lunes, 24 de junio de 2024

Que no lo separe el hombre

La corbata lo estaba agobiando. Tener que llevar puesto el traje en un día de junio tan caluroso como aquel debía estar penado con cárcel. Pero las convenciones sociales como aquella lo requerían. No podía no ir elegante a una boda, aunque no fuese su rollo, no podía ir dando el cante. 

Observaba a todos los invitados en silencio, analizándolos, mientras esperaba que comenzase a sonar la marcha nupcial y, por aquel arco florido, pasase la novia con su ramo de rosas. Tenía sentada justo enfrente a una señora con el pelo cardado de manera estrafalaria. Parecía que le habían puesto un plato de spaghetti en la cabeza; el tocado, esférico y de un tono burdeos apagado, parecía la albóndiga que los acompaña. Le rugieron las tripas.

Contuvo la risa. Todo aquello estaba siendo un test para su temple. Una dura prueba para ver si era capaz de mantener ese rictus sereno aún en momentos en los que por dentro se estaría partiendo la caja. No quedaba bonito en las fotos que alguien en el altar se esté riendo a mandíbula batiente mientras mira los histriónicos conjuntos de algunos invitados. 

Un señor con una incipiente calva asomó, de manera discreta, por el arco, haciendo gestos al cura para hacerle entender que todo estaba preparado. El religioso, recibiendo el mensaje, miró al organista para que empezasen a sonar los acordes de la canción que acompañaría los pasos de la casamentera hacía el altar.

Comienza a sonar la melodía, lánguida y apagada, mientras hace acto de presencia una joven con un vestido pulcro y blanco. Parecía una tartaleta, con tantos pliegues y vuelos. El velo, largo y semitransparente, era llevado por cuatro niños disfrazados de adultos, mientras dos niñas iban lanzando pétalos al paso de la mujer. 

Aquello lo superaba. Tanta parafernalia le parecía excesiva. Tanto que querer aparentar, que querer demostrar. ¿Y para qué? Si se hacía entre iguales. ¿Qué buscaban demostrar, que eran los más excéntricos del cementerio? 

Miró a su hermano, que jugueteaba con una brizna del tallo de uno de los ramos ornamentales. Estaba nervios. “Es lo normal cuando te casas” se dijo, dibujando esa sonrisilla canalla.  

Luego miró su padre, hombre recto de semblante severo, cuando notó su censuradora mirada clavada en él. Eso lo enervó un poco, aun no siendo protagonista, nunca estaba a salvo de la mirada inquisidora de su padre. Podía leer perfectamente en aquellos dos ojos negros lo que le estaba diciendo. Ordenando.

Un leve gesto de cabeza. Un asentimiento. Había recibido el mensaje. 

Al paso de la novia, mientras su hermano la miraba con los ojos del perdido y se profesaban amor eterno, él se levantó. Disimuladamente. Siempre se había caracterizado por saber cuándo pasar desapercibido y cuando atraer los focos sobre sí. 

Sacando el móvil de un bolsillo interno de la chaqueta, mientras se afloja la corbata, recorre los pasillos del castillo que ha rentado su padre para poder alardear de la pingue fortuna que habían amasado con las bodegas y otros asuntos de una índole más dudosa. 

Una búsqueda rápida en la agenda. Dos pitidos antes de que se escuchase una voz al otro lado. 

¿Cómo vais? 

¡Jefe! Pues aquí andamos, liadillos con el curro. Ya sabe… entre unos y otros, la cosa se complica. 

No te hagas el gracioso, Onofre. 

No, jefe, no pretendía ser graciosete. Pero ya sabe, estas cosas ponen a uno nervioso. Un poco, que ya está acostumbrado. El muchacho no, tienen el estómago un poco revuelto. ¡En eso no ha salido a su padre!

¡Onofre! Dejate de hostias. ¿Habéis acabado?

Perdón, jefe, perdón… A decir verdad, ni hemos empezado. 

¿Qué? 

O sea, que sí que estamos en ello, pero es que ya sabe como es este trabajo. No se pueden precipitar las cosas, hay que ser paciente, sino saldrá fatal. No se preocupe, jefe, que ya sabe que yo llevo mucho en esto de la vendimia. No se preocupe, todo va a salir de perlas… Por cierto, dele mi enhorabuena al señorito por el casorio… A la Aurelia le hubiese gustado ir, ¿sabe? Pero bueno, estas cosas hay que hacerlas cuando toca… A ver si para la suya no tenemos estos líos. 

Onofre… —suelta un profuso suspiro —, avisame cuando terminéis, ¿Vale? 

Cuelga la llamada, secándose con un pañuelo el sudor de la frente. Aquel tipo de llamadas con los señores lo ponen nervioso. Mira a su chiquillo, al Antoñito, sentado en el asiento del copiloto de la vieja furgonetilla. Parece un gatico recién sacado del rio, despeluchado y tembloroso, con los ojos vidriosos y la cara descompuesta.

Bueno — dice Onofre para llamarle la atención —, habrá que. 

El muchachito asiente tímido, soltando un resoplido. Es entonces, como si fuese una señal, cuando su padre arranca la furgoneta de nuevo. Callejea un poco por calles apartadas, para que el crio templase un poco el ánimo y el cuerpo. 

Lo mira de reojillo, compadeciéndose del pobre chico. De sobra sabe que no está preparado para hacer aquel trabajo. Es mucho más exigente de lo que uno creería. Hay que ser delicado y a la vez tener la mano firme cuando se vendimia, si no, todo el trabajo de tanto tiempo podría irse al garete.  

De nada vale que esté al borde de un ataque de nervios, por mucho que sea su primer día en el curro y quiera impresionar a los jefes. En esas condiciones no hará más que estropear todo. 

Y no pueden permitirse errores, no con eso, pues no solo los pondrían de patitas en la calle, sino que fallarle a esa familia supondría hacerse un poderoso y peligroso enemigo.

Saca, Onofre, del bolsillo del pecho de su camisa una cajetilla de Marlboro con siete pitillos y un mechero con el gas a la mitad. 

Toma — le ofrece un pitillo —, dale un par de caladas, que te relajes un poco.

Antoñito no duda un segundo. Intentando contener el tembleque de sus manos se lo coloca entre los labios, mientras su padre le acerca la llama. 

Suelta el humo al cielo. Disfruta como el halito roza sus labios al salir. Y ese olor, tan característico del tabaco, que tanto lo calma. Da otra calada, lenta, deteniendo el tiempo por un instante, exhalando la presión con el humo. «Lo que hace un hijo por agradar a un padre» se dice, mientras observa unos niños jugando al balón cerca de allí.

Bueno —resopla, lanzando la colilla al suelo —, habrá que ir volviendo a dentro. 

La pisa más de lo debido, haciendo tiempo. Se ajusta la corbata de nuevo y se adecenta un poco el traje. Una última mirada al móvil, por si Onofre tiene algo que decirle. Nada. 

Caminando despacio vuelve hacia el salón, hacia la boda. No tiene ninguna gana, prefiere quedarse allí, sintiendo los últimos rayos del sol, que se cuelan por las grandes ventanas, sobre su piel. 

Preferiría estar haciendo cualquier cosa antes que eso. 

No dudes, Toni — lo animó su padre, cuando se bajó de la furgoneta —. Tú firme. Yo, ya sabes, voy a mover la furgo y ahora vengo y te ayudo. — Arranca lentamente —. ¿Te acuerdas de lo que tienes que hacer, no? ¿De como va el percal? 

Sí, pa’, no te preocupes… —desvía la mirada al suelo —, no la voy a cagar. 

Venga, muchacho, que nos van a dar las uvas — suelta una profusa carcajada —, ¿Eh? ¿Eh? Las uvas. Lo has pillado, ¿no? 

Sí, papá, sí. 

Cómo nos dedicamos a lo de vendimiar. ¡Pues uvas! ¡Nos van a dar las uvas! — Acompaña la chanza con un gesto de manos. 

Lo he entendido, papá — suena hastiado. 

Es muy bueno. Recuérdamelo luego, que se lo cuente a la mama. 

Venga, papá, tira que nos van a dar las uvas. 

¡Eh! ¡Eh! ¡Ves! Es buenísimo. Las uvas — ríe. 

¡PAPÁ, QUE TE VAYAS YA! ¡QUE LA VAMOS A LIAR POR TU CULPA!

Lo mira Onofre durante un segundo sin decir nada. Le brillan los ojillos. Antoñito desvía la mirada, sin decir él nada tampoco. Es un momento incómodo. 

Así te quiero, hijo, con ese carácter tuyo que tienes. Sácalo. Dejalo que salga y todo irá bien. Ahora te veo. Suerte. 

Lo ve alejarse. Lo ve doblar la esquina. Respira profundamente, una última vez, en la soldad de la vereda. Está algo nervioso, pero templa el nervio con un par de puñetazos en su propio rostro. 

Eres una puta máquina. Una fucking bestia. Un animal. Mentalidad de tiburón. — Golpea su sien con ambos índices—. Un macho alfa. El puto amo. — Termina su discursito motivacional haciendo el gruñido de un animal. Un lobo sinusítico para ser más exacto. 

Golpea su pecho un par de veces, engorilándose más y más a cada golpe. Se ve reflejado en un escaparate y le gusta lo que ve. El gimnasio empieza a notarse ya. Flexiona un poco los músculos para que se le marquen mejor en el apretado polo. El degradado impoluto, como el de todos los demás. A la moda. Piercing en la ceja y un corte, una línea perfectamente afeitada. Vuelve a golpearse el pecho, antes de echar a andar. 

No tarda demasiado en llegar al lugar al que iba. Se planta ante la puerta y, tras un segundo más, en el que se repite su mantra, la empuja con fuerza. 

¡QUIETO TODO EL MUNDO! — grita, sacándose una pistola del pantalón —, ¡SE SIENTEN, COÑO!

En el interior de aquel lugar, una pequeña tiendecita de ultramarinos, no hay nadie más que la joven que atiende. 

Llevate lo que quieras — logra articular, temblando de miedo —, llevate lo que quieras, pero no me hagas nada. 

Da dos pasos tímidos hacia la caja registradora, la cual abre sin dejar de mirar al joven. En sus ojos se refleja una mezcolanza de miedo y confusión, no por el momento del atraco, sino porque cree conocer a aquel muchacho. 

¿Tú eres…?

¡Quieto todo el mundo! — entra entonces Onofre, con un pasamontañas y una escopeta —. Se sienten… ¡Coño! ¡Antoñito, joder, el pasamontañas! 

¿Qué? — inquiere el muchacho, sorprendido, mientras se toca la cara. 

Joder, hijo, que se te ha olvidado. Si es que lo sabía, que no estabas listo para esto… — se levanta el pasamontañas, descubriéndose la cara de decepción —, ya lo decía yo: “que el niño está muy verde, que no va a valer para esto”. Pero no. Tenía que meterse tu madre por medio: “Venga, Nofre, llevátelo. Si le va a venir bien. Y es mu’ apaña’o.” Y mírate, a la primera que te dejo solo vas y…

La joven cajera aprovecha la discusión para escabullirse desde detrás del mostrador. Agachada y tratando de hacer el menor ruido posible se desliza hacia la puerta de la trastienda, esperando poder llegar a la salida de emergencias de atrás. 

