lunes, 24 de junio de 2024

Que no lo separe el hombre

La corbata lo estaba agobiando. Tener que llevar puesto el traje en un día de junio tan caluroso como aquel debía estar penado con cárcel. Pero las convenciones sociales como aquella lo requerían. No podía no ir elegante a una boda, aunque no fuese su rollo, no podía ir dando el cante. 

Observaba a todos los invitados en silencio, analizándolos, mientras esperaba que comenzase a sonar la marcha nupcial y, por aquel arco florido, pasase la novia con su ramo de rosas. Tenía sentada justo enfrente a una señora con el pelo cardado de manera estrafalaria. Parecía que le habían puesto un plato de spaghetti en la cabeza; el tocado, esférico y de un tono burdeos apagado, parecía la albóndiga que los acompaña. Le rugieron las tripas.

Contuvo la risa. Todo aquello estaba siendo un test para su temple. Una dura prueba para ver si era capaz de mantener ese rictus sereno aún en momentos en los que por dentro se estaría partiendo la caja. No quedaba bonito en las fotos que alguien en el altar se esté riendo a mandíbula batiente mientras mira los histriónicos conjuntos de algunos invitados. 

Un señor con una incipiente calva asomó, de manera discreta, por el arco, haciendo gestos al cura para hacerle entender que todo estaba preparado. El religioso, recibiendo el mensaje, miró al organista para que empezasen a sonar los acordes de la canción que acompañaría los pasos de la casamentera hacía el altar.

Comienza a sonar la melodía, lánguida y apagada, mientras hace acto de presencia una joven con un vestido pulcro y blanco. Parecía una tartaleta, con tantos pliegues y vuelos. El velo, largo y semitransparente, era llevado por cuatro niños disfrazados de adultos, mientras dos niñas iban lanzando pétalos al paso de la mujer. 

Aquello lo superaba. Tanta parafernalia le parecía excesiva. Tanto que querer aparentar, que querer demostrar. ¿Y para qué? Si se hacía entre iguales. ¿Qué buscaban demostrar, que eran los más excéntricos del cementerio? 

Miró a su hermano, que jugueteaba con una brizna del tallo de uno de los ramos ornamentales. Estaba nervios. “Es lo normal cuando te casas” se dijo, dibujando esa sonrisilla canalla.  

Luego miró su padre, hombre recto de semblante severo, cuando notó su censuradora mirada clavada en él. Eso lo enervó un poco, aun no siendo protagonista, nunca estaba a salvo de la mirada inquisidora de su padre. Podía leer perfectamente en aquellos dos ojos negros lo que le estaba diciendo. Ordenando.

Un leve gesto de cabeza. Un asentimiento. Había recibido el mensaje. 

Al paso de la novia, mientras su hermano la miraba con los ojos del perdido y se profesaban amor eterno, él se levantó. Disimuladamente. Siempre se había caracterizado por saber cuándo pasar desapercibido y cuando atraer los focos sobre sí. 

Sacando el móvil de un bolsillo interno de la chaqueta, mientras se afloja la corbata, recorre los pasillos del castillo que ha rentado su padre para poder alardear de la pingue fortuna que habían amasado con las bodegas y otros asuntos de una índole más dudosa. 

Una búsqueda rápida en la agenda. Dos pitidos antes de que se escuchase una voz al otro lado. 

¿Cómo vais? 

¡Jefe! Pues aquí andamos, liadillos con el curro. Ya sabe… entre unos y otros, la cosa se complica. 

No te hagas el gracioso, Onofre. 

No, jefe, no pretendía ser graciosete. Pero ya sabe, estas cosas ponen a uno nervioso. Un poco, que ya está acostumbrado. El muchacho no, tienen el estómago un poco revuelto. ¡En eso no ha salido a su padre!

¡Onofre! Dejate de hostias. ¿Habéis acabado?

Perdón, jefe, perdón… A decir verdad, ni hemos empezado. 

¿Qué? 

O sea, que sí que estamos en ello, pero es que ya sabe como es este trabajo. No se pueden precipitar las cosas, hay que ser paciente, sino saldrá fatal. No se preocupe, jefe, que ya sabe que yo llevo mucho en esto de la vendimia. No se preocupe, todo va a salir de perlas… Por cierto, dele mi enhorabuena al señorito por el casorio… A la Aurelia le hubiese gustado ir, ¿sabe? Pero bueno, estas cosas hay que hacerlas cuando toca… A ver si para la suya no tenemos estos líos. 

Onofre… —suelta un profuso suspiro —, avisame cuando terminéis, ¿Vale? 

Cuelga la llamada, secándose con un pañuelo el sudor de la frente. Aquel tipo de llamadas con los señores lo ponen nervioso. Mira a su chiquillo, al Antoñito, sentado en el asiento del copiloto de la vieja furgonetilla. Parece un gatico recién sacado del rio, despeluchado y tembloroso, con los ojos vidriosos y la cara descompuesta.

