Era impactante, apenas hacía una hora desde que había dejado de
respirar y cientos de hormigas recorrían ya su cuerpo.
En vida había sido un hombre indecente, de esos que no dejan
huella allá donde van. Ahora, su huella estaba por toda la pared del callejón.
Realmente había sido un tipo desgraciado el pobre Eugene
Collins. Desde muy temprana edad había sido desgraciado. Vivió con sus padres
en una pequeña granja de Dakota del Norte, donde no era feliz.
Ya desde muy pequeño había rivalizado con el hijo de la única
familia en 50km a la redonda, el joven James Gatz. Siempre había ido un paso
por detrás de él, pero siempre con él.
Incluso ahora que había muerto, lo había hecho por detrás de
Gatz (bueno, ahora se hacía llamar Gatsby).
Su muerte no fue nada del otro mundo, no fue una venganza, ni
nada romántico como la de Jay Gatsby, fue una muerte con más pena que gloria.
Pues bien, el “asesinato” de Collins no puede ser propiamente
llamado asesinato, fue más bien una muerte accidental, incluso un suicidio
asistido.
Collins siempre había tenido ese temperamento peligroso, tan
característico de los soldados que volvían del frente. La Guerra había sido muy
dura, sobre todo a miles de kilómetros de aquel cuchitril al que llamaba hogar.
Con su temperamento y aquella extraña manía de perder empleos,
Eugene no era capaz de juntar ni diez dólares a la semana.
¡Pobre infeliz!, toda una vida dedicada a un país que no lo
consideraba más que uno más… y eso no podía aceptarlo.
Bueno para nada, cansado de un país que le daba de lado y sin
un trabajo estable, no fue difícil que Eugene acabase como camorrista.
Un trabajo sencillo para un duro excombatiente criado en
Dakota, que se desenvolvía como pez en el agua. Era un trabajo soñado para él,
un trabajo en el que le pagaban por pegar palizas.
Era bueno. Era muy bueno. Era el mejor… pero no tenía
suficiente, necesitaba más. De la
incomodidad y el arrepentimiento de las primeras palizas, en pocas semanas,
Eugene paso a sentir autentico placer con cada chasquido de huesos, cada
borboteo de sangre resbalando por sus puños y el calor de los cuerpos de sus
víctimas… pero también acabo por cansarse de ello.
Paso de la extorsión a la agresión y luego al asesinato. El primer
fue accidental, algo salió mal, algo no se calculo bien y la caja torácica de
aquel tipo quedo colgando del techo, como si de una lámpara se tratase.
Fue traumático, todo el horror de la guerra volvía a su cabeza,
pero por algún motivo recluido en su subconsciente, aquello le dio placer.
Después de aquel día, necesitaba eso como el vivir.
El ilustre soldado Collins se había vuelto un vulgar asesino.
Simplemente había cambiado el nombre de su tarjeta de presentación.
Volvía a compararse con Gatz, que subía como la espuma,
mientras Collins se hundía en el más oscuro fango. El primero buscaba el amor
de una única persona, rodeado de cientos de ellas; el segundo, anhelaba el
reconocimiento del mundo, y creía que estaba yendo por el camino más rápido.
Por capricho del destino, quiso el azar, James y Eugene
volviesen a encontrarse. Gatsby y Collins frente a frente en L’il Bistró, un antro de mala muerte a
las afueras de Brooklyn.
Gatsby estaba realmente preocupado aquella noche, cosa que a
Collins le subió la moral (entre sus deseos más profundos, la desgracia de Gatz
era uno de sus más queridos). Gatz tenía algo entre manos, algo que requería
los servicios de Collins, y estaba dispuesto a pagar veinte de los grandes.
Collins lo acepto sin saber siquiera de lo que se trataba, el
simple hecho de reunir veinte mil dólares le hacía salivar como un perro.
Gatsby se lo explicó, con gran precisión y sin decir una
palabra más alta que otra (el vaso de ginebra, medio vacío, ayudo un poco).
Era un trabajo bastante sencillo, un solo asesinato, sin límite
de tiempo, sin presiones ni estupideces de esas que le imponían algunos
clientes.
Gatsby le paso una carpeta de papel marrón y le pidió que no la
abriese, hasta que él se hubiera ido.
El trabajo fue fácil, demasiado fácil a lo mejor. El objetivo
era el hijo de Thomas Falccini, un nuevo capo de la droga, que había
interferido en varios de los asuntos de Gatz.
Con la muerte del primogénito y único hijo de Falccini, Collins
había firmado, sin saberlo, su sentencia de muerte.
Pasaron dos meses realmente infernales, hasta que Collins
acudió a Gatz. No lo había visto desde el día de cobro, y lo encontró
totalmente diferente. Ya no parecía un perro apaleado, sino uno de esos galanes
que salían en los libros.
Collins imploró la ayuda de Gatsby, a pesar de que su antiguo
vecino juraba y repetía que no lo conocía.
Se fue hundido de la gran mansión de Gatsby. En las escaleras
se cruzo con un tipejo bien vestido y de firmes andares. Le entraron ganar de
estrujar su cuello, pero se contuvo… bastante tenía ya con la familia Falccini.
Esa fue la última vez que vio a su rival y “amigo” Jay Gatsby.
Una semana más tarde, en un tugurio de mala muerte en la peor esquina del Hudson,
la noticia de que Jay Gatsby había sido asesinado en su casa, por un marido
celoso, encabezaba el periódico.
Con la muerte de James, Collins sabía que no le quedaba mucho
tiempo antes de que el capo Tommy F o alguno de sus matones diesen con él. Por
primera vez desde que volvió de la guerra, Eugene estaba nervioso, inquieto y
temeroso por culpa de la incertidumbre que le causaba el saber que iba a morir,
pero no cuando.
Sus últimas noches las paso en los bares, abrazado a su Colt 45
y a un vaso de whisky. No tardo mucho en encontrarse con Emile LeCroix, el matón
de los Falccini.
Todo fue muy rápido. LeCroix tuvo la decencia de invitarle a un
último trago y a un pitillo, antes de sacarlo al callejón de detrás del pub.
La bala ni siquiera le dolió, ni estaba fría. Un calor
agradable le recorrió el cuerpo mientras caía entre dos contenedores. La sangre
le acariciaba la sien y el mundo ante él perdía color. Con sus últimas
respiraciones vinieron las hormigas. Lo último que notó Eugene fue el cosquilleo
de decenas y luego cientos de curiosas patitas que recorrían su cuerpo, en una
especie de danza coreografiada…
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