¡Tú! — la detiene Onofre, encañonándola desde arriba —, ¿A dónde te crees que vas? 

Yo…

No te hagas la graciosita, chulita — la amenaza Antoñito con la pistola—, ¡que yo estoy muy loco! ¡Que yo, lo mismo, me pongo a hacer así y…! —dice mientras comienza a zarandear la pistola. 

¡BANG!

Antonio, joder — lo regaña su padre —, ¡Mira la que has liado! Joder, ¿Ahora que hacemos? ¿Cómo te haya oído algún vecino? Venga, tira para la furgo… ¡Y tú, muchacha, también! —le indica el camino con la escopeta—. ¡Enga, desfilando todos!

Llevaos la caja, por favor, pero no me hagáis daño. 

Muchacha — habla con un tono mucho más paternal—, no venimos a por la caja. La familia Sorrizo te manda recuerdos, hoy, en el día de la boda del joven señor don Nandito con la hija de los Grondeo, la señorita Lara. 

La joven ahoga un grito. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero se mantiene fuerte. No derramará una sola por él. Sabía que ese momento iba a terminar llegando en algún momento. 

Su destino está sellado desde aquel día en el que entró a la tiendita, buscando comprar un refresco. 

Aquella sonrisa inocentona. Aquellos ojos grises. Y con solo dos palabras se instaló en su corazón. Luego vinieron los encuentros furtivos. Los paseos alejados de las miradas. Las salas oscuras de los cines. Un beso tímido entre cortinas de lluvia. Pasos torpes de baile bajo el aguacero. Las pieles entremezcladas en la clandestinidad. Pasión en el asiento trasero de un coche. Los cuentos de futuro. Castillos en las nubes con piedras de humo. 

Cuando te enamoras del hijo pequeño de alguien tan poderoso como Manuel Pablo Sorrizo. Cuando además eres correspondida. Cuando te pintan una fuga en el horizonte, una casita entre las montañas, las risas infantiles jugando entre las briznas de hierba, un ladrido hogareño; cuando todo es tan idílico, tan de cuento, tiende a aparecer un dragón a lo tire todo por tierra. 

No se revuelve ni un ápice mientras la escoltan a la furgonetilla.

Onofre es educado con ella, la ayuda a subir y a acomodarse en la parte trasera. Sabiendo lo que están haciendo, que menos que no hacer sufrir de más a la víctima. 

Vale, voy a avisar al don Pablo. Antoñito, conduce tú un rato. Ya sabes hacia donde tenemos que ir, ¿no? — Mira a su hijo con cierta desconfianza—. Sino da igual, tú tira que yo te voy diciendo. 

Antoñito mete primera y sale suavemente, mientras Onofre le va haciendo gestos con la mano, pegado al móvil. La vieja furgonetilla, con la chapa algo abollada, carraspea en cada acelerón. Cada cambio de marcha amaga con calarse. El padre aprieta el morro y tuerce el gesto, a ese chaval le faltan aún algunas clasecillas más. Está demasiado verde y así no va a aprobar el examen del carné en la vida. 

Onofre, ¿Qué quieres? Se rápido, que estamos ya en los coches y hay que ir a comer. 

La tenemos. 

Vale, ¿y?... Sí, ahora voy, un segundito que es importante. 

Pues señor que… 

No vuelvas a llamarme, Onofre, hasta que todo esté atado y bien atado. 

Pero… 

Pero nada. Me voy a comer, que hay una boda que celebrar. No me falles Onofre. 

Sí, señor. Perdón por molestarlo, señor. Lo volveré a llamar cuando acabemos. Disfrute del convite. 

Resopla al colgar. Antoñito lo mira expectante, olvidándose de la carretera por un momento. El padre no dice nada, simplemente se deja hundir en el asiento del copiloto. Observa a la joven que llevan atrás, su reflejo en el cristal. Apenas tendrá un par de años más que su chiquillo y eso le parte en dos. Por un momento quisiera no tener que hacer aquello, pero el dinero manda en este mundo podrido. 

Se alejan del pueblo por carreteras secundarias, hacia la montaña, hacia las tierras de los Sorrizo. Llegan, a un extenso pinar, apartado de miradas cotillas y lenguas largas y sueltas. 

Onofre suspira profundamente cuando hace que la muchachita se baje del coche. Coge entonces la escopeta y comienza a caminar detrás de ella. Su hijo parece alterado, por lo que, por ahorrarle el momento le indica que se quede en la furgo, vigilando por si acaso. 

¿Cómo te llamas, niña? — pregunta Onofre, con un hilillo de voz. De sobra lo sabe, pero quiere intentar confortar a la pobre en aquellos, sus últimos, instantes. 

Antía, señor, Antía Castro. 

Bien, bien… Yo soy Onofre. Onofre Páez.

Se hace un silencio incómodo. Caminan lentamente entre los pinos, mientras va cayendo el sol. 

Aquí, aquí estará bien — rompe el hombre el silencio. 

Rebusca en su zurrón de manera apresurada, mientras sostiene la escopeta con la axila. La muchacha ni siquiera se gira para ver que está haciendo. Tiene miedo. Tiene rabia. Impotencia. Quisiera arrancarse la piel con las uñas. Gritar desconsolada al cielo. Maldecirlo a él, a él y a toda su estirpe. Se siente traicionada. 

Tome — le ofrece Onofre un papel arrugado y un lapicero—. Por si quiere despedirse de alguien. 

Ella rompe en llanto mientras lo toma con manos temblorosas. Cae de rodillas frente al señor, que desvía la mirada por vergüenza. Se retira un par de pasos, haciendo como que camina disimuladamente, mientras ella escribe. 

¡Señores, señoras! — se alza una voz tras el tintineo de un tenedor en las copas —. Presten un momentito de atención, por favor. Denme unos minutos de sus valiosas vidas, que voy a proponer un brindis por mi hermanito pequeño, que por fin se casa. — Se yergue, estirado con orgullo. Le encanta ser el receptor de los focos—. Creímos que este día no llegaría nunca — le susurra a Nando, sin perder la sonrisa seductora—. Ya era hora de que fueses centrando la cabeza, hermanito, y que guardases la pichilla en una mujer que merezca la pena, no en una cualquiera… pero no te preocupes, hermanito, que ya nos hemos ocupado padre y yo de ese cabo suelto.  

¿Qué habéis…? — murmura, horrorizado.

Pablo lo corta, alborotándole el pelo. El resto lo ve como un gesto de fraternidad entre hermanos, pero la realidad esconde un tironazo del cabello, como cuando eran pequeños.  

¡Damas y caballeros! —vuelve a alzar la voz —, ahora que tengo vuestra atención permitidme unos minutitos nada más. No he preparado nada especial, pues creí que este día no iba a llegar nunca, ¡Y miranos, aquí, celebrando la boda de mi pequeño Nandito! ¿Quién iba a decir, viendo a aquel crio tímido y vergonzoso, que algún día se casaría con alguien tan preciosa como esta joven dama? — le guiña picaronamente el ojo a su cuñada—. Yo os respondo: Nadie. No habría un alma, en toda la comarca, que apostase a favor de que el pequeño hijo de don Manuel Pablo Sorrizo llegaría a encontrar a alguien tan guapa, tan inteligente, tan pura, tan buena, tan… bueno, se me queda corta la lista de virtudes si las tengo que enumerar — hace una pequeña pausita para que le gente ría—, pues son muchas. Pero, a fin de cuentas, es lo esperado para alguien de su alcurnia. Hoy no solo se unen Nando y Lara, hoy se están uniendo dos familias. — Alza su copa de champán —. Así que brindemos por la prosperidad de esta unión. Que lo que ha unido Dios no lo separe hombre alguno. — Mira a su padre, haciéndole un imperceptible gesto con la cabeza—. ¡POR NANDO Y LARA!  

Chin-chin.

¡Chin- chin!

¡Pum!

Onofre se seca las lágrimas con un pañuelo no muy pulcro. También el sudor de la frente. La escopeta humea en el suelo. 

Ya está hecho — se dice, soltando un suspiro de “alivio”—. Ya está hecho. 

Camina despacio hacia el coche, a por una pala. Su hijo se apresura a ayudar, pero el hombre se lo impide, no necesita ayuda para eso, lo ha hecho tantas veces que ya no se acuerda de cual fue el primero. 

Al comenzar a cavar se percata de la escueta nota que ha dejado la muchacha. El salpicón de sangre parece haber formado un beso. La toma el hombre con cuidado, curioso de saber quien era el último rostro que se le había venido a la muchachita: 

“A mi querido bichillo… o bichilla. 

No sé muy bien lo que eres aún y ya nunca lo sabré. Perdoname por no haber estado contigo cuando mas me necesitaras. Por perderme tus cumpleaños. Por no escuchar tus amoríos. Por no acompañarte en tu vida.

Aunque no llegue a conocerte, que sepas que tu madre te quiere, te ha querido y te querrá. Siempre.” 

Alza la vista Onofre, con sendos lagrimones mojando sus mejillas. Mira primero hacia la furgoneta, buscando a Antoñito; luego al cuerpo inerte de la desdichada muchacha, con dos sangrantes heridas a la altura del vientre. Se lamenta de lo que acaba de hacer. 

Demasiado. 

Mira entonces hacia el palacete de los Sorrizo y luego traza una línea recta hacia el este. Hacia donde se supone que se está celebrando el banquete. Maldice en voz baja mientras sigue cavando. 

No es justo — murmura con rabia, apretando el mango de la pala hasta sangrar —. No es justo. 

Es la primera vez que siente esa rabia interna. Es la primera vez que se percata de que todos esos pinos, bajo los que descansan tantos y tantos olvidados, tenían familia, hijos, hijas, padres, madres, esposos y esposas. Una mascota que los esperaba. Unos compañeros del curro con los que charlaba de cosas vanales. La panadera que siempre sonreía. El quiosquero con el que bromeaban sobre fútbol. Tantas vidas segadas por el capricho de una familia de inmundos desgraciados. 

Vuelve a la furgoneta, descompuesto y sucio. Se sienta en el asiento del copiloto, con el móvil entre los dedos. Teclea rápido, un corto mensajes:

“Don Pablo, ya está hecho”

Mira a su hijo una última vez, indicándole que arranque, que ya se pueden ir. Antoñito no pregunta nada. Tiembla de miedo. No quiere dedicarse a lo mismo que su padre, pero sabe que ya está metido en esa espiral, que no le queda otra. 

¿Te importa que te lo robe un minuto? — pide Pablo a su cuñada, llevándose a su hermano a la terraza casi a empujones. 

Prende un cigarrillo y comienza a fumar, sin ofrecerle otro a Nando, que está acostumbrado a esos desplantes. 

