San Sebastián. 25 de Julio. Ocho de la tarde. El sol ya empieza a caer. Se ve perfecto, como una gran bola anaranjada y gaseosa, reflejándose en las azuladas aguas del Cantábrico. Es una escena digna de un cuadro impresionista, como aquel amanecer que reflejó Monet, y que tan encandilado me tiene. Últimamente estoy redescubriendo la obra de los impresionistas, así que todo me recuerda un poco a ellos, o por lo menos, intento que me recuerde a ellos.
¿Y pensar que casi me pierdo ese hermoso atardecer, por mi habitual pereza? Sí, soy un perezoso de cojones y, cuando Iván apareció el miércoles en mi casa diciendo que podríamos ir de fin de semana (más bien de viernes a martes, pero él lo llamó "fin de semana") a San Sebastián a visitar a Domi (de Domingo), que está estudiando allí, por poco declino la invitación.
Tuvo que insistir un poco. No me hacía especial gracia recorrer quinientos kilómetros metido como sardina en lata, en el coche de Iván. Aunque sí que me apetecía ir a visitar a Domi, que no lo veíamos desde navidad. Intentamos que Andreu o, incluso, Adrián viniesen, para poder repartirnos en dos coches, pero no hubo manera.
Total, el viernes a las cinco de la mañana salimos desde Artés (Barcelona), aún ni siquiera había amanecido. Querían salir temprano, porque a la velocidad a la que va el coche de Iván, y la ruta que tomamos para evitar peajes (¡oye, que la pela es la pela!), tardamos en llegar unas siete horas. Fue un viaje un tanto extraño, dando cabezadas durante las primeras seis horas, chocando entre Oliver y Kenny (de Kenneth). Como soy el más bajito de mi grupo de amigos, me tocó ir en el asiento de en medio, con aquellas dos moles de masa humana que son Oliver y Kenny. Siete horas metidos en el puñetero todoterreno de Iván, a ochenta por hora, con un calor tremendo, pues cuando llegamos a San Sebastián, lo único que quería era ducharme y acostarme.
Recuerdo que el primer día salí por mi cuenta. En lugar de irme con Oliver, Kenny y Domi a hartarme de beber, o mejor dicho, a mirarlos como bebían, porque yo no bebo alcohol; o darme una vuelta con Iván y su novia Irene, que seguramente querrían disfrutar solos de la ciudad; me fui a la playa. Hay veces que me apetece estar solo, ese era uno de esos días. Era de noche, se escuchaba música suave de fondo, el mar estaba tranquilo. A penas tenía una vieja cámara de fotos y una libreta, con su lápiz y su goma de borrar, pero no necesitaba más. No recuerdo a qué hora volví a casa, pero no fue pronto.
El sábado, me dediqué a explorar la zona, por culpa de la vena periodística que me sale de vez en cuando. Kenny vino conmigo, pensando que era capaz de seguirme el ritmo, pero en cuanto vio que quería ir a sacar fotos al Cementerio de los Ingleses, en la cima del monte Urgull, prefirió esperarme abajo. Pues bien, subí, saqué mis fotos del paisaje y bajé a eso de las nueve. No dejé piedra sin remover, lo intenté ver todo, sacar fotos de todo. Me compré un botellín de agua en el bar reggae de la parte alta. Es un poco sorpresivo que pongan un bar a esa altura, aunque no una mala idea.
Cuando volvimos a la habitación del hostal en el que estábamos alojados, el resto había salido a cenar. Kenny cayó dormido en su cama y yo me fui a mi habitación. Teníamos tres habitaciones alquiladas en un pequeño hostal de la costa, aun siendo caro, no estaba mal del todo darse un capricho de vez en cuando. Iván e Irene dormían juntos (evidentemente), Oliver compartía la habitación con Kenny, y yo era el único privilegiado que pudo dormir solo (por más que Iván se opusiese, porque me iba a salir caro, yo prefería dormir en una habitación aparte, porque dormiría más cómodo de esa manera).