Bueno — dice Onofre para llamarle la atención —, habrá que. 

El muchachito asiente tímido, soltando un resoplido. Es entonces, como si fuese una señal, cuando su padre arranca la furgoneta de nuevo. Callejea un poco por calles apartadas, para que el crio templase un poco el ánimo y el cuerpo. 

Lo mira de reojillo, compadeciéndose del pobre chico. De sobra sabe que no está preparado para hacer aquel trabajo. Es mucho más exigente de lo que uno creería. Hay que ser delicado y a la vez tener la mano firme cuando se vendimia, si no, todo el trabajo de tanto tiempo podría irse al garete.  

De nada vale que esté al borde de un ataque de nervios, por mucho que sea su primer día en el curro y quiera impresionar a los jefes. En esas condiciones no hará más que estropear todo. 

Y no pueden permitirse errores, no con eso, pues no solo los pondrían de patitas en la calle, sino que fallarle a esa familia supondría hacerse un poderoso y peligroso enemigo.

Saca, Onofre, del bolsillo del pecho de su camisa una cajetilla de Marlboro con siete pitillos y un mechero con el gas a la mitad. 

Toma — le ofrece un pitillo —, dale un par de caladas, que te relajes un poco.

Antoñito no duda un segundo. Intentando contener el tembleque de sus manos se lo coloca entre los labios, mientras su padre le acerca la llama. 

Suelta el humo al cielo. Disfruta como el halito roza sus labios al salir. Y ese olor, tan característico del tabaco, que tanto lo calma. Da otra calada, lenta, deteniendo el tiempo por un instante, exhalando la presión con el humo. «Lo que hace un hijo por agradar a un padre» se dice, mientras observa unos niños jugando al balón cerca de allí.

Bueno —resopla, lanzando la colilla al suelo —, habrá que ir volviendo a dentro. 

La pisa más de lo debido, haciendo tiempo. Se ajusta la corbata de nuevo y se adecenta un poco el traje. Una última mirada al móvil, por si Onofre tiene algo que decirle. Nada. 

Caminando despacio vuelve hacia el salón, hacia la boda. No tiene ninguna gana, prefiere quedarse allí, sintiendo los últimos rayos del sol, que se cuelan por las grandes ventanas, sobre su piel. 

Preferiría estar haciendo cualquier cosa antes que eso. 

No dudes, Toni — lo animó su padre, cuando se bajó de la furgoneta —. Tú firme. Yo, ya sabes, voy a mover la furgo y ahora vengo y te ayudo. — Arranca lentamente —. ¿Te acuerdas de lo que tienes que hacer, no? ¿De como va el percal? 

Sí, pa’, no te preocupes… —desvía la mirada al suelo —, no la voy a cagar. 

Venga, muchacho, que nos van a dar las uvas — suelta una profusa carcajada —, ¿Eh? ¿Eh? Las uvas. Lo has pillado, ¿no? 

Sí, papá, sí. 

Cómo nos dedicamos a lo de vendimiar. ¡Pues uvas! ¡Nos van a dar las uvas! — Acompaña la chanza con un gesto de manos. 

Lo he entendido, papá — suena hastiado. 

Es muy bueno. Recuérdamelo luego, que se lo cuente a la mama. 

Venga, papá, tira que nos van a dar las uvas. 

¡Eh! ¡Eh! ¡Ves! Es buenísimo. Las uvas — ríe. 

¡PAPÁ, QUE TE VAYAS YA! ¡QUE LA VAMOS A LIAR POR TU CULPA!

Lo mira Onofre durante un segundo sin decir nada. Le brillan los ojillos. Antoñito desvía la mirada, sin decir él nada tampoco. Es un momento incómodo. 

Así te quiero, hijo, con ese carácter tuyo que tienes. Sácalo. Dejalo que salga y todo irá bien. Ahora te veo. Suerte. 

Lo ve alejarse. Lo ve doblar la esquina. Respira profundamente, una última vez, en la soldad de la vereda. Está algo nervioso, pero templa el nervio con un par de puñetazos en su propio rostro. 

Eres una puta máquina. Una fucking bestia. Un animal. Mentalidad de tiburón. — Golpea su sien con ambos índices—. Un macho alfa. El puto amo. — Termina su discursito motivacional haciendo el gruñido de un animal. Un lobo sinusítico para ser más exacto. 

Golpea su pecho un par de veces, engorilándose más y más a cada golpe. Se ve reflejado en un escaparate y le gusta lo que ve. El gimnasio empieza a notarse ya. Flexiona un poco los músculos para que se le marquen mejor en el apretado polo. El degradado impoluto, como el de todos los demás. A la moda. Piercing en la ceja y un corte, una línea perfectamente afeitada. Vuelve a golpearse el pecho, antes de echar a andar. 