Ya está, Nando, ya eres totalmente libre. Ya no hay nada que te ate… Solo Lara. — Le clava el índice en mitad del pecho—. Y así tiene que seguir, ¿me oyes? No vuelvas a hacer una tontería como esa. Eres Fernando Sorrizo, ¡Coño, empieza a portarte como alguien acorde a tu apellido!

¿Qué habéis hecho? ¿Qué le habéis hecho?

Cuanto menos sepas —se apoya en la baranda, mirando hacia el monte—, mejor para ti. Ahora vuelve adentro, tu esposa está esperando que abras el baile con ella. 

Mientras Nando se va, Pablo busca las luces de la furgoneta entre los pinos. Una sonrisa macabra se dibuja en su rostro, mientras juega a adivinar debajo de que pino está. Apura el cigarrillo. Lo tira al suelo con desprecio y pisa la colilla con excesiva efusividad, como si no fuese una colilla lo que estuviese pisando. 

Ay, Nandito, Nandito, si no fuera por tu hermano…

Vuelve a la fiesta. Ya corbata ya no le agobia para nada, pero le sigue pareciendo todo demasiado excesivo. Todo es muy artificial, pero así es su mundo. Así es como tiene que ser. Sin generar lazos, solo vínculos de los que aprovecharse. Eso es lo que les ha inculcado su padre desde pequeños y así es como tiene que ser. No se puede alterar el orden natural de las cosas y, si no lo entiendes o lo aceptas, aún quedan muchos pinos “vacíos” en el monte. 


lunes, 3 de junio de 2024

Sin Noticias del Frente


La vuelta a la casa familiar fue tan dura como liberadora. Hacía casi un lustro desde la última vez que estuve, protegida, entre aquellas paredes. Había remitido mi enfermedad, por lo que el doctor había tenido a bien permitirme unos días de descanso fuera del sanatorio.

Una mañana gris fue, con melancólica claridad la recuerdo, cuando Hipólito se presentó allí con un discreto coche. Mi padre ni siquiera se había dignado en hacer acto de presencia allí, para recoger a su única hija. A su pequeña. A quien, en otros tiempos, había sido su ojito derecho.

Tiempo ha de aquellas tardes en las que, sentada en su regazo, me contaba las historias de reinos inventados, de caballeros y dragones y princesas recluidas en torreones de marfil.

Así me sentía yo en aquel sanatorio. Cómo la princesa prisionera en su torre, esperando a que el apuesto caballero de brillante armadura apareciese y me rescatase del monstruo que me guardaba. Más no era aquel un monstruo fácil de derrotar, pues era mi propia psique la que me tenía allí atrapada.

Yo, mi propia carcelera. Mi enemiga. Mi martirio.

A veces, cruel torturadora, mi mente obtusa y difusa se plagaba de intrusivos pensamientos que me hacían creer que no me quería; que me veía como un estorbo, como una deshonra. Que mi internamiento no era más que la manera de tenerme alejada de su lado. Pero no eran más que eso, pensamientos. 

Pensamientos que mantenía a raya con el láudano que me daba el doctor para calmar mis impetuosos sentidos. Abotargaba mis quimeras con un pequeño sorbito antes de dormir y otro con el desayuno. Era liberador, aunque había días que me adormilaba en demasía el cuerpo, provocándome nubarrones en los ya de por sí turbios recuerdos. 

Fue una mañana gris. Gris y fría. Hipólito, siempre cortés, me ofreció su mano para que pudiera subir cómodamente los dos peldaños metálicos. El interior del coche era del verde de las botellas. Forrados los asientos con un fino terciopelo y las paredes plagadas de florales motivos, recreando los nudos de las vides. 

El láudano comenzó a hacer efecto ni bien empezó el traqueteo de coche por el empedrado suelo de la capital. El lento mecer me transportó a un estado letárgico, sin llegar a ser un profundo sueño, pero sintiendo mi cabeza algo nebulosa. Entre el sueño y la vigilia. 

Ni siquiera tuve tiempo de despedirme del doctor. Tampoco de ver, desde la ventanilla, la gran Madrid. La magnificente capital que tan ajena me era, pese a pasar mis días allí. Me era tan desconocida como intrigante. En noches de lucidez, cuando mi carcelera se tornaba mi encarcelada, me soñaba perdiéndome  por los callejones, asistiendo al Odeón, que me había dicho Hipólito que era un teatro, o escuchando, embobada, a los charlatanes que vendían bagatelas en las plazas. Un imaginario paseo hasta La Pradera, de romería, a tumbarme sobre las amapolas y bailar un chotis con un mozo bien parecido; un galán de ojos verdes y hoyuelitos en la sonrisa.

El intenso aroma del olivar, mar verde de la tierra donde nací, me devolvió el norte. El mohíno cielo gris tornó en una pincelada añil plagada de arrosadas nubes. Delicadeza divina la de Dios, pintando aquel paisaje para el deleite de la vista de cualquiera. Excelso recibimiento el de mi tierra. 

El candor del Sol, con el delicado tocar de sus rayos en mi faz, calentaba mi desazonada alma. El vaivén del coche era diferente, era como el mecer de las olas del mar. Más acompasado. El aire era más liviano, más puro, no tan viciado como en la ciudad.  ¡Hasta el trinar de los pájaros era distinto! Pareciera que entonaban un fandango de esos que sonaban en las verbenas.

A lo lejos se advertían las casitas encaladas de los pequeños pueblitos, pequeños remansos de una vida más sosegada. Casi podía verme paseando por los caminos de albero, rozando los pliegues de mis vestiduras, cuando iba a que me entallasen los vestidos de romera. Recordaba mi respingona naricilla el olor del puchero de doña Pepa, haciéndose lento a la lumbre, mientras asaetaba mis carnes con un alfiler, al descuido de una vista ya cansada. 

Así, mi humor apagado tornó de un cariz más jovial. Viendo por el ventanuco los olivos me sentí una niñita otra vez, galopando a lomos de la yegua baya por la campiña, sintiéndome libre de mí misma. Volví a los días en los que mi única preocupación era ser conocedora de las comidillas de los altos círculos de la sociedad. Volvió la risueña sonrisa a mi boca, el rubor a mis mejillas y el brillar inocente a mis ojos. 

Pero toda esa alegría se convirtió en angustia y pesar a medida que nos acercábamos a las tierras de mi familia. Al pasar por las negras puertas de forja, mi estómago se hizo un nudo. Me sentía nerviosa, temerosa de que fuese una persona distinta de la que se había ido, de que ellos, mi familia, fueran personas totalmente alejadas de mí. Que me hubiesen olvidado en este lustro. Que ya no fuesen capaces de reconocerme como su hermana, ni yo a ellos. 

Hipólito, siempre atento a mis pesares, me sostuvo las manos entre las suyas. Con un arrullo casi susurrado, la vieja nana que cantaba la Emiliana, su mujer, mi nodriza, era capaz de apaciguar las turbulencias tribulaciones de mi mente. Ese hombre se merecía el cielo. Era como mi padre. Había, Dios me perdone, días en los que preferí haber nacido en su lecho, antes que en la cuna de oro en la que nací.

Me ofreció su pañuelo, el más pulcro y limpio que tenía, para que secase mis emocionados ojos. Contagió su afable sonrisa a mi boca cuando me dijo: «Mocita, no derrames tus lágrimas por esta casa. No las merece. Algún día serás libre como una pavana y volarás a donde tu corazón te lleve, sin rendirle cuentas a nadie, y ahí serás tú, Candela. Ni la hija del duque de Arreola, ni la señorita Arreola, solo tú, solo Candela». 

Cuando el coche se detuvo frente a la entrada, me ayudó a bajar con la misma caballerosidad con la que me había ayudado a subir en Madrid. Era, aquel viejo hombre, un ángel custodio enviado por el mismísimo Creador, para velar por mi bienestar. 

Ante la puerta, formando de manera cuasi marcial, aguardaban todos los criados de la casa. Esperaban mi llegada. Algunos estaban allí únicamente porque se les había ordenado, otros, movidos por la curiosidad y el morbo que suscitaba. No era la primera vez que se agolpaba una muchedumbre a la espera de la “desdichada trastornada”. Pobre de mi padre, había escuchado en una ocasión en el palacio del marqués de Barrón, que había quedado viudo, a cargo de sus tres hijos y de su pobre hija loca. 

Anduve con la cabeza bien alta, mirándolos de reojo. Me repugnaban todos aquellos que cuchicheaban a mi paso, señalándome sin pudor alguno. No iba a darles el gusto de dedicarles un mal gesto. No eran, me aconsejaba Hipólito, merecedores siquiera de eso. 

Encabezaban la recepción don Arturo, el mayordomo, y doña Alfonsina, el ama de llaves. Me recibieron con impoluto protocolo, acompañándome al interior del palacete él, mientras ella se encargaba de reorganizar a la caterva de chismosos catetos que me lanzaban miradas de soslayo, esperando un desliz de mi quebrada mente que provocase una escena que satisficiese su morbosa curiosidad. 

En el recibidor, como si los hubiesen obligado a estar allí, dos de mis hermanos: Justo y Amado. 

El mayor, Justo, se echó a mis brazos en cuanto me vio. Era ya un mocito bien parecido. Me enseñó con orgullo la pelusilla que le estaba empezando a poblar el labio superior, mientras hacía por ocultar la emoción de sus vivarachos ojillos. 

El menor, el más pequeño de los cuatro hermanos, se escondía tras las faldas de Quina, su doncella personal. Apenas tenía ocho añitos, para él era una desconocida. Alguien que venía de visita. Me miraba con extrañeza con esos ojillos azules como el cielo y yo no podía más que sentir tristeza y ternura. 

Salvador, el primogénito de mi padre, no se encontraba en aquel momento en la casa. Ni siquiera en la provincia. Había asistido a una importante recepción en Barcelona, a atender asuntos importantes para el devenir de la finca y la familia. Suavizó con elegancia, don Arturo, la verdadera naturaleza del viaje de mi hermano, que no era más que otra correría de las suyas.

Mi padre tampoco se encontraba en casa, había salido hacia la capital hacía unas horas. Según las estimaciones de don Arturo debería volver para la cena. Hasta entonces, había tenido la consideración de dejar la directriz de que se me atendiesen con diligencia todas mis peticiones. Como si yo no perteneciese a aquella familia. Como si fuese una simple invitada. 

El temor de sentirme una extraña entre los míos se hizo presente en el momento que me dejé caer sobre mi lecho. Lecho que tampoco sentía mío. Ni el tacto suave de las sábanas, ni el aroma de los almohadones era reconocible. 

Aquello me superó. Una angustia atroz se agarró en mi pecho, en mis entrañas. Me faltaba el aire. Necesitaba irme. Lejos. No importaba a dónde, ni por cuánto. Pedí a Hipólito que me ensillase una yegua. Poco me importaba cual fuera, solo quería salir de allí cabalgando lo más rápido posible. Alejarme de aquel lugar. 