El domingo sí que lo pasamos todos juntos, yendo al pueblo en el que estudiaba Domi (a una media hora de San Sebastián). Era un pueblo pequeño y pintoresco, muy verde, con muchos gatos por la calle y vecinas curiosas en los balcones. Picoteamos algo en un bar, para luego tumbarnos en los columpios de un parque infantil. Aparecieron unos niños del pueblo, con los que tuvimos un cruce de palabras un tanto surrealista. Al fin y al cabo, éramos la novedad y los niños querían hacerse un poco los chulos, como para marcar territorio. Al final todo acabó en risas vergonzosas de los niños, respondidas con alguna puyita de nuestra parte, aunque no la entendieron como debieran. En fin, nada que achacarles, nosotros a su edad éramos iguales (o peores). Volvimos a "casa", nos arreglamos y salimos a dar una vuelta. Domi nos había dicho que esos días se hacia el Jazzaldia, recalcando la suerte que habíamos tenido, porque así podríamos verlo. Una cena de picoteo por ahí, probando los deliciosos (y caros) pintxos donostiarras. Y para "casa" de nuevo. A ninguno de mis amigos parecía interesarles el Jazzaldia, así que tuve que conformarme con escucharlo desde la ventana.
Y por fin lunes. No hacía un día perfecto, amaneció nublado, incluso chispeaba un poco, pero hacía calor. Preparamos unas mochilas y nos fuimos a pasar el día a la playa de la Concha. Nunca voy a olvidar lo fría que estaba esa agua, ni lo profunda. Ni lo vacía que estaba la arena, ni lo limpia, en comparación con las playas a las que solemos ir. Oliver, Domi y yo nos vinimos arriba, y nos pusimos a nadar hacia una plataforma en medio del agua. Kenny también se apuntó, pero tras dos brazadas, desistió del intento, volviendo al resguardo de la sombrilla. Llegamos desalentados a la plataforma. Era un cuadrado bastante grande, de plástico, con un tobogán y un trampolín. Tras recobrar el aliento, y tirarnos un par de veces desde el trampolín (con toda la intención de llegar al fondo, aunque sin buen resultado), volvimos a donde habíamos puesto la sombrilla.
La vuelta fue, cuanto menos, increíble y esperpéntica. Oliver tenía en la cabeza que era más sencillo nadar hasta en frente de la sombrilla, por donde más cubría, para luego volver en línea recta, en lugar de llegar a la arena e ir andando. Evidentemente, se cansó a medio camino, porque no teníamos la misma energía al ir que al volver, además, las olas no terminaban de sacarlo. Parecía una foquita chapoteando en medio del mar, mientras Domi y yo nos partíamos el pecho de la risa. Al final, tras veinte minutos, Oliver pudo salir del agua. Las bromas sobre su “gesta” no cesaron hasta bien entrada la tarde.
Estuvimos hasta la hora de comer, hasta que Iván nos indicó que era hora de ir buscando algún sitio barato para menear el bigote. Recalco barato, porque acabamos comiendo en un Burger King (que se note, que vamos a probar gastronomía vasca de la buena). Total, que comemos (aun le debo el dinero del menú a Iván, porque se emperró en pagarlo todo, porque no sabemos organizarnos), y cuando terminamos, Domi propuso subir al Urgull.
Me reusé a ir de nuevo, ya que ya había subido solo dias atrás. Mis amigos se quejaron un poco, porque habíamos hecho el viaje para estar en grupo, y me había desligado un poco. Los acompañé durante un rato, para luego volver a la playa, pero esta vez no a la Concha, sino a la que está al otro lado del rio, a Zurriola. Seguía estando fría, pero hacía calor.
Me estuve bañando hasta las seis, hasta que se llenó de gente. Demasiada gente. Entonces me sequé y me puse a deambular por allí, en busca de un bar en el que sentarme a tomar un café. Tranquilo. La música del Jazzaldia me llama demasiado la atención, así que paseo hasta el Kursaal, pero en el momento que veo la aglomeración de gente, aborto el plan.
Y así llegamos a donde lo he dejado al principio de esta historia. Ya os he puesto en contexto, así que ya podéis seguirme con conocimiento de causa. Pues bien, es lunes, pero es fiesta en muchas zonas, por lo que no hay muchos bares abiertos (por lo menos, no encuentro yo muchos de mi agrado).