No tarda demasiado en llegar al lugar al que iba. Se planta ante la puerta y, tras un segundo más, en el que se repite su mantra, la empuja con fuerza. 

¡QUIETO TODO EL MUNDO! — grita, sacándose una pistola del pantalón —, ¡SE SIENTEN, COÑO!

En el interior de aquel lugar, una pequeña tiendecita de ultramarinos, no hay nadie más que la joven que atiende. 

Llevate lo que quieras — logra articular, temblando de miedo —, llevate lo que quieras, pero no me hagas nada. 

Da dos pasos tímidos hacia la caja registradora, la cual abre sin dejar de mirar al joven. En sus ojos se refleja una mezcolanza de miedo y confusión, no por el momento del atraco, sino porque cree conocer a aquel muchacho. 

¿Tú eres…?

¡Quieto todo el mundo! — entra entonces Onofre, con un pasamontañas y una escopeta —. Se sienten… ¡Coño! ¡Antoñito, joder, el pasamontañas! 

¿Qué? — inquiere el muchacho, sorprendido, mientras se toca la cara. 

Joder, hijo, que se te ha olvidado. Si es que lo sabía, que no estabas listo para esto… — se levanta el pasamontañas, descubriéndose la cara de decepción —, ya lo decía yo: “que el niño está muy verde, que no va a valer para esto”. Pero no. Tenía que meterse tu madre por medio: “Venga, Nofre, llevátelo. Si le va a venir bien. Y es mu’ apaña’o.” Y mírate, a la primera que te dejo solo vas y…

La joven cajera aprovecha la discusión para escabullirse desde detrás del mostrador. Agachada y tratando de hacer el menor ruido posible se desliza hacia la puerta de la trastienda, esperando poder llegar a la salida de emergencias de atrás. 

¡Tú! — la detiene Onofre, encañonándola desde arriba —, ¿A dónde te crees que vas? 

Yo…

No te hagas la graciosita, chulita — la amenaza Antoñito con la pistola—, ¡que yo estoy muy loco! ¡Que yo, lo mismo, me pongo a hacer así y…! —dice mientras comienza a zarandear la pistola. 

¡BANG!

Antonio, joder — lo regaña su padre —, ¡Mira la que has liado! Joder, ¿Ahora que hacemos? ¿Cómo te haya oído algún vecino? Venga, tira para la furgo… ¡Y tú, muchacha, también! —le indica el camino con la escopeta—. ¡Enga, desfilando todos!

Llevaos la caja, por favor, pero no me hagáis daño. 

Muchacha — habla con un tono mucho más paternal—, no venimos a por la caja. La familia Sorrizo te manda recuerdos, hoy, en el día de la boda del joven señor don Nandito con la hija de los Grondeo, la señorita Lara. 

La joven ahoga un grito. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero se mantiene fuerte. No derramará una sola por él. Sabía que ese momento iba a terminar llegando en algún momento. 

Su destino está sellado desde aquel día en el que entró a la tiendita, buscando comprar un refresco. 

Aquella sonrisa inocentona. Aquellos ojos grises. Y con solo dos palabras se instaló en su corazón. Luego vinieron los encuentros furtivos. Los paseos alejados de las miradas. Las salas oscuras de los cines. Un beso tímido entre cortinas de lluvia. Pasos torpes de baile bajo el aguacero. Las pieles entremezcladas en la clandestinidad. Pasión en el asiento trasero de un coche. Los cuentos de futuro. Castillos en las nubes con piedras de humo. 

Cuando te enamoras del hijo pequeño de alguien tan poderoso como Manuel Pablo Sorrizo. Cuando además eres correspondida. Cuando te pintan una fuga en el horizonte, una casita entre las montañas, las risas infantiles jugando entre las briznas de hierba, un ladrido hogareño; cuando todo es tan idílico, tan de cuento, tiende a aparecer un dragón a lo tire todo por tierra. 

No se revuelve ni un ápice mientras la escoltan a la furgonetilla.

Onofre es educado con ella, la ayuda a subir y a acomodarse en la parte trasera. Sabiendo lo que están haciendo, que menos que no hacer sufrir de más a la víctima. 

Vale, voy a avisar al don Pablo. Antoñito, conduce tú un rato. Ya sabes hacia donde tenemos que ir, ¿no? — Mira a su hijo con cierta desconfianza—. Sino da igual, tú tira que yo te voy diciendo. 

Antoñito mete primera y sale suavemente, mientras Onofre le va haciendo gestos con la mano, pegado al móvil. La vieja furgonetilla, con la chapa algo abollada, carraspea en cada acelerón. Cada cambio de marcha amaga con calarse. El padre aprieta el morro y tuerce el gesto, a ese chaval le faltan aún algunas clasecillas más. Está demasiado verde y así no va a aprobar el examen del carné en la vida. 