Él, con su habitual talante, calmó mis nervios nuevamente. Un abrazo paternal y unas dulces palabras bastaron aquella vez. Propuso entonces, recogiendo mis lágrimas en su pañuelo, que lo acompañase al pueblo, que tenía unos mandados que atender. 

Acepte sin miramientos. Cualquier cosa antes que seguir entre aquellas paredes en las que me sentía más prisionera que en mi habitación del sanatorio incluso. Sólo había una cosa que me hacía aferrarme a aquella tierra y a aquella casa: Sancho. Mi amado Sancho.

Lo conocí en una romería al Rocío y, desde aquel momento me sentí obnubilada. Llevamos nuestro amorío en secreto. Al principio yo, como buena mujer, me hice de rogar, pero él era obstinado. Derribó mis débiles murallas a fuerza de sonrisas y piropos. Una tarde, con una preciosa puesta de Sol hundiéndose en el horizonte, prometió que contraeríamos nupcias cuando volviese de la Gran Guerra, pues había sido llamado a filas. Dijo que me escribiría cada vez que pudiera, que estaríamos separados, pero su corazón estaría siempre a mi lado.

Mi padre, conociendo que era de familia humilde, se había negado a dar el visto bueno para nuestro enlace. No podía permitirse que su linaje se mezclase con la indigna chusma plebeya. ¡Éramos grandes de España! No podía juntarme yo con el hijo de un cualquiera. De hecho, el hecho de enviarme a un sanatorio de Madrid, tan lejos de mi Córdoba, no era más que un burdo intento de alejarme de él.

Sucedió aquella tarde que, aprovechando un descuido de mi custodio, me aventuré por las callejuelas hasta encontrar la casa de Sancho. 

Me recibió doña Adela, su madre, con una mezcolanza de rencor, sorpresa y reproche en la mirada. No cruzamos apenas palabra, que no quería verme allí fue lo único que me dijo, pero antes de que pudiera irme, me entregó los clavos de mi ataúd. 

Una carta, del puño y letra de mi amado. Una carta de despedida. Había caído prisionero en las trincheras, allá en un país que ni siquiera sabía colocar en un mapa. Sendas lágrimas mojaban mis mejillas cuando terminé de leerla. Doña Adela también lloraba, pero de rabia. A mí me habían arrebatado una mitad del ser, pero a ella le habían arrancado el alma entera. Cuando le pedí conservarla, se negó: «Tienes, lo menos, media centena. Déjame que yo tenga, lo menos, una».

No sabía de lo que me hablaba. No era conocedora yo de eso, pero no quise discutírselo. Volví a casa rota. Ni el arrullo de Hipólito era capaz de remendar mi desconsuelo. Quería morirme. Morir allí mismo y acabar con todo. Con el sufrimiento. Con la congoja. Con la maldita enfermedad de mi maltrecha psique.

El láudano, una alta dosis, fue lo único que relajó mi mente. Acerté a escuchar a mi padre renegando de mi visita, tildándola de mala idea y concretando una vista con el doctor Sagrillo para la mañana siguiente. 

Después todo fue a negro. 

Desperté a mitad de la noche, prisionera de una fuerte taquicardia. Creí que iba a morir en aquel mismo instante, pero no fue así. Despejada y desvelada como nunca lo había estado, salí hacía el despacho de mi padre. Había tenido fuertes pesadillas con Sancho y las cartas que mencionó doña Adela. 

Tenía un mal pálpito que quería desestimar. Mi padre podría ser frío, pero no lo vi nunca capaz de llegar a aquellos extremos. 

Me colé, como cuando apenas levantaba tres palmos del suelo, en su despacho. Apenas había cambiado en todo aquel tiempo, y eso me reconfortó. Pero no tenía tiempo que perder. Rebusqué por toda la estancia, entre los archivadores, por los armarios… pero no di con nada. Estaba por rendirme cuando, casi movida por una fuerza externa, me dirigí a su escritorio.

Abrí uno por uno los cajones, sin encontrar nada más que alivio. Y entonces llegué al último. Un cajón que solo podía abrirse con una pequeña llave que mi padre, precavido, escondía en un lugar que, para su desgracia, yo conocía. 

La tomé con miedo. Estuve a punto de echarme atrás, pero algo me impelía a hacerlo. A abrir ese cajón. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Pues allí reposaban anudadas con un pedazo de cuerda, las cartas de las que me había hablado doña Adela. 

Esas cartas, las 48 cartas que mi padre escondió, eran las que él, mi amado Sancho, había mandado desde el frente. Lacradas. Intactas. Tal y cómo habían sido entregadas.

No tuve valor para tocarlas. No así mis lágrimas, que corrieron a besar las letras que había sangrado mi desdichado amado.  

Cerré el secreter despacio, con manos temblorosas, como no siendo capaz de aceptar aquella realidad.

Deambulé por los pasillos como un alma en pena. Mi juicio se había nublado completamente. No era consciente de a donde me dirigían mis pasos, hasta que me descubrí al borde del tejado.

Después de dar un paso, esperando abrazarme a la oscuridad eterna, encontré paz.


lunes, 27 de mayo de 2024

Romera


Hacía un Sol de justicia aquella tarde de mayo. El camino era largo, pero con amigos se hace todo más liviano. Habíamos salido del pueblo hacía ya una semana. Caballos, carretas y guitarras. Vino dulce en los pellejos. Agua fría en el pipo. Matanza, queso y pan para almorzar. Y un puñado de aceitunas que íbamos cogiendo de los olivos.

Almonte quedaba lejos de casa. Muy lejos. Había quienes, tras una jornada, había dado media vuelta. Había quienes ni se habían atrevido a pasar el umbral de su puerta. No yo. Había de hacer el camino.  La Virgen lo merecía.

La marisma no hacía más que acrecentar la sensación de sofoco y los mosquitos… ¡Que decir de los mosquitos! Sentías su afilado beso cuando ya se habían dado un atracón. Ramona, pobrecita mía, parecía que llevaba puesto el traje de lunares. A Pepín le picaron en la lengua y, si ya hablaba malamente ¡Imaginate! 

— ¡SANCHO! ¡Déjate de revolotear por ahí, haz el favor, y ayuda un poco a descargar!

— Venga ya, Pepe, no me seas saborío. Disfruta del Rocío. Disfruta de la gente.

— ¡Sí, ya se yo de que gente quieres disfrutar tú!

— Con que malage lo dices, Pepe, ni que fuera yo un mujeriego… Sí yo solo te quiero a ti, pichón.

— Mira, Rodriguillo, ¡dos mariposones! —señala uno de los amigos, con chanza. 

— ¡Ira el carajote! —bufa Pepín—. No me seas, Beni, no me seas.

— Además —interrumpe, con sensual ademán, Ramona—, que va a buscar fuera que no tenga en casa.

— ¡Quitate, tú, ceporra! — la aparta Sancho casi de un empellón. 

— ¡PEPEEEEEEEE! — se queja la joven.

— ¡Sancho, coño, que es mi hermana!

— Lo siento, Ramoni, si sabes que yo te quiero, pero como a una hermana. ¡Que nos hemos criado juntos! —No suena a disculpa, para nada.

— Tú no te hagas caso del tunante de mi hermano, Ramoni, que es un borrego y un cafre. —se la lleva Vera, la hermana—. ¡Vente, vamos a ver a la Virgen, a ver si te encuentra a uno que sea un hombre decente!

— ¡Un milagro sucederá! Oremos, hermanos. 

Ríe el resto del grupo la chanza del muchacho. Todos menos Pepe, al que no le hace ninguna gracia las bromas a costa de su hermana. 

— ¡SANCHO, YA! Córtate un poquito, ¿no?

— Vamos, Pepín, que ya sabes que estoy de broma. No te pongas así. ¡Venga, que te invito a unos tintos!

— Vete tú, yo no tengo ganas. 

— Bueno, como veas… ¿Alguno se viene? ¿Tomás? ¿Beni? ¿Rodriguillo?

— Adelantate tú, Sancho —dice Tomás. 

— Sí, ve tanteando el terreno. A ver si encuentras alguna jaca de esas que tú sabes —Rodriguillo. 

— Ahora te alcanzamos, que dejemos los caballos amarraos —lo despacha Beni. 

Camina sin un rumbo fijo Sancho entonces, buscando lugar para remojarse el gaznate. «Quizá -piensa conversando consigo mismo- he sido un poco desconsiderado. Debería disculparme con ella».

De camino a la ermita la busca entre el gentío. Está, el lugar, abarrotao. No cabe un alfiler. Peregrinos y romeros, gitanas y romeras; feligreses, vecinos  y foráneos, y algún que otro extranjerillo perdido por estos lares. 

La vista es colorida, hermosa, “el ramillete de Dios” que decía su madre. Perdido entre los pliegues de los vestidos, las pañoletas y las flores que adornan los cabellos. Pepín pudiera ser que tuviera algo de razón, un poco mujeriego si que era, pero ¿Qué le iba a hacer, si le gustaba una mujer más que un 

Y entre todo el ramillete. Entre aquel florido jardín, una flor se destacaba entre las demás. Era menuda, de pelo negro como la noche y ojillos tristes. Acompañada a todos lados por su guardián. 

Las canas de su pelo revelaban la edad que su cuerpo se negaba a aceptar. Aún se le veía enérgico, de cuerpo robusto, tosco, pero cara afable. Lo había visto un par de veces por el pueblo, haciendo los mandados de la casa de Arreola. Higinio se llamaba… o algo parecido. 

Se acercó como un aguilucho, rondando sin perder de vista el objetivo. Ya no le importaba Ramoni ni su merecida disculpa. Había puesto los ojos en aquella muchacha, la hija de Arreola, y cuando a Sancho Trujillo se le metía algo entre ceja y ceja, no cejaba en su empeño hasta tenerlo.

Un rápido juego de manos le proveyó de un hermoso clavel rojo. Sacado sin miramientos de una ofrenda a la Virgen, no le produjo remordimiento alguno.

Con irreverente atrevimiento se acercó:

— Una flor para otra flor.

— No estamos interesados — interviene raudo, el acompañante. 

— No estoy pidiendo nada a cambio, no se preocupe, no son malas mis intenciones. Un gesto cortés, nada más.

— Bien conozco yo la cortesía de los que son como tú. ¡Anda, pícaro, vete a rondar a otra moza!

Se la llevó del brazo el hombre. Apartola de su vera como si fuese un apestado. La siguió con la mirada cuanto pudo. Hizo por seguirla, pero el tumulto era tal que parecía la corriente de un río. Para cuando quiso darse cuenta, ya no la veia.  

Cualquiera se hubiera dado por vencido, no así Sancho. «Y lo que te rondaré, morena» se dijo para sí, en un leve susurro, dándose ánimos.

No podía dejar de pensar en su tez pálida, porcelanosa, ni en esos ojos de miel. Le había obnubilado hasta el traje y no veía el momento de admirarlo en el suelo tirado.

