La corbata lo estaba agobiando. Tener que llevar puesto el traje en un día de junio tan caluroso como aquel debía estar penado con cárcel. Pero las convenciones sociales como aquella lo requerían. No podía no ir elegante a una boda, aunque no fuese su rollo, no podía ir dando el cante.
Observaba a todos los invitados en silencio, analizándolos, mientras esperaba que comenzase a sonar la marcha nupcial y, por aquel arco florido, pasase la novia con su ramo de rosas. Tenía sentada justo enfrente a una señora con el pelo cardado de manera estrafalaria. Parecía que le habían puesto un plato de spaghetti en la cabeza; el tocado, esférico y de un tono burdeos apagado, parecía la albóndiga que los acompaña. Le rugieron las tripas.
Contuvo la risa. Todo aquello estaba siendo un test para su temple. Una dura prueba para ver si era capaz de mantener ese rictus sereno aún en momentos en los que por dentro se estaría partiendo la caja. No quedaba bonito en las fotos que alguien en el altar se esté riendo a mandíbula batiente mientras mira los histriónicos conjuntos de algunos invitados.
Un señor con una incipiente calva asomó, de manera discreta, por el arco, haciendo gestos al cura para hacerle entender que todo estaba preparado. El religioso, recibiendo el mensaje, miró al organista para que empezasen a sonar los acordes de la canción que acompañaría los pasos de la casamentera hacía el altar.
Comienza a sonar la melodía, lánguida y apagada, mientras hace acto de presencia una joven con un vestido pulcro y blanco. Parecía una tartaleta, con tantos pliegues y vuelos. El velo, largo y semitransparente, era llevado por cuatro niños disfrazados de adultos, mientras dos niñas iban lanzando pétalos al paso de la mujer.
Aquello lo superaba. Tanta parafernalia le parecía excesiva. Tanto que querer aparentar, que querer demostrar. ¿Y para qué? Si se hacía entre iguales. ¿Qué buscaban demostrar, que eran los más excéntricos del cementerio?
Miró a su hermano, que jugueteaba con una brizna del tallo de uno de los ramos ornamentales. Estaba nervios. “Es lo normal cuando te casas” se dijo, dibujando esa sonrisilla canalla.
Luego miró su padre, hombre recto de semblante severo, cuando notó su censuradora mirada clavada en él. Eso lo enervó un poco, aun no siendo protagonista, nunca estaba a salvo de la mirada inquisidora de su padre. Podía leer perfectamente en aquellos dos ojos negros lo que le estaba diciendo. Ordenando.
Un leve gesto de cabeza. Un asentimiento. Había recibido el mensaje.
Al paso de la novia, mientras su hermano la miraba con los ojos del perdido y se profesaban amor eterno, él se levantó. Disimuladamente. Siempre se había caracterizado por saber cuándo pasar desapercibido y cuando atraer los focos sobre sí.
Sacando el móvil de un bolsillo interno de la chaqueta, mientras se afloja la corbata, recorre los pasillos del castillo que ha rentado su padre para poder alardear de la pingue fortuna que habían amasado con las bodegas y otros asuntos de una índole más dudosa.
Una búsqueda rápida en la agenda. Dos pitidos antes de que se escuchase una voz al otro lado.
— ¿Cómo vais?
— ¡Jefe! Pues aquí andamos, liadillos con el curro. Ya sabe… entre unos y otros, la cosa se complica.
— No te hagas el gracioso, Onofre.
— No, jefe, no pretendía ser graciosete. Pero ya sabe, estas cosas ponen a uno nervioso. Un poco, que ya está acostumbrado. El muchacho no, tienen el estómago un poco revuelto. ¡En eso no ha salido a su padre!
— ¡Onofre! Dejate de hostias. ¿Habéis acabado?
— Perdón, jefe, perdón… A decir verdad, ni hemos empezado.
— ¿Qué?