Al fin he encontrado una, que parece tener buena pinta. En la amplia cristalera se puede leer The Loaf (todo en mayúscula), en letras paleteadas. Entro y el olor de los bollitos recién horneados me llama. Me pido un bollito de canela y un cappuccino. Una agradable chica morena, vestida de negro, con un delantal blanco con el nombre del local, me lo sirve con una sonrisa en una bandejita. Tras pagar salgo a la terraza. Me planto en una mesita de madera, acerco una silla metálica negra, y me pongo a mirar hacia la playa.
No pasan muchos coches por delante, a pesar de que la carretera está justo enfrente. Rebusco en mi mochila y saco mi vieja cámara de fotos. No es de los mejores modelos, pero cumple su función bastante bien. Me pongo a sacar fotos, mientras disfruto del café, a todo aquel que pase por la acera de enfrente.
El café no me dura mucho, ni el bollito de canela tampoco. La verdad, es que después de los nuggets de pollo del Burger King, aun me apetecía comer algo más. Me levanto, llevo la bandeja con la taza al interior, me despido de la dependienta, que me pide que vuelva cuanto antes.
Salgo y me pongo a andar hacia la música. Hacia el Jazzaldia, de nuevo. Sé que hay demasiada gente, que a mí no me gusta estar cerca de las grandes aglomeraciones, porque no estoy cómodo, pero no tengo intención de mezclarme con ellos. Me siento sobre el murete de piedra que hay cerca de los escenarios. Me dedico a sacarle fotos a la gente, de nuevo. Estoy tan metido en lo que estoy haciendo, que no me doy cuenta de que me está vibrando la mochila entera.
—¿Sí?— Contesto, sacando el móvil.
—Diego, ¿Dónde estás? —responde Iván, al otro lado de la línea.
—Frente a un edificio en forma de cubo, gris, así como de cristal...— describo, y rápidamente añado—. Cerca del escenario verde.
—Vale, pues en un rato estamos allí. ¡No te muevas, eh!
Iván cuelga, aunque yo ya no le estoy haciendo caso. Por la pantalla de la cámara (que estaba usando mientras hablaba), acaba de aparecer la chica más guapa que jamás he visto. Es morena, con el pelo largo y ondulado, y el flequillo peinado hacia la izquierda. Tiene una sonrisa preciosa y una piel bronceada, tersa y aparentemente suave. Le hago una foto, casi sin pensarlo. Y luego una segunda. Me doy cuenta de que no he quitado el flash de la cámara, que puede que me esté viendo, así que la escondo rápidamente.
Aun así, no puedo parar de mirarla. Nunca he visto a nadie así, por lo menos, nunca he visto a nadie que me llamase tanto la atención. Y no sé porqué, porque no es que fuese nada fuera de lo común. No deja de ser una chica joven, que va a escuchar buena música (sí, me gusta el jazz, el blues y todas esas cosas antiguas, a pesar de tener veintidós añitos... si es que, soy de lo que no hay… o eso dicen mis amigos, a los que le gusta la “buena música”).
Ella lleva un mono de flores, corto, que deja al descubierto sus dos piernas. Un brillito en la nariz me deja ver que lleva un aro (No estoy muy a favor de esa moda de perforarse la nariz, al fin y al cabo, opino que afean la belleza natural de cualquier persona; solo pensad que la Mona Lisa tuviese un arete en la nariz, ya no sería lo mismo, o las Meninas, o la Joven de la Perla, o… podría mentar cientos de cuadros, pero no quiero desviar el relato… no demasiado). Aun así, a ella le queda bien, o no me molesta que lo lleve. Y nunca me había pasado eso.
No sé porque, pero no puedo apartar la vista de ella. La veo bailando entre sus amigas, riéndose. Me da cierta envidia. Me encantaría ser una gota de sudor, para descubrir su geografía corporal, pero de sueños no vive la gente. Vuelvo a sacar la cámara, me pongo a sacar un par de fotos más. Intento alejar la mirada de la muchacha, pero vuelvo a caer y, cuando me percato de que ella me mira directamente, me pongo en pie y empiezo a andar por el muro, con intención de evitarla.
