La noche pintaba bien.
Después de una tarde de intenso
fútbol, donde nos vaciamos como nunca y dimos pena como siempre, cada uno fue
atendiendo sus propios compromisos, hasta que nos quedamos tres: Albert, Chino
y yo.
No era una tríada habitual, de
hecho, aquella fue la primera y única vez que estuvimos los tres solos. Chino
siempre había sido muy “particular” cuando quedaba con nosotros; en muy
contadas ocasiones se quedaba después de la pachanga (la gran mayoría de veces
porque se hacía daño o discutía con Jairo), y aún más raro era que nos invitase
a su casa, tenía la mala costumbre de hacerlo únicamente cuando tenía algo
sobre lo que alardear, así que aquel era uno de esos días.
Hacía poco que se había mudado con
su pareja. La madre de su hija. Una muchacha que, decían las malas lenguas, tenía
el vicio de visitar alcobas ajenas. Siempre tuvimos el resquemor que las niñas (dos,
porque luego tuvieron otra) habían salido muy rubitas, siendo él moreno y ella
teñida…
Pero bueno, que me disperso en
mis conjeturas.
Como he dicho, la noche pintaba
bien, Chino nos propuso ir a su casa a echarnos unos FIFA’s.
Siempre era una gozada jugar a la consola en su casa, porque la tenía conectada
a un proyector y, jugar en pantalla grande siempre es más entretenido.
Evidentemente aceptamos de una, pero, no solo nos invitaba a jugar, nos propuso
pillar unas pizzas y cenar también. Definitivamente nos lo habían cambiado.
Desde que lo conozco, nunca ha sido tan generoso como aquel día, no porque
fuese a pagar las pizzas, sino por el mero hecho de invitarnos a su casa a
jugar y a cenar. No nos esperábamos que todo acabase como acabó.
Serían como las ocho de la tarde,
a pocos días de navidad, cuando nos montamos en su Citroën Cactus rumbo a
Llodio, a por la cena. La música a tope, un batiburrillo de canciones poperas y
reggaetón de la época. El viaje no solo es incómodo por la música, ni porque
fuese cantando Chino a pleno pulmón, con esa voz parecida al graznido de
un ave, sino porque no nos deja pisar las alfombrillas. Para mi ni tan mal, soy
bastante compacto y flexible, quepo en casi cualquier lado, pero el pobre
Albert, en el asiento de atrás, hace lo posible por no pisar las metalizadas y
rosas alfombrillas de playboy. «Es que son de mi chica y se enfada» fue
la única explicación que fue capaz de darnos.
Albert me mira incrédulo. No puedo
más que responderle con un encogimiento de hombros. Una dinamica que, en aquel
momento no sabíamos, pero se repetiría a lo largo de la noche.
El coche se detiene en un polígono
prácticamente vacío. Cerca había un aparcamiento de autobuses y un par de
casas, pero nada más. Picola era el nombre del restaurante, que de
italiano solo tenía la decoración. Los típicos manteles a cuadros rojos y
blancos, de papel, sobre mesas cuadradas de sillas enfrentadas. Utensilios de
madera, esas palas grandes que se usan para sacar las pizzas del horno, cruzadas
en la pared y muchas fotos de rincones icónicos de Italia, en blanco y negro con
los nombres en letras doradas.
Entró Chino decidido hasta
la barra. Albert y yo nos miramos extrañados. No había un alma. Ni siquiera nadie
tras el mostrador. Creíamos que estaba cerrado, pero, desde la cocina, sale un
tipo vestido de negro, con el mandil blanco lleno de lamparones. Se sacude las
manos un par de veces, creando una pequeña nube blanquecina de lo que suponemos
era harina. Eso no evita el chiste sobre drogas de turno, porque no dejamos de
ser adolescentes. Nos echa, aquel hombre, una mirada tediosa y resignada, como
si no tuviese ganas de atendernos.
—¡Hola, soy Izan!—se presenta con
efusividad—. ¿Qué tal va todo?
—¿Quién?
—El novio de Amaia —añade con la
boquita pequeña.
—Ah ¿un amigo? —le responde el
camarero, sin hacerle mucho caso —¿Qué vais a pedir? ¿Lo sabéis ya?