Onofre, ¿Qué quieres? Se rápido, que estamos ya en los coches y hay que ir a comer. 

La tenemos. 

Vale, ¿y?... Sí, ahora voy, un segundito que es importante. 

Pues señor que… 

No vuelvas a llamarme, Onofre, hasta que todo esté atado y bien atado. 

Pero… 

Pero nada. Me voy a comer, que hay una boda que celebrar. No me falles Onofre. 

Sí, señor. Perdón por molestarlo, señor. Lo volveré a llamar cuando acabemos. Disfrute del convite. 

Resopla al colgar. Antoñito lo mira expectante, olvidándose de la carretera por un momento. El padre no dice nada, simplemente se deja hundir en el asiento del copiloto. Observa a la joven que llevan atrás, su reflejo en el cristal. Apenas tendrá un par de años más que su chiquillo y eso le parte en dos. Por un momento quisiera no tener que hacer aquello, pero el dinero manda en este mundo podrido. 

Se alejan del pueblo por carreteras secundarias, hacia la montaña, hacia las tierras de los Sorrizo. Llegan, a un extenso pinar, apartado de miradas cotillas y lenguas largas y sueltas. 

Onofre suspira profundamente cuando hace que la muchachita se baje del coche. Coge entonces la escopeta y comienza a caminar detrás de ella. Su hijo parece alterado, por lo que, por ahorrarle el momento le indica que se quede en la furgo, vigilando por si acaso. 

¿Cómo te llamas, niña? — pregunta Onofre, con un hilillo de voz. De sobra lo sabe, pero quiere intentar confortar a la pobre en aquellos, sus últimos, instantes. 

Antía, señor, Antía Castro. 

Bien, bien… Yo soy Onofre. Onofre Páez.

Se hace un silencio incómodo. Caminan lentamente entre los pinos, mientras va cayendo el sol. 

Aquí, aquí estará bien — rompe el hombre el silencio. 

Rebusca en su zurrón de manera apresurada, mientras sostiene la escopeta con la axila. La muchacha ni siquiera se gira para ver que está haciendo. Tiene miedo. Tiene rabia. Impotencia. Quisiera arrancarse la piel con las uñas. Gritar desconsolada al cielo. Maldecirlo a él, a él y a toda su estirpe. Se siente traicionada. 

Tome — le ofrece Onofre un papel arrugado y un lapicero—. Por si quiere despedirse de alguien. 

Ella rompe en llanto mientras lo toma con manos temblorosas. Cae de rodillas frente al señor, que desvía la mirada por vergüenza. Se retira un par de pasos, haciendo como que camina disimuladamente, mientras ella escribe. 

¡Señores, señoras! — se alza una voz tras el tintineo de un tenedor en las copas —. Presten un momentito de atención, por favor. Denme unos minutos de sus valiosas vidas, que voy a proponer un brindis por mi hermanito pequeño, que por fin se casa. — Se yergue, estirado con orgullo. Le encanta ser el receptor de los focos—. Creímos que este día no llegaría nunca — le susurra a Nando, sin perder la sonrisa seductora—. Ya era hora de que fueses centrando la cabeza, hermanito, y que guardases la pichilla en una mujer que merezca la pena, no en una cualquiera… pero no te preocupes, hermanito, que ya nos hemos ocupado padre y yo de ese cabo suelto.  

¿Qué habéis…? — murmura, horrorizado.

Pablo lo corta, alborotándole el pelo. El resto lo ve como un gesto de fraternidad entre hermanos, pero la realidad esconde un tironazo del cabello, como cuando eran pequeños.  

¡Damas y caballeros! —vuelve a alzar la voz —, ahora que tengo vuestra atención permitidme unos minutitos nada más. No he preparado nada especial, pues creí que este día no iba a llegar nunca, ¡Y miranos, aquí, celebrando la boda de mi pequeño Nandito! ¿Quién iba a decir, viendo a aquel crio tímido y vergonzoso, que algún día se casaría con alguien tan preciosa como esta joven dama? — le guiña picaronamente el ojo a su cuñada—. Yo os respondo: Nadie. No habría un alma, en toda la comarca, que apostase a favor de que el pequeño hijo de don Manuel Pablo Sorrizo llegaría a encontrar a alguien tan guapa, tan inteligente, tan pura, tan buena, tan… bueno, se me queda corta la lista de virtudes si las tengo que enumerar — hace una pequeña pausita para que le gente ría—, pues son muchas. Pero, a fin de cuentas, es lo esperado para alguien de su alcurnia. Hoy no solo se unen Nando y Lara, hoy se están uniendo dos familias. — Alza su copa de champán —. Así que brindemos por la prosperidad de esta unión. Que lo que ha unido Dios no lo separe hombre alguno. — Mira a su padre, haciéndole un imperceptible gesto con la cabeza—. ¡POR NANDO Y LARA!  

