domingo, 29 de mayo de 2022

La Apuesta



Nos habíamos vuelto a venir arriba. Para una vez que lográbamos coordinar las vacaciones de todos para poder hacer, por fin, el Camino de Santiago, alguien propuso hacerlo en bicicleta. Nunca habíamos sido muy de los deportes, a lo sumo alguna pachanguilla futbolera el fin de semana y, si nos veníamos muy arriba, 3x3 baloncestístico. Aún así, a ninguno la pareció mala idea desengrasar los pedales, calzarnos unos culotes ajustados que nos recalentarían la hombría y lanzarnos a la aventura. También influía el hecho de que aquel verano estábamos a tope con los eventos ciclistas.

Teníamos un par de semanas por delante, en las que fortalecer nuestros vínculos y hermanarnos más si cupiese, gracias a la mística del Camino.

Salimos de nuestro pequeño pueblecito en dirección a Vitoria bajo un sol de justicia. Aún siendo verano, nunca he vivido día con más calor que aquel, aunque las negras nubes que se cernían sobre la capital alavesa anticipaban la tromba de agua que nos acompañaría mas allá de la frontera del País Vasco. Tras dos días pedaleando bajo la lluvia, jurando en arameo, al fin escampó, dando paso de nuevo al abrasador sol de julio.

Aquel sofocante calor no fue nuestro mayor enemigo. Pedalear bajo la inclemencia de Lorenzo no era, para nada, tan fastidioso como la cabezonería de todos y cada uno de nosotros. Ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, ni admitir que no sabían bien la ruta a seguir, así que en el mismo momento en el que terminamos la segunda etapa, acordamos convertirlo en una especie de carrera.

Dos etapas más tarde, ya superada casi la mitad de nuestro itinerario, nos creíamos los Indurain de turno, apretando las subidas de cualquier repecho como si estuviésemos atacando el Tourmalet. A cada bajada intentábamos ser lo más aerodinámicos posibles. Adelantábamos coches y peregrinos de la manera más temeraria imaginable, llegando a usarlos como obstáculos para el resto. La amistad y el compañerismo, evidentemente no existía. Poco nos importaba quien acababa patas arriba en una cuneta y, por supuesto nadie se detenía, aunque uno de nosotros estuviese echando las tripas. Solo importaba acabar la “etapa” en cabeza.

Así, cubiertos de magulladuras y moretones, ampollas en las ampollas, llagas en las cebaduras de los muslos y los músculos al borde del desgarro llegamos a Arzúa. Cada uno había “ganado” al menos un par etapa y quedado último en otra. No estábamos llevando los tiempos, ni siquiera estábamos llevando la cuenta de las victorias reales. Todo era a ojo de buen cubero, por lo que concretamos que debíamos ir más o menos empatados.

Hicimos noche en el pueblo pese a llegar a media tarde, pues las fuerzas no daban para mucho más. Aquel fue el único día que descansamos en condiciones, despues de llevar casi dos semanas levantándonos al amanecer para competir en una autoimpuesta carrera que no tenía más premio que el poder pregonar orgullosamente “Yo llegué el primero”.

Rondaban las diez cuando Antxon nos despertó, ya embutido en el maillot amarillo que le cortaba la circulación de los muslos. No había tiempo que perder, estábamos ante la última etapa. La que determinaría al ganador de aquella improvisada “Vuelta al Norte de España”. La que coronaría al más veloz ciclista del grupo.

Tras un copioso desayuno, en el que zampamos como si llevásemos meses sin probar bocado, montamos nuestras fieles monturas. El sillín ergonómico que me había prestado mi tio, ese con el que él había recorrido más de media península como si fuese sentado en una nube, era el trono del infierno. Los pedales se me hincaban en la delgada suela de las maltrechas deportivas, que parecían haberse deteriorado en una semana más que en los siete años de uso que le había dado. Pasé de ponerme las gafas, no porque aquel día librásemos del refulgente sol, sino porque tenían tanta porquería que no me permitían ver bien el camino.

Un instante antes de salir, con todos colocados en fila ocupando la totalidad de la carretera, una voz se alzó lanzando una frase que, a priori, podría haberse quedado ahí: “El último invita a una mariscada”. Pero entonces otro lanzó la lapidaria frase que hizo que nos tomásemos realmente en serio aquella carrera. Esa frase que hace que cualquier hombre se retrotraiga a su más primal instinto neandertal. Esa frase que automáticamente se convierte en el más sagrado de los contratos e ignorarla supone fallarle a la propia naturaleza de la humanidad: “¡No hay huevos!”. Los puestos dejaron de ser relevantes. Poco importaba llegar el primero o el penúltimo. Ya no había ganadores. Ya no importaba ser el primero en llegar. Todos teníamos un único pensamiento, no ser el último. En ese instante dejamos de ser amigos. Todo valía.

Las dos horas y media que separaban Arzúa de Santiago las hicimos en poco más de una. Volábamos. Dejaríamos a cualquier contrarrelojista a la altura del betún. Exprimiendo al máximo nuestras últimas fuerzas, Antxon y yo logramos escaparnos del resto. Entramos en la ciudad emparejados, rueda con rueda, sintiendo el rechinar de los dientes de los otros en los oídos. Aún sabiendo que manteniendo el ritmo ninguno de los dos tendría que pagar la mariscada de marras, pusimos una vez más el orgullo por encima de la integridad física.

Ascendimos la última cuesta como si se tratase de un puerto de montaña, poniendo el alma en cada pedalada. La meta era la escalinata de la Catedral. Logré destacarme una cabeza cuando la rueda delantera de la bici se clavó en el hueco de una alcantarilla.

En piedra dejé grabado mi sobrehumano esfuerzo, la efigie de mi rostro y el contorno de mis rodillas. Aún quedando segundo, me llevé más puntos que ninguno, un precioso ramo de flores y la firma de todos cuantos me querían en la aparatosa escayola que inmovilizó mi brazo durante semanas… pero, nada me impidió disfrutar de la mariscada, rodeado de aquellos duros competidores a los que llamaba amigos.

Al final, pagamos a medias.







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