Albert y yo volvemos a cruzar
miradas incrédulas. La cara de mi amigo es un poema, pero no va a dejar pasar
esa afrenta. Chino, entre otros muchos defectos, tenía un orgullo
desmedido de cristal. Y un ego a juego. Ese era el motivo de la mayoría de
choques con Jairo, dos gallitos en un mismo corral. Dos a los que la lengua les
perdía, de esos que se comían una y contaban veinte. No es que fueran
exagerados, es que a veces rozaban lo fantasioso.
Agarra, con cierto desprecio, una
de las cartas que nos tendió aquel hombre. Él ya sabía lo que iba a pedir desde
antes de entrar, pero tiene que hacer el paripé. Con una mirada de reojo
visualiza la escueta lista de platos. El camarero, dejándonos unos minutos para
que disidiésemos, se vuelve a la cocina. Y entonces, el plan de Chino se
pone en marcha.
Se sienta en un taburete a la manera más cuñada
posible. Un bracito sobre la barra, tamborileando los dedos, el otro al
respaldo, dejándolo caer sin ganas. Las piernas estiradas, apoyándolas en el
taburete de enfrente, en el que estaba apoyado yo. Solo le faltaba un carajillo
y un palillo.
Chasqueando los dedos un par de
veces para llamar la atención, hace volver al camarero. Ni siquiera lo mira, ni
a nosotros. Él tiene una idea clara y se le nota en el rostro. Quiere quedar
por encima, demostrar que era el más mejor. Esa era su manera de curar su
orgullo herido, sentirse superior al resto.
Carraspea, como queriendo que su voz
suene pura y cristalina, pero ni aspirando todo el hexafluoruro de azufre del
mundo sonaría algo diferente a un gallo mezclado con una gaita. Se estira
también, para parecer más grande, pero tampoco consigue el resultado esperado.
Y así, con lo que en su cabeza queda espectacular, hace el pedido.
—Una prostituta familiar y una
mediana.
Ahora, la que era un cuadro, es la
cara del camarero. Albert murmura «¿Qué cojones ha pedido?», tan bajito que, de no ser
porque lo estoy mirando, no me hubiera percatado. «De jamón, espero» resuelvo,
tirando de mis limitados conocimientos de italiano.
—¿Perdona, qué? —articula el
camarero, incrédulo.
—Eso, una prostituta familiar y
otra mediana— repite con el mismo tono, esbozando una sonrisilla.
El hombre nos mira a nosotros, a
Albert y a mí, esperando que le resolviéramos el percal. En aquel momento su
cara era de pocos amigos. No estaba para bromas, mucho menos de tres chavales
que no tenían nada mejor que hacer.
—Esta —Vuelve a hablar Chino,
con cierto desprecio, pero esta vez señalando la carta—, la de jamón, la pros…
—Prosciutto —me adelanto,
intentando pronunciar bien—. Una familiar y otra ¿mediana?
Chino asiente. El camarero
nos dice el tiempo a esperar. Como no hay nadie no es demasiado, por lo que
esperamos en el mismo restaurante, tomando unas Coca-Colas. Nadie habla
una palabra. Chino tiene la mirada perdida en su móvil, trasteando las
redes. Albert y yo no nos atrevemos a hablar, por miedo a que se nos escape una
risa y joder el plan.
Veinte minutos.
El viaje de vuelta lo hacemos en
silencio también. Ni siquiera ponemos la radio. Solo rompen el sepulcral
silencio las notificaciones del móvil de Albert y la música de las stories
que rápidamente se encarga de silenciar.
En el portal, Chino se
para frente al espejo para sacarse una foto poniendo caras. Otra risa que
aguantamos. Otra mirada incrédula. Otro momento incómodo en el ascensor, porque
ya roza el esperpento.
Con las llaves en la mano, pica
el timbre para que le abran la puerta. Sale la novia, en bata y desarreglada. Nos
mira sorprendida y fuerza una sonrisa que, más que agradable, es algo aterradora.
—Hola —la saluda con un tímido pico,
pero ella le hace una cobra infame—. Traigo invitados.