— O sea, que sí que estamos en ello, pero es que ya sabe como es este trabajo. No se pueden precipitar las cosas, hay que ser paciente, sino saldrá fatal. No se preocupe, jefe, que ya sabe que yo llevo mucho en esto de la vendimia. No se preocupe, todo va a salir de perlas… Por cierto, dele mi enhorabuena al señorito por el casorio… A la Aurelia le hubiese gustado ir, ¿sabe? Pero bueno, estas cosas hay que hacerlas cuando toca… A ver si para la suya no tenemos estos líos.
— Onofre… —suelta un profuso suspiro —, avisame cuando terminéis, ¿Vale?
Cuelga la llamada, secándose con un pañuelo el sudor de la frente. Aquel tipo de llamadas con los señores lo ponen nervioso. Mira a su chiquillo, al Antoñito, sentado en el asiento del copiloto de la vieja furgonetilla. Parece un gatico recién sacado del rio, despeluchado y tembloroso, con los ojos vidriosos y la cara descompuesta.
— Bueno — dice Onofre para llamarle la atención —, habrá que.
El muchachito asiente tímido, soltando un resoplido. Es entonces, como si fuese una señal, cuando su padre arranca la furgoneta de nuevo. Callejea un poco por calles apartadas, para que el crio templase un poco el ánimo y el cuerpo.
Lo mira de reojillo, compadeciéndose del pobre chico. De sobra sabe que no está preparado para hacer aquel trabajo. Es mucho más exigente de lo que uno creería. Hay que ser delicado y a la vez tener la mano firme cuando se vendimia, si no, todo el trabajo de tanto tiempo podría irse al garete.
De nada vale que esté al borde de un ataque de nervios, por mucho que sea su primer día en el curro y quiera impresionar a los jefes. En esas condiciones no hará más que estropear todo.
Y no pueden permitirse errores, no con eso, pues no solo los pondrían de patitas en la calle, sino que fallarle a esa familia supondría hacerse un poderoso y peligroso enemigo.
Saca, Onofre, del bolsillo del pecho de su camisa una cajetilla de Marlboro con siete pitillos y un mechero con el gas a la mitad.
— Toma — le ofrece un pitillo —, dale un par de caladas, que te relajes un poco.
Antoñito no duda un segundo. Intentando contener el tembleque de sus manos se lo coloca entre los labios, mientras su padre le acerca la llama.
Suelta el humo al cielo. Disfruta como el halito roza sus labios al salir. Y ese olor, tan característico del tabaco, que tanto lo calma. Da otra calada, lenta, deteniendo el tiempo por un instante, exhalando la presión con el humo. «Lo que hace un hijo por agradar a un padre» se dice, mientras observa unos niños jugando al balón cerca de allí.
— Bueno —resopla, lanzando la colilla al suelo —, habrá que ir volviendo a dentro.
La pisa más de lo debido, haciendo tiempo. Se ajusta la corbata de nuevo y se adecenta un poco el traje. Una última mirada al móvil, por si Onofre tiene algo que decirle. Nada.
Caminando despacio vuelve hacia el salón, hacia la boda. No tiene ninguna gana, prefiere quedarse allí, sintiendo los últimos rayos del sol, que se cuelan por las grandes ventanas, sobre su piel.
Preferiría estar haciendo cualquier cosa antes que eso.
— No dudes, Toni — lo animó su padre, cuando se bajó de la furgoneta —. Tú firme. Yo, ya sabes, voy a mover la furgo y ahora vengo y te ayudo. — Arranca lentamente —. ¿Te acuerdas de lo que tienes que hacer, no? ¿De como va el percal?
— Sí, pa’, no te preocupes… —desvía la mirada al suelo —, no la voy a cagar.
— Venga, muchacho, que nos van a dar las uvas — suelta una profusa carcajada —, ¿Eh? ¿Eh? Las uvas. Lo has pillado, ¿no?
— Sí, papá, sí.
— Cómo nos dedicamos a lo de vendimiar. ¡Pues uvas! ¡Nos van a dar las uvas! — Acompaña la chanza con un gesto de manos.