Chin-chin.

¡Chin- chin!

¡Pum!

Onofre se seca las lágrimas con un pañuelo no muy pulcro. También el sudor de la frente. La escopeta humea en el suelo. 

Ya está hecho — se dice, soltando un suspiro de “alivio”—. Ya está hecho. 

Camina despacio hacia el coche, a por una pala. Su hijo se apresura a ayudar, pero el hombre se lo impide, no necesita ayuda para eso, lo ha hecho tantas veces que ya no se acuerda de cual fue el primero. 

Al comenzar a cavar se percata de la escueta nota que ha dejado la muchacha. El salpicón de sangre parece haber formado un beso. La toma el hombre con cuidado, curioso de saber quien era el último rostro que se le había venido a la muchachita: 

“A mi querido bichillo… o bichilla. 

No sé muy bien lo que eres aún y ya nunca lo sabré. Perdoname por no haber estado contigo cuando mas me necesitaras. Por perderme tus cumpleaños. Por no escuchar tus amoríos. Por no acompañarte en tu vida.

Aunque no llegue a conocerte, que sepas que tu madre te quiere, te ha querido y te querrá. Siempre.” 

Alza la vista Onofre, con sendos lagrimones mojando sus mejillas. Mira primero hacia la furgoneta, buscando a Antoñito; luego al cuerpo inerte de la desdichada muchacha, con dos sangrantes heridas a la altura del vientre. Se lamenta de lo que acaba de hacer. 

Demasiado. 

Mira entonces hacia el palacete de los Sorrizo y luego traza una línea recta hacia el este. Hacia donde se supone que se está celebrando el banquete. Maldice en voz baja mientras sigue cavando. 

No es justo — murmura con rabia, apretando el mango de la pala hasta sangrar —. No es justo. 

Es la primera vez que siente esa rabia interna. Es la primera vez que se percata de que todos esos pinos, bajo los que descansan tantos y tantos olvidados, tenían familia, hijos, hijas, padres, madres, esposos y esposas. Una mascota que los esperaba. Unos compañeros del curro con los que charlaba de cosas vanales. La panadera que siempre sonreía. El quiosquero con el que bromeaban sobre fútbol. Tantas vidas segadas por el capricho de una familia de inmundos desgraciados. 

Vuelve a la furgoneta, descompuesto y sucio. Se sienta en el asiento del copiloto, con el móvil entre los dedos. Teclea rápido, un corto mensajes:

“Don Pablo, ya está hecho”

Mira a su hijo una última vez, indicándole que arranque, que ya se pueden ir. Antoñito no pregunta nada. Tiembla de miedo. No quiere dedicarse a lo mismo que su padre, pero sabe que ya está metido en esa espiral, que no le queda otra. 

¿Te importa que te lo robe un minuto? — pide Pablo a su cuñada, llevándose a su hermano a la terraza casi a empujones. 

Prende un cigarrillo y comienza a fumar, sin ofrecerle otro a Nando, que está acostumbrado a esos desplantes. 

Ya está, Nando, ya eres totalmente libre. Ya no hay nada que te ate… Solo Lara. — Le clava el índice en mitad del pecho—. Y así tiene que seguir, ¿me oyes? No vuelvas a hacer una tontería como esa. Eres Fernando Sorrizo, ¡Coño, empieza a portarte como alguien acorde a tu apellido!

¿Qué habéis hecho? ¿Qué le habéis hecho?

Cuanto menos sepas —se apoya en la baranda, mirando hacia el monte—, mejor para ti. Ahora vuelve adentro, tu esposa está esperando que abras el baile con ella. 

Mientras Nando se va, Pablo busca las luces de la furgoneta entre los pinos. Una sonrisa macabra se dibuja en su rostro, mientras juega a adivinar debajo de que pino está. Apura el cigarrillo. Lo tira al suelo con desprecio y pisa la colilla con excesiva efusividad, como si no fuese una colilla lo que estuviese pisando. 

Ay, Nandito, Nandito, si no fuera por tu hermano…

Vuelve a la fiesta. Ya corbata ya no le agobia para nada, pero le sigue pareciendo todo demasiado excesivo. Todo es muy artificial, pero así es su mundo. Así es como tiene que ser. Sin generar lazos, solo vínculos de los que aprovecharse. Eso es lo que les ha inculcado su padre desde pequeños y así es como tiene que ser. No se puede alterar el orden natural de las cosas y, si no lo entiendes o lo aceptas, aún quedan muchos pinos “vacíos” en el monte. 


lunes, 3 de junio de 2024

Sin Noticias del Frente


La vuelta a la casa familiar fue tan dura como liberadora. Hacía casi un lustro desde la última vez que estuve, protegida, entre aquellas paredes. Había remitido mi enfermedad, por lo que el doctor había tenido a bien permitirme unos días de descanso fuera del sanatorio.