Aunque la buscó toda la tarde, no hubo manera de encontrarla. Era como si se hubiese esfumado. Empezaba a pensar que lo habría imaginado, mientras el tinto llenaba su copa. Alguien así, tan pura y angelical, no podría ser más que una imagen en aquel sitio. No había posibilidad alguna de que existiese alguien así. 

— Era tan guapa. 

— Que sí, Sancho, que sí —se mofó Beni —, que te has encontrado a la Macarena encarnada. 

— ¡Pues si no era la Virgen, tú me dirás! 

— Anda, anda, vete a dormirla, que buena la llevas —lo despachó Rodriguillo—.  ¡A ti el calor te ha frito el seso! —Mientras se golpeaba la sien.

— ¡Irse al carajo, home ya!

Se levantó de malas maneras, no por que se hubiese sentido molesto, sino por los litros de alcohol que recorrían sus venas en ese momento. Con un pie haciendo tres huellas, tuvo la valentía de marchar hacia las tiendas de campaña que habían montado sus amigos. Un pequeño campamento cerca de la marisma, a merced de los mosquitos, pero arropado por los arbustillos. 

Evidentemente, el zangolotino no llegó a su destino. 

Perdió el rumbo al doblar la esquina. Se creía él, pastor desde la cuna, hombre resuelto de campo, que se guiaría como su abuelo le había enseñado a su padre y este a él, con las estrellas. Pero es muy dificil ubicar las estrellas cuando ves la luna por triplicado. 

Dando tumbos avanzó hacia donde él creía que encontraría el campamento. No había rastro del calor de la mañana y, para ser mayo, hacía hasta algo de frio. Un frio seco, de los que te entran hasta el hueso. ¡Incluso se estaba levantando una ligera bruma! Quizá porque eran ya altas horas de la madrugada, quizá porque estaba a punto de suceder algo espeluznante.

«No me tenía que haber tomado la última» se dice, corriendo hacia unos arbolitos, mientras desabrocha la hebilla de su cinturón. Busca un lugar recogido, lejos de miradas curiosas que puedan verle las vergüenzas. No hay nadie en kilómetros a la redonda, pero él tiene la sensación de que alguien lo observa, y cuando te miran, es muy dificil concentrarse. «Que me meo. Que me meo. ¡Que me v’y a mear!» 

A la sombra de un solitario alcornoque, en la llana dehesa, mirando a la marisma, pudo aliviar Sancho su carga. Un canturreo feliz salía de sus labios, como el canto de un gorrión, mientras soltaba litros y litros de Fino y Manzanilla.

Entonces la vio. 

 Bajo la argenta luz de la luna, sobre las calmadas aguas de la marisma, podía verse perfectamente una blanca figura. Avanza con inusitada calma. Era como si se estuviera deslizando en el aire. Una grácil hada movida por una brisa que solo la mecía a ella. Aún en la distancia, tal pureza y belleza sólo podía ser emanada por un ser divino.

«¡LA VIRGEN! La Virgen. Se me ha aparecido» dice para sí, pues no le salen las palabras. 

Fue tal la impresión que se le pasó la borrachera al instante. 

Ataviada con solo un manto blanco, vaporoso, que se entremezcla con la baja bruma, lo mira ella sin turbar el gesto. A medida que avanza, el halo divino se va evaporando, dejando allí a una mujer. Una joven mundana. Sin ningún misticismo. Carne sobre hueso. Incertidumbres en el alma. Inquietudes en el corazón. 

Mirandola más fijamente, su cara parece sonarle. Lo invade esa sensación tan extraña que sientes cuando alguien te suena de algo, pero no tienes muy claro de qué. Repasa, con la mente nublada con cirros de alcohol, las caras de todas las muchachas que habitan su mente. «Piensa, Sancho, piensa, ¿Quién es? ¿Paquita la del molinero? No, esa es más ceporra. ¿Amelia, la de Charo la costurera? Tampoco, ella es más señorita, no se metería en el agua así como así. ¿Y Lola, la de los ojos verdes? No, ella tampoco es. Es muy paliducha para ser Lola… además, la Lola tiene un buen par de…». 

Esa sonrisilla bobalicona, dibujada en sus labios, se acrecienta con cada mujer que pobla su pensamiento. Se despista, por unos instantes, de la supuesta virgen que camina sobre las aguas, perdido entre aquel inmenso “ramo de florecillas”. 

Es, al volver la vista a la muchacha, cuando tiene que frotarse los ojos dos veces, pues cree que su vista lo engaña. 

Repentinamente, es devorada por la marisma. Desaparece, como si nunca hubiese estado ahí. 

Ante aquel inesperado suceso queda paralizado por un momento «¿Habrán sido imaginaciones mías? Ese Fino no estaba bueno.» 

El agua de la marisma es un plato que refleja la preciosa luna llena, pareciera, en efecto, ser una quimera de la imaginación de un borracho, pero un burbujeo lo hace darse cuenta de lo que está sucediendo. 

Se sube el pantalón con una mano, mientras que con la otra se quita la chaqueta. De una patadita los zapatos, dejándolos tirados en mitad del camino. Se arremanga las mangas de la camisa, dispuesto para la faena. Atraviesa la marisma sin pensarlo. Metido hasta la rodilla en el fango no puede, ni quiere, dejar de mirar hacía las burbujeantes aguas. No hay duda en su pensamiento. 

«Mierda. Mierda.»  se repite mientras avanza a duras penas por el cenagoso suelo. Braceando con fuerza en la superficie del agua, como si eso lo ayudase a avanzar más rápido. Las burbujas empezaron a hacerse más pequeñas, más efímeras, a medida que se iba acercando a la gran mancha blanquecina que era aquella mujer. 

Habría poco más de un palmo de agua allí, pero ella estaba totalmente cubierta. Haciendo su mayor esfuerzo por no salir a flote. Por mantenerse allí abajo, sumergida, desoyendo el natural impulso de salir de allí. De luchar por sobrevivir. Estaba cansada del mundo. Harta de su vida, vacía y sin sentido, prisionera en su jaula de oro y marfil. Harta de aparentar. De deberse a un apellido. De tener que ser la dama perfecta que su padre requería. Sin oportunidad de decidir. Sin poder opinar. Sin libre albedrío para hacer lo que le viniese en gana, como sus hermanos. 

Se cruzan sus miradas por un instante.

Un fuerte tirón tira de ella hacía arriba. Luego, una sensación cálida recorre su cuerpo. Un gesto de bondad. Un abrazo. 

— ¡Muchacha! ¿Estás chalada? —es lo primero que escucha—. ¿Qué pretendías? ¡Y aquí, delante de la virgen! Venga, ven, vamos, te tendrás que secar que estás empapada. Vamos. 

La agarra con firmeza del brazo, tirando de ella para que comenzase a caminar. Quizá se pasa de brusco, pero por la situación de estrés que acaba de vivir, no es capaz de medir sus fuerzas. 

El corazón le palpita en la garganta, más cuando se percata que aquella niña, desaliñada y descocada por el agua de la marisma, es la misma niña que había visto horas antes. Eso hace que, sin querer, apriete con más fuerza el brazo. 

— Déjeme —pronuncia, con melancolía en el tono, revolviéndose—. ¡Suélteme! Déjeme aquí…

— ¿Para qué? ¿Para que te ahogues tranquila? —le reprocha—. ¡Y un cuerno! 

Sin darle tiempo a reaccionar, pasa su brazo bajo sus piernas, cargándola como lo haría un novio con su recién desposada novia, rumbo a su nidito de amor. El rubor inunda las mejillas de ella al percatarse, pero no opone resistencia alguna. De hecho, coloca sus brazos con delicadeza alrededor del cuello del muchacho, apoyando, a su vez, la cabeza contra su pecho. 

— Habrase visto —murmura él. Queriendo tener un soliloquio interno, no se percata que está hablando en voz alta.—. mira que querer quitarse de en medio. Eso es la vía fácil. Todos estamos jodidos en esta vida, pero no hay que dejar de luchar, si no es por ti, por los que están a tu alrededor. Que sí, que todos tenemos días de mierda, que todos tenemos problemas, pero después de una noche oscura, siempre brilla el Sol de la mañana. 

Sigue con su monólogo, mientras camina penosamente por el agua. Ella lo mira ensimismada. Lo ve como un caballero andante, de esos que lee en los folletines. Más apuesto de lo que debería. Gallardo y caballeroso. 

No se había percatado en su anterior encuentro de sus verdes ojos, ni del hoyuelo de su mentón. De sus cuadradas facciones. Ni de ese caracolillo despeinado que pendía sobre su frente. Aún con esas pintas, totalmente desaliñado, lo ve hermoso. 

Vergüenza le da admitir que se está enamorando. No siente el frio que su cuerpo debería. La tiritona no es por estar empapada, sino por los nervios que recorren su cuerpo, como si fuesen chispazos de electricidad. 

— Oye, ¿estás bien? —la saca de su ensoñación—. Te has quedado así —imita su gesto—, como con cara de boquerón. ¿Estás segura de que estás bien? 

Asiente avergonzada. 

— Sí, sí… ¡Puede bajarme ya! —ordena, apartándose un poco de manera brusca.

— Como quieras —resuelve él, dejándola caer al agua.

— ¡Pero…! —bufa, poniéndose de pie en un salto—. ¿Cómo se atreve? ¿Es esa forma de tratar a una dama? No es más que un bruto.

— He hecho lo que me has pedido, bonita. 

— ¿Bonita? —intenta sonar sería, indignada, pero le flaquea la voz— ¿Qué confianzas son esas? ¿No le educaron bien en su casa?

— Mira, bonita —habla, encendiéndose—, no voy a tolerar que me hables así. Si no llega a ser por mí, ahora mismo estarías conociendo al Creador—. Se santigua al mencionarlo. 

— No le pedí ayuda.

— ¡NO, CLARO QUE NO! —le grita—. ¿Pero que hago, dejo que te ahogues? 

—Pues sí. 

— Definitivamente no eres más que una loca. 

—¡Oye, a mí no me hables así!

Se gira, el muchacho, como queriendo irse, pero ella lo retiene agarrándolo del brazo. Volteá, alzándole la mano, pero se contiene. Sus caras se quedan a escasos centímetros la una de la otra. Se entremezclan las agitadas respiraciones. Las miradas se cruzan. Sus ojos verdes reflejan los melosos ojos de ella. 

— ¡Mira, porque soy un caballero, que si no…!

— ¡¿Que si no qué?!  —lo enfrenta.

Sus narices se tocan. 

— Te robaba. Te hacía mía hasta las claras del día. Hasta que el gallo nos separase. 

— ¿Y a qué esperas? 

Se acercan los labios sin vacilar. Dos figuras, arropadas por la luna, queriéndose querer. Alejados de miradas curiosas, buscan un lugar para amarse. La guía de la mano, agarrándola fuerte que no se le vaya a escapar. La oye reír y es la melodía más tierna y bonita que recuerda haber escuchado. Ojalá poder oírla cada mañana, se dice.