— Lo he entendido, papá — suena hastiado.
— Es muy bueno. Recuérdamelo luego, que se lo cuente a la mama.
— Venga, papá, tira que nos van a dar las uvas.
— ¡Eh! ¡Eh! ¡Ves! Es buenísimo. Las uvas — ríe.
— ¡PAPÁ, QUE TE VAYAS YA! ¡QUE LA VAMOS A LIAR POR TU CULPA!
Lo mira Onofre durante un segundo sin decir nada. Le brillan los ojillos. Antoñito desvía la mirada, sin decir él nada tampoco. Es un momento incómodo.
— Así te quiero, hijo, con ese carácter tuyo que tienes. Sácalo. Dejalo que salga y todo irá bien. Ahora te veo. Suerte.
Lo ve alejarse. Lo ve doblar la esquina. Respira profundamente, una última vez, en la soldad de la vereda. Está algo nervioso, pero templa el nervio con un par de puñetazos en su propio rostro.
— Eres una puta máquina. Una fucking bestia. Un animal. Mentalidad de tiburón. — Golpea su sien con ambos índices—. Un macho alfa. El puto amo. — Termina su discursito motivacional haciendo el gruñido de un animal. Un lobo sinusítico para ser más exacto.
Golpea su pecho un par de veces, engorilándose más y más a cada golpe. Se ve reflejado en un escaparate y le gusta lo que ve. El gimnasio empieza a notarse ya. Flexiona un poco los músculos para que se le marquen mejor en el apretado polo. El degradado impoluto, como el de todos los demás. A la moda. Piercing en la ceja y un corte, una línea perfectamente afeitada. Vuelve a golpearse el pecho, antes de echar a andar.
No tarda demasiado en llegar al lugar al que iba. Se planta ante la puerta y, tras un segundo más, en el que se repite su mantra, la empuja con fuerza.
— ¡QUIETO TODO EL MUNDO! — grita, sacándose una pistola del pantalón —, ¡SE SIENTEN, COÑO!
En el interior de aquel lugar, una pequeña tiendecita de ultramarinos, no hay nadie más que la joven que atiende.
— Llevate lo que quieras — logra articular, temblando de miedo —, llevate lo que quieras, pero no me hagas nada.
Da dos pasos tímidos hacia la caja registradora, la cual abre sin dejar de mirar al joven. En sus ojos se refleja una mezcolanza de miedo y confusión, no por el momento del atraco, sino porque cree conocer a aquel muchacho.
— ¿Tú eres…?
— ¡Quieto todo el mundo! — entra entonces Onofre, con un pasamontañas y una escopeta —. Se sienten… ¡Coño! ¡Antoñito, joder, el pasamontañas!
— ¿Qué? — inquiere el muchacho, sorprendido, mientras se toca la cara.
— Joder, hijo, que se te ha olvidado. Si es que lo sabía, que no estabas listo para esto… — se levanta el pasamontañas, descubriéndose la cara de decepción —, ya lo decía yo: “que el niño está muy verde, que no va a valer para esto”. Pero no. Tenía que meterse tu madre por medio: “Venga, Nofre, llevátelo. Si le va a venir bien. Y es mu’ apaña’o.” Y mírate, a la primera que te dejo solo vas y…
La joven cajera aprovecha la discusión para escabullirse desde detrás del mostrador. Agachada y tratando de hacer el menor ruido posible se desliza hacia la puerta de la trastienda, esperando poder llegar a la salida de emergencias de atrás.
— ¡Tú! — la detiene Onofre, encañonándola desde arriba —, ¿A dónde te crees que vas?
— Yo…
— No te hagas la graciosita, chulita — la amenaza Antoñito con la pistola—, ¡que yo estoy muy loco! ¡Que yo, lo mismo, me pongo a hacer así y…! —dice mientras comienza a zarandear la pistola.
¡BANG!
