domingo, 29 de mayo de 2022

Sangre en el Camino


Cuando el Sol comenzó a despuntar, la ciudad de Vitoria quedó atrás. El caballo mantenía el paso a duras penas, fatigado tras dos días de galope sin descanso. Aún estaba a un día de distancia de la comitiva, más debía darse prisa y alcanzarlos antes de que llegasen a San Sebastián.

Lo habían contratado, hacía un par de semanas, en una taberna. No recordaba bien el rostro de aquel tipo, solo que le plantó una bolsa rebosante de monedas frente a la cara y lo invitó a beber cuantas cervezas pudiese soportar su cuerpo. Hablaron durante horas, como si fuesen compañeros de armas, antes de que el desconocido le desvelase la empresa que debía abordar. Un pequeño grupo de clérigos iba en peregrinación desde Hendaya hasta Santiago, para venerar las reliquias del santo. Escondido como si fuese uno más se encontraba el hijo de un poderoso hombre. El muchacho, educado en Francia, había adquirido ciertas simpatías y pensamientos contrarios a la figura del rey, por lo que podría resultar una amenaza para la seguridad de la corona. Ese era su encargo, tomar la vida del joven.

No había aceptado aquel trabajo porque necesitase dinero; pese a no contar un una boyante fortuna, contaba con el capital suficiente para vivir cómodamente. Tampoco lo hacía por el renombre, ya que a parte de ingente suma, tambien le habían prometido mover ciertos hilos para otorgarle una posición ventajosa entre las filas del ejército.

Era la adrenalina lo que buscaba. Volver a sentir el hervor en la sangre ante la asustada mirada de quien sabe que va a morir. El olor del acero impregnado de la roja savia de los cuerpos. Las voces quebradas, pidiendo clemencia, mientras él, juez y verdugo, arrancaba hasta el último halito de vida.

Volver a sentirse vivo.

Espoleó con violencia al fatigado penco, provocando un airado relincho. De un fuerte tirón doblegó el arranque encabritado del rocín. No había tiempo que perder. El mero recordar aquella sensación le provocaba un placer tan puro que su cuerpo vibraba. El vello erizado con solo pensarlo. El camino se le hizo corto, sumido en aquellos pensamientos que le resultaban tan agradables.

Llevando a su montura al borde del colapso, llegó a la costera ciudad antes de lo esperado. Tras dejarla en una posta, se aventuró por las callejuelas en busca de una posada en la que poder degustar un vaso de vino y dormir un rato.

Despertó poco antes del alba. Apenas había dormido nada, sobreexcitado por los turbios pensamientos que bombardeaban su mente. Recogió sus cosas, encaminándose nuevamente a la posta. El penco que lo había llevado hasta allí pareció esconderse cuando lo vio entrar, pero a él ya no le interesaba aquel viejo ejemplar, necesitaba algo más brioso y potente. Eligió un ejemplar de percherón que, aunque sabía que no sería tan veloz como otros de la posta, se le veía robusto y fuerte, y bien le sería de utilidad cuando tuviese que llevarse el cadáver de su joven objetivo.

Conociendo el itinerario que debía seguir el grupo, pues se lo había facilitado su empleador, no se fue dificil preparar una emboscada. El paisaje de la zona, verde y frondoso, ayudaba a ocultar su presencia y la de su corcel. Además, el hecho de que hubiese estado lloviendo los dias anteriores, creando un barrizal en los concurridos caminos, escondían las huellas dejadas por los cascos del pesado animal.

Mientras esperaba, preparó sus armas. Limpió las dos pistolas de llave de chispa que solía llevar, cerciorándose de que funcionaban correctamente. Tras ello, se dedicó a abrillantar su fiel espada. Con el paso del tiempo, debido a la gran cantidad de vidas que había segado, la hoja había adquirido una tonalidad rosácea que no era capaz de limpiar. De todos modos no le disgustaba, se había acabado acostumbrando a aquella peculiaridad, aunque prefería cuando era el rojo intenso de la sangre el que tintaba su acero.

