercando a la gran mancha blanquecina que era aquella mujer.
Habría poco más de un palmo de agua allí, pero ella estaba totalmente cubierta. Haciendo su mayor esfuerzo por no salir a flote. Por mantenerse allí abajo, sumergida, desoyendo el natural impulso de salir de allí. De luchar por sobrevivir. Estaba cansada del mundo. Harta de su vida, vacía y sin sentido, prisionera en su jaula de oro y marfil. Harta de aparentar. De deberse a un apellido. De tener que ser la dama perfecta que su padre requería. Sin oportunidad de decidir. Sin poder opinar. Sin libre albedrío para hacer lo que le viniese en gana, como sus hermanos.
Se cruzan sus miradas por un instante.
Un fuerte tirón tira de ella hacía arriba. Luego, una sensación cálida recorre su cuerpo. Un gesto de bondad. Un abrazo.
— ¡Muchacha! ¿Estás chalada? —es lo primero que escucha—. ¿Qué pretendías? ¡Y aquí, delante de la virgen! Venga, ven, vamos, te tendrás que secar que estás empapada. Vamos.
La agarra con firmeza del brazo, tirando de ella para que comenzase a caminar. Quizá se pasa de brusco, pero por la situación de estrés que acaba de vivir, no es capaz de medir sus fuerzas.
El corazón le palpita en la garganta, más cuando se percata que aquella niña, desaliñada y descocada por el agua de la marisma, es la misma niña que había visto horas antes. Eso hace que, sin querer, apriete con más fuerza el brazo.
— Déjeme —pronuncia, con melancolía en el tono, revolviéndose—. ¡Suélteme! Déjeme aquí…
— ¿Para qué? ¿Para que te ahogues tranquila? —le reprocha—. ¡Y un cuerno!
Sin darle tiempo a reaccionar, pasa su brazo bajo sus piernas, cargándola como lo haría un novio con su recién desposada novia, rumbo a su nidito de amor. El rubor inunda las mejillas de ella al percatarse, pero no opone resistencia alguna. De hecho, coloca sus brazos con delicadeza alrededor del cuello del muchacho, apoyando, a su vez, la cabeza contra su pecho.
— Habrase visto —murmura él. Queriendo tener un soliloquio interno, no se percata que está hablando en voz alta.—. mira que querer quitarse de en medio. Eso es la vía fácil. Todos estamos jodidos en esta vida, pero no hay que dejar de luchar, si no es por ti, por los que están a tu alrededor. Que sí, que todos tenemos días de mierda, que todos tenemos problemas, pero después de una noche oscura, siempre brilla el Sol de la mañana.
Sigue con su monólogo, mientras camina penosamente por el agua. Ella lo mira ensimismada. Lo ve como un caballero andante, de esos que lee en los folletines. Más apuesto de lo que debería. Gallardo y caballeroso.
No se había percatado en su anterior encuentro de sus verdes ojos, ni del hoyuelo de su mentón. De sus cuadradas facciones. Ni de ese caracolillo despeinado que pendía sobre su frente. Aún con esas pintas, totalmente desaliñado, lo ve hermoso.
Vergüenza le da admitir que se está enamorando. No siente el frio que su cuerpo debería. La tiritona no es por estar empapada, sino por los nervios que recorren su cuerpo, como si fuesen chispazos de electricidad.
— Oye, ¿estás bien? —la saca de su ensoñación—. Te has quedado así —imita su gesto—, como con cara de boquerón. ¿Estás segura de que estás bien?
Asiente avergonzada.
— Sí, sí… ¡Puede bajarme ya! —ordena, apartándose un poco de manera brusca.
— Como quieras —resuelve él, dejándola caer al agua.
— ¡Pero…! —bufa, poniéndose de pie en un salto—. ¿Cómo se atreve? ¿Es esa forma de tratar a una dama? No es más que un bruto.
— He hecho lo que me has pedido, bonita.
— ¿Bonita? —intenta sonar sería, indignada, pero le flaquea la voz— ¿Qué confianzas son esas? ¿No le educaron bien en su casa?
— Mira, bonita —habla, encendiéndose—, no voy a tolerar que me hables así. Si no llega a ser por mí, ahora mismo estarías conociendo al Creador—. Se santigua al mencionarlo.
— No le pedí ayuda.
— ¡NO, CLARO QUE NO! —le grita—. ¿Pero que hago, dejo que te ahogues?
—Pues sí.
— Definitivamente no eres más que una loca.
—¡Oye, a mí no me hables así!