— Antonio, joder — lo regaña su padre —, ¡Mira la que has liado! Joder, ¿Ahora que hacemos? ¿Cómo te haya oído algún vecino? Venga, tira para la furgo… ¡Y tú, muchacha, también! —le indica el camino con la escopeta—. ¡Enga, desfilando todos!
— Llevaos la caja, por favor, pero no me hagáis daño.
— Muchacha — habla con un tono mucho más paternal—, no venimos a por la caja. La familia Sorrizo te manda recuerdos, hoy, en el día de la boda del joven señor don Nandito con la hija de los Grondeo, la señorita Lara.
La joven ahoga un grito. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero se mantiene fuerte. No derramará una sola por él. Sabía que ese momento iba a terminar llegando en algún momento.
Su destino está sellado desde aquel día en el que entró a la tiendita, buscando comprar un refresco.
Aquella sonrisa inocentona. Aquellos ojos grises. Y con solo dos palabras se instaló en su corazón. Luego vinieron los encuentros furtivos. Los paseos alejados de las miradas. Las salas oscuras de los cines. Un beso tímido entre cortinas de lluvia. Pasos torpes de baile bajo el aguacero. Las pieles entremezcladas en la clandestinidad. Pasión en el asiento trasero de un coche. Los cuentos de futuro. Castillos en las nubes con piedras de humo.
Cuando te enamoras del hijo pequeño de alguien tan poderoso como Manuel Pablo Sorrizo. Cuando además eres correspondida. Cuando te pintan una fuga en el horizonte, una casita entre las montañas, las risas infantiles jugando entre las briznas de hierba, un ladrido hogareño; cuando todo es tan idílico, tan de cuento, tiende a aparecer un dragón a lo tire todo por tierra.
No se revuelve ni un ápice mientras la escoltan a la furgonetilla.
Onofre es educado con ella, la ayuda a subir y a acomodarse en la parte trasera. Sabiendo lo que están haciendo, que menos que no hacer sufrir de más a la víctima.
— Vale, voy a avisar al don Pablo. Antoñito, conduce tú un rato. Ya sabes hacia donde tenemos que ir, ¿no? — Mira a su hijo con cierta desconfianza—. Sino da igual, tú tira que yo te voy diciendo.
Antoñito mete primera y sale suavemente, mientras Onofre le va haciendo gestos con la mano, pegado al móvil. La vieja furgonetilla, con la chapa algo abollada, carraspea en cada acelerón. Cada cambio de marcha amaga con calarse. El padre aprieta el morro y tuerce el gesto, a ese chaval le faltan aún algunas clasecillas más. Está demasiado verde y así no va a aprobar el examen del carné en la vida.
— Onofre, ¿Qué quieres? Se rápido, que estamos ya en los coches y hay que ir a comer.
— La tenemos.
— Vale, ¿y?... Sí, ahora voy, un segundito que es importante.
— Pues señor que…
— No vuelvas a llamarme, Onofre, hasta que todo esté atado y bien atado.
— Pero…
— Pero nada. Me voy a comer, que hay una boda que celebrar. No me falles Onofre.
— Sí, señor. Perdón por molestarlo, señor. Lo volveré a llamar cuando acabemos. Disfrute del convite.
Resopla al colgar. Antoñito lo mira expectante, olvidándose de la carretera por un momento. El padre no dice nada, simplemente se deja hundir en el asiento del copiloto. Observa a la joven que llevan atrás, su reflejo en el cristal. Apenas tendrá un par de años más que su chiquillo y eso le parte en dos. Por un momento quisiera no tener que hacer aquello, pero el dinero manda en este mundo podrido.
Se alejan del pueblo por carreteras secundarias, hacia la montaña, hacia las tierras de los Sorrizo. Llegan, a un extenso pinar, apartado de miradas cotillas y lenguas largas y sueltas.
Onofre suspira profundamente cuando hace que la muchachita se baje del coche. Coge entonces la escopeta y comienza a caminar detrás de ella. Su hijo parece alterado, por lo que, por ahorrarle el momento le indica que se quede en la furgo, vigilando por si acaso.