El grupo se hizo esperar algo más de lo previsto. Rondaba casi el mediodía cuando seis hombres ataviados con capas y sombreros de ala ancha aparecieron en el horizonte. Raudo se ocultó tras unos matos, esperando a que estuviesen lo suficiente cerca para cerciorarse de que ese era el grupo en el que se encontraba su presa. Así era. Uno de los seis, el más joven, se correspondía con la descripción que le habían hecho.

Pañuelo arriba, cubriendo su rostro. Sombrero ajustado. Pistolas cargadas.

Lentamente salió de entre los arbustos, apuntando a los dos hombres que más cerca tenía. Sin intermediar palabra, el joven entendió que era él a quien buscaba. No lo dudó un segundo, desenvainando una espada corta, se lanzó a por aquel hombre al que creía un bandido.

Un solo disparo bastó para que la valentía del muchacho se esfumase. Ni siquiera fue un disparo contra él, sino uno al cielo. Una advertencia que cumplió su objetivo con creces. La corta espada se resbaló de entre sus dedos, al tiempo que las piernas le temblaban.

Los clérigos intentaron protegerlo a toda costa. Ninguno fue rival para la insaciable sed de sangre de aquel hombre. Uno a uno les fue dando muerte, ante la temerosa mirada del joven noble. Se estaba recreando en el sufrimiento del muchacho, asesinando lentamente a aquellos con los que había compartido vivencias del viaje.

Cuando se plantó frente a él, su cuerpo no le pertenecía. Sus piernas se negaron a huir. Sus brazos no podían dejar de temblar. Quiso implorar por si vida, pedir piedad. Su padre tenía tierras y bienes que ofrecerle a cambio de su vida. Su garganta no habló.

El hombre acercó la pistola lentamente a la cabeza del muchacho, colocando el cañón junto a su oreja. El disparo lo dejó sordo. Un hiriente pitido le perforaba el tímpano, mientras la burlesca risa de aquel malnacido le helaba la sangre. Al a alzar la cabeza para enfrentarlo, la punta del sable penetró por su ojo acabando con su vida casi en el acto.

Otro encargo cumplido.


La Apuesta



Nos habíamos vuelto a venir arriba. Para una vez que lográbamos coordinar las vacaciones de todos para poder hacer, por fin, el Camino de Santiago, alguien propuso hacerlo en bicicleta. Nunca habíamos sido muy de los deportes, a lo sumo alguna pachanguilla futbolera el fin de semana y, si nos veníamos muy arriba, 3x3 baloncestístico. Aún así, a ninguno la pareció mala idea desengrasar los pedales, calzarnos unos culotes ajustados que nos recalentarían la hombría y lanzarnos a la aventura. También influía el hecho de que aquel verano estábamos a tope con los eventos ciclistas.

Teníamos un par de semanas por delante, en las que fortalecer nuestros vínculos y hermanarnos más si cupiese, gracias a la mística del Camino.

Salimos de nuestro pequeño pueblecito en dirección a Vitoria bajo un sol de justicia. Aún siendo verano, nunca he vivido día con más calor que aquel, aunque las negras nubes que se cernían sobre la capital alavesa anticipaban la tromba de agua que nos acompañaría mas allá de la frontera del País Vasco. Tras dos días pedaleando bajo la lluvia, jurando en arameo, al fin escampó, dando paso de nuevo al abrasador sol de julio.

Aquel sofocante calor no fue nuestro mayor enemigo. Pedalear bajo la inclemencia de Lorenzo no era, para nada, tan fastidioso como la cabezonería de todos y cada uno de nosotros. Ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, ni admitir que no sabían bien la ruta a seguir, así que en el mismo momento en el que terminamos la segunda etapa, acordamos convertirlo en una especie de carrera.

Dos etapas más tarde, ya superada casi la mitad de nuestro itinerario, nos creíamos los Indurain de turno, apretando las subidas de cualquier repecho como si estuviésemos atacando el Tourmalet. A cada bajada intentábamos ser lo más aerodinámicos posibles. Adelantábamos coches y peregrinos de la manera más temeraria imaginable, llegando a usarlos como obstáculos para el resto. La amistad y el compañerismo, evidentemente no existía. Poco nos importaba quien acababa patas arriba en una cuneta y, por supuesto nadie se detenía, aunque uno de nosotros estuviese echando las tripas. Solo importaba acabar la “etapa” en cabeza.