Se gira, el muchacho, como queriendo irse, pero ella lo retiene agarrándolo del brazo. Volteá, alzándole la mano, pero se contiene. Sus caras se quedan a escasos centímetros la una de la otra. Se entremezclan las agitadas respiraciones. Las miradas se cruzan. Sus ojos verdes reflejan los melosos ojos de ella.
— ¡Mira, porque soy un caballero, que si no…!
— ¡¿Que si no qué?! —lo enfrenta.
Sus narices se tocan.
— Te robaba. Te hacía mía hasta las claras del día. Hasta que el gallo nos separase.
— ¿Y a qué esperas?
Se acercan los labios sin vacilar. Dos figuras, arropadas por la luna, queriéndose querer. Alejados de miradas curiosas, buscan un lugar para amarse. La guía de la mano, agarrándola fuerte que no se le vaya a escapar. La oye reír y es la melodía más tierna y bonita que recuerda haber escuchado. Ojalá poder oírla cada mañana, se dice.
Al recodo de un camino, se topan los enamorados con un farol. Un pequeño grupo de hombres los sorprende. Sancho hace por esconderla tras él, queriendo protegerla de lo que pudieran ser aquellos hombres. A esas horas de la noche, por los caminos solo caminan maleantes.
— ¿Señorita Candela? —habla uno de los hombres—. ¡SEÑORITA CANDELA! Al fin, llevo horas buscándola. Gracias al cielo que está… bien.
Resulta que el portador del candil no es otro que el hombre que la acompañaba horas antes, cuando se habían cruzado a la puerta de la ermita, Higinio. Al percatarse de quien era él, el muchacho que acompañaba a la señorita, a su señorita, no dudó un instante en irse contra él.
Lanzándose como un perro de presa lo agarró de la pechera. Para la edad que tenía, o parecía tener, era mucha la fuerza que tenía en las manos. Ver a la joven de esa guisa, agarrada a de su mano, y corriendo hacia la oscuridad de la noche, hizo que se temiera lo peor.
De la pechera, sus fuertes manos se deslizaron hacia el cuello de Sancho, que hacía por evitarlo, pero sin soltar la mano de Candela.
— Malnacido, ¿Qué le has hecho? —le gritó, escupiendo de la rabia—. ¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho, malnacido? ¡RESPONDE!
— Hipólito —irrumpe ella, agarrándolo del brazo—. No ha pasado nada. Salí a dar un paseo y me caí a la marisma. El muchacho solo me ha ayudado y…
— ¿Así, en camisón? — exclama, horrorizado el hombre. Mira a Sancho, parapetado tras la mujer, por el rabillo del ojo, aún desconfía de él—. ¿Y por qué corríais entonces?
— Os estábamos buscando, Hipólito… eh…
— Sancho —le susurra, casi al oído. El vaho de su aliento en la nuca le eriza el vello.
— Sancho —repite, dulcemente—, solo me estaba acompañando.
— Es que —toma el joven la palabra—, antes, cuando estábamos en la venta, os vi patrullando la zona. Creí que algo estaríais buscando.
— Ah… pues gracias, entonces —acepta Hipólito, ofreciéndole la mano—. Muchas gracias, muchacho. De corazón.
Tras el apretón, en el que el hombre no dejó de marcar territorio, se separan. Candela se va con aquel grupo de hombres que la buscaban y Sancho, desnortado, se queda vagando por aquellos caminos.
Acaba de salir de un sueño.
Aún siente su delicada mano aferrada, tímidamente, a la suya. Aun resuena su risa en sus oídos.
— ¡Oye! ¿Dónde estabas, pichón? — lo recibe Pepe, al verlo aparecer por el campamento.
— Este ha seguido de juerga por ahí — se burla Rodriguillo.
— Con la que llevaba ayer, no lo dudes — añade Tomás.
— ¿Qué va? — los corta Beni—, ¿es que no veis las hechuras que me trae? El pichón ha estado retozando con alguna —le tira un pellizco en un costado—, ¿é, verdá, eh, pichón?
— ¿Qué? —No se había percatado Sancho de donde ni con quien estaba. En su mente, solo había cabida para Candela de Arreola—. ¿Eh? Sí, si ya me conocéis.
— ¡Lo veis! ¡Ha estado haciendo ya sabéis que! —ríe Beni—. Si hasta se ha dejado la chaqueta por ahí, ¡Y los zapatos!
Aquellas palabras de su amigo lo hacen reaccionar. Se palpa el torso incrédulo, nervioso. Dándose cuenta de que, efectivamente, no lleva la chaqueta, sale corriendo. Una sonrisilla boba se dibuja en su rostro, pero sus amigos no son capaces de verla.