Al recodo de un camino, se topan los enamorados con un farol. Un pequeño grupo de hombres los sorprende. Sancho hace por esconderla tras él, queriendo protegerla de lo que pudieran ser aquellos hombres. A esas horas de la noche, por los caminos solo caminan maleantes. 

— ¿Señorita Candela? —habla uno de los hombres—. ¡SEÑORITA CANDELA! Al fin, llevo horas buscándola. Gracias al cielo que está… bien. 

Resulta que el portador del candil no es otro que el hombre que la acompañaba horas antes, cuando se habían cruzado a la puerta de la ermita, Higinio. Al percatarse de quien era él, el muchacho que acompañaba a la señorita, a su señorita, no dudó un instante en irse contra él.

Lanzándose como un perro de presa lo agarró de la pechera. Para la edad que tenía, o parecía tener, era mucha la fuerza que tenía en las manos. Ver a la joven de esa guisa, agarrada a de su mano, y corriendo hacia la oscuridad de la noche, hizo que se temiera lo peor. 

De la pechera, sus fuertes manos se deslizaron hacia el cuello de Sancho, que hacía por evitarlo, pero sin soltar la mano de Candela. 

— Malnacido, ¿Qué le has hecho? —le gritó, escupiendo de la rabia—. ¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho, malnacido? ¡RESPONDE! 

— Hipólito —irrumpe ella, agarrándolo del brazo—. No ha pasado nada. Salí a dar un paseo y me caí a la marisma. El muchacho solo me ha ayudado y…

— ¿Así, en camisón? — exclama, horrorizado el hombre. Mira a Sancho, parapetado tras la mujer, por el rabillo del ojo, aún desconfía de él—. ¿Y por qué corríais entonces? 

— Os estábamos buscando, Hipólito… eh… 

— Sancho —le susurra, casi al oído. El vaho de su aliento en la nuca le eriza el vello.

— Sancho —repite, dulcemente—, solo me estaba acompañando. 

— Es que —toma el joven la palabra—, antes, cuando estábamos en la venta, os vi patrullando la zona. Creí que algo estaríais buscando. 

— Ah… pues gracias, entonces —acepta Hipólito, ofreciéndole la mano—. Muchas gracias, muchacho. De corazón. 

Tras el apretón, en el que el hombre no dejó de marcar territorio, se separan. Candela se va con aquel grupo de hombres que la buscaban y Sancho, desnortado, se queda vagando por aquellos caminos. 

Acaba de salir de un sueño. 

Aún siente su delicada mano aferrada, tímidamente, a la suya. Aun resuena su risa en sus oídos.

— ¡Oye! ¿Dónde estabas, pichón? — lo recibe Pepe, al verlo aparecer por el campamento. 

— Este ha seguido de juerga por ahí — se burla Rodriguillo. 

— Con la que llevaba ayer, no lo dudes — añade Tomás. 

— ¿Qué va? — los corta Beni—, ¿es que no veis las hechuras que me trae? El pichón ha estado retozando con alguna —le tira un pellizco en un costado—, ¿é, verdá, eh, pichón? 

— ¿Qué? —No se había percatado Sancho de donde ni con quien estaba. En su mente, solo había cabida para Candela de Arreola—. ¿Eh? Sí, si ya me conocéis. 

— ¡Lo veis! ¡Ha estado haciendo ya sabéis que! —ríe Beni—. Si hasta se ha dejado la chaqueta por ahí, ¡Y los zapatos! 

Aquellas palabras de su amigo lo hacen reaccionar. Se palpa el torso incrédulo, nervioso. Dándose cuenta de que, efectivamente, no lleva la chaqueta, sale corriendo. Una sonrisilla boba se dibuja en su rostro, pero sus amigos no son capaces de verla. 

— ¿Y este? ¿A dónde irá tan rápido?

— A por la chaqueta, sin duda. 

— Se habrá dejado la cartera —comenta Pepe, sorbiendo su café, sin darle mayor importancia. 

— Igual ha estado con una casada — dice Tomás. 

— ¿Y qué? —inquiere Beni, remojando un sobado en el carajillo—, ¿Qué tiene que ver eso con la cartera? 

— El documento de identidad, alcornoque — le espeta Beni—. ¡Que ahí sale tu foto! —añade, golpeándose una mano con la otra un par de veces.

Corre el joven Sancho por toda la aldea, buscando sin pausa el alojamiento de la joven hija del duque de Arreola. Pregunta en cada esquina, por si alguien puede ayudarlo y verter algo de luz en su pesquisa. Al final da con ella; alojada, como no, en una finca grandísima.

Duda por un momento si tocar la campanilla. ¿Dónde va él, un joven de baja cuna, que duerme al raso con sus amigos, que tiene que sudar al sol para ganarse migas de pan que llevarse a la boca, con alguien como ella? Duda de si tocar la campanilla. 

— ¡Oye, muchacho! —llama una voz desde dentro—, ¿Esperas a alguien? ¿Tienes algún recado? ¿Vienes buscando a don Hipólito?

Una señorita vestida de doncella se presenta ante él. Le recuerda a Ramoni por las hechuras. La jovencita le dedica una sonrisa imperfecta, falsa, mientras espera respuesta. No está ahí para perder el tiempo. 

— Eh… —le tiembla la voz—, sí, sí. A don Hipólito, sí. 

— Dame un segundo, que ahora lo llamo —se retira un par de pasos antes de voltearse—. ¿De parte de quién? 

— Sancho. Sancho Trujillo. Sancho. Él ya sabrá. 

Habla de manera atropellada. Está nervioso como nunca ha estado. Mientras sigue con la mirada a la doncella, no deja de pensar en irse. En cuanto estuviera fuera del alcance de su vista, saldría corriendo. Pero algo le impele a quedarse. Algo llamado Candela. La escucha hablar, en la distancia, y su corazón quiere fugar con ella. 

— Señor Trujillo —lo despierta Hipólito—. Buenos días. 

— Buenos días —logra articular el joven. 

— Aquí tiene, su chaqueta y unas pesetas por la molestia. 

— No quiero dinero —responde, contrariado—. No la ayudé porque quisiese una recompensa. No necesito el dinero. 

— Está bien —retira los billetes el señor, sin darle tiempo a pensárselo—. Pues decirle que la familia Arreola está muy agradecida con usted. Si usted o algún conocido suyo necesitase un empleo en algún momento, puede pasarse por la finca. Lo tendremos en consideración. 

— Tampoco necesito trabajo — el tono denota su enfado. Lo está tomando ese hombre por un cualquiera—. Ni nadie de mi familia tampoco. 

— Muy bien. Muy bien. Pues muchas gracias, entonces, por su altruismo. Dios se lo pagará. Que tenga un buen día. 

Y con las mismas se retira, dejando a Sancho con un palmo de narices. Agarra, airado, el cordel de la campanilla. Está dispuesto a hacerla sonar hasta que el badajo se caiga, hasta que ella salga. 

No lo hace. 

Se va de allí tan rápido como sus pies se lo permiten. Enfadado. Dolido. Quebrado. Llega al improvisado campamento de sus amigos en un volao. Aún están recogiendo los enseres del desayuno. Toma, entonces, la botella de coñac abierta con la que sus amigos se han preparado los carajillos y se la bebe de un trago. 

— ¿Qué? — brama, ante la atónita mirada de su gente—, ¿no veníamos a disfrutar de la romería? ¿No queríais festejo? Pues venga, juerga y jolgorio. 

— ¿Qué tripa se le ha roto? —susurra Rodriguillo a Pepe. 

— Déjalo —resuelve—, tiene mal de amores, ya se le pasará. 

— Venga, Pepe —exige con un aplauso—, coge la guitarra, compadre. ¡Vamos a cantarle a Huelva! Que esto está muy sieso, hay que animarla. 

Desde aquel día, Sancho la buscó sin cesar. La buscó en otros cuerpos. En otras pieles. Buscó su risa misma en la risa de otras bocas. En los culos de otras botellas. La buscó en las noches, en los bares. La buscó en las calles de madrugada. La buscó en los lechos calientes y en los pechos turgentes de otras damas. Pero nunca era ella. 

La sabía tan cerca y a la vez tan lejos. No había día en el que no se acercase a las lindes de la finca, a por ese trabajo que le prometió Hipólito, para estar más cerca de ella. Pero no tenía arrestos. Era más sencillo evitarla. Evitar romper aquel instante. Evitar descubrir que no fue más que un momento en el que dos jóvenes se dejaron llevar, pero que su amor no era correspondido. Era más sencillo llorar abrazado a una botella, porque no la tenía, que arriesgarse a quererla y descubrir que no lo quería. 

Así pasaron los días. Después las semanas. Y más tarde los meses. La primavera dio paso al verano y este, cuando necesitó unas vacaciones, al otoño. Los días empezaron a ser más cortos, los niños se recogían antes y el cielo se cubría de plomizas nubes que, de vez en cuando, descargaban tormenta. 

Una tarde de esas, plomiza y gris, se encontraba Sancho aburrido tras el mostrador de la tienda de sus padres. Apareció doña Adela haciendo ademanes, aspavientos, queriendo hacer todo a una misma vez y gritándole cosas que él no escuchaba, pues estaba perdido en su mundo, divagando con el que pudo pasar. 

— ¡Sancho! ¿No me estás escuchando? —le grita su madre —, ¡Que vayas al pozo, a por agua! 

— ¿Qué? —se frota los ojos—. Sí, madre, voy. 

— Pues venga —le reprocha, acercándole el cubo—, que estás desnortao. Yo no se que te pasó en el Rocío aquella vez, hijo mío, pero desde que volvisteis, estás de un raro.

— ¿Por qué no va Vera? 

— Ha ido con tu padre al molino, al mercado, a comprar telas para hacerse el traje para la feria. 

Suspiró profusamente el muchacho, resignándose a hacer la hastiosa tarea. Tomó el cubo y, con ese paso canso que arrastraba de un tiempo a esa parte, salió por la puerta rumbo al pozo. Quiso el destino que, a los pocos minutos, después de una mañana totalmente tranquila, apareciese en el establecimiento un cliente. Doña Adela, que era muy resuelta y muy viva no dudó en atenderlos, pero, a la hora de cobrar tenía un problema con los números. Como gran parte del pueblo y la comarca, no era estudiada ella, por lo que, una sencilla suma o resta para dar las vueltas, se le hacía un mundo. Era su marido quien se encargaba de esas cosas, o en su defecto, Sancho o Vera, pero ninguno estaba allí. 

— Si son tan amables de esperar un momentito de nada —pidió la señora, nerviosa, tras el mostrador—, ahora vuelve mi niño y les cobra. Es que yo ya tengo una edad, ¿sabe? Y se me juntan los números.

— No pasa nada. Ve a hacer el resto de recados, yo esperaré aquí a que vuelva el muchacho. 

— ¿Segura, señorita? 

— Sí, Hipólito, sí, no hay ningún problema.