Una mañana gris fue, con melancólica claridad la recuerdo, cuando Hipólito se presentó allí con un discreto coche. Mi padre ni siquiera se había dignado en hacer acto de presencia allí, para recoger a su única hija. A su pequeña. A quien, en otros tiempos, había sido su ojito derecho.

Tiempo ha de aquellas tardes en las que, sentada en su regazo, me contaba las historias de reinos inventados, de caballeros y dragones y princesas recluidas en torreones de marfil.

Así me sentía yo en aquel sanatorio. Cómo la princesa prisionera en su torre, esperando a que el apuesto caballero de brillante armadura apareciese y me rescatase del monstruo que me guardaba. Más no era aquel un monstruo fácil de derrotar, pues era mi propia psique la que me tenía allí atrapada.

Yo, mi propia carcelera. Mi enemiga. Mi martirio.

A veces, cruel torturadora, mi mente obtusa y difusa se plagaba de intrusivos pensamientos que me hacían creer que no me quería; que me veía como un estorbo, como una deshonra. Que mi internamiento no era más que la manera de tenerme alejada de su lado. Pero no eran más que eso, pensamientos. 

Pensamientos que mantenía a raya con el láudano que me daba el doctor para calmar mis impetuosos sentidos. Abotargaba mis quimeras con un pequeño sorbito antes de dormir y otro con el desayuno. Era liberador, aunque había días que me adormilaba en demasía el cuerpo, provocándome nubarrones en los ya de por sí turbios recuerdos. 

Fue una mañana gris. Gris y fría. Hipólito, siempre cortés, me ofreció su mano para que pudiera subir cómodamente los dos peldaños metálicos. El interior del coche era del verde de las botellas. Forrados los asientos con un fino terciopelo y las paredes plagadas de florales motivos, recreando los nudos de las vides. 

El láudano comenzó a hacer efecto ni bien empezó el traqueteo de coche por el empedrado suelo de la capital. El lento mecer me transportó a un estado letárgico, sin llegar a ser un profundo sueño, pero sintiendo mi cabeza algo nebulosa. Entre el sueño y la vigilia. 

Ni siquiera tuve tiempo de despedirme del doctor. Tampoco de ver, desde la ventanilla, la gran Madrid. La magnificente capital que tan ajena me era, pese a pasar mis días allí. Me era tan desconocida como intrigante. En noches de lucidez, cuando mi carcelera se tornaba mi encarcelada, me soñaba perdiéndome  por los callejones, asistiendo al Odeón, que me había dicho Hipólito que era un teatro, o escuchando, embobada, a los charlatanes que vendían bagatelas en las plazas. Un imaginario paseo hasta La Pradera, de romería, a tumbarme sobre las amapolas y bailar un chotis con un mozo bien parecido; un galán de ojos verdes y hoyuelitos en la sonrisa.

El intenso aroma del olivar, mar verde de la tierra donde nací, me devolvió el norte. El mohíno cielo gris tornó en una pincelada añil plagada de arrosadas nubes. Delicadeza divina la de Dios, pintando aquel paisaje para el deleite de la vista de cualquiera. Excelso recibimiento el de mi tierra. 

El candor del Sol, con el delicado tocar de sus rayos en mi faz, calentaba mi desazonada alma. El vaivén del coche era diferente, era como el mecer de las olas del mar. Más acompasado. El aire era más liviano, más puro, no tan viciado como en la ciudad.  ¡Hasta el trinar de los pájaros era distinto! Pareciera que entonaban un fandango de esos que sonaban en las verbenas.

A lo lejos se advertían las casitas encaladas de los pequeños pueblitos, pequeños remansos de una vida más sosegada. Casi podía verme paseando por los caminos de albero, rozando los pliegues de mis vestiduras, cuando iba a que me entallasen los vestidos de romera. Recordaba mi respingona naricilla el olor del puchero de doña Pepa, haciéndose lento a la lumbre, mientras asaetaba mis carnes con un alfiler, al descuido de una vista ya cansada. 

Así, mi humor apagado tornó de un cariz más jovial. Viendo por el ventanuco los olivos me sentí una niñita otra vez, galopando a lomos de la yegua baya por la campiña, sintiéndome libre de mí misma. Volví a los días en los que mi única preocupación era ser conocedora de las comidillas de los altos círculos de la sociedad. Volvió la risueña sonrisa a mi boca, el rubor a mis mejillas y el brillar inocente a mis ojos. 

Pero toda esa alegría se convirtió en angustia y pesar a medida que nos acercábamos a las tierras de mi familia. Al pasar por las negras puertas de forja, mi estómago se hizo un nudo. Me sentía nerviosa, temerosa de que fuese una persona distinta de la que se había ido, de que ellos, mi familia, fueran personas totalmente alejadas de mí. Que me hubiesen olvidado en este lustro. Que ya no fuesen capaces de reconocerme como su hermana, ni yo a ellos. 