— ¿Cómo te llamas, niña? — pregunta Onofre, con un hilillo de voz. De sobra lo sabe, pero quiere intentar confortar a la pobre en aquellos, sus últimos, instantes.
— Antía, señor, Antía Castro.
— Bien, bien… Yo soy Onofre. Onofre Páez.
Se hace un silencio incómodo. Caminan lentamente entre los pinos, mientras va cayendo el sol.
— Aquí, aquí estará bien — rompe el hombre el silencio.
Rebusca en su zurrón de manera apresurada, mientras sostiene la escopeta con la axila. La muchacha ni siquiera se gira para ver que está haciendo. Tiene miedo. Tiene rabia. Impotencia. Quisiera arrancarse la piel con las uñas. Gritar desconsolada al cielo. Maldecirlo a él, a él y a toda su estirpe. Se siente traicionada.
— Tome — le ofrece Onofre un papel arrugado y un lapicero—. Por si quiere despedirse de alguien.
Ella rompe en llanto mientras lo toma con manos temblorosas. Cae de rodillas frente al señor, que desvía la mirada por vergüenza. Se retira un par de pasos, haciendo como que camina disimuladamente, mientras ella escribe.
— ¡Señores, señoras! — se alza una voz tras el tintineo de un tenedor en las copas —. Presten un momentito de atención, por favor. Denme unos minutos de sus valiosas vidas, que voy a proponer un brindis por mi hermanito pequeño, que por fin se casa. — Se yergue, estirado con orgullo. Le encanta ser el receptor de los focos—. Creímos que este día no llegaría nunca — le susurra a Nando, sin perder la sonrisa seductora—. Ya era hora de que fueses centrando la cabeza, hermanito, y que guardases la pichilla en una mujer que merezca la pena, no en una cualquiera… pero no te preocupes, hermanito, que ya nos hemos ocupado padre y yo de ese cabo suelto.
— ¿Qué habéis…? — murmura, horrorizado.
Pablo lo corta, alborotándole el pelo. El resto lo ve como un gesto de fraternidad entre hermanos, pero la realidad esconde un tironazo del cabello, como cuando eran pequeños.
— ¡Damas y caballeros! —vuelve a alzar la voz —, ahora que tengo vuestra atención permitidme unos minutitos nada más. No he preparado nada especial, pues creí que este día no iba a llegar nunca, ¡Y miranos, aquí, celebrando la boda de mi pequeño Nandito! ¿Quién iba a decir, viendo a aquel crio tímido y vergonzoso, que algún día se casaría con alguien tan preciosa como esta joven dama? — le guiña picaronamente el ojo a su cuñada—. Yo os respondo: Nadie. No habría un alma, en toda la comarca, que apostase a favor de que el pequeño hijo de don Manuel Pablo Sorrizo llegaría a encontrar a alguien tan guapa, tan inteligente, tan pura, tan buena, tan… bueno, se me queda corta la lista de virtudes si las tengo que enumerar — hace una pequeña pausita para que le gente ría—, pues son muchas. Pero, a fin de cuentas, es lo esperado para alguien de su alcurnia. Hoy no solo se unen Nando y Lara, hoy se están uniendo dos familias. — Alza su copa de champán —. Así que brindemos por la prosperidad de esta unión. Que lo que ha unido Dios no lo separe hombre alguno. — Mira a su padre, haciéndole un imperceptible gesto con la cabeza—. ¡POR NANDO Y LARA!
Chin-chin.
¡Chin- chin!
¡Pum!
Onofre se seca las lágrimas con un pañuelo no muy pulcro. También el sudor de la frente. La escopeta humea en el suelo.
— Ya está hecho — se dice, soltando un suspiro de “alivio”—. Ya está hecho.
Camina despacio hacia el coche, a por una pala. Su hijo se apresura a ayudar, pero el hombre se lo impide, no necesita ayuda para eso, lo ha hecho tantas veces que ya no se acuerda de cual fue el primero.