A regañadientes sale el hombre de la tienda, dejando allí a su protegida. Sabe de sobra que no debería haberla traído con él, pero es que la joven era su ojito derecho y haría lo que fuera por contentarla y sacarla de aquel encierro de oro. 

Las dos mujeres se quedaron allí, incomodas, en un silencio sepulcral. Adela no se atreve a sacarle tema de conversación, pese a ser una persona muy social, por vergüenza. No quiere tampoco que la señorita de los Arreola se piense que es una cualquiera. Una analfabeta. Así que prefiere quedarse en silencio, tras el mostrador, mientras observa los productos que ha elegido. Los coloca y los recoloca en la cesta. Unas conservas, unas confituras, algo de queso y algo de matanza. Un par de duros de sal.

La joven, mientras tanto, se pasea por el pequeño colmado, indagando entre las estanterías. Rebuscando entre las latas y los tarros. Observándolo todo con detenimiento cual niña curiosa.

— Hija, siento no tener nada que ofrecerte —rompe Adela el incómodo silencio—. No te preocupes, el zote de mi chico no tardará en llegar. Es que lo he mandado al pozo a por agua, ¿sabes? Para lavar la ropa, que falta le hace —se ríe, nerviosa, al darse cuenta de que está divagando. Pero una vez que Adela entra en barrena con su verborrea, no hay quien la detenga—. Es que, verás, lleva mi chico una rachita bastante floja, ¿sabes? Yo no se que le pasa, desde que fueron a ver a la Virgen, allá por mayo, no es el mismo. Y claro, lo tengo aquí metido todo el día sin hacer nada. Que atiende la tienda, pero no quiero yo eso para él. Ni eso ni que salga con sus amigos a emborracharse, pero ya sabes, cosas que hacéis los jóvenes. Salís a tomaros vuestras copitas… Bueno, los hombres, que a nosotras ¿que nos queda? La casa, parir…  Y está una un poco hasta el moño —se deja caer sobre una silla—, que una ya va teniendo una edad, hija. Y estoy muy cansada. Menos mal que tengo a mi Verita, que esa si que me ayuda en todo, por que si fuera por… 

Se abre en ese momento la puerta, resonando la campanilla que anuncia un nuevo visitante. Entra el joven Sancho con parsimonia, haciendo lo posible por no derramar ni una gota del balde de agua.

— Me he encontrado con doña Ángeles, que… —Su mirada se cruza con la de la señorita Arreola y, por un instante, el mundo carece de sentido a su alrededor. —¡Tú!

— ¡EL AGUA!—grita doña Adela, al ver que su hijo ha soltado el cubo—. Ay, ay, el agua. ¿Pero que has hecho, Sancho? El agua, por Dios. Ay, ay, ¡Mira como lo has puesto todo! Es que, yo lo sabía, estás tonto perdido. Tonto. Ay, ay, la que me ha liado el… ¡Ay, la leche que mamaste!

Él no la está escuchando. Avanza con timidez hacia Candela, estirando la mano lentamente hasta tocar su rostro. Ella se ruboriza, pero no se aparta. Los dos se van acercando lentamente. Poco importa que doña Adela esté soltando sapos y culebras por la boca, para ellos no existe nadie más en el mundo. 

— Tú —susurra, rozando su nariz con la suya—, estás aquí.

Ella asiente, mordiéndose ligeramente el labio. No le aparta la mirada de los ojos ni un segundo. 

— No sabes la de noches en las que te he buscado. No sabes la de noches en las que te he esperado. No sabes la de lágrimas que he derramado pensando en ti. En nosotros. Te he tenido tan cerca y a la vez tan lejos. Te he…

— No digas nada más — lo calla ella—, un caballero no tiene que dar tantas explicaciones. 

Él sonríe con picardía. 

— Pero no soy un caballero —. Desliza suavemente su mano hacia la nuca de ella. 

— Entonces, ¿a qué estás esperando? 

— ¡Es que mira la que ha liado! —sigue doña Adela—. Sancho. ¡Sancho! ¡Que te estoy habla… Ah!

Se retira la señora con disimulo, pues no quiere interrumpir a los jóvenes. Cierra la puerta tras de sí, para que no los molesten. Allí los deja, en mitad de su pequeña tienda. 

Fundidos en un beso cálido. Saboreando la sal el uno del otro. Dos almas sin rumbo que se tocan por primera vez.

Recoloca los mechones de su pelo cuando se separan, con una caricia enamorada. No es capaz de soltarle la mano, incluso cuando su madre entra, revolucionada, porque el señor Hipólito viene por la calle abajo. 

— Me suena tu cara, muchacho —deja caer el hombre, mientras cuenta las vueltas—, ¿nos conocemos? 

— Del pueblo, señor Higinio —se adelanta la madre—, ya sabe, aquí nos conocemos todos de vista. 

— Es Hipólito — la corrige. 

— Bueno, bueno, hasta más ver. Disfruten de lo que llevan. Les he metido un poquillo de perejil, por la molestia. 

El hombre se despide con la boina, mientras acompaña a la señorita Arreola a abandonar la estancia. Se miran los enamorados una última vez. La sigue buscando cuando se cierra la puerta, pero solo se topa con la mirada indagante de su madre. 

No duda en tomarla en volandas. Hacerla bailar en el aire. La señora, poco acostumbrada a esa efusividad, patalea y lucha por soltarse. 

— ¿Estás tonto? — dice riendo — ¡Tonto de amor! ¿Así que era eso, eh, tunante!

— ¿Y que le hago, madre? No controlo yo a este. —Se señala el corazón. 

— Pues una cosa te voy a decir —ensombrece el gesto, apoyándose en el mostrador—. Esa muchacha es de familia pudiente. No creo yo que alguien como tú sea del agrado del duque.

— ¿Y que me hago, madre, si la amo? La amo con toda mi alma y mi ser —sale corriendo hacia la puerta—. ¿¡ME HAS OÍDO, CANDELA DE ARREOLA!? ¡TE AMO! ¡TE AMO MÁS QUE A MI PROPIA VIDA! ¡ALGÚN DÍA SERÁS LA ESPOSA DE SANCHO DE TRUJILLO! —se besa el pulgar—. ¡POR ESTAS, LO JURO!

Iluso muchacho, que escupes al cielo sin saber que hay una guerra a la vuelta de la esquina. Habrías de cuidar tus palabras, pues hay promesas que no han de hacerse, porque puedes no llegar a cumplirlas. 


lunes, 20 de mayo de 2024

El Diablo de Muñondo


En las noches oscuras – decía la abuela – el diablo sale a caminar entre los hombres

Aquella fue una noche de esas. Más negra que el carbón. La misma luna, previendo lo que se venía, huyó. Las estrellas, asustadas, no aparecieron. El cielo era, aquella noche, un lienzo negro. Liso. Inmaculado.

La abuela tenía razón, el diablo había salido del infierno a caminar entre los hijos de los hombres aquella noche. Sin disfraz. Desnudo. Mostrando su verdadera naturaleza, tan cruda como desagradable. El más malo entre los malos. El más astuto entre los astutos. El más mentiroso entre los mentirosos.

Podríamos imaginar cualquier maldad y él estaría siempre un nivel por encima.

No era Muñondo un pueblo grande. Apenas unos diez caseríos, desperdigados en los montes; la plaza, en la que los domingos y los miércoles se ponía el mercado; un puñado de casitas; el ayuntamiento, demasiado grande para los vecinos de allí; un edificio que hacía las de archivo municipal y biblioteca, la consulta del médico (bueno, llamar médico a aquel matasanos sería insultar a los médicos); la taberna y el frontón ¡Eso no podía faltar!

Estaba situada en un valle, entre las montañas. Aquellos que lo visitaban decían que Muñarte[1] sería un mejor nombre, ¡sin saber que Muñarte era el pueblo de al lado! Decían los entendido que en algún momento de la historia, a lo mejor, los nombres se habían tergiversado, que Muñondo[2] sería Muñarte y viceversa. Razón no les faltaba ya que Muñondo se encontraba entre colina, mientras que Muñarte junto a las colinas. Pero no es esta una historia sobre eso.

Como he dicho, nuestra pequeña aldea se colocaba en un valle con su rio cristalino y todo. No teníamos que echarle cuentas a la costa para nada, ellos tendrán su mar, pero nosotros tenemos mares dorados, de trigo y maíz. Verdes en primavera, morados en otoño, florecidos de amapolas. Había tambien un pinar cerca. Un lugar idílico era aquel. Visto así, nadie esperaría que el mismísimo diablo caminase por ahí. Pero lo hacía, sí.

Aquella noche, aquella noche sin luna, apareció Mattin, nervioso y empapado en sangre, en la comisaría. Respiraba fuerte, pero no era una respiración normal, se asemejaba al gruñir de un perro. Cayó de rodillas, tapando su rostro entre las manos. Las lágrimas le cayeron al suelo. Eran rosas, por mezclarse con la sangre.

Pernando y yo nos levantamos rápido. Estábamos solos en aquella oficina y eran altas horas de la madrugada. Más que ayudarlo, me pareció que Pernando le iba a meter un tiro, por el sobresalto. Estoy seguro de que si hubiese estado solo, el pobrecito Mattin no hubiera salido de allí de una sola pieza.

Empezó a hablar tartamudeando el muchacho:

—Mu-mu-muer-muertos… ¡Están muertos! ¡Están muertos!

—¿Quiénes? —inquirió Pernando, nervioso.

En esos pueblitos que son tan pequeños todos nos conocemos; sería raro que de repente sucediese un asesinato, por lo menos, sin que previamente haya habido algún pleito.

—¿Quiénes están muertos? —volvió a preguntar Pernando, más alto, alzando Mattin por las solapas —¿A quién han matado?

—¡Los Amezketa! ¡Han matado a los Amezketa! ¡Ha sido una carnicería! —soltó Mattin, gimoteando—. He ido a ver los animales, porque tienen una oveja a punto de parir y, claro, he escuchado un ruido en el establo y creí que era la oveja, pero cuando he ido a ver, la oveja estaba bien. Dormida. Así que, me he vuelto a mi chabola, cuando he visto una luz en la casa grande. Por la hora, me ha parecido raro —señaló al reloj que colgaba en la pared—, demasiado tarde para que tuvieran tantas luces encendidas. Así que, por ayudar por si pasaba algo me he acercado y me he encontrado aquello. ¡Una escabechina!

—¿Podrías describirnos lo que has visto? —pido, sentándome frente a la máquina de escribir—. Por favor, no te saltes nada. Intenta ser lo más claro y preciso que puedas, nos será de gran ayuda.

Apenas era un adolescente, Mattin, cuando empezó a trabajar en el caserío de los Amezketa. Cuando me confirmó, lo hizo tímido, como si yo fuera un padre castigador. Tardó unos diez minutos en contar toda la historia. Despacio, para no dejarse ningún detalle.