Nos recibe algo molesta. Todo el
sentido del mundo, pues a mi amiguito se le olvidó avisar que traía visitas.
Unas visitas que tenían intención de irse a las tantas. Amaia, seca y tajante,
nos hizo saber que la nena se acababa de dormir, así que mejor que no
hiciéramos ningún ruido. Albert y yo intercambiamos miradas por tercera vez esa
noche, el plan de juegos se tambaleaba por momentos.
El ambiente durante la cena fue incómodo.
Nadie hablaba con nadie. Ellos tres comían en silencio. Yo, que no me gusta la
pizza, los observaba como cuando vas al zoo y ves los monos. Estaba siendo muy
rarete, no porque ella no hablase con nosotros, a los que apenas había visto en
un par de ocasiones y éramos prácticamente desconocidos, sino porque tampoco
hablaba con su novio.
De pronto, para amenizar un poco
la velada, se me ocurre contar una anécdota de cuando íbamos a clase, Chino
y yo (Albert es un año menor). Un éxito. Las risas llenan la habitación. Se que
soy graciosete contando anécdotas, pero aquella ni siquiera era la gran cosa.
Tras esa Chino me pide otra. Y luego otra. Y otra más.
—No vamos a jugar, no —me dijo Albert,
por lo bajini, antes de que empezase la octava.
Negué con la cabeza, sutil.
Claramente la noche de juegos se había convertido en una especie de monólogo en
el que contaba historias de nuestra infancia una y otra vez, para un público
demasiado fácil. Con cualquier cosa se reían los dos, tanto Chino como Amaia.
Era extraño, como si hiciera mucho que no escuchaban algo gracioso. Era
incómodo.
Estoy una hora larga contando
nuestras vivencias sin parar. Cuando nos fuimos de colonias. La vez que una
vecina conflictiva de Chino nos quiso correr a escobazos por comer
pipas. El Rottweiler de 800 kg. La del perro borracho, aunque omitiendo la
parte en la que Chino lloró por haber roto la botella “favorita” de su
padre y había llamado a su abuela para que lo limpiase. Cuando jugamos al
escondite en su casa, le pareció buena idea subirse a un armario y luego no
podía bajar.
Cuando el reloj dio medianoche, Albert
me hizo un gesto para que nos fuéramos. Yo estoy en mi salsa, dándome ese baño
de masas que me acrecienta el ego, pero accedo, porque la cara de Amaia también
me está diciendo que era hora de irnos.
—Un momento, que os voy a enseñar
las luces— pide Chino, haciéndonos seguirlo al salón.
Orgulloso nos enseña una tira de
luces que había colgado en la ventana, aunque había algo extraño. No quedaban
bien. A final de la tira quedaba una especie de listón blanco que, claramente,
no debía ir ahí. Chino nos aclara que no sabía cómo quitarlo, a lo que yo, inocente, respondo:
—Es que lo has colgado al revés.
Esta tira se despega y la pegas al marco de la ventana, y las luces caen. Tú
has clavado chinchetas, capullo, en el final del cable. Esos huecos van para
abajo y la tira arriba. ¡Mira que eres manazas!
Vi el miedo en sus ojos. Una mirada
que solo he visto en cuadros antiguos. Angustiada. Temerosa de la tormenta que
se avecinaba.
—¿CÓMO? —rasga el aire con un
grito Amaia.
La novia agarra una banqueta y, gritándole
más de lo necesario, le hace arreglarla ipso facto. Chino, al borde del
llanto, obedece sin rechistar. Albert y yo, en lugar de ayudarlo, nos quitamos
del medio tan rápido como pudimos. Nos despedimos desde la puerta, planteando
una futura quedada, que sabíamos no iba a llegar.
Desde la calle, aún podíamos
escuchar los gritos de la pareja. La silueta recortada de Chino, desde
la ventana del cuarto piso, destacaba en una fachada repleta de adornos
navideños.
Después, de ese día, apenas quedó
con nosotros un par de veces más. La última vez que lo vimos, estaba dándole el
“sí quiero”, en la boda más esperpéntica que recuerdo.
Pero eso ya para otro día.
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