Hipólito, siempre atento a mis pesares, me sostuvo las manos entre las suyas. Con un arrullo casi susurrado, la vieja nana que cantaba la Emiliana, su mujer, mi nodriza, era capaz de apaciguar las turbulencias tribulaciones de mi mente. Ese hombre se merecía el cielo. Era como mi padre. Había, Dios me perdone, días en los que preferí haber nacido en su lecho, antes que en la cuna de oro en la que nací.

Me ofreció su pañuelo, el más pulcro y limpio que tenía, para que secase mis emocionados ojos. Contagió su afable sonrisa a mi boca cuando me dijo: «Mocita, no derrames tus lágrimas por esta casa. No las merece. Algún día serás libre como una pavana y volarás a donde tu corazón te lleve, sin rendirle cuentas a nadie, y ahí serás tú, Candela. Ni la hija del duque de Arreola, ni la señorita Arreola, solo tú, solo Candela». 

Cuando el coche se detuvo frente a la entrada, me ayudó a bajar con la misma caballerosidad con la que me había ayudado a subir en Madrid. Era, aquel viejo hombre, un ángel custodio enviado por el mismísimo Creador, para velar por mi bienestar. 

Ante la puerta, formando de manera cuasi marcial, aguardaban todos los criados de la casa. Esperaban mi llegada. Algunos estaban allí únicamente porque se les había ordenado, otros, movidos por la curiosidad y el morbo que suscitaba. No era la primera vez que se agolpaba una muchedumbre a la espera de la “desdichada trastornada”. Pobre de mi padre, había escuchado en una ocasión en el palacio del marqués de Barrón, que había quedado viudo, a cargo de sus tres hijos y de su pobre hija loca. 

Anduve con la cabeza bien alta, mirándolos de reojo. Me repugnaban todos aquellos que cuchicheaban a mi paso, señalándome sin pudor alguno. No iba a darles el gusto de dedicarles un mal gesto. No eran, me aconsejaba Hipólito, merecedores siquiera de eso. 

Encabezaban la recepción don Arturo, el mayordomo, y doña Alfonsina, el ama de llaves. Me recibieron con impoluto protocolo, acompañándome al interior del palacete él, mientras ella se encargaba de reorganizar a la caterva de chismosos catetos que me lanzaban miradas de soslayo, esperando un desliz de mi quebrada mente que provocase una escena que satisficiese su morbosa curiosidad. 

En el recibidor, como si los hubiesen obligado a estar allí, dos de mis hermanos: Justo y Amado. 

El mayor, Justo, se echó a mis brazos en cuanto me vio. Era ya un mocito bien parecido. Me enseñó con orgullo la pelusilla que le estaba empezando a poblar el labio superior, mientras hacía por ocultar la emoción de sus vivarachos ojillos. 

El menor, el más pequeño de los cuatro hermanos, se escondía tras las faldas de Quina, su doncella personal. Apenas tenía ocho añitos, para él era una desconocida. Alguien que venía de visita. Me miraba con extrañeza con esos ojillos azules como el cielo y yo no podía más que sentir tristeza y ternura. 

Salvador, el primogénito de mi padre, no se encontraba en aquel momento en la casa. Ni siquiera en la provincia. Había asistido a una importante recepción en Barcelona, a atender asuntos importantes para el devenir de la finca y la familia. Suavizó con elegancia, don Arturo, la verdadera naturaleza del viaje de mi hermano, que no era más que otra correría de las suyas.

Mi padre tampoco se encontraba en casa, había salido hacia la capital hacía unas horas. Según las estimaciones de don Arturo debería volver para la cena. Hasta entonces, había tenido la consideración de dejar la directriz de que se me atendiesen con diligencia todas mis peticiones. Como si yo no perteneciese a aquella familia. Como si fuese una simple invitada. 

El temor de sentirme una extraña entre los míos se hizo presente en el momento que me dejé caer sobre mi lecho. Lecho que tampoco sentía mío. Ni el tacto suave de las sábanas, ni el aroma de los almohadones era reconocible. 

Aquello me superó. Una angustia atroz se agarró en mi pecho, en mis entrañas. Me faltaba el aire. Necesitaba irme. Lejos. No importaba a dónde, ni por cuánto. Pedí a Hipólito que me ensillase una yegua. Poco me importaba cual fuera, solo quería salir de allí cabalgando lo más rápido posible. Alejarme de aquel lugar. 

Él, con su habitual talante, calmó mis nervios nuevamente. Un abrazo paternal y unas dulces palabras bastaron aquella vez. Propuso entonces, recogiendo mis lágrimas en su pañuelo, que lo acompañase al pueblo, que tenía unos mandados que atender. 