Pernando lo miraba desde su mesa, por el rabillo del ojo. No dijo ni una palabra, pero sabía que no se creía del todo el relato de Mattin. Era muy desconfiado, Pernando, pero, esa desconfianza era lo que lo hacía buen policía; si no fuera por él, yo pasaría por alto muchas pistas y detalles.

Cuando se fue el muchacho se me acercó. Previamente se había asegurado de que el crio no volvía, ni estaba escuchando lo que me iba a decir.

—¡Valiente desconfiado! —me burlé de él—. ¡A ti no te engañan ni el lobo de Caperucita!

—¡Anda a la mierda! —respondió con las orejas muy rojas.

—¿Qué te pasa? No te crees al muchacho, ¿no? Kagüendios, Pernando, ¡¿qué hostias va a hacer el crio ese?! Deja las novelas de crímenes, por amor de Dios, que esto no es una aventura de Poirot o Holmes. ¡Concentrate, eh! No me jodas.

—Xalbador, tan perspicaz como siempre. ¿Qué hostias va a hacer un crio a estas horas fuera de la cama?

—La oveja que está por parir, ¿no escuchas o qué?

—Xalbador, los Amezketa no tienen ovejas. ¡Vacas, tienen vacas! ¿No te acuerdas qué estuvimos hace como tres dias en el caserío?

—Pues a decir verdad… —golpeé mis labios con el lápiz, como si ese gesto fuese a despertar mi memoria—. Pues a decir verdad no, no me acuerdo.

Se llevó, Pernando, las manos a la cara.

—¡No sé cómo eres policía! Quien tendrá tal deuda contigo, como para que estés aquí.

Me reí por su ingenio. Era realmente gracioso, Pernando… cuando quería.

—Lo mismo da. Levántate, tenemos tajo. Esta noche, el diablo ha perpetrado un crimen y somos nosotros quien tenemos que esclarecerlo.

—¿El diablo? Mi abuelita me decía que en noches oscuras, como esta, el diablo camina entre los hombres—dije, un poco acongojado.

—Pues tenía razón, Xalba, y ahora te lo voy a mostrar—. Cogió las llaves del coche de la cajetilla que teníamos en la pared y me las lanzó—. Venga, hoy vas a conducir tú.

En el camino no cruzamos palabra alguna. Pernando iba en su mundo, como siempre, barruntando quien podría ser el malhechor. Pareciera que, en aquellas situaciones, su cerebro iba a más de tres mil revoluciones por minuto. A veces podía verse el humo salir de sus orejas.

Yo, por mi parte, iba nerviosísimo. Me enervaba mucho aquel tipo de situaciones. Tenía razón Pernando, yo era policía porque el alcalde era primo de mi abuela. Eso que llaman nepotismo. Pensaba que, en aquel pueblucho, lo más peligroso que me encontraría sería alguna gresca de bar entre dos fulanos, algo puntual, pero en tres años me había encontrado con, por lo menos, dos asesinatos y tres robos con violencia.

Pero eso no era nada comparado con lo que nos encontramos. Lo anterior, un paseo entre las amapolas comparado con lo que teníamos delante.

Aquello no era un simple asesinato. ¡Era una carnicería del copón!

Tan pronto entramos, la pestilencia a sangre dio duro en nuestras narices. No habíamos dado un paso cuando dimos con un brazo. Un brazo solitario. ¡Un brazo que no estaba unido al cuerpo! Más adelante una pierna. Colgando de las escaleras, una mano.

Seguimos el rastro de sangre hacia la cocina. Pernando fue quien tomó la delantera, si hubiera sido por mí, nos hubiéramos dado la vuelta y estaríamos ya en la taberna.

A medida que nos acercábamos, la peste se acrecentaba. Lo que vimos allí, en aquella cocina, se me grabó en el cerebro. Cuerpos despedazados. Mirase a donde mirase, allí había alguna parte del cuerpo, separada del resto. Además, los cuerpos estaban plagados de dentelladas.

No pude contener el vómito. Allí mismo, entre los cuerpos, dejé hasta el último bollo del desayuno. Pernando ni se inmutó, estaba tan concentrado en lo suyo que estoy convencido de que no se fijó ni que estaba allí.

Pareciera como si una bestia se hubiera colado y hubiera perpetrado aquella carnicería. Una gran bestia. Un oso o algo. O eso diría yo, pero no Pernando. Él no era tan fantasioso, tan soñador. Según entramos por la puerta había estado escrutando cada esquina con minuciosidad. No se le pasaba ni un detalle, por nimio que fuera, sería imposible.

—¡Mira, Xalba! Acércate, rápido —me llamó, mientras inspeccionaba un brazo—. Mira acá. ¡ESTO! Estos no son mordiscos de un animal…

—¿Qué dices? Tienen que ser las mordidas de un animal, ¿no?

Nos miramos. No quería saber la respuesta a mi pregunta. Vi el brillo en su mirada y su sonrisa astuta. No era la primera vez que veía ese gesto. Un gesto triunfal, el del que sabe que ha ganado, el mismo gesto que ponían los detectives famosos.

—Nos hallamos ante un caníbal, Xalbador —soltó, fascinado—. ¡Un caníbal en Muñondo!

En aquel mismo instante vi como se salía el alma de mi cuerpo. Las piernas me empezaron a temblar. La lengua se me secó, robándome la capacidad de decir palabra. Y ese sudor frío, comenzó a resbalar por mi nuca. El corazón, de dar violentos latidos en mi pecho pasó a quedarse totalmente quieto.

—¿Un ca- ca- caníbal? ¿Aquí? —mustié, tartamudeando —. ¡No me tomes el pelo, Pernando, coño!

Antes de que pudiera decir nada más, escuchamos un ruido tras nosotros. Como si se hubiera roto un cristal. Pernando sacó su pistola, rápido. Cada que nos encontrábamos en una situación así, le decía que en otra vida había sido un vaquero. No vi en mi vida a nadie tan rápido y hábil con la pistola.

—¿Quién va? ¿Identifícate? —ordenó sin alzar la voz.

Apareció entonces Mattin, nervioso, bajo el marco de la puerta. Según nos vio echó a correr. No nos dio un instante para preguntar nada. Pernando me miró burlón, no necesitaba palabras para decirme lo que quería.

Tenía razón, una vez más.

Con un gesto ordenó que nos separásemos. Yo perseguí a Mattin, él, de mientras, tomaría otro camino, para salirle al paso. El típico movimiento en pinza. Clásico. Pernando era muy clásico para esas cosas, desde que leyó a Julio Cesar, se creía un estratega militar.

—¡Detente! ¡Detente! —le grité al muchacho, mientras sacaba la pistola.

Estaba claro, no tengo por qué decirlo, que Mattin era muchisimo más rápido que yo. No porque fuera más joven, eso ayudaba, sí, pero no era el motivo principal, sino mi falta de forma. Tan pronto hacía una carrerita ligera, quería echar los pulmones por la boca.

Sabiendo que no lo atraparía, no tenía una mejor idea que empezar a dar tiros. No contra el muchacho, claro está. Eran tiros de advertencia. Pero ni por esas se paró. Desesperado, sabiendo que el día de mañana me arrepentiría, lo apunté con la pistola.

—¿A dónde vas, pichón? —Pernando apareció entre los arbustos, como una bestia, saltando sobre el muchacho.

—¡Dejadme! Dejadme, por favor, y os lo contaré todo.

—Sí, claro que nos lo vas a explicar todo, pero no aquí, en la comisaría. Todo todito nos vas a contar. El porqué has matado a los Amezketa. Como lo has hecho…

—No he sido yo. No he sido yo.

—¿Entonces quién? ¿Quién a asesinado a los Amezketa? Mira chaval, no te hagas el listillo que lo único que vas a hacer es cagarla. Dime todo lo que sabes.

Mattin no dijo nada, simplemente señaló una chabola que había cerca. Pernando se adelantó mientras yo cuidaba del muchacho. Sabíamos los dos que de querer irse lo haría, pero no me hizo caso ninguno. A lo mejor, el pobre Mattin esperaba que alguien lo atrapase, así, aliviaría la culpa que sentía.

—¡Dios Santo! —vociferó Pernando—. Xalbador, ven cagando hostias.

Le hice caso. Acercando a Mattin a empellones hasta que nos encontramos frente a la casucha. Aunque no oponía resistencia, yo si que estaba usando una fuerza excesiva, por la carrerita. Mi venganza personal.

—¿Qué tienes?

—No, que no, ¿a quién? —respondió Pernando—, ¿o a qué?

En cuanto asomé la cabeza el corazón se me volvió a parar. Vi al diablo. El diablo me miró de vuelta. Esos dos ojos siguen grabados en mi alma aún. Dos ojos amarillentos, rebosantes de maldad. Y esos dientes, irregulares, aún empapados en sangre.

Nos ladró. Era, aquel, una bestia salvaje entonces. Cuando Pernando lo encañonó, Mattin se entrometió.

—¡No! ¡No lo hiráis, por favor! ¡No le hagáis daño! —Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero, como un verdadero hombre, las sostuvo—. No, por favor, es mi padre.

Pernando me miró sin decir nada. Sabía que era lo que tenía que hacer. Él sería un mejor policía, pero yo también tenía mis habilidades. Me llevé al muchacho e intenté tranquilizarlo con palabras dulces. Sabía que era lo que iba a hacer Pernando, por eso traté de llevármelo tan lejos como pudiera.

—Sabes, muchacho, mi abuelita decía que el diablo, en noches como esta, de luna nueva, sale a caminar entre los hombres. ¡Que leyenda más rara!

Mattin no dijo nada. Por el rabillo del ojo, de vez en cuando, miraba hacia la chabola. Intentaba adivinar lo que sucedía dentro, lo sabía perfectamente. Yo continué con mi relato, intentando llamar su atención, pero no lo conseguí.

De repente, se escuchó un sonido sordo. El cantar de los pájaros lo tapó un poco, pero los dos sabíamos que era lo que había provocado aquel sonido. Mattin no dijo nada. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Cerró los puños fuerte, hasta que la sangre brotó.

—Venga, chaval, vámonos, aquí no tenemos más que hacer.

Nos esperaba en el coche Pernando. Él tampoco dijo nada hasta que llegamos a la comisaría. Ni siquiera allí. No fue hasta que dejé a Mattin en la enfermería que me habló por fin.

—Era un criminal. Un criminal peligroso, Xalbador. Un autentico diablo. Hay que investigar la casucha, pero por lo que he visto, no era la primera vez que mataba. He hecho lo que he creído mejor, lo sabes.

No le respondí. Lo sabía. Tenía toda la razón.

Mi abuela decía que cuando el diablo camina entre los hombres tenemos dos opciones, huir o enfrentarlo. Los primeros vivirían, aún cuando podrían volver a encontrarse con el diablo; los segundos, aunque ese fuera su último día, acabarían con el diablo para proteger la vida de los demás.

Y Pernando, aquella noche, me confirmó que era de los segundos.  



[1] Muinarte en euskera se podría traducir como “entre colinas”

[2] Muinodo en euskera se podría traducir como “junto a la colina”