Yo, que me vanaglorio de una capacidad de deducción casi prodigiosa. Que siempre he regido mi pensamiento por la lógica y la razón. Que he resuelto centenares de puzzles, juegos de lógica, acertijos y adivinanzas. Que con el más ínfimo pormenor he sido capaz de hilar los acontecimientos sin errar apenas un ápice. Yo, que he devorado sesudos libros con tal de aumentar mi conocimiento. Que he investigado la psique humana con tal de desentrañar hasta el último de los secretos que esconde. Que he estudiado el origen de las palabras y su evolución, buscando comprender el lenguaje para que no se me escape ni un detalle. Yo, que guardo en mis entrañas el ego desmedido de un detective de novela, he sido herido en el orgullo por la infantiloide ocurrencia de una mente adolescente.
Tan solo una palabra bastó para desinflar el pecho henchido por un cruce de miradas retóricas con una fotografía. El brillar de una mente se nubló ante seis simples letras, escritas una detrás de otra, queriendo formar palabra. Una palabra curiosa. Una palabra exótica. Ignota para mí. Una palabra que encendió las llamas de la curiosidad. Aquella noche el detective fagocitó al escritor. Una imperante necesidad de respuestas se expandió en mi ser cual virus, impregnando en cada célula el ansia de conocimiento.
Recurrí al siempre socorrido internet, con esa misma vergüenza que cuando buscaba la respuesta a algún enigma porque se me había enquistado su resolución. Revisé diccionarios y enciclopedias, esperando que fuese una palabra en otra lengua. Buceé en las enturbiadas redes, muy poco sociales, en busca de un hilo del que tirar; bajé al fango de la red en la que ya no anidan pájaros; chapoteé en la superficialidad de aquella otra, la de la vida perfectamente artificial. Todo me devolvía al punto de partida. Al primer sitio donde la leí. A esa página, en aquella red añeja que te recuerda los cumpleaños de gente que hace años dejó de importarte, pero, por cortesía, felicitas año a año.
Desvelado pasé la noche tratando de encontrarle una respuesta a un enigma que compliqué de más. Me ardía en el alma. Desvariaba mi mente con absurdas hipótesis sobre que pudiera ser, mientras me desafiaban unos ojos, los mismos que horas antes habían desbordado mi inspiración. Era como si se riese de mí por no ser capaz de resolver su sencillo acertijo. Recreamos el duelo de la Esfinge y Edipo, quien también la mal llamó musa.
A los primeros rayos de Sol concedí mi derrota. Notaba la mente abotargada. Las ganas de escribir con las que había empezado la noche se habían disipado en una densa bruma, en la que solo podía ver aquella palabra. Notaba el cuerpo ardiendo. La frente perlada en un sudor frio, incómodo. Me latía la sien por el desgaste, como si realmente me hubiese enfrentado a un problema en el que me fuese la vida. Unas décimas de fiebre.
Latió en mi pecho, en mi orgullo, una sangrante herida. Le estaba dando demasiada importancia a algo tan nimio como aquella palabra, pero así funciono. El desconocimiento me puede. La necesidad de saberlo todo. De resolver cuanto acertijo se me presente. De completar puzles. Atar cabos. Hilar los hilos hasta tejer una historia. Una conducta obsesiva-autodestructiva, que alimenta mis monstruos internos.
Pero, uno no puede resolverlo todo.
Abnegado, abracé mi fracaso como si fuera un viejo amigo. Sentí su tibio hálito en la nuca, cuando se rió de mí. No lo hizo con mala intención, era una risa amistosa, pues hacía demasiado que no nos veíamos.
Tras un profuso suspiro, apagué el portátil. En la negra pantalla, mi reflejo me devolvió una mirada compasiva. Una mirada que me estaba perdonando el no haber sido capaz de resolver aquella incógnita. Me quedé un rato más, mirando al vacío de aquellos ojos cansados. Aunque no quedaba ya en mi mente una neurona que exprimir, aquella maldita palabra seguía ahí. Torturándome. Enturbiando mis sueños hasta que me despertaba, una y otra vez, empapado en sudor.
Amanecí mucho antes de lo que suelo. Con apenas un par de horas de sueño en la espalda. Seguía queriendo escribir. Seguía queriendo aprovechar el viento que me había dado aquella musa. Pero cada vez que me sentaba frente al papel, la palabra era lo único que podía plasmar. Aquella dichosa palabra.
Buscando una actividad que mantuviese mi mente alejada de aquella palabra, renunciando a la escritura aquel día, decidí darme una ducha. Que el agua es curativa, decía mi madre. Que sana las heridas y se lleva los malos pensamientos por el desagüe. Y, siguiendo aquel consejo, me metí en el baño acompañado de mi fiel altavoz. La música a todo volumen y el agua caliente, a lo que el cuerpo aguante. Si no era capaz de hacer que la palabra resbalase desde mi cerebro, por lo menos la evaporaría.
Nubes de vapor empañaron el cristal donde volví a escribir la palabra. Una última vez. Degustando cada letra con mimo. Como una caricia suave en la espalda. Con el jabón se mezclaba un aroma que me erizó la piel. Un aroma que no recordaba haber olido, pero no se me hacía ajeno. No estaba en ese momento pensando en lo que estaba escribiendo. Y entonces me vi, reflejado en el espejo, con aquella mirada perdida en pensamientos que no debería. Y entonces la vi. La vi reflejada. La vi desnuda como yo. Como debía ser leída.
La sonrisa bobalicona dio paso a una carcajada estrepitosa. ¡Estaba resuelto! Lo había resuelto. Enjabonado aún, salí de la ducha para poder leerlo bien. Me sentí ridículo. No por lo extravagante del momento, sino por la simpleza de la palabra. No estaba en un idioma extranjero. No era el nombre de una banda. Ni de un personaje. De algún cantante indie tampoco. No era el título de una novela. No era una palabra inventada. No era nada de eso. ¡Era su nombre! Simple y llanamente su nombre. ¡Su nombre!
Aquella noche escribí. Escribí como hacía tiempo que no escribía. Escribí con ganas de escribir. Escribí para volcarme en el papel. Para vaciarme. Escribí para que tú me leyeras.
La palabra seguía habitando mi mente, pero ya no quería deshacerme de ella. Ya no opacaba el sinsentido de mi mente, ahora la iluminaba. Tornó en el viento que impulsaba mis alas. Guiaba mis dedos sobre el teclado. Me divertía murmurándolo como el brujo que conjura un hechizo. Me gustaba como sonaba. La musicalidad exótica que evocaba a civilizaciones pretéritas. La sonrisa idiota que se dibujaba cuando la dejaba escapar desde mi lengua. Y el escalofrío que me recorría el cuerpo después.
No sé cuánto durará el hechizo esta vez. Si te irás con el verano. Si se irán contigo mis ganas de escribir. Si debo llamarte musa, capricho o algo más. Si el ángel cabrón, al que un día arranqué las alas, tensa su arco de plomo preparando su venganza. Si buscaré tu risa en las noches de luna llena. No sé si te volveré a encontrar. Si llegarás a leer estás líneas…
Latirás en mis historias durante una temporada. Hasta que otra musa, más interesante, ocupe tu lugar. Pero ojalá ese día no llegue nunca y pueda seguir pronunciando ese nombre hasta que ya no signifique nada.
Uxtena.