Me siento un poco más alejado, pero sin dejar de verla. De nuevo a sacar fotos. Tras unos segundos noto que ella se acerca un poco a donde estoy yo. Disimuladamente, como si estuviese bailando con su grupo, pero se están acercando. De nuevo, me pongo en pie y camino un poco más, hasta que empieza la bajadita hacia la playa. Ya no puede seguir bailando hacia mi posición, no si no quiere parecer algo llamativa.
Suspiro aliviado. Miro la puesta de sol a través de la pantallita de la cámara. De espaldas a los escenarios. De espaldas a ella. A lo mejor, si no la miro, desaparece. O por lo menos, deja de intentar buscarme. Puede que simplemente sea una coincidencia o una paranoia mía, pero no me termina de convencer. En fin, el atardecer es precioso, debería centrarme en él...
—¿Hola? —suena una dulce voz tras de mi—. ¿Tú no eres de por aquí, verdad?
Me giro lentamente. Tampoco es plan de parecer un paranoico. En efecto, es ella. La chica del mono de flores. La tengo a apenas un metro, mirándome, con sus dos grandes ojos marrones. Parece curiosa, sobre todo, porque repite su pregunta.
—No sé porque lo dices —respondo, intentando parecer normal.
—Por las pintas que llevas —resuelve ella, señalándome de arriba abajo.
No sé qué tienen de malo mis pintas. Llevo unas chancletas negras, unas bermudas azules, una camiseta de tirantes blanca y la gorra azul. Hacia atrás. Siempre la he llevado así, es como mi pequeña manía. El pelo, largo y negro, lo llevo recogido en una coleta despeluchada, tapándome el cuello. La cámara colgada al cuello y una mochila de tela vaquera colgando del hombro izquierdo, con la toalla azul de la medusa del National Geographic, hecha un churro, enganchada al tirante. Vale, igual es un poco “llamativo”, pero estamos en verano, estoy en la playa... No desentono.
—¿Qué tienen de malo mis pintas? —bufo, un poco indignado.
—Nada, nada —se apresura a contestar ella, moviendo las manos—. Simplemente me habías llamado la atención.
—¿Yo? ¿Por qué? —.Sorprendido.
No suelo llamar la atención de nadie, es más, prefiero pasar desapercibido. Soy un observador, pero no me gusta que me observen. Creo que es alguna especie de trauma o algo, no sé, ya me lo haré mirar, pero no me gusta que me observen, siento que me están analizando y me pone nervioso.
—Sí, tú, me has llamado la atención... No sé porque —dice ella, apartando la mirada.
Me gusta. Me gusta la situación. Me gusta esa tensión que se está creando entre los dos. Esa atracción casi eléctrica que se acaba de formar en el ambiente (demasiado poético todo). Me gusta que desvíe la mirada, avergonzada. Me parece adorable.
—Tú también me has llamado la atención a mí —confieso, mostrándole las fotos de la cámara.
—¡Ahora contéstame! —exige, clavándome la mirada—. ¿De dónde eres?
—No es importante, dejémoslo en que no soy de aquí —respondí, a fin de cuentas, no creo que la vuelva a ver—. Dejémoslo en una coincidencia puntual de dos personas, que por algún motivo se han gustado o se han sentido atraídas.
Ella sonríe y empieza a bajar hacia la playa, mientras me hace un gesto para que la siga. Ni siquiera me lo pienso. Ya le pueden dar por saco a la socorrista de la piscina del pueblo, a Paloma, la chica de Barcelona o a cualquier otra chica que haya pasado en mi mente, yo me quedo con mi morena donostiarra.
—Oye, por cierto, ¿Cuál es tu nombre? —inquiere, cuando pisa la arena.
—No creo que sea importante, tampoco—. Cuantos menos vínculos creemos, más fácil será para los dos.
—Yo soy Laura... por si te interesa.
Realmente sí que me interesa, es más, llevo un rato queriendo preguntárselo, pero no me atrevo. Realmente es la chica más guapa de mi universo, nada ni nadie puede hacerle sombra. Dejo que ella me coja la mano y haga conmigo lo que quiera. Puede arrancarme el corazón allí mismo, que no me va a importar.