— ¿Y este? ¿A dónde irá tan rápido?
— A por la chaqueta, sin duda.
— Se habrá dejado la cartera —comenta Pepe, sorbiendo su café, sin darle mayor importancia.
— Igual ha estado con una casada — dice Tomás.
— ¿Y qué? —inquiere Beni, remojando un sobado en el carajillo—, ¿Qué tiene que ver eso con la cartera?
— El documento de identidad, alcornoque — le espeta Beni—. ¡Que ahí sale tu foto! —añade, golpeándose una mano con la otra un par de veces.
Corre el joven Sancho por toda la aldea, buscando sin pausa el alojamiento de la joven hija del duque de Arreola. Pregunta en cada esquina, por si alguien puede ayudarlo y verter algo de luz en su pesquisa. Al final da con ella; alojada, como no, en una finca grandísima.
Duda por un momento si tocar la campanilla. ¿Dónde va él, un joven de baja cuna, que duerme al raso con sus amigos, que tiene que sudar al sol para ganarse migas de pan que llevarse a la boca, con alguien como ella? Duda de si tocar la campanilla.
— ¡Oye, muchacho! —llama una voz desde dentro—, ¿Esperas a alguien? ¿Tienes algún recado? ¿Vienes buscando a don Hipólito?
Una señorita vestida de doncella se presenta ante él. Le recuerda a Ramoni por las hechuras. La jovencita le dedica una sonrisa imperfecta, falsa, mientras espera respuesta. No está ahí para perder el tiempo.
— Eh… —le tiembla la voz—, sí, sí. A don Hipólito, sí.
— Dame un segundo, que ahora lo llamo —se retira un par de pasos antes de voltearse—. ¿De parte de quién?
— Sancho. Sancho Trujillo. Sancho. Él ya sabrá.
Habla de manera atropellada. Está nervioso como nunca ha estado. Mientras sigue con la mirada a la doncella, no deja de pensar en irse. En cuanto estuviera fuera del alcance de su vista, saldría corriendo. Pero algo le impele a quedarse. Algo llamado Candela. La escucha hablar, en la distancia, y su corazón quiere fugar con ella.
— Señor Trujillo —lo despierta Hipólito—. Buenos días.
— Buenos días —logra articular el joven.
— Aquí tiene, su chaqueta y unas pesetas por la molestia.
— No quiero dinero —responde, contrariado—. No la ayudé porque quisiese una recompensa. No necesito el dinero.
— Está bien —retira los billetes el señor, sin darle tiempo a pensárselo—. Pues decirle que la familia Arreola está muy agradecida con usted. Si usted o algún conocido suyo necesitase un empleo en algún momento, puede pasarse por la finca. Lo tendremos en consideración.
— Tampoco necesito trabajo — el tono denota su enfado. Lo está tomando ese hombre por un cualquiera—. Ni nadie de mi familia tampoco.
— Muy bien. Muy bien. Pues muchas gracias, entonces, por su altruismo. Dios se lo pagará. Que tenga un buen día.
Y con las mismas se retira, dejando a Sancho con un palmo de narices. Agarra, airado, el cordel de la campanilla. Está dispuesto a hacerla sonar hasta que el badajo se caiga, hasta que ella salga.
No lo hace.
Se va de allí tan rápido como sus pies se lo permiten. Enfadado. Dolido. Quebrado. Llega al improvisado campamento de sus amigos en un volao. Aún están recogiendo los enseres del desayuno. Toma, entonces, la botella de coñac abierta con la que sus amigos se han preparado los carajillos y se la bebe de un trago.
— ¿Qué? — brama, ante la atónita mirada de su gente—, ¿no veníamos a disfrutar de la romería? ¿No queríais festejo? Pues venga, juerga y jolgorio.
— ¿Qué tripa se le ha roto? —susurra Rodriguillo a Pepe.
— Déjalo —resuelve—, tiene mal de amores, ya se le pasará.
— Venga, Pepe —exige con un aplauso—, coge la guitarra, compadre. ¡Vamos a cantarle a Huelva! Que esto está muy sieso, hay que animarla.
Desde aquel día, Sancho la buscó sin cesar. La buscó en otros cuerpos. En otras pieles. Buscó su risa misma en la risa de otras bocas. En los culos de otras botellas. La buscó en las noches, en los bares. La buscó en las calles de madrugada. La buscó en los lechos calientes y en los pechos turgentes de otras damas. Pero nunca era ella.