Al comenzar a cavar se percata de la escueta nota que ha dejado la muchacha. El salpicón de sangre parece haber formado un beso. La toma el hombre con cuidado, curioso de saber quien era el último rostro que se le había venido a la muchachita:
“A mi querido bichillo… o bichilla.
No sé muy bien lo que eres aún y ya nunca lo sabré. Perdoname por no haber estado contigo cuando mas me necesitaras. Por perderme tus cumpleaños. Por no escuchar tus amoríos. Por no acompañarte en tu vida.
Aunque no llegue a conocerte, que sepas que tu madre te quiere, te ha querido y te querrá. Siempre.”
Alza la vista Onofre, con sendos lagrimones mojando sus mejillas. Mira primero hacia la furgoneta, buscando a Antoñito; luego al cuerpo inerte de la desdichada muchacha, con dos sangrantes heridas a la altura del vientre. Se lamenta de lo que acaba de hacer.
Demasiado.
Mira entonces hacia el palacete de los Sorrizo y luego traza una línea recta hacia el este. Hacia donde se supone que se está celebrando el banquete. Maldice en voz baja mientras sigue cavando.
— No es justo — murmura con rabia, apretando el mango de la pala hasta sangrar —. No es justo.
Es la primera vez que siente esa rabia interna. Es la primera vez que se percata de que todos esos pinos, bajo los que descansan tantos y tantos olvidados, tenían familia, hijos, hijas, padres, madres, esposos y esposas. Una mascota que los esperaba. Unos compañeros del curro con los que charlaba de cosas vanales. La panadera que siempre sonreía. El quiosquero con el que bromeaban sobre fútbol. Tantas vidas segadas por el capricho de una familia de inmundos desgraciados.
Vuelve a la furgoneta, descompuesto y sucio. Se sienta en el asiento del copiloto, con el móvil entre los dedos. Teclea rápido, un corto mensajes:
“Don Pablo, ya está hecho”
Mira a su hijo una última vez, indicándole que arranque, que ya se pueden ir. Antoñito no pregunta nada. Tiembla de miedo. No quiere dedicarse a lo mismo que su padre, pero sabe que ya está metido en esa espiral, que no le queda otra.
— ¿Te importa que te lo robe un minuto? — pide Pablo a su cuñada, llevándose a su hermano a la terraza casi a empujones.
Prende un cigarrillo y comienza a fumar, sin ofrecerle otro a Nando, que está acostumbrado a esos desplantes.
— Ya está, Nando, ya eres totalmente libre. Ya no hay nada que te ate… Solo Lara. — Le clava el índice en mitad del pecho—. Y así tiene que seguir, ¿me oyes? No vuelvas a hacer una tontería como esa. Eres Fernando Sorrizo, ¡Coño, empieza a portarte como alguien acorde a tu apellido!
— ¿Qué habéis hecho? ¿Qué le habéis hecho?
— Cuanto menos sepas —se apoya en la baranda, mirando hacia el monte—, mejor para ti. Ahora vuelve adentro, tu esposa está esperando que abras el baile con ella.
Mientras Nando se va, Pablo busca las luces de la furgoneta entre los pinos. Una sonrisa macabra se dibuja en su rostro, mientras juega a adivinar debajo de que pino está. Apura el cigarrillo. Lo tira al suelo con desprecio y pisa la colilla con excesiva efusividad, como si no fuese una colilla lo que estuviese pisando.
— Ay, Nandito, Nandito, si no fuera por tu hermano…
Vuelve a la fiesta. Ya corbata ya no le agobia para nada, pero le sigue pareciendo todo demasiado excesivo. Todo es muy artificial, pero así es su mundo. Así es como tiene que ser. Sin generar lazos, solo vínculos de los que aprovecharse. Eso es lo que les ha inculcado su padre desde pequeños y así es como tiene que ser. No se puede alterar el orden natural de las cosas y, si no lo entiendes o lo aceptas, aún quedan muchos pinos “vacíos” en el monte.