Así, cubiertos de magulladuras y moretones, ampollas en las ampollas, llagas en las cebaduras de los muslos y los músculos al borde del desgarro llegamos a Arzúa. Cada uno había “ganado” al menos un par etapa y quedado último en otra. No estábamos llevando los tiempos, ni siquiera estábamos llevando la cuenta de las victorias reales. Todo era a ojo de buen cubero, por lo que concretamos que debíamos ir más o menos empatados.

Hicimos noche en el pueblo pese a llegar a media tarde, pues las fuerzas no daban para mucho más. Aquel fue el único día que descansamos en condiciones, despues de llevar casi dos semanas levantándonos al amanecer para competir en una autoimpuesta carrera que no tenía más premio que el poder pregonar orgullosamente “Yo llegué el primero”.

Rondaban las diez cuando Antxon nos despertó, ya embutido en el maillot amarillo que le cortaba la circulación de los muslos. No había tiempo que perder, estábamos ante la última etapa. La que determinaría al ganador de aquella improvisada “Vuelta al Norte de España”. La que coronaría al más veloz ciclista del grupo.

Tras un copioso desayuno, en el que zampamos como si llevásemos meses sin probar bocado, montamos nuestras fieles monturas. El sillín ergonómico que me había prestado mi tio, ese con el que él había recorrido más de media península como si fuese sentado en una nube, era el trono del infierno. Los pedales se me hincaban en la delgada suela de las maltrechas deportivas, que parecían haberse deteriorado en una semana más que en los siete años de uso que le había dado. Pasé de ponerme las gafas, no porque aquel día librásemos del refulgente sol, sino porque tenían tanta porquería que no me permitían ver bien el camino.

Un instante antes de salir, con todos colocados en fila ocupando la totalidad de la carretera, una voz se alzó lanzando una frase que, a priori, podría haberse quedado ahí: “El último invita a una mariscada”. Pero entonces otro lanzó la lapidaria frase que hizo que nos tomásemos realmente en serio aquella carrera. Esa frase que hace que cualquier hombre se retrotraiga a su más primal instinto neandertal. Esa frase que automáticamente se convierte en el más sagrado de los contratos e ignorarla supone fallarle a la propia naturaleza de la humanidad: “¡No hay huevos!”. Los puestos dejaron de ser relevantes. Poco importaba llegar el primero o el penúltimo. Ya no había ganadores. Ya no importaba ser el primero en llegar. Todos teníamos un único pensamiento, no ser el último. En ese instante dejamos de ser amigos. Todo valía.

Las dos horas y media que separaban Arzúa de Santiago las hicimos en poco más de una. Volábamos. Dejaríamos a cualquier contrarrelojista a la altura del betún. Exprimiendo al máximo nuestras últimas fuerzas, Antxon y yo logramos escaparnos del resto. Entramos en la ciudad emparejados, rueda con rueda, sintiendo el rechinar de los dientes de los otros en los oídos. Aún sabiendo que manteniendo el ritmo ninguno de los dos tendría que pagar la mariscada de marras, pusimos una vez más el orgullo por encima de la integridad física.

Ascendimos la última cuesta como si se tratase de un puerto de montaña, poniendo el alma en cada pedalada. La meta era la escalinata de la Catedral. Logré destacarme una cabeza cuando la rueda delantera de la bici se clavó en el hueco de una alcantarilla.

En piedra dejé grabado mi sobrehumano esfuerzo, la efigie de mi rostro y el contorno de mis rodillas. Aún quedando segundo, me llevé más puntos que ninguno, un precioso ramo de flores y la firma de todos cuantos me querían en la aparatosa escayola que inmovilizó mi brazo durante semanas… pero, nada me impidió disfrutar de la mariscada, rodeado de aquellos duros competidores a los que llamaba amigos.

Al final, pagamos a medias.