La sabía tan cerca y a la vez tan lejos. No había día en el que no se acercase a las lindes de la finca, a por ese trabajo que le prometió Hipólito, para estar más cerca de ella. Pero no tenía arrestos. Era más sencillo evitarla. Evitar romper aquel instante. Evitar descubrir que no fue más que un momento en el que dos jóvenes se dejaron llevar, pero que su amor no era correspondido. Era más sencillo llorar abrazado a una botella, porque no la tenía, que arriesgarse a quererla y descubrir que no lo quería.
Así pasaron los días. Después las semanas. Y más tarde los meses. La primavera dio paso al verano y este, cuando necesitó unas vacaciones, al otoño. Los días empezaron a ser más cortos, los niños se recogían antes y el cielo se cubría de plomizas nubes que, de vez en cuando, descargaban tormenta.
Una tarde de esas, plomiza y gris, se encontraba Sancho aburrido tras el mostrador de la tienda de sus padres. Apareció doña Adela haciendo ademanes, aspavientos, queriendo hacer todo a una misma vez y gritándole cosas que él no escuchaba, pues estaba perdido en su mundo, divagando con el que pudo pasar.
— ¡Sancho! ¿No me estás escuchando? —le grita su madre —, ¡Que vayas al pozo, a por agua!
— ¿Qué? —se frota los ojos—. Sí, madre, voy.
— Pues venga —le reprocha, acercándole el cubo—, que estás desnortao. Yo no se que te pasó en el Rocío aquella vez, hijo mío, pero desde que volvisteis, estás de un raro.
— ¿Por qué no va Vera?
— Ha ido con tu padre al molino, al mercado, a comprar telas para hacerse el traje para la feria.
Suspiró profusamente el muchacho, resignándose a hacer la hastiosa tarea. Tomó el cubo y, con ese paso canso que arrastraba de un tiempo a esa parte, salió por la puerta rumbo al pozo. Quiso el destino que, a los pocos minutos, después de una mañana totalmente tranquila, apareciese en el establecimiento un cliente. Doña Adela, que era muy resuelta y muy viva no dudó en atenderlos, pero, a la hora de cobrar tenía un problema con los números. Como gran parte del pueblo y la comarca, no era estudiada ella, por lo que, una sencilla suma o resta para dar las vueltas, se le hacía un mundo. Era su marido quien se encargaba de esas cosas, o en su defecto, Sancho o Vera, pero ninguno estaba allí.
— Si son tan amables de esperar un momentito de nada —pidió la señora, nerviosa, tras el mostrador—, ahora vuelve mi niño y les cobra. Es que yo ya tengo una edad, ¿sabe? Y se me juntan los números.
— No pasa nada. Ve a hacer el resto de recados, yo esperaré aquí a que vuelva el muchacho.
— ¿Segura, señorita?
— Sí, Hipólito, sí, no hay ningún problema.
A regañadientes sale el hombre de la tienda, dejando allí a su protegida. Sabe de sobra que no debería haberla traído con él, pero es que la joven era su ojito derecho y haría lo que fuera por contentarla y sacarla de aquel encierro de oro.
Las dos mujeres se quedaron allí, incomodas, en un silencio sepulcral. Adela no se atreve a sacarle tema de conversación, pese a ser una persona muy social, por vergüenza. No quiere tampoco que la señorita de los Arreola se piense que es una cualquiera. Una analfabeta. Así que prefiere quedarse en silencio, tras el mostrador, mientras observa los productos que ha elegido. Los coloca y los recoloca en la cesta. Unas conservas, unas confituras, algo de queso y algo de matanza. Un par de duros de sal.
La joven, mientras tanto, se pasea por el pequeño colmado, indagando entre las estanterías. Rebuscando entre las latas y los tarros. Observándolo todo con detenimiento cual niña curiosa.
— Hija, siento no tener nada que ofrecerte —rompe Adela el incómodo silencio—. No te preocupes, el zote de mi chico no tardará en llegar. Es que lo he mandado al pozo a por agua, ¿sabes? Para lavar la ropa, que falta le hace —se ríe, nerviosa, al darse cuenta de que está divagando. Pero una vez que Adela entra en barrena con su verborrea, no hay quien la detenga—. Es que, verás, lleva mi chico una rachita bastante floja, ¿sabes? Yo no se que le pasa, desde que fueron a ver a la Virgen, allá por mayo, no es el mismo. Y claro, lo tengo aquí metido todo el día sin hacer nada. Que atiende la tienda, pero no quiero yo eso para él. Ni eso ni que salga con sus amigos a emborracharse, pero ya sabes, cosas que hacéis los jóvenes. Salís a tomaros vuestras copitas… Bueno, los hombres, que a nosotras ¿que nos queda? La casa, parir… Y está una un poco hasta el moño —se deja caer sobre una silla—, que una ya va teniendo una edad, hija. Y estoy muy cansada. Menos mal que tengo a mi Verita, que esa si que me ayuda en todo, por que si fuera por…
Se abre en ese momento la puerta, resonando la campanilla que anuncia un nuevo visitante. Entra el joven Sancho con parsimonia, haciendo lo posible por no derramar ni una gota del balde de agua.