Sin previo aviso, empieza a tirar de mí hacia la arena mojada. El agua sigue fría, aunque no tanto como antes. Me suelta la mano y empieza a correr por la orilla, chapoteando. Instintivamente la sigo, corriendo tras ella. La atrapo tras una carrerita, y caemos sobre el agua. Y nos besamos.
Creo que no ha habido nada que quisiese más, como aquel beso. Me quita la gorra, acariciándome la cara y el pelo, y la tira a tomar por el culo. Es mi gorra favorita, pero no me importa. Nos sentamos, con las olas rompiendo contra nosotros. Poco importa. Me quito la camiseta, mientras ella se saca el mono.
—Con la boca —gime, mientras se señala el sujetador de encaje blanco.
No me hago de rogar. Haciendo caso a su petición, se lo arranco de un mordisco. La escucho gemir de nuevo, y eso me llena de determinación. No tengo muy claro que hacer, así que empiezo a besarla suavemente por el cuello, para ir bajando lentamente, hacia su pecho.
Quiero seguir bajando, pero me agarra la cabeza, desde la barbilla, y tira hacia arriba. Volvemos a besarnos. Ella se abalanza sobre mí, tirándome de espaldas. Siento sus uñas clavándose en mi espalda. Nos terminamos de desnudar, mientras las olas siguen rompiendo contra nuestros cuerpos, desnudos y unidos.
Es todo muy apasionado, demasiado idílico. Nunca pensé que me encontraría a nadie así en San Sebastián, ni que llegase a esa situación. Nunca pensé que me encontraría sobre el frio agua del Cantábrico, con una hermosa muchacha que gime, mientras me muerde el lóbulo de la oreja. No hay lunar de su cuerpo que no encuentre, ni centímetro de su piel que no recorra con mi lengua.
Ella vuelve a gemir de placer, y empieza a gritar mi nombre. Al principio siento un poco de vergüenza, pero me doy cuenta de que en la parte de la playa en la que estamos, no hay nadie, así que no importa tanto. Vuelve a gritar mi nombre, cada vez más fuerte, pero me doy cuenta de que no se lo había dicho en ningún momento. Clava sus dedos de nuevo en mi espalda. Diego, Diego...
—¡DIEGO! —Un chasquido me saca de mi ensoñación—. Hostia tío, que llevo diez minutos aquí, chasqueando los dedos, como un imbécil.
Oliver esta frente a mí, rodeado por el resto del grupo. Con un gesto enfadado, mi corpulento amigo me da un toque en el brazo, haciendo que la cámara de fotos se me escurra de las manos. Por suerte, cae al murete, justo entre mis piernas. No le ha pasado nada.
Instintivamente la recojo y comienzo a buscar las fotos de la muchacha, de Laura, pero parece que no hay ninguna. Salto del muro, aparto a Oliver, que me chilla algo, pero no le hago caso. Empiezo a buscar entre el gentío del Jazzaldia. Ni rastro.
—¿Qué coño le pasa? —inquiere Kenny, mirando al resto.
—Ni puta idea —responde Domi, encogiéndose de hombros.
La busco durante diez minutos, incansable, por todos los rincones. Incluso cuando volvemos a las habitaciones, yo sigo buscándola. La veo en todos lados, me parece que va a saltar de cualquier esquina, y no quiero que se me pase. Pero no es así. Ha desaparecido.
Todo ha sido un sueño. Un puto sueño. Ya me parecía que había sido demasiado fácil todo, no ves a alguien en un concierto y a los diez minutos lo tienes encima, jadeando y gimiendo tu nombre. Todo había sido demasiado bonito. Pero ya pasó. Ya está. Ya no volverá.
Y sé que solo ha sido un sueño estúpido, pero me hubiese gustado que realmente fuese real. Me hubiese gustado que Laura, la Laura de mi cabeza, existiese de verdad. Pero es imposible. Sé que allá en el mundo habrá una Laura, una Laura que corresponda con la de mi sueño, pero no sé si realmente la llegaré a conocer en algún momento de mi vida. Pero si una cosa tengo segura, es que cuando la encuentre, haré todo lo posible por conocerla...y quien sabe, a lo mejor terminamos viendo un hermoso atardecer, acurrucados el uno sobre la piel del otro, mientras las olas y el jazz hacen la banda sonora de nuestra vida. ¿Quién sabe...?