Acepte sin miramientos. Cualquier cosa antes que seguir entre aquellas paredes en las que me sentía más prisionera que en mi habitación del sanatorio incluso. Sólo había una cosa que me hacía aferrarme a aquella tierra y a aquella casa: Sancho. Mi amado Sancho.

Lo conocí en una romería al Rocío y, desde aquel momento me sentí obnubilada. Llevamos nuestro amorío en secreto. Al principio yo, como buena mujer, me hice de rogar, pero él era obstinado. Derribó mis débiles murallas a fuerza de sonrisas y piropos. Una tarde, con una preciosa puesta de Sol hundiéndose en el horizonte, prometió que contraeríamos nupcias cuando volviese de la Gran Guerra, pues había sido llamado a filas. Dijo que me escribiría cada vez que pudiera, que estaríamos separados, pero su corazón estaría siempre a mi lado.

Mi padre, conociendo que era de familia humilde, se había negado a dar el visto bueno para nuestro enlace. No podía permitirse que su linaje se mezclase con la indigna chusma plebeya. ¡Éramos grandes de España! No podía juntarme yo con el hijo de un cualquiera. De hecho, el hecho de enviarme a un sanatorio de Madrid, tan lejos de mi Córdoba, no era más que un burdo intento de alejarme de él.

Sucedió aquella tarde que, aprovechando un descuido de mi custodio, me aventuré por las callejuelas hasta encontrar la casa de Sancho. 

Me recibió doña Adela, su madre, con una mezcolanza de rencor, sorpresa y reproche en la mirada. No cruzamos apenas palabra, que no quería verme allí fue lo único que me dijo, pero antes de que pudiera irme, me entregó los clavos de mi ataúd. 

Una carta, del puño y letra de mi amado. Una carta de despedida. Había caído prisionero en las trincheras, allá en un país que ni siquiera sabía colocar en un mapa. Sendas lágrimas mojaban mis mejillas cuando terminé de leerla. Doña Adela también lloraba, pero de rabia. A mí me habían arrebatado una mitad del ser, pero a ella le habían arrancado el alma entera. Cuando le pedí conservarla, se negó: «Tienes, lo menos, media centena. Déjame que yo tenga, lo menos, una».

No sabía de lo que me hablaba. No era conocedora yo de eso, pero no quise discutírselo. Volví a casa rota. Ni el arrullo de Hipólito era capaz de remendar mi desconsuelo. Quería morirme. Morir allí mismo y acabar con todo. Con el sufrimiento. Con la congoja. Con la maldita enfermedad de mi maltrecha psique.

El láudano, una alta dosis, fue lo único que relajó mi mente. Acerté a escuchar a mi padre renegando de mi visita, tildándola de mala idea y concretando una vista con el doctor Sagrillo para la mañana siguiente. 

Después todo fue a negro. 

Desperté a mitad de la noche, prisionera de una fuerte taquicardia. Creí que iba a morir en aquel mismo instante, pero no fue así. Despejada y desvelada como nunca lo había estado, salí hacía el despacho de mi padre. Había tenido fuertes pesadillas con Sancho y las cartas que mencionó doña Adela. 

Tenía un mal pálpito que quería desestimar. Mi padre podría ser frío, pero no lo vi nunca capaz de llegar a aquellos extremos. 

Me colé, como cuando apenas levantaba tres palmos del suelo, en su despacho. Apenas había cambiado en todo aquel tiempo, y eso me reconfortó. Pero no tenía tiempo que perder. Rebusqué por toda la estancia, entre los archivadores, por los armarios… pero no di con nada. Estaba por rendirme cuando, casi movida por una fuerza externa, me dirigí a su escritorio.

Abrí uno por uno los cajones, sin encontrar nada más que alivio. Y entonces llegué al último. Un cajón que solo podía abrirse con una pequeña llave que mi padre, precavido, escondía en un lugar que, para su desgracia, yo conocía. 

La tomé con miedo. Estuve a punto de echarme atrás, pero algo me impelía a hacerlo. A abrir ese cajón. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Pues allí reposaban anudadas con un pedazo de cuerda, las cartas de las que me había hablado doña Adela. 

Esas cartas, las 48 cartas que mi padre escondió, eran las que él, mi amado Sancho, había mandado desde el frente. Lacradas. Intactas. Tal y cómo habían sido entregadas.

No tuve valor para tocarlas. No así mis lágrimas, que corrieron a besar las letras que había sangrado mi desdichado amado.  

Cerré el secreter despacio, con manos temblorosas, como no siendo capaz de aceptar aquella realidad.

Deambulé por los pasillos como un alma en pena. Mi juicio se había nublado completamente. No era consciente de a donde me dirigían mis pasos, hasta que me descubrí al borde del tejado.

Después de dar un paso, esperando abrazarme a la oscuridad eterna, encontré paz.