— Me he encontrado con doña Ángeles, que… —Su mirada se cruza con la de la señorita Arreola y, por un instante, el mundo carece de sentido a su alrededor. —¡Tú!
— ¡EL AGUA!—grita doña Adela, al ver que su hijo ha soltado el cubo—. Ay, ay, el agua. ¿Pero que has hecho, Sancho? El agua, por Dios. Ay, ay, ¡Mira como lo has puesto todo! Es que, yo lo sabía, estás tonto perdido. Tonto. Ay, ay, la que me ha liado el… ¡Ay, la leche que mamaste!
Él no la está escuchando. Avanza con timidez hacia Candela, estirando la mano lentamente hasta tocar su rostro. Ella se ruboriza, pero no se aparta. Los dos se van acercando lentamente. Poco importa que doña Adela esté soltando sapos y culebras por la boca, para ellos no existe nadie más en el mundo.
— Tú —susurra, rozando su nariz con la suya—, estás aquí.
Ella asiente, mordiéndose ligeramente el labio. No le aparta la mirada de los ojos ni un segundo.
— No sabes la de noches en las que te he buscado. No sabes la de noches en las que te he esperado. No sabes la de lágrimas que he derramado pensando en ti. En nosotros. Te he tenido tan cerca y a la vez tan lejos. Te he…
— No digas nada más — lo calla ella—, un caballero no tiene que dar tantas explicaciones.
Él sonríe con picardía.
— Pero no soy un caballero —. Desliza suavemente su mano hacia la nuca de ella.
— Entonces, ¿a qué estás esperando?
— ¡Es que mira la que ha liado! —sigue doña Adela—. Sancho. ¡Sancho! ¡Que te estoy habla… Ah!
Se retira la señora con disimulo, pues no quiere interrumpir a los jóvenes. Cierra la puerta tras de sí, para que no los molesten. Allí los deja, en mitad de su pequeña tienda.
Fundidos en un beso cálido. Saboreando la sal el uno del otro. Dos almas sin rumbo que se tocan por primera vez.
Recoloca los mechones de su pelo cuando se separan, con una caricia enamorada. No es capaz de soltarle la mano, incluso cuando su madre entra, revolucionada, porque el señor Hipólito viene por la calle abajo.
— Me suena tu cara, muchacho —deja caer el hombre, mientras cuenta las vueltas—, ¿nos conocemos?
— Del pueblo, señor Higinio —se adelanta la madre—, ya sabe, aquí nos conocemos todos de vista.
— Es Hipólito — la corrige.
— Bueno, bueno, hasta más ver. Disfruten de lo que llevan. Les he metido un poquillo de perejil, por la molestia.
El hombre se despide con la boina, mientras acompaña a la señorita Arreola a abandonar la estancia. Se miran los enamorados una última vez. La sigue buscando cuando se cierra la puerta, pero solo se topa con la mirada indagante de su madre.
No duda en tomarla en volandas. Hacerla bailar en el aire. La señora, poco acostumbrada a esa efusividad, patalea y lucha por soltarse.
— ¿Estás tonto? — dice riendo — ¡Tonto de amor! ¿Así que era eso, eh, tunante!
— ¿Y que le hago, madre? No controlo yo a este. —Se señala el corazón.
— Pues una cosa te voy a decir —ensombrece el gesto, apoyándose en el mostrador—. Esa muchacha es de familia pudiente. No creo yo que alguien como tú sea del agrado del duque.
— ¿Y que me hago, madre, si la amo? La amo con toda mi alma y mi ser —sale corriendo hacia la puerta—. ¿¡ME HAS OÍDO, CANDELA DE ARREOLA!? ¡TE AMO! ¡TE AMO MÁS QUE A MI PROPIA VIDA! ¡ALGÚN DÍA SERÁS LA ESPOSA DE SANCHO DE TRUJILLO! —se besa el pulgar—. ¡POR ESTAS, LO JURO!
Iluso muchacho, que escupes al cielo sin saber que hay una guerra a la vuelta de la esquina. Habrías de cuidar tus palabras, pues hay promesas que no han de hacerse, porque puedes no llegar a cumplirlas.